viernes, 20 de octubre de 2017

60 años en la literatura boliviana

Un libro marca el cambio de
ritmo de la literatura boliviana



Un río que crece. 60 años en la literatura boliviana, acaba de publicarse a propósito de los 60 años de la Asoban, entidad patrocinadora de este proyecto, en el que siete escritores trazan una descripción crítica y cronológica del acontecer en las letras nacionales entre 1957 y 2017.


Martín Zelaya Sánchez

La publicación casi providencial -por su enorme valor estético- de Cerco de penumbras (1958) y de Los deshabitados (1959), de Óscar Cerruto y Marcelo Quiroga Santa Cruz, respectivamente que, para nadie es desconocido, son dos de los principales hitos de las letras nacionales del siglo XX, se recapitula al inicio de Un río que crece. 60 años en la literatura boliviana, libro de reciente edición en conmemoración del 60 aniversario de la Asociación de Bancos Privados de Bolivia (Asoban), patrocinadora del proyecto.
“…las letras nos han fortalecido, alentado y esperanzado; nos han servido, en suma, para sobrevivir a las adversidades, levantarnos de las caídas y mantener la fe en un mundo mejor”, comenta Mariano Baptista Gumucio al inicio de “La irrupción de la subjetividad (1957-1967)” el capítulo que le corresponde en este trabajo que -acorde al aniversario de la entidad auspiciadora- se propone trazar un repaso exhaustivo, riguroso y crítico de la producción literaria nacional en las seis últimas décadas, sin que ello implique un lenguaje académico y especializado pues esa fue, precisamente, la única premisa que el editor, Gabriel Chávez Casazola, pidió respetar a los coautores.

“Se pidió expresamente a los autores -comenta Chávez en su introducción- que sus textos mantuvieran un tono coloquial y de crónica -sin por ello renunciar al rigor y a la valoración crítica imprescindibles-, ya que este libro tiene fines de divulgación e información para el lector no especializado; pero a la vez, ciertamente, busca despertar interés para que se realicen futuros estudios en profundidad con nuevas visiones, más amplias y menos enfocadas solo en una parte o visión del país y de su historia, como ocurría hasta hace poco; reduccionismo que los coautores de este libro -con los textos aquí recogidos, pero sobre todo, varios de ellos, con su propia obra- han demostrado que puede y debe terminar, ahora que nuestra literatura se torna multipolar y se expande geográfica y temáticamente como un río que crece…”.

Este libro tiene fines de divulgación, comenta el poeta, también autor del concepto de esta obra, y es ahí donde a modo de valorar el aporte de Asoban, hay que pecar de ambiciosos y pedirles que además de la bella edición de lujo lanzada en días pasados en el acto de celebración de su aniversario (formato de 30 x 25 cm, papel couché, tapa dura) es imprescindible una pronta edición popular para que el trabajo esté al alcance de la mayoría.
Vamos al contenido. Dividida en seis partes, una por cada decenio entre 1957 y 2017, Un río que crece cuenta con las firmas de Baptista Gumucio, Edmundo Paz Soldán (que analizó el periodo 67-77), Mónica Velásquez (77-87), Magela Baudoin (87-97), Martín Zelaya (97-07) y Giovanna Rivero (07-17).
Más allá de cierto riesgo de extrema heterogeneidad, la total libertad que los coautores tuvieron para desarrollar sus ensayos, permite contar con un corpus diverso, ecuánime y desprovisto de cualquier sesgo académico o de otro tinte. La mayoría, dadas las claras condiciones, optó por una lógica recapitulación cronológica de títulos publicados, lo que además de indagar en la obra como tal, da pie a una referenciación valorativa del autor.
Después de Cerruto y Quiroga Santa Cruz, Baptista Gumucio hace especial hincapié en otras dos obras cruciales de su periodo: Historia de la Villa Imperial de Potosí, de Bartolomé Arzáns, cuya edición definitiva la propició Gunnar Mendoza en 1965; y El Loco, de Arturo Borda, monumental como complejo texto de 1.676 páginas en tres volúmenes.
Más adelante, al concluir “Turbulencia y escritura (1967-1977)” en la que pasa revista a obras emblemáticos como Matías, el apóstol suplente, de Julio de la Vega y Tirinea, de Jesús Urzagasti, Edmundo Paz Soldán escribe:

