Estuario, o la dualidad de la palabra poética
Reseña del poemario de Andrea Puente Mancilla publicado por la editorial 3600.
Juan
P. Vargas
Un
velero navega nítido en la acuarelada bahía de Siracusa y, en el reflejo que el
mar le otorga, toca con la punta de la vela la última letra del título del
libro: Estuario. Al centro de la
pieza de Emilio D. Olivares se encuentran el barco y su reflejo, separados por
la casi imperceptible línea de la superficie marítima.
No
será, pues, azaroso que en la tapa del poemario aparezca representado el
binario de un objeto y su reflejo. Estructuralmente, dos partes encuentran
cabida en el libro de Andrea Puente, tal como en el espacio de un estuario las
aguas dulces se encuentran con el océano profundo de las aguas saladas; tal
como en la superficie del mar un barco se encuentra con su reflejo. Y es que la
temática escritural del libro gira en torno a cómo la voz poética se enfrenta a
sí misma, en un primer momento, y a un otro (un interlocutor, un hombre, la propia palabra), en una
segunda instancia.
Estos
dos momentos, además, resultan ser los dos momentos de la propia escritura
poética: un primero donde se conoce/observa/engendra al yo, para pasar a un
segundo donde uno se enfrenta a la posibilidad de dirigirse a alguien. La voz
lírica nace engendrada por el deseo de la palabra y con la constatación de
tener “el talento de los verbos / en singular / primera persona / presente”
(15); se apuntala, así, el presente vivo de la voz y su cualidad de yo, en gramática terminología.
Aparece
en la parte segunda la imagen masculina del lenguaje encarnado y, junto con él,
un marcado tú a quien la voz se
dirige. Esto contrasta con la constatación primera del yo, más aún cuando, vivido el rugir
de las despedidas en la separación del hombre, la voz afirma, creyente: “―no
creo en la expiación de la palabra sin interlocutor―” (43). Una vez vivida la
separación del otro, la voz constata la necesidad expiatoria de un tú a quien dirigirse en sus versos. La
voz ha nacido, pues, del deseo de la existencia en el lenguaje en tanto un yo lírico ficcional y en tanto un tú interlocutor a quien dirigirse. ¿De
qué otra forma, si no, puede escenificarse la creación poética?
El
deseo que ha dado a luz a la voz poética retorna al final del libro en forma
tripartita, cerrando el mítico ciclo, tan vital como el del agua del estuario,
que estructura el poemario. Se revelan las dos caras de la moneda, falta y
necesidad de un cuerpo tan fragmentado como aquel donde “[l]os huesos se
repiten / se multiplican, se hacen excesivos / y no permiten su clasificación”,
un cuerpo para existir en el mundo creado, en las decisiones tomadas y en la
poesía escrita (encrucijadas que la voz ha afrontado en su recorrido escritural).
La falta/necesidad de “aire líquido masa” está inevitablemente ligada a la
metáfora marítima que estructura el libro, al evocar los tres estados físicos
del agua; este deseo, de fondo, no es más que el de una nueva metáfora, el de
un nuevo verso en el cual “volver a empezaR”, en una evocación al Vallejo que
clamaba por un “nombrE”.
Esta
moneda de doble cara, que pide un cuerpo fragmentado y un aire para existir,
resulta ser, en los últimos versos, la de la falta/necesidad de un nuevo
lenguaje, de un nuevo verso, de un nuevo poemario. Hermosa forma de cerrar su
primer libro la de Andrea Puente: entendida la premisa de que la poesía está en
constante avance y no hay mejor forma de cerrar un lenguaje que clamando por
uno nuevo, de que (a decir de Octavio Paz) la poesía “no es nada sino tiempo,
ritmo perpetuamente creador”.
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