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domingo, 18 de junio de 2017

ALTIplaneando

Ese obscuro objeto del deseo


La cultura y el arte en la sociedad actual, o mejor, en el imaginario, en las preferencias y priorizaciones de quienes ostentan el poder (al menos cierto poder de decisión) en la sociedad actual.



Edwin Guzmán Ortiz 

Aun no se ha terminado de valorizar el rol que cumplen los espacios culturales en los procesos de desarrollo del país. Artistas, intelectuales, culturólogos, gestores culturales y algunas instituciones del rubro se han ocupado de este delicado tema, pero todavía no con el impacto necesario, y con limitada incidencia en el conjunto de la sociedad.
De este modo, todavía prevalece una concepción instrumental del arte y la cultura, como un negocio a secas, algo que en términos generales no pasa de ser un adorno, un “inteligente motivo” de distinción social, un hobby… en fin, incluso, algo finalmente prescindible. Claro, frente a las profesiones liberales y la avidez del aparato institucional, el arte es un agente superfluo y con frecuencia incómodo.
Una comprensión integral del desarrollo reconoce un lugar expectable al arte y la cultura en la historia de los pueblos. Es más, los asume como articuladores multidimensionales de la sociedad, como el rostro que otorga identidad y expresa los valores y fundamentos más profundos, traduciendo el ethos de la sociedad. Un arte y una cultura, en su más democrática comprensión, donde la manifestación de todas las identidades estéticas halle el espacio necesario para expresarse y reconocerse.
La comprensión del arte como un fenómeno autónomo tiende a crear la idea de un espacio cerrado en el que subsiste simplemente a través de prácticas solipsistas. En ese marco, sería un fenómeno elitesco, irreductible a una mayor población de receptores. La difusión del arte es una tarea que compromete a todo espíritu inteligente; de un arte que sea disfrutado por todos, sin diferencias ni jerarquías, hecho que por supuesto supone educación y fomento permanentes. 
Su amplitud y poder de irradiación atraviesa la ciencia, la religión, las humanidades, las instituciones y la vida social en su más compleja y gravitante existencia. Habrá de saberse, ¿cuánto ha iluminado la Comedia humana de Balzac en el pensamiento de Marx, abriéndole los ojos a la lectura de la realidad social del capitalismo bisoño de la época?
En el caso de Freud, no son ajenos los estudios que revelan la incidencia que tuvieron las tragedias griegas y la novela en sus investigaciones sobre las emociones y la teoría  del inconsciente. Ernesto Sabato ha fluctuado creativamente entre la física contemporánea y la novela psicológica. Foucault y Zizek no dejaron de navegar en su nave filosófica sobre las aguas generosas de una amplia textualidad literaria, enriqueciendo sus argumentos, abriendo nuevos hiatos, recreando los sentidos, incidiendo en la comprensión de otras dimensiones infrecuentes del análisis filosófico, y dotando a su discurso del don elucidatorio de la visión literaria.
Esta referencia es apenas una pincelada a lo que puede al arte, desde la literatura, en el desarrollo del pensamiento, y, ¡cuándo no!, como aparato crítico de briosos escalpelos.   
Ya Pierre Bordieu había rebasado la comprensión reduccionista del capital, en términos exclusivamente económicos. Otros capitales, como el simbólico, contribuyen además a la configuración de campos que hacen a la dinámica de relaciones de poder que estructuran la sociedad. En Bolivia, ¿qué incidencia tiene el campo intelectual, frente al campo político y económico, en la construcción de nuestra historia contemporánea?
Bolivia acusa los últimos años un crecimiento notable en el desarrollo de la actividad intelectual y literaria. La presencia de pensadores políticos y sociales de marca mundial es una constante en la escena pública, ergo: algo nuevo se agita en el imaginario y el pensamiento bolivianos. Asimismo, es un escenario permanente de eventos literarios, nacionales e internacionales. Encuentros de poetas, narradores, ferias de libro dan cabida a la presencia de prestigiosos poetas, escritores e intelectuales de diferente procedencia. Como nunca antes, lecturas, el diálogo y la interacción crítica han puesto en escena un cúmulo de temas que además de ponderar el hecho literario han sido y son cauces de elucidación temática y problemática a partir de un múltiples de obras.
Se suma a esta realidad el crecimiento editorial en el que tienen cabida nuevos poetas, narradores y géneros afines, como los cómics, rebasando las iniciativas tradicionales y la situación cultural del pasado. Una nueva pléyade de escritores y escritoras bolivianos emerge con reconocimiento internacional. Obras que, por supuesto, requieren opinión y crítica, que buscan ser difundidas y promocionadas; en fin, que demandan plataformas de lanzamiento y acercamiento con el público lector. Aquí cabe recordar aquella premisa de que la literatura halla su feliz consumación en el acto de la lectura; a propósito, metafóricamente, Borges señalaba “el sabor de la manzana no está en el fruto, sino en el contacto del fruto con el paladar”.  
No siempre ha sido optimista la opinión acerca del crecimiento de los lectores en nuestra sociedad, ahora incluso, con la francachela de las redes sociales. Sin embargo, precisamente las ferias y una apreciación general evidencia que si bien no es posible hablar de un crecimiento integral de este peligroso y excitante hábito, al menos se reconoce que hay grupos y colectivos -felizmente jóvenes- que gozan de esta práctica gratificante. No solo lectores monotemáticos -claro indicador de cambio cualitativo-, muchos redimensionando su pensamiento social y político a través de la lectura de poesía, novela y ensayo, lo que por supuesto contrasta con el expertiz tradicional de la política que pulula en los media, orondo, monocorde y unidimensional. Como si no tuviéramos una tradición de la más respetable con Franz Tamayo, Carlos Medinaceli, Augusto Céspedes,  Marcelo Quiroga San Cruz, René Zavaleta Mercado… que jamás dejaron de pensar al margen de ese background creativo que acompañó su vida y su obra.
Esa vieja y consumada pregunta de ¿para qué sirve la literatura?, podría tener su correlato en otra acaso impopular: ¿para qué sirve el fútbol?, o pretenciosa: ¿para qué sirven los gimnasios que trabajan cuerpos esculturales de personas que no tienen nada que decir?   

