jueves, 3 de noviembre de 2016

Libros

Estuario, o la dualidad de la palabra poética


Reseña del poemario de Andrea Puente Mancilla publicado por la editorial 3600.




Juan P. Vargas

Un velero navega nítido en la acuarelada bahía de Siracusa y, en el reflejo que el mar le otorga, toca con la punta de la vela la última letra del título del libro: Estuario. Al centro de la pieza de Emilio D. Olivares se encuentran el barco y su reflejo, separados por la casi imperceptible línea de la superficie marítima.
No será, pues, azaroso que en la tapa del poemario aparezca representado el binario de un objeto y su reflejo. Estructuralmente, dos partes encuentran cabida en el libro de Andrea Puente, tal como en el espacio de un estuario las aguas dulces se encuentran con el océano profundo de las aguas saladas; tal como en la superficie del mar un barco se encuentra con su reflejo. Y es que la temática escritural del libro gira en torno a cómo la voz poética se enfrenta a sí misma, en un primer momento, y a un otro (un interlocutor, un hombre, la propia palabra), en una segunda instancia.
Estos dos momentos, además, resultan ser los dos momentos de la propia escritura poética: un primero donde se conoce/observa/engendra al yo, para pasar a un segundo donde uno se enfrenta a la posibilidad de dirigirse a alguien. La voz lírica nace engendrada por el deseo de la palabra y con la constatación de tener “el talento de los verbos / en singular / primera persona / presente” (15); se apuntala, así, el presente vivo de la voz y su cualidad de yo, en gramática terminología.
Aparece en la parte segunda la imagen masculina del lenguaje encarnado y, junto con él, un marcado a quien la voz se dirige. Esto contrasta con la constatación primera del yo, más aún cuando, vivido el rugir de las despedidas en la separación del hombre, la voz afirma, creyente: “―no creo en la expiación de la palabra sin interlocutor―” (43). Una vez vivida la separación del otro, la voz constata la necesidad expiatoria de un a quien dirigirse en sus versos. La voz ha nacido, pues, del deseo de la existencia en el lenguaje en tanto un yo lírico ficcional y en tanto un tú interlocutor a quien dirigirse. ¿De qué otra forma, si no, puede escenificarse la creación poética?
El deseo que ha dado a luz a la voz poética retorna al final del libro en forma tripartita, cerrando el mítico ciclo, tan vital como el del agua del estuario, que estructura el poemario. Se revelan las dos caras de la moneda, falta y necesidad de un cuerpo tan fragmentado como aquel donde “[l]os huesos se repiten / se multiplican, se hacen excesivos / y no permiten su clasificación”, un cuerpo para existir en el mundo creado, en las decisiones tomadas y en la poesía escrita (encrucijadas que la voz ha afrontado en su recorrido escritural). La falta/necesidad de “aire líquido masa” está inevitablemente ligada a la metáfora marítima que estructura el libro, al evocar los tres estados físicos del agua; este deseo, de fondo, no es más que el de una nueva metáfora, el de un nuevo verso en el cual “volver a empezaR”, en una evocación al Vallejo que clamaba por un “nombrE”.
Esta moneda de doble cara, que pide un cuerpo fragmentado y un aire para existir, resulta ser, en los últimos versos, la de la falta/necesidad de un nuevo lenguaje, de un nuevo verso, de un nuevo poemario. Hermosa forma de cerrar su primer libro la de Andrea Puente: entendida la premisa de que la poesía está en constante avance y no hay mejor forma de cerrar un lenguaje que clamando por uno nuevo, de que (a decir de Octavio Paz) la poesía “no es nada sino tiempo, ritmo perpetuamente creador”.


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