martes, 8 de diciembre de 2020

Manubiduyepe: el microcosmos sacado de una cajita

 


Martín Zelaya


 

I

En La Montaña del Alma del Nobel Gao Xingjian –monumental canto a la civilización china; a su milenaria y ahora amenazada sabiduría de convivencia con la naturaleza–, un viejo guardabosques le dice al protagonista: “El hombre sigue las vías de la Tierra, la Tierra sigue las vías del Cielo, el Cielo sigue las vías de la Vía, y la Vía sigue sus propias vías; no hay que llevar a cabo actos en contra de la naturaleza, no hay que aspirar a lo imposible”.

El (primer) narrador de Manubiduyepe, la nueva novela de Juan Pablo Piñeiro, sostiene:

Un sol está clavado en cada grieta del mundo. Un sol profundo que llega de lejos y enciende los candelabros secretos de la naturaleza. Grietas como huellas en la memoria de las cosas. Y también constatación infalible de que cada destino está enraizado en la tierra. La tierra húmeda, no el piso ni el suelo, el piso y el suelo que nos separan de la tierra húmeda. El alma es un acordeón, un instrumento de percusión, pero también de viento. Y en la punta de la raíz todas las almas que embrujan la materia de este mundo son idénticas, talladas en la misma madera (124).

II

Un indio reaparece cada nueve años exactos y se sienta durante tres días y tres noches en un banco de la plaza de Cobija, para luego marcharse, imperturbable, sin que nadie logre nunca sacarle una palabra.

Un escritor paceño llega a Cobija a empaparse de los usos y costumbres de la selva, pero en su afán de mimetizarse en la comunidad para tener material de escritura, apenas logra empaparse de sí mismo (y poco más) de tanto transpirar.

Salvador Piñari se llama este autor que, junto a otras voces en todo caso más autorizadas que la suya, narra este microcosmos que es Manubiduyepe (Editorial 3600, 2020), la tercera novela de Piñeiro. Narra, decíamos, pero para ser precisos, más bien canaliza. Y así Cobija, Pando, la selva, el extremo norte de Bolivia y su gente tienen en la ficción –valga el lugar común– un inmejorable prisma que nos acerca a su realidad.

III

Pista suelta: “Manubiduyepe es el espíritu que está dentro del cuerpo que está escribiendo de pie estas palabras en el centenario de un día triunfal” (145).

IV

En esta novela hay violencia e intromisión. Un sicario narco (Pico de Yaca) capaz de todo, pero limitado a la vez por su ausencia de alma. Un par de gemelos (Bruceley y Brucelyn) predestinados a la tragedia ante la imposibilidad de ser uno solo. Turbas enardecidas dispuestas a linchar antes que preguntar o, incluso, pensar. Científicos dueños de la verdad e incapaces de ver más allá de esa falacia.

Hay, también, duendes intolerantes y rabiosos que disponen de una máquina para editar la memoria. Hay árboles-deidades-guía. Hay monos que hablan y escriben. Hay sindicalistas corruptos… pero en ello no es necesario ahora detenerse.

Todos se presentan y cumplen su destino en la primera y tercera partes. En la segunda, centrada en el pahuichi de Yamuriniti Diojorejepe convergen, varios de estos personajes, en una especie de paso a otro estado o dimensión. Todo cambia pero todo vuelve.

V

Para hacer justicia a la epifanía que engendró la necesidad de escribir esta novela, Piñeiro se vale de un complejo juego de voces, planos y perspectivas. Y así, el narrador inicial cede su voz alternativamente a Piñari, a Yamuriniti Diojorejepe y a un “nuevo” narrador: “Es hora de que olvides a tu narrador, Piñari –le dice el brujo Yamuriniti, en la segunda parte, al “dueño” de la novela (tomando, a su vez, la voz cantora en desmedro de “ese” narrador)–, déjalo en mi Pahuichi. Los demás tienen que irse contigo, estimado Piñari…” (155). Y da paso, luego, al “nuevo” narrador”, tercera voz de esta novela que, no obstante, no deja de ser “propiedad” de Piñari, como queda establecido en una alucinada charla en un karaoke.

VI

Muy pocas veces el “lenguaje poético” calza bien en la ficción. Muy pocas veces, como en este caso, este recurso es tan necesario para concordar con el diseño conceptual y estructural de una obra –ya volveremos sobre ambos– que en este caso le tomó a Piñeiro demasiados años de silencio y ardua labor. “La sombra del éxito de su primer libro lo debilita al señalarle caminos equivocados en la escritura” (269), escribe en un claro guiño hacia el final.

Lenguaje poético, decíamos:

Dafne, perdida y derrumbada, desconoce el poder secreto de sus deseos. Cuando duerme, sueña desprotegida y se refugia, insegura, en los peligrosos páramos que la distancian de su propia paz. En el mundo no caben las ilusiones, eso ella lo sabe. Por eso, cuando sueña, siente el mismo abismo que cuando no sueña, solo atina a acostar su cabeza en la tierra, como quien es ajeno a los designios de la providencia. Si no hace eso, el mundo no se evapora: persiste en la dolorosa esfericidad de su impronta (23).

Tal vez, pensándolo mejor, no es justo simplificar con el epíteto de “lenguaje poético” a varios largos pasajes –generalmente al inicio de cada capítulo– de esta novela. Se trata, en todo caso, de un estilo muy alejado –y no por ello mejor ni peor– del estilo dominante en la narrativa boliviana y latinoamericana actual signado, este último, por la austeridad de lenguaje, el énfasis en la naturalización de situaciones y diálogos y en la mayor simplicidad posible; es, entonces la de Manubiduyepe una prosa detenida y frondosa: pensada y cincelada hasta el límite (como seguro, con objetivos contrarios, la escritura predominante de la que hablábamos); resultado no ya solo de una rigurosidad extrema, sino de un compromiso ontológico.

La segunda de las tres partes de esta novela tiene un epígrafe de Jesús Urzagasti: “Qué de extraño que, más temprano que tarde me volviera curandero y terminara sanándome a mí mismo…”. Si algo le debe Piñeiro al chaqueño (influencia no escasa pero tampoco invasiva) es precisamente la coherencia, cohesión idea-trama-lenguaje; la certeza de los demás; la particular capacidad de observación-interpretación de las vidas ajenas en su existir, en su dinámica con la naturaleza. Igual que en la prosa de Urzagasti, se halla en esta novela frases y párrafos dignos de subrayar, delicadamente concebidos y plasmados.

El tiempo se transforma en música, más propiamente en un tono, en una nota que altera la materia y expande y contrae lo que no se mueve. El tiempo es la música que reverbera en la materia y eso solo se puede describir cuando uno descubre el brillo de su propia existencia. Cuando uno halla lo que no se mueve, lo que no cambia, lo que es (74).

VII

Volvamos a los personajes. Un policía que patrulla la desolada frontera junto a un mono al que le da grado y uniforme; una mujer-árbol proscrita y condenada a vagar en la selva por una extraña enfermedad en la piel; dos hermanos gemelos predestinados a la tragedia y cuyo padre tiene a Bruce Lee como líder espiritual; un transexual bipolar que o bien se disfraza de oso o apenas viste lencería y tacones de aguja… y un despiadado narcotraficante que de tanto poder ya no halla qué más tener en su manos y a sus pies. Y, claro, Yamuriniti Diojorejepe, el sabio hechicero que, sin protagonismo central, determina, de alguna manera, el devenir de cada quien. Personajes todos estos que se hallan enfrentados –justo cuando toca a los narradores narrarlos– a un inminente momento culmen, a una transformación definitiva que, finalmente, no termina sino dejándolos en un lugar diametralmente opuesto, sí; pero, a la vez, al mismo nivel que antes (¿o no?).

La vida, el mundo son, como coinciden tantas cosmovisiones milenarias, un eterno círculo que se hace y deshace al avanzar. La vida, el mundo, según tantas –o acaso todas– las cosmovisiones son, además, un cúmulo de dualidades complementarias. Gran don, terrible don; pues, como bien experimenta Piñari, no se puede vencer al cansancio de cargar con un cuerpo [el propio] a cuestas: “No es fácil vivir siendo dos, porque tarde o temprano uno se alimenta del otro” (26). Dualidad implícita en Miguel-Nancy; dualidad intrínseca de Policarpio Murayana; dualidad fatal en Bruceley-Brucelyn.