Esta realidad insomne, esa lluvia saludable que fecunda lo cotidiano, esos pedazos de historia que nos aluden, esa enfermedad de la perfección tienen el mérito de arrastrar esas viejas palabras que nos desbaratan y nos construyen. De palabras que -como los viejos juglares y los bailes del carnaval- requieren de escenarios para lanzarse a la exploración de la verdad, como decía el inolvidable Kafka.

domingo, 21 de mayo de 2017

ALTIplaneando

Obra poética de Rubén Vargas



Una lectura detallada del libro que recoge la poesía del escritor paceño: sus dos poemarios editados en vida, uno que dejó inédito y algunas piezas sueltas.


Edwin Guzmán Ortiz 

De Rubén Vargas, periodista cultural, docente universitario, activista de la cultura y destacado lector de poesía, poco sabíamos de su condición de poeta, oficio que cultivó sigilosamente y que, sin duda, fue el fuego interior que alimentó su sensibilidad e inteligencia con el mundo de la cultura.
Por paradójico que parezca, con frecuencia más se nos conoce por lo que no somos, o por lo que aparentamos que somos. Ya decía Octavio Paz, “el ser ama ocultarse”. En un medio donde la palabra periodística es fatalmente fungible y con frecuencia servil a los poderes de turno, Rubén pugnaba por la palabra perdurable y por el deseo de liberarla,  libertad afín a la libertad humana.
La publicación de la Obra poética de Rubén Vargas Portugal (Plural, 2017) constituye un acontecimiento especial por dos razones: por su innegable calidad y por el merecido homenaje a una sensibilidad infrecuente. Rubén infelizmente se fue, quedan el poeta y su obra, es decir el Rubén intangible e inmarcesible.
El poeta Benjamín Chávez, amigo cercano de Rubén, y Julián Vargas, su hijo, tuvieron bajo su responsabilidad la tarea de reunir la poesía publicada e inédita. La antología va en reversa, del último de sus poemarios, Viaje a Lisboa (2007), inédito; pasando por La torre abolida y otros poemas (2003) para culminar con Señal de cuerpo (1996), su primer poemario; con el añadido de un acápite de “Poemas dispersos e inéditos”. Podría afirmarse que se halla compilada (casi) toda la poesía de Rubén Vargas -con la duda prudente de que hayan quedado algunas gemas al fondo de los archivos.
El prólogo, escrito por Benjamín, traza la dimensión humana de Rubén, su trayectoria, las dilecciones y sus más cercanas obsesiones. Hechos y circunstancias que revelan el cotidiano del poeta y que, de algún modo, pretenden acercarse a las condiciones y entretelones de lo inscrito en su obra; trascendiendo acaso la ortodoxia de la centralidad textual -proclamada por cierta máquina estructuralista- y haciendo más orgánico el proceso creativo. Con este aporte, una vez más, Benjamín Chávez confirma su deseo de que la poesía constituya en verdad un alimento común a todos los mortales. 
La obra poética es aquilatada -en la última parte- con los ensayos de dos prominentes lectores de poesía: Eduardo Mitre y Luis H. Antezana. El primero, con mirada pan/óptica hace un barrido de la poesía de Vargas señalando las líneas de continuidad e iluminando los momentos de mayor intensidad poética. En cambio, Antezana se precipita en la hondura del Shoa, poema en que el autor se funde en el Todesfuge de Paul Celan, develando los signos del holocausto, la complejidad de su construcción e inteligiendo los modos de imbricación poética entre Celán y Rubén a través de un  amplio aparato referencial.