“La década produjo algunos textos que hoy son considerados clásicos. Desde una posición muy precaria, los escritores nacionales habían escrito sin simplificaciones sobre esos años, buscando una renovación formal que se dio tanto en la poesía como en la narrativa, y también habían logrado articular algunos de los temas que serían fundamentales en el debate acerca del tipo de sociedad que aspiraba a ser la boliviana (el lugar de la mujer, la proyección identitaria, la incorporación de culturas tradicionalmente excluidas, etc.). El fin del siglo XX vería los intentos de resolver los temas articulados durante esa década”.

A continuación viene “Sobresaltos entre el silencio  (1977-1987)”, un trabajo en el que haciendo uso de un admirable estilo en primer persona, Mónica Velásquez escribe:

“Corrió 1977. Cesaron: la risa de Chaplin, la guitarra de Hendrix; Nabokov, autor de Lolita. Un excéntrico John Travolta enseña a bailar los sábados por la noche. La dictadura sigue campeando por el continente y es cada vez más difícil respirar. Todavía duelen en los ojos las marchas que, según se dice, harán cada jueves las madres de la Plaza de Mayo en Buenos Aires, buscando a sus desaparecidos, ¿los tenemos nosotros?
Este diciembre la huelga de mujeres mineras a la cabeza de Domitila Chungara no deja de exigirnos una palabra, un acto. Todavía andando con un aparatito que inventaron en el norte, llamado walkman, en el bolsillo, tratando de averiguar qué es eso de llevarse la música a otra parte. Todavía preguntando, la democracia qué será. Todavía con el Hijo de opa de Gaby Vallejo, el Guano maldito de Aguirre Lavayén, toda la colección que se mandaron Juan José Coy y Josep Barnadas, el Manchay Puyto de Taboada Terán, la poesía de Humberto Quino que, en su segundo libro, ya personal, arremete con todo el lenguaje de la calle y la protesta. Todavía en Navidad rezando por las causas Albó, Espinal, y las minas y las calles y el “nunca se sabe”, a diario. Todavía asombrados andan los de la academia con los ensayos de Roberto Prudencio y la incursión de un semiólogo que promete renovar nuestra crítica literaria, don Luis H. Antezana. Año nuevo que mientras retrocede en conteo de uvas, nos deja un sabor agridulce de la esperanza que esperamos y aún no llega. Y, a pesar de todo, retornan a su España: Alberti, Guillén y Aleixandre, ¿habrá patria para los que quieran volver?...”.

Y es que claro, otra característica fundamental del libro es la contextualización del quehacer de las letras bolivianas con la historia, la cotidianidad política y social, llena de sobresaltos y avatares, no pocas veces menos verosímiles que la mejor de las ficciones.
Completan Un río que crece: “Años de transformación (1987-1997)”, de Magela Baudoin; “Cambio de ritmo (1997-2007)”, de Martín Zelaya y “Descorriendo el tupido velo de la mediterraneidad (2007-2017)”, texto donde Giovanna Rivero concluye:

“…En definitiva, el compromiso con lo literario como la más cuidada prioridad es el cambio de paradigma que tanto nos hacía falta para seguir madurando. La personalidad literaria boliviana está tejida de heridas, complejos, sueños, insatisfacciones y una imaginación infinita que seguramente será la nave para surcar esos mares, aparentemente inalcanzables, que merecemos y que seguramente nos esperan”.





jueves, 19 de octubre de 2017

La nueva novela de Maximiliano Barrientos

La violencia total: primeros
apuntes de En el cuerpo una voz


El próximo número de la revista literaria 88 grados -ya a punto de entrar a imprenta- incluye un amplio dossier sobre Maximiliano Barrientos, a propósito de su nueva novela editada por El Cuervo y que mañana viernes 20 se presentará en La Paz. Va un brevísimo adelanto para animar a la gente a asistir al lanzamiento y comprar este excelente libro.