Eterno círculo, dualidad complementaria, decíamos. Y viene entonces a colación la ética y estética del flujo continuo, de reciprocidad y bidireccionalidad con que se abre y cierra la novela: “Luz azul”, poema palíndromo: “Luz azul, soledad, / aroma, dama de sal. / Seré soñada luna, luz azul (…) luz azul, anula daños / eres la sed amada. / Morada de los luz azul…” (15 y 278). 

VIII

Tiene, Manubiduyepe algo de reconstrucción social y antropológica de Cobija y la selva pandina; abundan rasgos que para el incauto lector podrían pasar por realismo mágico, pero en realidad es una crónica concebida desde el deslumbramiento de un encuentro (casi) imposible; desde la mirada sorprendida e inocente, primero, de un colla foráneo, y desde su inquebrantable curiosidad, después, en pos de desentrañar este “lejano” universo, tan cercano a la vez. No todo lo que parece sobrenatural, imposible, irracional, a ojos profanos, lo es.

Es, también, Manubiduyepe, un inventario de personajes y, por tanto, peculiaridades de la selva boliviana: idiosincrasias, sabidurías. Una ficción conformada por los mejores rasgos del viejo naturalismo: rigurosidad de observación, aprehensión y transmisión pero, indudablemente, aferrada a los registros de lo sobrenatural. En este punto valga una breve analogía con Cuando Sara Chura despierte (2003), primera novela de Piñeiro a la que muchos, planteando características como las recién descritas, describen como neobarroco. Las similitudes, como se verá, trascienden a diversos planos[1].

¿Es Cuando Sara Chura despierte un quiebre en el “realismo urbano” ya asentado para 2003, cuando se publicó, y que continúa vigente?

Es una novela  lúdica, lindante en el absurdo y lo caricaturesco, pero a la vez, profundamente reflexiva y rigurosa; es una novela fantástica, pero a la vez inmune al estereotipo del realismo mágico. Es una novela que ensalza la posibilidad de lo ambiguo, de lo voluble; la posibilidad del cambio infinito, de la multiplicidad. Y es una novela que reivindica a la muerte y a los muertos como presencias más que como ausencias.

Para lograr enlazar este complejo universo narrativo temático, Piñeiro toma una arriesgada decisión: diseña una estructura alternada y paralela, según la perspectiva de cada personaje, es decir, variando en cada una de las cinco partes que, no obstante, están todas relatadas por el mismo narrador ajeno –que no omnisciente pues, ¿acaso hay alguna ubicuidad en esta novela que no sea Sara Chura?– que lleva la voz principal y la cede solo en determinados pasajes.

IX

En su poema “Las tres voces de Arlindo Paruma”, el pandino Ramón Campos Tibi escribe: “…Mira hijo, si la vida lo tiene todo, / el hombre solo tiene que vivirla. / Y si no sabe vivirla, es como un tronco seco. / ¿No miras, acaso, cómo vive la selva? / ¿No miras, acaso, cómo baila?...”.

Retomando a Xingjian, es, además Manubiduyepe, en forma tangencial, pero rotunda y definitiva, una denuncia contra las amenazas a la naturaleza, a la vida pura y simple –acaso la única en verdad aceptable–. Un grito desesperado por la utopía de lo genuino.

X

¿Escribió este libro Juan Pablo Piñeiro, un paceño que en el trópico pandino suda como “esponja exprimida”? ¿O simplemente, como sus narradores y el mono que escribe las palabras sacadas de una cajita, se limitó a canalizar las historias ya escritas en este transcurrir irrefrenable que nos contiene?

 

 



[1] Los siguientes tres párrafos son parte Zelaya, M. “1997-2007: Cambio de ritmo”. En 2017 Chávez, Gabriel (comp.) Un río que crece. 60 años en la literatura boliviana. La Paz: Asoban-Plural. Pág. 115-151.

domingo, 12 de abril de 2020

Apuntes sobre Los años invisibles



“La culpa está hecha de la misma basura que la memoria”


Una lectura de la nueva novela de Rodrigo Hasbún que El Cuervo acaba de publicar en Bolivia.


Martín Zelaya

1
Es 1997. Ladislao tiene 17 años y está en el último curso de un colegio exclusivo de Cochabamba. Quiere ser cineasta y experimenta ideando un videoclip para la banda de rock de sus amigos. Empieza a salir con Joan, su profesora de inglés, una gringa treintañera que lo inicia sexualmente y, de algún modo, redefine su vida. Andrea, su compañera de curso, se entera que está embarazada y a los pocos días aborta. En medio de esa crisis, decide organizar una gran fiesta en la piscina de su casa; fiesta que, definitivamente, trastoca su vida.
Hasta ahí –la primera de cinco partes– Los años invisibles es una novela de formación que bebe mucho de Río Fugitivo y Un mundo para Julius: Cochabamba de fines del siglo pasado y familias privilegiadas al margen de la crisis total del país, en el primer caso; retratos a profundidad de adolescentes que buscan desmarcarse de la dinámica familiar y de “alta sociedad”, como ocurre con el protagonista de la novela de Bryce Echenique. Valga recalcar que Hasbún, al contrario de Paz Soldán, trabaja en personajes más desinhibidos y mucho menos inocentes en relación a Roby el ejemplar hijo y estudiante de Río Fugitivo.
En la segunda parte nos enteramos que “Ladislao” y “Andrea” son en realidad los personajes de una novela en la que el narrador –“Julián” – retrata a sus compañeros y amigos; aunque con nombres cambiados, al parecer refleja fielmente lo que fue de ellos. Nótese otro guiño a la obra de Paz Soldán, en la que Roby también escribe una ficción sobre su alter ego, Mario Martínez, que vive en una Cochabamba disfrazada de Río Fugitivo.
Veintiún años después, “Andrea” visita a “Julián” en Houston, EEUU y en una larga y definitoria velada de alcohol y revelaciones, reconstruyen los sucesos de aquel “marzo de mierda”, cuando la fiesta juvenil marcó el destino de muchos. Hasta ahí lo que interesa contar de la trama que se intercala en planos y realidades en las tres siguientes secciones.

2
Fiel a su estilo, Rodrigo Hasbún dibuja muy bien los universos íntimos de sus personajes; les dota de alta credibilidad en cuanto a idiosincrasia, modos, temores y transgresiones, y refleja bien la época y entorno que le tocaron vivir (en 1997 él tenía casi la misma edad que “Julián”). Como es esperable, también en todo texto el lenguaje es prolijo, en líneas generales, aunque daría la impresión que algo menos trabajado y pulido, sobre todo en los capítulos de la metaficción. No obstante una vez avanzado el libro, uno se pregunta si esta debilidad no es más que aparente y diseñada, puesto que “Julián” no tiene, finalmente, por qué ser un buen escritor.
En un momento de la charla “Andrea” le dice:
“…pero en tu versión hay demasiada literatura… los personajes no se sienten de verdad, es difícil conectar con ellos”. Y de inmediato él reflexiona: “Creí que escribir sobre esa época me liberaría, que aligeraría el peso de los años invisibles, pero a menudo siento que ha sucedido justo lo contrario”. (80)

Si quisiéramos definir en pocas palabras la primera novela de Hasbún, El lugar del cuerpo, podríamos decir que en ella escribe sobre escribir, por un lado; y sobre vivir, sobre todo, de la mano de la historia de vida de una boliviana arraigada en el exterior. En cambio Los afectos, la segunda, la podemos sintetizar como una novela de memoria e historia, de mentalidades y sentimientos, de personalidades y relacionamientos humanos; de afectos propios y filiales, de afectos de pareja y a la causa: a los ideales. Salvo en esto último, podemos corroborar que en esta tercera novela, las búsquedas y motivaciones persisten.