Los tres poemarios presentes en la obra, al mismo tiempo que marcan momentos diferentes en el proceso creativo de Rubén Vargas, aluden a universos temáticos diferentes. Los une una escritura cuidadosa y una atmósfera propia de enunciación. Al leerlos se siente el peso sigiloso de sus palabras, la efusión de imágenes que suscitan, la reflexión y sabiduría que emana de la buena poesía. 
En lo poemas de Señal de cuerpo, las palabras apenas se insinúan, su levedad dibuja el aura del deseo. No la posesión, no la pasión, la sensualidad etérea de eros, el sigiloso ritual de la piel, las liturgias del cuerpo amoroso. La plenitud del instante se abre al universo -casi panteísta- ceñido por la luz del encuentro, tatuado por la complicidad de la noche. Escribe: “fluyen / sin tiempo / y / crecen / en el ritmo / de su propio silencio//  los cuerpos /  llenan la noche”.
Al cabo de más de un lustro, Rubén publicó La torre abolida. Si bien su escritura mantiene esa precisión y el aliento poético que la caracteriza, sus palabras migran a una poesía deseosa de tocarse con otras escrituras y de este modo a otros universos autorales. Escritores entrañables yacen bajo sus túmulos, apachetas que denotan la memoria de los idos, voces que se agitan en los meandros del ser y los escombros de la historia. Walter Benjamín, Paul Celán y Franz Kafka, el filósofo, el poeta y el novelista, son vindicados a través de poemas que testimonian la diáspora, la asfixia, el destino de escribir en el idioma de sus verdugos, la lengua de su infierno interior, la palabra del Shoa (holocausto).
Se suman Jaime Saenz,  Alejandra Pizarnik, Malcolm Lowry, Frida Kahlo y claro, Herman Melville, otro outsider del establishment. Todos con una obra intensa, iluminada por el sol negro de la fatalidad. Rubén Vargas sobrevuela su memoria, dialoga con ellos, recrea su presencia, en fin de todos aquellos que terminaron  castigados por las faenas de la lucidez. Esta elección no es gratuita en La torre abolida. Como no es desconocida la capacidad del poeta por explorar otros lenguajes: el cine, la pintura y símbolos capitales como el Angelus Novus -el ángel de la historia- y su terrible significado civilizatorio. Como tampoco es desconocida su pasión por la obra de Octavio Paz, en el poemario, recuperado a través de Blanco, probablemente el poema más experimental y complejo del poeta mexicano.  
No solo la piedra. El desierto, el altiplano -habitáculos del espíritu en expansión- toman forma y sentido en sus poemas. Lo solar y el cuerpo acuoso del lago contrastan con el túmulo, y de pronto su poesía se abre a otra respiración, a otro orden vital. Mágicamente, reconfiguración de la piedra: “El ejercicio consiste / en mirar la piedra / mirarla sin reposo / hasta que la piedra no cuente / hasta que tú no cuentes / y la piedra se levante / se eleve / dejando un agujero negro / donde tú / finalmente / puedas desaparecer”.
En Viaje a Lisboa, Vargas explora otra dimensión del transcurrir. El tránsito, la errancia como revelación y reencuentro. El espacio transfigurado por los ecos de la memoria.  Viajar es viajarse. Esa Lisboa que recorre el poeta, va despertando un cúmulo de imágenes y experiencias que la permiten recrearse, ser la Lisboa de Rubén, ciudad única y sigilosamente revelada. No un tiempo concebido ni imaginado, más bien el tiempo que el cuerpo exhala, el que discurre en su quietud, un tiempo que recrea y resucita. Su partida es su llegada, nada comienza porque nada termina, y el samsara trabaja un tiempo que fue y vuelve a ser. Dice el poema: “Todos los caminos comienzan en las puertas de tu casa. Todas las fronteras en algún lugar. Partir es ya haber llegado”.