Martín Zelaya Sánchez

¿Santa Cruz apocalíptica? Algo pasó y ya no hay Estado ni civilización tal como los conocemos. Grupos armados -“brigadas” de forajidos-, controlan la ciudad y las provincias y la población está a merced de sus disputas, saqueos e inimaginables caprichos.
Dos hermanos -Rodolfo, quien lleva la voz narrativa, y Pancho, que está malherido- huyen de El General y su turba. Tras leer “Fuselaje”, la primera de seis partes de En el cuerpo una voz (El Cuervo, 2017), la nueva novela de Maximiliano Barrientos, me es imposible no remitirme a La Carretera de Cormac McCarthy: hambre, devastación, miseria humana, violencia total.
La atmósfera de desasosiego e incertidumbre se respira en cada párrafo, no solo por lo que el narrador protagonista cuenta; sino por el diseño mismo de la novela, por las acciones, por la habilidad del autor para relatarlas, por las palabras elegidas, su orden y engranaje en frases y oraciones tan necesarias e imprescindibles una como otra en el universo concebido no solo de “Fuselaje”, también de “Churrascos”, la segunda parte, relatada ya por un narrador externo.
Cuando la lucha diaria es, en verdad, por seguir vivos -en medio de escasez total, hambruna, masacres y canibalismo- muy pocos se resisten a la vorágine, muy pocos pueden mantenerse dentro de los códigos de la civilización.

Cuenta Rodolfo:
“No sabía ninguna canción, ningún rezo, nada que decir o hacer en una ocasión como aquella. Bebí y callé. Permanecí allí, pensando en el sueño, tratando de darle voz a mi madre, pero su voz había desaparecido. Tras la muerte de mi hermano, ella se convirtió en una mujer que nunca fue madre de ningún hijo, se convirtió en un nombre que no me ligaba a nada que hubiera perdido, a ningún lugar al que añorara volver.
Me puse de pie y bebí otro trago más hasta sentí que la garganta se cerraba. Todo era monte alrededor, por donde fuera que mirara la vegetación era la misma.
Ruidos de aves, insectos, animales que a esas horas salían a cazar.
Entre todos esos ruidos, otros: pisadas, voces.
Me interné en el monte, ya sin miedo, con algo que no era solo mi hermano en la cabeza, pensando en el sabor de la salchicha derritiéndose en la boca. Recreaba el sabor porque sabía que si no me mataban en unas horas más volvería a sentirlo bajo la lengua y en el paladar, expandiéndose por la garganta, hasta extinguir la rabia, hasta extinguirla por unos minutos…”.

En una parte de un diálogo de largo aliento, Maxi habla de esta su obra:

- Se me ocurren algunas palabras y términos que se impregnan a lo largo de esta novela: transgresión, instinto-naturaleza humana, trauma, cicatrices, memoria…

--Tenía ganas de escribir una historia de venganza, tema que había aparecido en la primera parte de La desaparición del paisaje, y en el cuento “Sara”, de Una casa en llamas. Tenía esas ganas pero no tenía nada más y con esa idea no podía ponerme a escribir, hasta que una tarde, mientras iba en un micro por Los Pozos, vi a la gente amontonada en las calles y se me vino esta imagen: una tamborita tocando para unos soldados mientras hacen un churrasco, con la diferencia de que en vez de carne de vaca habían seres humanos descuartizados, echados sobre las parrillas. Pensé en una tarde calurosa y en ese ambienta de fiesta típico de los carnavales. Ese fue el detonante. Ahora sólo tenía que ver cómo podía unir la idea de la venganza con esa escena. Era poco pero al menos era un principio. El resto fue una cuestión de resolver la estructura y la novela se fue escribiendo sola. Me costó, ya que escribí la primera parte y luego me quedé corto. Pensé en dejarla como un cuento largo, pero cuando resolví ciertas cuestiones de estructuras que atañen a la temporalidad, lo otro fue surgiendo. Leonora, la editora de Eterna Cadencia -que sacará la novela en febrero-, me comentó tras leer el manuscrito lo siguiente: “la novela trabaja la naturalización de la violencia”. Creo que eso es acertado. La violencia no es el conflicto, es un escenario, es el medio donde sucede lo otro.