3
Los años invisibles es una reflexión sobre la juventud: el momento de construcción; sobre la que comúnmente romantizamos como “la mejor etapa de nuestras vidas”; sobre el tiempo de la familia. A ello Hasbún vuelve una y otra vez en sus cuentos y novelas.
Es, este libro que El Cuervo editó hace poco junto a Random House, una revelación de la soledad a la que estamos enfrentados –¿condenados?– lo queramos o no. Es una visión pesimista de la vida: el pasado, la memoria, las ilusiones, el matrimonio. Es, a fin de cuentas, la confesión de escepticismo y extremo pragmatismo de un desencantado irredimible. ¿Rodrigo? ¿”Julián”?
“Todo lo que entra en el pasado se vuelve irreal, una mentira en la que algunos coinciden a veces (…) Ya somos casi cuarentones, la edad en la que la mayoría mira hacia atrás y descubre que pudo haberlo hecho mejor, que el juego iba en serio”. (71)
“A mí me perturba más mirar hacia atrás que hacia adelante. Todos piensan que el pasado es menos incierto, que el pasado es una especie de refugio a donde podemos ir corriendo cada vez que las cosas salen mal. A mí eso me parece una idiotez (…) lo que cada uno de nosotros terminó siendo tiene poco que ver con lo que hemos sido antes. Lo que define lo que terminamos siendo es lo que no vemos venir, los accidentes son lo que más incide…” (79-80)

Vuelve, además, Hasbún, y ya hablando de estilo, a una técnica que domina con pericia y lo distingue: el narrador –por lo general también protagonista– comenta lo que acaba de suceder(le); una suerte de glosa en soliloquio.
“…Sonrío, porque esas fotos no se publicaron en ninguna parte. ¿Es posible que sepa meterse en computadoras ajenas? ¿Es posible que haya visto lo que yo tengo en la mía, que haya estudiado mi historial, que haya leído mi diario? [Cavila “Julián” sobre “”Andrea”] Me hago esas preguntas y, recordando esas fotos que no sé si vio, vuelvo a pensar que los matrimonios son largas ceremonias de desenmascaramiento. Después de las fantasías del enamoramiento inicial, sucede el realismo duro de dos personas arrancándose los disfraces la una a la otra…”. (77)

Aunque esta peculiaridad de sus personajes es natural tanto en el contexto narrativo de la obra como en la realidad ficcional, en lo externo no es del todo verosímil que todos o casi todos los protagonistas –hombres y mujeres comunes y corrientes– tengan tal nivel de lucidez filosófica y capacidad de abstracción.
Hasbún dialoga, juega con su propia novela –y con la novela dentro de la novela– y ejercita así una especie de autocrítica, a modo de intertexto, en esa delgada línea autor-narrador-personaje: “Julián” se da cuenta, tras la cadena de epifanías propiciadas por “Andrea”, que de pronto el primer capítulo de su novela, al que ella tuvo acceso, no es tan bueno como supuso. Aquí vale rescatar un extracto de una reciente entrevista que le hicieron a Rodrigo en la revista colombiana Libros y Letras: Pablo Concha le pregunta sobre “Ladislao”, personaje que ya había aparecido en uno de sus primeros cuentos, y él le responde: “escribí el cuento hace más de diez años, lo que quiere decir que fue otro quien lo escribió. En ese sentido, volví a ese material un poco como si me acercara a él por primera vez”.

4
Esta tercera novela consolida al autor de Los días más felices como un exhaustivo observador de las vidas; de las peculiaridades internas y externas de la gente; de los detalles que predeterminan coyunturas y contextos; de las reacciones –sobre todo– que provocan en cada quien la suma de sucesos, causas y azares.
Nuestro transcurrir, parecería concluir Hasbún en muchos de sus textos, no es más que un predeterminado fracaso general salpicado de pequeños triunfos a los que –tristemente en vano– tratamos de aferrarnos… y eso transmite en esencia el encuentro de “Julián” y “Andrea”, el cenit de Los años invisibles, ese momento bisagra al que el narrador pretende rehuir oculto tras una coraza mental al final poco efectiva, y que de pronto le sirve al menos para cerrar heridas y voltear una pesada página.
Lúcida y curtida por una vida extrema, “Andrea” se da cuenta de todo con solo mirarlo:
“Tienes demasiada culpa y quieres que te perdonen y eso es lo que más veo en tu novela, aunque te esfuerces tanto por ocultarlo (…) la culpa está hecha de la misma basura que la memoria, ninguna de las dos sirve”. (155)

Siendo también un sello personal suyo, Hasbún no deja de interpelar(se) y lanzar el guante: “¿con qué soñaremos cuando todo se vuelva visible?”, pregunta, parafraseando a Paul Virilio y luego sigue, ya por sí mismo:
“¿A quién encontraremos del otro lado de las cosas cuando no tengamos nada que ocultar?”. (84)
“¿Somos las preguntas que nos hacemos? ¿Somos más bien las preguntas que no tenemos el valor de hacernos?”. (110)
“¿Ver es algo que en verdad se puede aprender, o [solo] algunos nacen con esa capacidad?”. (138)


Sobre Días detenidos de Guillermo Ruiz



¿Qué somos sino el tiempo vivido?


Una reflexión en torno a la obra que ganó el Premio Nacional de Novela 2019.



Martín Zelaya

En su bella Austerlitz, W.G. Sebald escribe:

“… la oscuridad no se desvanece sino que se espesa al pensar lo poco que podemos retener, cuántas cosas y cuánto caen continuamente en el olvido, al extinguirse cada vida, cómo el mundo, por decirlo así, se vacía a sí mismo, porque las historias unidas a innumerables lugares y objetos, que no tienen capacidad para recordar, no son oídas, descritas ni transmitidas por nadie…”.

Lea, boliviana inmigrante en Francia, vuelve a La Paz para despedirse de su madre moribunda. Mientras reconstruye su pasado: la infancia junto a sus padres y su hermano Lauro, la vida de sus padres y abuelos (su origen y antecedentes), empieza a contar en un bien hilvanado intertexto –y siempre en primera persona– su vida en Europa junto a su esposo Raphael y la traumática ruptura que le hizo “huir” con su hijo Nico.

Novela de regreso, de ajuste de cuentas, Días detenidos de Guillermo Ruiz es, además, una rigurosa exploración de personajes –siempre desde la mirada acuciosa de Lea– al punto que da la impresión de que el pasado no deja nunca de estar presente, a veces demasiado, impostando incluso el futuro posible.

“¿Qué mejor refugio que un pasado feliz? Un pasado que no es recordado, sino que irrumpe en el presente y se vuelve realidad”. (118)


Entre complejas introspecciones a los personajes en las que se cometen ciertos excesos –autorreferencias demasiado coloquiales y algún que otro altibajo en la por lo general solvente construcción de subtramas que van desde lo policial al suspense o incluso con visos de novela política– el XIX Premio Nacional de Novela cumple con creces uno de los mayores retos de este género: se lee rápidamente y se disfruta.

Lea lucha contra el vacío inevitable que parece llenar la vida de todos a cierta edad: cuando renuncias a ser y simplemente estás; cuando vives solo para ser parte de una rutina-familia-sociedad; cuando no te queda algo de ti para ti mismo.

“…los mecanismos de defensa y de supervivencia que nos impone la vida tienen algo de la voracidad de la naturaleza”. (92)

Vive, además, ante la constante amenaza de la locura… de ese escape total y final que se cierne cada vez con mayor peligro, y no solo por su coyuntura (no viene a cuento adelantar algo de la “trama europea” de la novela) sino, como luego lo descubre, por un atemorizante sino genético.

En medio de una trama con fuerte matiz psicológico intimista, se cuelan diálogos y descripciones de La Paz y los paceños en los que excepcionalmente –en un marco general resuelto con pericia– aparecen algunos clichés notoriamente atribuidos a la sesgada percepción de un boliviano que vive ya mucho tiempo afuera. Esto en el caso de Lea sería no solo entendible sino quizás necesario; pero no así en el caso de Guillermo Ruiz, quien quizás pudo evitar algún leve desliz haciendo caso a una pertinente reflexión que puso en la voz de su protagonista –escritora frustrada ella–: “En los libros hay que eludir los lugares comunes, pero en la vida, en la mediocre vida, son inevitables”. (9)

Lea –no hay dónde perderse, esta es una obra de personajes– es una nihilista ensimismada; era ya “europea de mente” antes de irse. Y en su pretendido retorno busca que esa certeza le remuerda y pese; busca un castigo por su narcisismo y desfachatez, aunque en el fondo nunca reniega ni se arrepiente.

Las raíces familiares-culturales-sociales-políticas-nacionales además de afianzarnos y constituirnos, pueden también encadenarnos y hundirnos. Lea lucha sabiéndose derrotada de antemano. Pocos personajes femeninos tan entrañables se han creado en la literatura boliviana reciente.