La Obra poética de Rubén Vargas Portugal nos permite deletrear su espíritu, la hondura de su respiración. Poesía que sale de sí, compartiendo con otras voces su propia voz, y que por secreta alquimia termina haciéndolas suyas. Poesía para leer e, inseparablemente, para ver.

lunes, 17 de abril de 2017

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Políticas y poéticas del dolor


Inevitable y transversal a lo largo de toda existencia. Acercamientos y filosofías del sufrimiento, desde Valery y Vallejo, hasta Pizarnik y Shimose.

                      
        
                                                                                         
Edwin Guzmán Ortiz 

El dolor inobjetablemente es irrupción súbita o acompañante íntimo. Más que otredad, un sí mismo que termina revelando esa condición impredecible que nos habita. Infatigable, trabaja sobre la materia que nos sostiene, sobre el silencio que nos contiene. Se da modos para permanecer o para proclamar que algo anda mal, y que de no escucharlo, algo o alguien podría terminar.
Punzante, ardiente, lancinante, sordo o irradiante, galopa sobre el continente del cuerpo. Agudo o crónico, tópico o fantasmal, no deja de ser una experiencia abierta a otro estado de conciencia. Definitivamente innombrable. Suele llamárselo cáncer, neuralgia, pancreatitis, glaucoma, infarto, esguince, úlcera, pena, depre, en fin, nombres convenidos y perimetrales a su naturaleza insondable. Así, el dolor es una experiencia intransferiblemente personal. El sufrimiento musita o chilla desde un lenguaje interior,  más aquí y más allá de las palabras.    
Tradicionalmente es competencia de los médicos y sometido a la cosmovisión científica dominante de la medicina; de este modo es asumido simplemente como síntoma, como indicio de que algo sucede, de que algo no anda bien. Sin embargo, el dolor es algo más que esa contingencia amarrada a nervios y neurotransmisores. Debido a la posición privilegiada que tiene la medicina occidental, termina eclipsando las otras voces que dan cuenta de una comprensión diferente del dolor, incluso la visión que tienen sobre éste otras concepciones culturales de la sanación. De este modo se manifiesta un hiato entre la dolencia orgánica y el saber científico hegemónico.
Aunque podemos rastrear las causas, sin embargo en el cuerpo, el dolor es algo que no se ve, algo que no se escucha. Desde un lenguaje inmemorial nos dice algo que tiene el color de la sangre y el hálito del ocaso, nos arrastra por pasillos manchados de inminencia. Nos limpia o empaña los ojos y nos invita a manotear los patios secretos de la existencia. El dolor nos empuja a inventar otro yo, alternativamente luminoso y oscuro, forjado de esperanza y deseo, con frecuencia envilecido por el dedo puntiagudo de un dios autosuficiente sobre la llaga. 
Estereotipado en la dicotomía dolor físico / dolor psicológico, discurre su pathos entre el cuerpo o el espíritu. Mas, en verdad, el dolor nos toma integralmente, envolviéndonos en un hálito redondo. Ya no tenemos dolor, ahora más bien somos dolor. “Al final de la mente, el cuerpo. Pero al final del cuerpo, la mente”, decía Paul Valéry.
Y otra dicotomía más: el sufrimiento individual y el sufrimiento colectivo. Este último tiende a ser producto de la atmósfera opresiva de sistemas de creencia o formas de gobierno que, mediante aparatos represivos y conculcación de derechos atentan contra la vida. La Iglesia manifestó su poder en el medioevo a través de la santa inquisición, la penitencia y la flagelación; el martirologio constituye un testimonio elocuente de esta forma cultural de sufrimiento. El pecado que provocó la expulsión del paraíso terrenal recaló en la sentencia: “Parirás tus hijos con dolor”, más la dolorosa pasión de Cristo, constituyen componentes de una teología del dolor como fundamento salvífico que remata en el “Toma tu cruz y sígueme”. Frossard ha dicho que el origen del dolor y del mal “son la piedra en la que tropiezan todas las sabidurías y todas las religiones”.