“Qué extraña es la memoria, pensé. ¿Por qué algunas cosas las recordaba con nitidez y otras habían desaparecido tan limpiamente que era como si nunca hubiesen pasado? (…) El tiempo es una ilusión de la memoria, y la memoria una niebla que a veces revela y otras oculta. Así que todo lo que somos o creemos ser (¿qué somos sino el tiempo vivido?) es la proyección de una bocanada de humo. No un fantasma, sino la sombra de un fantasma”. (184)



Los errantes de Olga Tokarczuk



Cuerpo, movimiento, muerte

Martín Zelaya


El constante desplazamiento –movimiento perpetuo, diría Monterroso– como única certeza de subsistencia; como fuga y búsqueda eterna. El viaje como paradigma de la vida. La errancia como la más real opción de trascendencia. La escritura como desplazamiento…
Ese es el círculo eterno sobre el que gira Los errantes (Anagrama, 2019) de Olga Tokarczuk, la escritora polaca ganadora, en 2019, del Premio Nobel de Literatura 2018 (ya sabemos todo el rollo de la academia sueca). El libro transcurre, entonces, entre fragmentos y episodios. Estaciones de partida y llegada, pero ante todo de paso, en las que se interponen historias en diferentes voces y ámbitos:
Philip Verheyen, anatomista flamenco que conserva su pierna amputada en un frasco y le habla y le venera y le escribe cartas como esta:
“¿Por qué me duele aquello que no existe? ¿Por qué noto esa falta, siento esa ausencia? ¿Estaremos condenados a ser un todo y cada desmembramiento, cada descuartizamiento, no es más que una apariencia que solo se manifiesta en la superficie, mientras que por debajo el plan se mantiene intacto e invariable? ¿No sigue perteneciendo acaso a un todo el más insignificante fragmento?”. (205)
O la historia de Kunicki, que pierde por algunos días a su mujer e hijo en una isla vacacional, y de cómo el misterio que rodea a las horas de ausencia jamás abandona su vida.
Y del doctor Blau que va tras los pasos de un genial taxidermista recién fallecido y cuyo largo y ambicioso viaje se trunca cuando la viuda de aquel intenta seducirlo.
 “Cada parte del cuerpo merece un sitio en la memoria. Cada cuerpo humano, la perdurabilidad. Es un escándalo que sea tan frágil y delicado. Es un escándalo que se lo deje pudrir bajo tierra o ser pasto de las llamas, que se lo queme como se hace con la basura. Si del doctor Blau dependiera, habría creado el mundo de manera diferente: el alma podría ser mortal, al fin y al cabo, ¿qué provecho sacamos de ella?, no así el cuerpo, este debiera ser inmortal”. (127)
Y la historia de Annushka, madre y esposa ejemplar de un niño enfermo y un marido traumado por la guerra, que sale un día a hacer diligencias y decide no volver más, perdiéndose para siempre en la inmensidad del metro de Moscú.
O las increíbles circunstancias en torno al entierro de Chopin; o la triste misión de la bióloga polaca que vuelve a su país tras varias décadas solo para ayudar a su amor de juventud a morir dignamente… Todo matizado por anotaciones y relatos en primera persona, siempre en torno a nuevos destinos y aeropuertos. Al viaje… al movimiento.
“Contonéate, muévete, no dejes de moverte. Solo así lo despistarás. Quien rige los destinos del mundo no tiene poder sobre el movimiento y sabe que nuestro cuerpo al moverse es sagrado, solo escaparás de él mientras te estés moviendo. Ejerce su poder sobre lo inmóvil y petrificado, sobre lo inerte y quieto”. (250)

Pero hay otro eje fundamental: la muerte; en realidad, la presencia tras la muerte, lo que queda del cuerpo, ante la imposibilidad e inasibilidad del alma. Y es por eso que no pocas historias giran en torno a taxidermistas, disecadores, embalsamadores… al intento desesperado, instintivo, por entender, por preservar el cuerpo ante la muerte.
“Ruysch convertía al ser humano en un cuerpo y lo despojaba de todo misterio ante nuestros ojos; lo descomponía en elementos primarios como si desmontara un complicado reloj. El pavor de la muerte se desvanecía. Nada que temer. Somos un mecanismo, algo así como el reloj de Huygens”. (196)

Decíamos al inicio, y con esto queremos cerrar, que el constante desplazamiento marca el tono de este libro; la errancia que, como lo aclara la autora, es también una suerte de condena en clave de paradoja:
“…El mío se llama Síndrome de Desintoxicación Perseverante. Traducido de forma directa y nada ingeniosa, significa que en esencia la conciencia insiste en regresar una y otra vez a ciertas ideas o, incluso, en buscarlas compulsivamente”. (21)

domingo, 3 de diciembre de 2017

Dum Dum rescata a Sara Gallardo

Eisejuaz en Bolivia


Mucho más que el comentario a un libro. Una invitación, una puerta abierta, quizás, al universo de “los que son distintos”; a la impronta de Sara Gallardo, claro, pero también de Jesús Urzagasti y claro, ahora, también de Liliana Colanzi que acaba de crear Dum Dum, como quien diría, casi casi solo por las enormes ganas de hacer leer este libro.



Juan Pablo Piñeiro

La primera vez que hablé con un mataco fue en Crevaux, uno de los confines más alejados del país. En honor a la verdad, no hablé con él, solamente nos saludamos. Y únicamente porque Jesús Urzagasti estaba con nosotros. Ellos sí se reconocieron. El viejo y saludable mataco había conocido al escritor de niño junto a su padre. Jesús, en cambio, recordaba a ese hombre del monte con la misma edad. Como si las décadas hubieran pasado como si nada. Tuvieron una charla corta y aparentemente circunstancial. Pero en lo poco que contó el viejo pudimos tener un panorama preciso de la vida en este pueblo con apariencia de caserío.
Una semana atrás los weenhayek que es el nombre que se dan a sí mismo los “matacos” y que en lengua wichi significa “los que son distintos”, habían quemado la casa de un forajido por haber violado a una de sus mujeres. Crevaux estaba lleno de forajidos y se los podía ver bebiendo a la luz del día, con una faca en el cinturón. Los weenhayek eran bravos cuando se enojaban.
La imagen de esa convivencia horrorosa entre estos seres antiguos y aquellos bandidos prófugos de la civilización, nos causó una tristeza irremediable. El hombre sin tiempo que conocía a Jesús no estaba vestido con plumas ni con taparrabos. Tenía una camisa blanca y un pantalón muy bien cuidado. Al irnos, los vimos de lejos, comiendo pescado y cantando con el sol, vestidos esta vez con hermosas piezas de caraguata.
La murena es un pez emparentado en su forma a las serpientes y es el sobrenombre que se puso el escritor argentino Héctor Álvarez antes de ser conocido justamente como H.A. Murena. Este escritor dejó una profunda huella en Jesús Urzagasti cuando se encontraron por primera vez, y fue uno de los artífices de la publicación de su primera novela, Tirinea, en editorial Sudamericana, el año 1967. Murena le advirtió de algunas de las oscuridades que iluminan el camino y le dio valiosos datos sobre el itinerario secreto de la escritura. Jesús lo admiraba, pero también a Sara Gallardo, su mujer. Nos contaba que siempre andaba de negro y que destilaba lo mejor y más profundo de la cultura porteña. No por nada la incluye en el tejido de sus novelas como un personaje llamado Sara Estefanía. En aquellos años Gallardo escribió una de las más poderosas reseñas que se hicieron de la opera prima del escritor chaqueño y años más tarde, en 1971, publicó Eisejuaz, una novela cuyo misteriosos protagonista es un mataco que tiene una misión.
La escritora Liliana Colanzi fue la primera que me habló de esta novela, había quedado deslumbrada después de leerla. Meses más tarde tuvo la gran deferencia de enviarme una fotocopia de Eisejuaz en hojas de un tamaño muy agradable, pero sueltas a su suerte. Empecé a leerla cometiendo dos graves errores de entrada: no la anillé y la leí cerca de una ventana abierta. Como resultado, cada vez que volvía a mi casa encontraba el libro desordenado en el piso. No pude entrar en su lectura.
Por suerte Liliana es corajuda, como se dice en el Chaco, y no contenta con disfrutar la novela, fundó una editorial, Dum Dum y publicó Eisejuaz en Bolivia. Ya con el libro en mano, la cosa cambió rotundamente. Lo primero que entendí es que si no había entrado en la novela no era por culpa del desorden del viento de mi ventana, sino porque el libro estaba anclado en un lenguaje propio. Las novelas que han marcado mi camino como lector generalmente han sido las que he tenido que leer en varios intentos hasta que la lectura me sea familiar. Eso me pasó con Eisejuaz y con el lenguaje que le dicta la narración de Sara Gallardo.
Pero a todo esto, ¿quién es ese que se llama Eisejuaz, Este También, el comprado por el Señor, Agua que corre o Lisandro Vega? La verdad no sé. No podría decir este es Eisejuaz o esto no es. No podría ver en él ninguna alegoría o simbolismo que me remita al mundo indígena y su relación con la civilización. Y esto no es un defecto, es una virtud esencial que tiene que tener una novela que se respete. El título de la novela es Eisejuaz, y por ende trata sobre Eisejuaz. Aun así su historia me hace recuerdo a una brillante comunicadora potosina que conocí en un taller del CEFREC. Ella me contaba que a los 14 años la habían mandado de su comunidad para que trabaje en Potosí en la casa de una anciana enferma que no podía salir de la cama. La señora, en la perversión de su dolor, botaba la comida que le daba la niña del campo, la insultaba, la humillaba y hasta le decía que estaba así por su culpa. En cambio ella tenía que limpiar los restos de su paulatina muerte, cada día. Cuando, desconsolada, contaba esto a otras viejitas, estas le daban fuerza diciéndole: “cuidar a alguien así es como cuidar al hijo de Dios”. Y al decir “alguien así”, seguramente no se referían a su invalidez.
El Señor se le manifiesta a Eisejuaz cuando tiene 16 años y trabaja lavando copas. Le pide sus manos. El mataco se las entrega y acepta la misión. Años más tarde, después de sufrir muchas calamidades descubre que su misión es cuidar a Paqui, un vividor que se dedica a cortarles el cabello a las mujeres contra su voluntad para después venderlo a las peluquerías. Este personaje no es así nomás. Hay dos rasgos que transforman nuestra aproximación si leemos la novela desde Bolivia. Dos miradas que nos pueden ayudar a descifrar a Paqui, y por lo mismo descifrar a Eisejuaz. La primera vez que el mataco se encuentra con quien sería el derrotero de su misión, lo ve tomando un bus a Orán. Bien vestido, se ríe del indio. Tiene un maletín. Es el diablo en dos de las muchas personalidades que adquiere en Bolivia. La primera me hace recuerdo justamente a Jesús Urzagasti, quien obviamente sabía que en el monte anda el diablo con traje lustroso y corbata. Pero ese diablo es parte del monte, por eso nunca ha sufrido la maldición de perder el humor, por eso es juguetón. Cuando Paqui agoniza arma un escándalo para que Eisejuaz recupere el maletín con que lo vio. Le dice que sin él no podrá vivir. El weenhayek hace lo imposible para recuperarlo. Paqui le muestra lo que tiene atesorado: cabellos de mujer y jabones. Entonces podemos recurrir a una lectura andina. En los Andes quien roba el alma y la vende como jabón, es el kari-kari. El que no se comunica y por lo mismo engaña. El diablo que fue el primero en pisar esta tierra con botas de soldado español. El diablo que no había.
Paqui es la mezcla de ambos demonios y a la vez no es diferente que ninguno de nosotros. Eisejuaz es el diferente. Su misión es cuidarlo. Paqui está inválido pero nunca sabemos por qué. Es el espíritu pálido y adormecido que la ciudad nos instala adentro. Para Agua que corre, este hombre es su misión en este mundo. Ha nacido para ser jefe pero no es jefe, porque su pueblo ya no es pueblo y sus hermanos ya no son weenhayek. 