Si Hannah Arendt ha desmontado los mecanismos inhumanos del totalitarismo, tornando visible el horror del holocausto hoy la biopolítica, en cuanto mecanismo perfeccionado del capitalismo apunta al control de los cuerpos en el aparato de producción y de la población. Se trata de la incidencia de un poder irracional que interviene domesticando, psiquiatrizando o alienando a los comportamientos que no se ajustan al modelo del sistema, piénsese en el control de las conductas reproductivas, en la patologización del placer, en la manipulación de las mentes a través del neuromarketing o el brain washing. Se trata de condicionar al cuerpo como máquina de producción y de consumo, en suma la presión del capitalismo como generador de esquizofrenia. 
El dolor es producto de una construcción histórica y cultural. Hay por supuesto una diferencia entre tratar de comprender el dolor, inferirlo o vivirlo. La cultura, las religiones, el arte han desarrollado formas diferentes de asumirlo. La concepción del dolor en un ciudadano griego del periodo de Pericles es diferente a la de un aymara, hoy. Los cuadros de Frida Kahlo expresan el sufrimiento humano de un modo diferente a los cristos lacerados de Matthias Grunewald.
En otro plano, y desde una conciencia estoica, es posible hablar de un magisterio del dolor, puede ser un don que desemboca en la lucidez. El poeta Jaime Sabines en el poema Del dolor, dice: “Había sido escrito en el primer testamento del hombre: / no lo desprecies porque ha de enseñarte muchas cosas. / Hospédalo en tu corazón esta noche. / Al amanecer ha de irse. Pero no olvidarás / lo que te dijo desde la dura sombra.
El arte es un campo privilegiado para entender ese complejo inextricable que se teje desde el dolor. La poesía ha tenido una particular vocación para el tema. Paul Celán traduce en su obra el desgarramiento vivido en la Segunda Guerra Mundial: “Negra leche del alba la bebemos al atardecer / la bebemos a mediodía y en la mañana y en la noche / bebemos y bebemos / cavamos una tumba en el aire no se yace estrechamente en él”.
Por su parte César Vallejo, escribe sobre el dolor como algo consubstancial a la naturaleza humana, una suerte de ontología de un sino trágico. Dice “Yo no sufro este dolor como César Vallejo… Si no fuese artista también lo sufriría. Si no fuese hombre ni ser vivo siquiera, también lo sufriría… Hoy sufro desde más abajo. Hoy sufro solamente”.
En las palabras de Artaud arden paralelamente cuerpo y texto, pocos escritores han logrado prolongar la llaga en la escritura como en el poeta y dramaturgo francés. Una conciencia terriblemente dolorosa cruza un mundo de sensaciones y extravíos; en El ombligo de los limbos, desde el psiquiátrico escribe: Una exacerbación dolorosa del cráneo, una cortante presión de los nervios, la nuca empeñada en sufrir, las sienes que se cristalizan o se petrifican, una cabeza hollada por caballos”.
En el caso de Jorge Chirinos, los poemas postreros van a contrapunto del cáncer que lo aquejó los últimos años. Lamiendo los restos del mal, el poema abría el dolor y exponía su mirada lánguida: El oleaje abandona los restos del día, los deposita con cuidado al pie de mi cama. Se trata de una ofrenda, pero no deseo levantarme. Me aferro a la almohada, a los charcos de oscuridad que me protegen”.
En la poeta argentina Alejandra Pizarnik, la conciencia doliente toca una inminencia abisal, por lo mismo confiesa “Entre otras cosas, escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiera, no sea. Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En este sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos”.
Pedro Shimose, a partir de un enfoque social, en Poemas para un pueblo se duele del país, trazando los siguientes versos: “…y me vine a caminar la patria, a conocerla, a palparla y sufrirla / y me vine a soñar en carne viva esta patria sangrante y dolorosa, / y hasta aquí, por dónde voy, me persigue su herida y su silencio”.    
En cambio, el dolor en el poeta portugués Fernando Pessoa es elusivo y no deja de ser una máscara. Es y no es él, como sus heterónimos. Escribe: “El poeta es un fingidor / finge tan completamente / que llega a fingir que es dolor/ el dolor que de veras siente”. 


martes, 28 de febrero de 2017

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La cara en la máscara


La polifacética fiesta boliviana. La cara -léase, identidad- de la sociedad reflejada como pocas veces. El rostro antes y después, con y sin, de verdad y de mentiritas… con antifaz, sin antifaz. Una lúcida mirada a la careta identitaria de y en la fiesta mayor en Bolivia.


 
Fotografía de Marcelo Meneses. 
Edwin Guzmán Ortiz 

El carnaval es la fiesta que se abre al juego complejo de las identidades, acaso por su capacidad de integrar la fe, el mito y la historia desde la expresión popular.
Por cierto, las danzas que participan devocionalmente en la festividad retrotraen desde el pasado imaginarios cosmovisivos, formas particulares de culto religioso, tradiciones y dispositivos culturales a lo largo de la historia. En el caso del Carnaval de Oruro, desde el mito uru, pasando por la religiosidad popular católica, la cultura minera y las formas cambiantes de la cultura occidental, que arranca con las carnestolendas y los auto-sacramentales, se traduce un haz diverso de manifestaciones.
De ahí es que el carnaval sea un escenario que integra diferentes matrices culturales confrontadas desde la colonia, pero que debido a procesos sostenidos de aculturación y al principio andino de la complementariedad, más que negarse han sido asimiladas o, al menos, coexisten en un curioso teatro de paradojas incluso, de formas veladas de resistencia cultural.
La concepción cristiana del bien y el mal es fracturada por la diablada que se prosterna y rinde culto a la Virgen; los rituales a la víbora y las ch´allas al Tío alternan con veladas a la mama cantila. La entrada devocional del sábado muda a carnaval, el domingo. En el fondo, viven conjugándose diferentes fermentos éticos: la pasión religiosa de la fiesta, el latido comunitario y su correlato hedónico: el desborde, el exceso, el libertinaje, en suma el carnaval. 
El carnaval dinamita las coordenadas de una identidad monolítica. Identidad que habita silenciosamente en el imaginario del orureño y que venciendo la rutina cotidiana explota en una gama incontenible de símbolos, lenguajes y expresiones que llevan la marca del abigarramiento. Suele ilustrarse esta condición con la vivencia aparentemente paradojal del minero que en interior mina ch´alla al Tío, saliendo de la mina rinde culto a la Virgen del Socavón, y a la vuelta de la esquina se torna militante revolucionario en el sindicato. Los jalones de la historia se expresan en danzas que los explicitan, el carnaval es el testimonio de una historia compleja que no ha terminado de resolverse.
Detrás de credos, ritos, imaginarios y danzas se hallan seres de carne y hueso. Junto a su condición social y su nombre se halla algo más profundo: un rostro. La pertenencia social y el nombre vienen de afuera. El rostro es el espacio de la singularidad, la zona que permite la identificación personal; en él no solo se manifiesta los rasgos distintivos que lo particularizan, sino que además es el epicentro de las emociones y del espíritu que lo anima. Es la parte más intensa de la identidad corporal. Sin embargo, el rostro durante el carnaval segrega otro rostro a través de la máscara. Caretas, máscaras, antifaces y maquillajes tienden un velo mágico sobre esa cara multitudinaria y polivalente del pueblo.
Las primeras danzas de las que se tiene referencia histórica y testimonio iconográfico -al menos en la memoria corta del carnaval de Oruro- emergen de sus protagonistas originales: mineros, gremios de artesanos, cocanis, veleros, matarifes. El rostro moreno del pueblo se encareta de diablo, moreno, ángel, oso, wititi, wapuri, cóndor, ch´uta. Poco sabemos de la proyección simbólica e histórica de la conciencia popular que busca ser otra, precisamente por ser ella misma, por no permitir ser otra.