He leído algunas interpretaciones que dicen que no se sabe si Eisejuaz está loco, en el sentido alucinado de la categoría. Como si las oraciones a los ángeles de las cosas no fueran mensajes cifrados para los misteriosos ahats que lo rodean. Los que se refugian en su corazón. Un alucinado no renuncia ni sufre por las decisiones que ha tomado. Un alucinado no empeña su palabra y la cumple hasta enterrarse con lo que le han pedido que se lleve de este mundo. Sara Gallardo moldea un lenguaje propio justamente para que escuchemos las palabras con la misma lucidez que el “mataco” las escucha. Y no solamente las escucha, sino que las cumple.
El mundo no es binario, y se nota que eso Eisejuaz lo sabe muy bien. Por eso no todo lo que escucha viene de los mensajeros, el mismo canal es aprovechado por otros espíritus para ordenarle que vaya al cine, por ejemplo. Sin embargo, el peor castigo que sufre es cuando pasa temporadas sin escuchar a los mensajeros, y habla por ellos sin saber. Aun así él es testigo de que el mundo tiene ciclos y eso importa más que otras cosas. Cuando deja todo para llevarse al nefasto Paqui al monte, las voces lo colman. Ese patético ser, inválido ante el mundo verdadero se convierte en el único sendero para que Eisejuaz se encuentre con quien en verdad vive en él. Aun cuando en muchas de las pruebas que tiene que pasar,  los mandatos vienen con “mezcla”. Porque Eisejuaz no es el indio puro e ideal que desciende de un mundo inmaculado. Vive con igual intensidad los siniestros males de nuestro tiempo. Se equivoca como todos. Pierde la visión y el aplomo, pero viene de otra parte. Es un corazón que recibe el mensaje cristiano y lo cumple como lo cumplió Abraham, Job o Moisés. Obedecer el mandato por más absurdo que sea. Eisejuaz no libera un pueblo. Ni siquiera se pregunta las razones por las que se le encomienda el mandato. Él es diferente, él es weenhayek.
Eisejuaz tiene un maestro, un maestro que trabaja como obrero. Cuando lo busca, el maestro no dice nada. Simplemente muele semillas de cevil y le da de fumar. Entonces Eisejuaz entiende todo porque puede ver con claridad su pasado, su camino y su misión. El cevil también se llama willka, y la willka es un enteógeno sagrado de las culturas andinas. Existen tablillas antiguas que demuestran el uso de la semilla de willka molida en culturas como la de Tiwanaku. Esta planta une al pueblo de los weenahayek con las culturas andinas. Esta semilla le devuelve las voces al mataco comprado por el señor. No podemos decir que estas voces son las que escucha un alucinado, porque estaríamos invalidando un mundo que desconocemos. Eisejuaz supera todas las pruebas que el señor le manda hasta el día que abandona este mundo. Por eso Eisejuaz podría decir con firmeza lo que decía Jesús Urzagasti citando a Franz Kafka: “estoy acosado, estoy elegido”.


jueves, 9 de noviembre de 2017

Edmundo de voz propia

Edmundo Paz Soldán: “La escritura
nace a partir del extrañamiento”

 
Edmundo Paz Soldán, escritor boliviano. (Foto: Liliana Colanzi)

En esta parte, la central, la más sustanciosa de este informe especial sobre el escritor cochabambino, la idea era hablar de Edmundo persona, antes que Edmundo escritor… una ingenuidad nuestra, pues es imposible dividir de esta manera al autor de Norte, quien, como se verá, en sus 50 años prácticamente hizo del vivir-leer-escribir, una experiencia intrínsecamente común y paralela.



Willy Camacho

Igual que muchos escritores consagrados, Edmundo Paz Soldán comenzó su carrera en el colegio, y lo hizo con buen pie, ya que logró la aprobación de críticos tan sinceros como crueles: sus compañeros de curso. Tenía 11 años cuando empezó a escribir relatos policiales en sus cuadernos, copiando historias de Agatha Christie, cuyos libros fueron fundamentales para su educación sentimental...
Los recuerdos de infancia se interrumpen abruptamente; nada fuera de lo normal, suele suceder con las llamadas vía WhatsApp (si lo barato cuesta caro, ¿qué se puede esperar de lo gratuito?). Habíamos acordado la entrevista un par de semanas antes, cuando Edmundo estaba de visita en Bolivia, pero, por diversos motivos, entonces no fue posible realizarla. Así que, finalmente, un viernes por la noche logramos el contacto virtual, yo en la zona más alta de la hoyada, Chasquipampa, y él en un pueblito a una hora de Oaxaca, a cuya Feria del Libro había sido invitado para presentar su última novela, Los días de la peste.
“Estoy en una casa muy antigua, quizá por eso la conexión no es muy buena”, dice Edmundo cuando vuelve a llamar para retomar la entrevista. Lo dice como si se sintiera culpable por las fallas de WhatsApp, algo que, como comprendería más adelante, es un rasgo de su personalidad: procurar entender los errores ajenos, incluso atribuyéndolos a cierta responsabilidad de su parte.
Y aquí es preciso mencionar otro rasgo que lo distingue: la amabilidad. Edmundo recién había llegado a Oaxaca el día anterior, llevaba varias horas de viaje por tierra, además del cansancio que implica conferencias, firma de libros y todo lo que gira alrededor de su presencia en eventos literarios, pues es un autor que concita mucha expectativa. Aun así, sencillo y amable como pocos, descarta que esta entrevista sea un deber profesional, sino más bien “un diálogo con amigos”, y se banca una hora y cuarenta minutos de charla, con no menos de 30 interrupciones por la pésima conexión, siempre manteniendo un tono cordial y afectuoso.
“Me he movido a otro lugar, ¿me escuchas bien?”, repetirá varias veces, y me lo imaginaré recorriendo de ida y vuelta el corredor colonial de una casona antiquísima que, quizá, es el orgullo de ese pueblito mexicano, donde otras figuras de la cultura latinoamericana se habrán alojado durante sus giras. En fin, no hay tiempo para divagaciones, de modo que volvemos a su infancia y su precoz éxito como escritor de relatos policiales.
“Tengo todavía esos cuadernos, donde hay como 40 cuentos que escribí entre mis 11 y 14 años. Todos eran cuentos policiales, porque mi educación sentimental estuvo marcada por la novela policial, que era, creo yo, lo que más tenía mi papá en su biblioteca, y yo las leí todas. Claro que lo que en ese entonces hacía era robarme historias, porque no se me ocurrían historias propias, y recuerdo que me inventé un detective boliviano, que se llamaba Mario Martínez, en honor a un tenista nacional que por esos años llegó a estar rankeado en el puesto 33”. Para conocer la opinión de sus primeros lectores y críticos, Edmundo añadía al final de cada relato una tabla en la que sus compañeros debían poner una puntuación. “Varios obtuvieron puntaje muy alto”, afirma con orgullo nostálgico, pero sin marcar paralelismos con el éxito que tiene hoy en día, ya que, si bien en ese entonces escribía bastante, asegura que lo hacía porque le apasionaba, no porque estuviese consciente de su vocación literaria. 
Además, confiesa que los periódicos que elaboraba para su colegio tuvieron más lectores y circulación: “Creo que tuve más éxito como periodista que como escritor en ciernes”. Supongo que los docentes y sacerdotes del Don Bosco alentaban las inquietudes del pequeño Edmundo, previendo que su futuro estaría ligado a las letras, aunque, años después, terminarían sometiéndolo a una interpelación, tras la publicación de Río Fugitivo (1998), una de sus novelas más aclamadas.
“Se molestaron porque en la novela los estudiantes les faltaban el respeto a los sacerdotes del colegio. Entonces, me convocaron a una reunión para que hiciera una especie de rendición de cuentas, y fue una reunión pública con los curas y los docentes, porque algunos profesores también se habían ofendido. Y, claro, yo les expliqué: ‘estos personajes no son ustedes, esto es una novela; no obstante, debo reconocer que, en mi época de estudiante, no éramos precisamente respetuosos con los docentes y los sacerdotes del colegio’. En todo caso, quizá en la novela me quedé un poco corto respecto a la falta de respeto”, cuenta entre risas, pese a que no toma a burla la reacción de sus exprofesores. “Si estás tratando de crear una ficción verosímil, tampoco puedes hacerte al inocente si esa ficción llega a ser tan verosímil para un lector que viene a acusarte de no haber sido fiel a la verdad o de que lo estás ofendiendo”, dice con seriedad, pero no niega que, en cierta medida, resulta un elogio que la gente confunda su Don Bosco ficcional con el Don Bosco verdadero.
Edmundo Paz Soldán Ávila, segundo hijo del matrimonio de Raúl y Lucy, tuvo una niñez feliz, marcada por su obsesiva dedicación a la lectura. “Mi papá me llevaba a la revistería SEA, cuyo encargado, me acuerdo bien, era don Gregorio; yo cargaba unos cinco o seis libros en un cajoncito de cartón para canjearlos por otros, porque en ese tiempo no solo era difícil conseguir libros, sino que eran muy caros. Entonces, yo entregaba mis libros y, de la pila de novelas policiales que tenía don Gregorio, escogía las que no había leído, y él cobraba un peso, digamos, por cada canje. Así yo tenía para un par de semanas de lectura. También canjeaba revistas de cómic argentino, El Tony, Fantasía y D’artagnan, que igual fueron fundamentales para mi educación sentimental”.
Ya en su adolescencia, cuando logró reunir algo de dinero para comprar libros, los primeros que adquirió fueron best sellers: “Encuentros cercanos del tercer tipo y la novela Tiburón, que no eran de gran calidad literaria, pero me llamaban la atención porque se sabía que las películas ya se iban a estrenar”. Nada raro para un chico de 14 años en la década de los 80, que se caracterizó por la explosión de la cultura pop, cuya punta de lanza fueron el cine y la música. Lo que sí no concuerda con el perfil del típico adolescente ochentero es que Edmundo se deslumbrara con los cuentos de Jorge Luis Borges, tan breves cuanto complejos, incluso para estudiantes de esta época. “Estábamos leyendo Ficciones en colegio, y lo podíamos sacar de la biblioteca, pero me gustó tanto que les pedí a mis papás que me lo regalaran. Recuerdo que era una edición de Alianza y que lo compramos en Los Amigos del Libro, la librería de don Werner Guttentag”.

Iba para ingeniero, pero…
Ecléctico en sus gustos literarios, el incansable escritor de relatos policiales y “periodista” oficial del Don Bosco salió bachiller sin tener la mínima intención de seguir una carrera literaria. “En el colegio me hicieron un test vocacional y terminé estudiando ingeniería; ni siquiera cruzó por mi mente dedicarme a la literatura”. Dada la convulsión social y los constantes paros de las universidades públicas durante el gobierno de Hernán Siles, los padres de Edmundo decidieron enviarlo a Argentina. “Estuve en Mendoza un año, estudiando ingeniería; luego me cambié a relaciones internacionales; después pasé a ciencias políticas y acabé esa carrera, pero me di cuenta de que no era lo que yo quería. O sea que tardé seis años y medio, luego de salir bachiller, en asumir que yo quería dedicarme a la literatura”.
No fue una epifanía, un momento de iluminación en el que su verdadera vocación brillara señalándole el camino. Más bien fue una suma de factores lo que lo llevó a tomar ese paso decisivo en su vida. Gracias a una beca deportiva, Edmundo terminó ciencias políticas en la Universidad de Alabama (su talento con el balón era tan grande como su talento con la pluma; quienes lo conocen desde chico dicen que, por culpa de la literatura, Bolivia perdió un excelente futbolista). “En Estados Unidos, mientras terminaba ciencias políticas, tomé unas materias de literatura, y un profesor cubano, Manuel Cachán, que había leído mi primer libro de cuentos, Las máscaras de la nada -publicado en Bolivia en 1990, con Los Amigos del Libro-, fue quien me alentó y me dijo que con ese libro podía conseguir una beca para un doctorado. Entonces postulé a un doctorado de literatura latinoamericana en la Universidad de Berkeley, California”.
Antes de terminar su doctorado, Paz Soldán ya tenía dos novelas y dos libros de cuento publicados en Bolivia. No había marcha atrás, su vida estaba ligada a las letras para siempre. Lejos había quedado el año de ingeniería en Mendoza, donde la lectura de Abaddón el exterminador, de Ernesto Sabato, le hizo cambiar de rumbo profesional. “El personaje de esa novela es un alter ego de Sabato que es, como él, un científico que ama el arte, y cuando está haciendo un experimento comete un error casi fatal, luego del cual decide dejar la ciencia y dedicarse al arte. Y bueno, me hizo reflexionar sobre mi propia vida, porque yo estaba estudiando ingeniería y no me gustaba. No aprendía mucho, debido a que le dedicaba tiempo a leer y escribir cuentos. Entonces pensé: ‘Pucha, algún día puedo cometer un error que quizá cause una desgracia fatal’. Así fue que decidí dejar esa carrera”.
Debido, precisamente, a la exploración de la notable tradición literaria argentina, su paso por las universidades de dicho país no fue una pérdida de tiempo. “Yo estudié allí a finales de los 80, y en esa época para mí fueron clave tres autores. Borges y Cortázar me gustaban mucho, por la cuestión fantástica y, sobre todo, por esa vuelta de tuerca que tenían siempre sus cuentos; ese golpe de efecto sorpresivo me encantaba y yo lo quería replicar en mis primeros relatos. Y el tercer autor es Sabato, de quien me he distanciado últimamente; ya no lo leo, no ha sido influyente en mis lecturas, pero sí ha sido influyente en mi vida personal”.