Si el rostro es el espacio de la singularidad, ¿qué significado tiene la máscara? ¿Lo oculta, lo revela, lo transmuta, lo reemplaza? Acaso es la proyección simbólica de las deidades andinas y de los mitos que pese al tiempo todavía continúan vivos en el imaginario colectivo; acaso sea ese otro rostro profundo que subyace en el imaginario de un pueblo colonizado: la escolástica medieval preñada de demonologías y angeologías, la memoria de la explotación colonial de los negros traídos del África. El pulso inmarcesible de las deidades nativas: el tata inti, la phaxsi mama, los supayas, wari, los apus, pacha.
¿La máscara de la fiesta patronal no esconde acaso la cara de la anata andina y la fecundidad del jallu pacha? ¿La Virgen del Socavón no será la máscara mestiza de la Virgen de la Candelaria traída de España? En su más profundo substrato, ¿no tiene la Virgen morena un poco de la mamapacha (la wirgin mama)? Se dice que el templo enmascara una huaca andina, como la misma Candelaria al ídolo de Copacabana. El tiempo trabaja máscaras sobre máscaras, nombres sobre nombres, deseos sobre deseos, extravío sobre extravíos.
De pronto lo singular, a través de la careta, se torna colectivo. Ya no es Juan el abogado, Marcelino el comerciante, Fernando el empresario, Carla la universitaria, Fermín el minero… son las caretas de diablos, las máscaras de morenos, los wititis encaretados que han decidido asumir otra historia, que han decidido reencontrase con un pedazo de verdad que late en el tiempo y que se la dice bailando, cantando, orando, que se la dice libando y volteando las razones del sistema.
Fuera de la máscara, el rostro desnudo del danzante sufre una mutación de la gestualidad facial. El rostro del potolo, del awatiri, del khantu, dimite de su comportamiento cotidiano y convencionalmente gestionado, para dar pábulo a otro rostro, enfebrecido, vociferante, apasionado, excesivo y liminal. Un rostro que acompaña la tesitura de la danza. En el templo, ante la Virgen, como todos los rostros, termina jadeante, ensimismado y sollozante.
Detrás de la máscara, ese rostro que soporta la fe, la pasión de la danza, el cansancio, se revela anhelante y desconocido. Más bien, es otra manera de reconocerse, de escucharse: gesticulante, vociferante, farfullante, bañado en sudor, agigantado en medio de un monólogo delirante. “Entre la cara y la careta hay una jeta de distancia”, rezaba un viejo poema, a propósito de la morenada.
Aunque la máscara busca uniformar, también trabaja las diferencias, los roles dentro la danza, las identidades grupales. La careta de satanás frente a la careta del ángel, la máscara de la china supay frente el antifaz de la diablesa. El maquillaje drag-queen frente el rostro modulado de las figuras. 
Las máscaras han ido mudando en el tiempo. Las antiguas caretas de los morenos permitían reconocer las facciones y el rictus del negro, como aquella de 1875, custodiada en el museo Eduardo López Rivas. Las actuales, barrocas y portentosas, han terminado sobreenmascarando la careta. Incluso hoy, hipertrofiadas y tecnologizadas, como en las diabladas, se visten de luces e inundan la escena de candentes llamaradas y voluptuosa pirotecnia. El desarrollo de la máscara de carnaval en el tiempo además de un reconocido arte de artesanos, es a su vez producto del imaginario y las modas de los danzarines que las demandan. El gusto de clase incide sobre las artes del artesano; entre lo particular, la serie y la obra de arte se desplaza la careta al futuro. 