Un difícil inicio
Las máscaras de la nada fue bien recibido por la crítica de Bolivia, elogiaban la factura de los cuentos, destacando la juventud del autor. Sin embargo, cuando Edmundo ganó el premio Erich Guttentag con su novela Días de papel (1992), un debate por la prensa provocó que gran parte del mundo académico local le bajara el pulgar, no solo a ese libro, sino a toda su obra posterior. “Rafael Archondo me invitó a escribir un artículo sobre la importancia de los premios literarios; yo acepté y escribí que en un país como Bolivia, donde los escritores jóvenes tenían escasas oportunidades de publicar, los concursos literarios eran fundamentales, en el sentido de que eran uno de los pocos caminos para acceder a la publicación”. A partir de ahí comenzó el lío; a la semana siguiente salió un artículo en el que lo atacaban por ser el “defensor de los premios”. “Yo cometí el error de contestar. Juan Cristóbal MacLean me advirtió que al contestar lo único que yo conseguía era hacerme de más enemigos, y tuvo razón, porque días después se publicaron dos o tres artículos atacándome. Creo que desde ahí la cosa se torció y se generó una especie de animadversión hacia mí, pues suele ocurrir que la gente se forma imágenes a partir de las cosas que se dicen por la prensa, y tú no estás ahí para tomarte un café y explicarles algo. Me parece que se creó una imagen equivocada, y la relación con algunos críticos y periodistas, lamentablemente, nunca se recondujo. Pese a que ha habido momentos tranquilos y que ya han pasado 25 años de aquel incidente, siento que algunos anticuerpos permanecen”.
Con morbosa curiosidad, intento sacarle algunos nombres, pero Edmundo prefiere dejar el asunto en el pasado. No asume la pose pedante de quien, hallándose en la cima, ningunea las rencillas añejas; en todo caso, da la impresión de que no quiere revivir un conflicto que lo afectó profundamente. “Reconozco que al principio ese tipo de ataques sí me afectaban, me dolían mucho, me desestabilizaban, me hacían sentir culpable de algo, aunque no sabía de qué, y llegó un punto en que simplemente me adapté, supongo”. La sensación de culpa, como dije antes, es un elemento que configura su personalidad; Edmundo es de aquellas personas que, ante cualquier problema, opta primero por analizar qué ha hecho mal, aunque sea evidente la responsabilidad de terceros. Pienso esto mientras espero que vuelva a sonar el celular; la llamada se ha caído por enésima vez. Treinta segundos después, ingresa una llamada normal, no de WhatsApp. “Mil disculpas. Qué pena que tengamos que hablar con tantas interrupciones. Te estoy llamando directo de mi celu, así se escucha mejor, ¿no?”, me dice Edmundo, y yo, avergonzado, no sé cómo agradecer su paciencia y generosidad. Literalmente no sé cómo, y solo atino a seguir preguntando. Luego de casi diez minutos, el crédito de Edmundo se agota (las llamadas internacionales son caras); volvemos al WhatsApp y él dice: “Pucha, lo siento, se acabó mi crédito...”.
Haberse ganado un conflicto gratuito por manifestar una opinión favorable respecto a los concursos literarios no fue óbice para que, un lustro después, Edmundo decidiera enviar su cuento “Dochera” al prestigioso certamen Juan Rulfo. Si ganar el Erich Guttentag le había abierto las puertas del mercado editorial boliviano, ganar el Juan Rulfo (1997) fue clave para que sus libros comenzaran a circular en otros países. En 1998, Alfaguara Bolivia publicó Río Fugitivo y Amores imperfectos (este último incluía “Dochera”). Ese mismo año, un editor de Alfaguara Perú leyó el libro de cuentos y decidió llevar 400 ejemplares a su país; “así fue que por primera vez mis libros comenzaron a circular en el exterior”.

El resto es historia
Y desde entonces, el largo camino recorrido tuvo muchas luces y acaso ninguna sombra. Tiene 11 novelas publicadas (con El delirio de Turing ganó el Premio Nacional de Novela en 2003), otras tantas colecciones de cuentos, ensayos, artículos, colaboraciones... en fin, una prolífica carrera que lo sitúa, según la crítica del exterior, entre los escritores latinoamericanos más destacados de su generación. Paz Soldán es una máquina creativa, nunca deja de escribir, jamás se da un periodo descanso. “Siempre he tenido una especie de miedo a la página en blanco, por eso siempre me ha gustado estar metido en algún proyecto, es como una compulsión. Sé que suena un poco raro... Tengo amigos que cuando acaban un proyecto pueden pasar seis meses o dos años sin escribir, porque están como convaleciendo de un largo viaje, y yo puedo acabar un proyecto de tres años, como Los días de la peste, y para enfrentar al vacío siento que la única forma es empezar otro proyecto, aunque sea breve, un cuento corto, por ejemplo”.
¿Sobre qué más puede escribir Paz Soldán? ¿Qué lo deslumbra a sus 50 años? Temas nunca faltarán, pero actualmente está deslumbrado con el lenguaje. O mejor dicho, el lenguaje le produce extrañamiento. “Escribo en español, pese a que vivo hace mucho en un país donde los hispanoparlantes son una minoría. Entonces este choque permanente de idiomas, este entrecruzamiento, como yo no estoy hace mucho en mi sopa natural que es el castellano, ha causado que el lenguaje me resulte extraño. Quiero decir que cuando digo ‘manzana’, por ejemplo, y repito ‘manzana’ varias veces, siento que es una palabra rara; de pronto, el lenguaje que he usado siempre, que debería ser natural para mí, me resulta extraño; una palabra tan simple y común como ‘manzana’ me llama mucho la atención. Y esto ha hecho que en los últimos años esté tratando de profundizar aún más en mi relación con el lenguaje, en ver cómo puedo construir personajes a través de su propia forma de hablar, comenzar a hallar palabras raras del español que me llaman la atención, o perderle un poco el respeto al español y jugar con el lenguaje, inventarme palabras... Estoy en una etapa como de redescubrimiento del lenguaje, y me parece fascinante. Siempre he dicho que la escritura nace a partir del extrañamiento, y eso me está ocurriendo con el lenguaje: las palabras que desde la infancia me parecían naturales, ahora me parecen extrañas”.
Las palabras, precisamente, son la obsesión de Benjamín Laredo, el hacedor de crucigramas protagonista de “Dochera”. Mediante breves descripciones, Laredo da las pistas para que los lectores descubran las palabras que van en las casillas vacías: “las casas de campo de los jerarcas rusos son dachas, Puskas es un gran futbolista húngaro, Veronica Lake es una famosa femme fatale, héroe de Calama es Avaroa y la palabra clave de Ciudadano Kane es Rosebud”. ¿Qué pistas daría Laredo para describir a Edmundo Paz Soldán?, le pregunto para finalizar la entrevista. “Exfanático de los crucigramas, wilstermanista pese a todo”, me responde.



Paz Soldán, escritor

Edmundo, de McOndo a Los Confines



De sus primeros libros, de sus cambios como lector y escritor, de su relación con la crítica y sus futuros proyectos… En estas páginas intentamos reconstruir la trayectoria de Paz Soldán, a partir de sus principales libros.


Martín Zelaya Sánchez

Los días de la peste, la nueva novela de Edmundo Paz Soldán está ambientada en Los Confines, un lugar marginal de un país marginal. Un universo -su universo- entonces, particularmente subrogado a su ficción, a su literatura. Al imaginario y oficio que –como nos lo cuenta él mismo en las anteriores páginas- optó no solo como forma de vida, sino como razón.
Luego de repasar con Willy Camacho su trayecto vital, intentamos ahora rememorar y reflexionar sobre su bagaje como escritor: sus libros, sus experiencias ante el papel en blanco, su evolución en lenguaje, intereses y motivaciones; pero por supuesto, también sobre sus desencuentros con la crítica… aquella crítica de pronto injusta, con certeza sesgada, que nunca dejó de verlo como uno de los escritores McOndo.

- Tienes ya más de 25 años de trayectoria en la literatura, ¿cómo ves, a esta distancia, tus primeros libros, tus preocupaciones, temáticas y búsquedas? Reeditaste hace no muchos años algunas de tus obras iniciales, así que imagino que quedaste bien con ellos…
- No he reeditado mis dos primeras novelas, Días de papel y Alrededor de la torre. Al comenzar estaba obsesionado por escribir una novela, creía que eso me haría ser un escritor de verdad. En los ratos libres que me dejaba la novela escribía cuentos breves, textos de una página o dos que eran una suerte de diario personal: leía “El infierno tan temido”, digamos, y luego escribía un texto que era un homenaje y a la vez un apunte sobre lo que el libro me había dejado. Me gustaban las vueltas de tuerca borgianas, las alegorías morales kafkianas, el cinismo de Onetti. Eso está en esos textos que conformaron mis dos primeros libros de cuentos, Las máscaras de la nada y Desapariciones. Me esforcé mucho con las novelas pero la paradoja es que creo que los de cuentos son los que quedan de esos primeros cuatro libros.

- Y en cuando a tu mirada crítica literaria en general, ¿cuánto queda del Edmundo que suscribió las ideas del llamado movimiento Mcondo? ¿Reafirmarías todo o revisarías parte del prólogo de la compilación o de los artículos y “manifiestos” de entonces?
- McOndo no fue un manifiesto aunque se lo leyó como tal. Fue un prólogo a una antología, escrito por Alberto Fuguet y Sergio Gómez, que combatió un estereotipo -Latinoamérica, el continente de lo real maravilloso, donde lo extraordinario es cotidiano- creando otro estereotipo -Latinoamérica, el continente urbano-. Lo más curioso de todo, o quizás no, es que el prólogo era tan exaltado y visceral que la crítica se ocupó de él y no de lo que decía la obra de los autores incluidos en la antología (y que no sabían del prólogo hasta que lo leyeron en el libro).
Yo estaba de acuerdo con algunas cosas y con otras no, pero en el camino se perdieron los matices y todo quedó en una fácil simplificación (a la que, por cierto, ayudó el prólogo).

- Recuerdo una “polémica” que giró -creo- en torno a Alrededor de la torre. Primero te cuestionaban por no escribir sobre la “realidad boliviana” y una vez que lo hiciste, por escribir sobre los indígenas y la crisis social desde el desconocimiento… ¿Qué reflexionas ahora, a casi dos décadas de aquellos difíciles días con cierto sector de la crítica?
- La relación difícil con cierto sector de la crítica en Bolivia no ha cambiado, lo que pasa es que uno se acostumbra y hasta llega a esperar a esos críticos que irán corriendo a buscar mi novela, la leerán antes que nadie con una suerte de odio parecido al amor, y, predeciblemente, dirán que les ha decepcionado. En cuanto a la polémica, para mí fue liberadora, porque me hizo darme cuenta de que nunca contentaría del todo a la crítica, así que era mejor preocuparme por seguir mis obsesiones.     

- En un par de trabajos de la carrera de literatura te ponen como contraposición a Spedding como referentes de los que se hizo en la literatura boliviana en la transición de siglos: pero dicen algo curioso, que Alison va con los que siguen preocupados del indio, y Edmundo escribe sobre los blancos… Vuelvo a Alrededor de la torre, pues si mal no recuerdo, tú mismo aceptaste que la escribiste con muchas presiones y cuando aún no tenías la madurez de escritor.
- El personaje principal de Alrededor de la torre es un paramilitar que no tolera la idea de que un candidato indígena pueda llegar a la presidencia, y decide matarlo; por supuesto, se trata de un personaje racista, pero no hay que confundir lo que piensa él con lo que piensa el autor. Para mí los problemas de Alrededor de la torre son otros; la escribí mientras trabajaba en mi tesis doctoral, y se me coló un tufillo sociológico que está bien para preparar una novela pero no para que sea parte de ella. Pero eso no es excusa.

- Muchos años ya pasaron… y en el último lustro, sobre todo, cada vez más se quiere identificar y tipificar a una supuesta “nueva generación de la narrativa boliviana”, que empieza con, o incluso, que es ya posterior, a Edmundo Paz Soldán. Una de las pocas coincidencias unánimes que la crítica ve en estos nuevos escritores -por cierto, visualizados y elogiados fuera del país como pocos de sus antecesores- es su desprendimiento con la política y la realidad social como compromiso, como carga, y su entera preocupación por el lenguaje, la estética… ¿Qué no era precisamente lo que tú defendías a inicios de los 90?... como que el tiempo siempre da sus respuestas, ¿no? Te pido una reflexión de todo esto.
- Nuestra crítica es muy pavloviana: la Spedding puede ambientar una novela en Cambridge y la seguirán aplaudiendo por su compromiso con el país; Giovanna Rivero puede escribir cuentazos políticos y la seguirán tachando de frívola. Los nuevos escritores no le dan la espalda a la política y a la realidad social, aunque quizás no sean tan explícitos en su interés como en anteriores generaciones. Nunca defendí una entera preocupación por el lenguaje o la estética; mi lío era por otra cosa: publiqué Río Fugitivo y me dijeron que no podía escribir novelas sobre la clase media cochabambina porque esta no tenía la suficiente densidad; con Las máscaras de la nada me preguntaron por qué no había indígenas en mis cuentos. Esa cosa prescriptiva era muy asfixiante (“hay que escribir como Saenz, ser Saenz, y si puedes ser Urzagasti más, ya cuadraste el círculo”) y yo, simplemente, quería seguir mi propio camino y quería que hubiera libertad formal y temática para ello.  

- Y hablando ya del estilo, del trabajo con el lenguaje, ¿qué características consideras que se mantienen en tus libros actuales, y cuáles son tus principales aprendizajes y evoluciones?
- Al principio, quizás porque apenas comencé a escribir me fui a vivir a Estados Unidos, tuve una relación defensiva con el lenguaje: quería escribir en un español no contaminado por el inglés. Me di cuenta luego de que eso era absurdo, el lenguaje es contaminación pura y nuestra habla muestra todo el tiempo las cicatrices de las batallas  políticas y culturales. Eso creo que aparece a partir de Los vivos y los muertos y Norte. Dos de los personajes centrales de Norte son mexicanos y eso fue un desafío para mí; su español era diferente al mío. A partir de entonces he intentado ahondar en el lenguaje, explorar más la idea de que una forma de hablar es una forma de mirar el mundo. 

- En cuanto a estilo, es indudable que hay un parteaguas o una “momento aparte”, por llamarlo de algún modo, con Iris y Las visiones
- Quería escribir una novela sobre las nuevas formas que toma el imperio en este siglo, enfocada en Irak y Afganistán. Pensé que podría ser interesante desplazar su código realista a los tropos de la ciencia ficción, y ahí apareció Iris, la ficción antropológica, los traumas de la colonia, el deseo de mostrar en el mismo lenguaje la suciedad de las guerras. Fue un intento de hacer explotar ciertas búsquedas con el lenguaje y la forma; con la forma, porque siempre quise hacer más cosas con el fantástico y la ciencia ficción pero el peso del realismo me detenía en los bordes; de hecho, concebí originalmente Sueños digitales y El delirio de Turing como novelas de ciencia ficción, pero al final se impuso el realismo. Iris y Las visiones son más un momento aparte, aunque la idea del lenguaje como delirio continúa en Los días de la peste.

- Volviendo a aspectos generales, muchas de tus novelas y cuentos de los primeros años tenían una voz narrativa (en primera o tercera persona) identificada como escritor o aprendiz de escritor, periodista o incluso redactor de discursos… gente que trabajaba con la palabra. Se me viene a la mente ciertas corrientes de autores que hoy en día reniegan de esta tendencia bien representada por Vila-Matas (el Maxi Barrientos, por ejemplo). ¿Tú qué piensas? ¿Volverías a concebir un narrador y/o personajes escritor?
- Hay demasiados escritores como personajes de cuentos y novelas. Me encanta leer sobre ellos, pero ahora mismo no me interesa escribir de ellos.

- Acabas de publicar una novela e imagino que viene un periodo de viajes, promoción y difusión… pero imagino también que ya tienes uno o más proyectos germinando. Háblanos de tu próximo libro, o de los proyectos en los que trabajas.
- Quiero escribir un par de novelas cortas. Siempre he tenido como ideal la novela corta, un género con la intensidad de un cuento y la capacidad de crear un mundo como la novela. Las dos novelas estarán ambientadas en territorios fronterizos, una está conectada con Bolivia.

- Pregunta compleja y arbitraria: Rio Fugitivo, Norte, Iris o Los días de la peste ¿Cuál, o cuáles y por qué?

- Todavía sigo con los ecos de Los días de la peste. Supongo que es natural, he vivido tres años con ese mundo. Y siempre tendré un cariño especial por Río Fugitivo, porque fue un intento de capturar el fin de la adolescencia, el último año de colegio, el último año que viví en Cochabamba.