La cara detrás de la máscara ya no es la misma. Es otra, urbana, moderna, fatigada por la publicidad y el consumo. Sin embargo la máscara permanece y no deja de cubrirnos el rostro para continuar preguntándonos quiénes somos. 

jueves, 26 de enero de 2017

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De te fabula narratur



La vida como sucesión total e irrefrenable de narrativa e historia.


Edwin Guzmán Ortiz 

Contar, dar cuenta de. Relatar una historia acontecida o imaginada. Hacer imperecedero un acontecimiento digno de la memoria. Testimoniar. Fabular. Inventariar. Enunciar bajo un orden y técnica precisos el desarrollo de hechos reales o inventados. Literaturizar. Ergo: la anécdota, la epopeya, la novela, el mito, la historiografía, la historia clínica, el rumor y el informe burocrático caben en su vientre generoso.
En todos ellos subyace, a manera de sujeto inmemorial, el primer narrador de la comunidad que en torno al fuego y junto a sus pares desplegaba una hilera de palabras que referían una historia, sostenida por el brillo colectivo de miradas que ardían a contrapunto de la hoguera. Las cosas y los acontecimientos no habían desaparecido ni habían sido olvidados, eran prolongados en el tiempo, almacenados por una memoria colectiva y repartidos por la aspersión de voces plurales.
Fueron aludidos dioses, hombres, animales y los mismísimos muertos. Montañas, combates, fiestas y casas solariegas. Personajes que tenían la facultad de amar, odiar, copular, destruir, bailar, soñar y matar. Elevándose o despeñándose, trascendiendo o fundiéndose en su más portentosa nimiedad. O, acaso, no ser siendo, como los entes espectrales de Beckett. 
La vida está sembrada de relatos circunstanciales o con apetencia de totalidad. Historias del mundo, historias sobre el mundo. Una tupida red de narraciones rodea la existencia.  Todas las bocas cuentan, todo el género humano escucha. El hombre es un archivador de acontecimientos que revelan y dan sentido a la existencia. Carne verbal que arrastra seres, actos, nudos, desenlaces, olvido. Animal cultural que no segrega solamente lágrimas, sudor o esperma, sino historias que dejan huella y hablan en el tiempo.
Biografías, oralidades, reportes burocráticos, alegatos jurídicos, informes especializados, confesiones religiosas, testimonios, anecdotarios, cuentos, rumores, llevan la marca indisoluble del relato. Tan cotidiano, doméstico y gratificante como pulsional, subversivo y revelatorio. Ser psicoanalista -decía Julia Kristeva- es saber que todas las historias acaban hablando de amor.
La palabra revelada de la religión es palabra narrada. El personaje central: un dios leído y no visto o, más bien, “visto” a través de una historia: la Biblia. Todas las religiones tienen historias que contar. La palabra y la creación forman un solo acto divino. Un dios narrado, es más, literaturizado, deviene comprensible, traducible y exportable. Ya no la efigie, o un bloque petrificado, palabra abierta a la ventura. La evangelización es el relato que convoca a la congregación, el culto y la salvación. El tetragrámaton sostiene al superhéroe trinitario; su antípoda, satanás, al antihéroe, entre ambos brota la chispa dialéctica que lleva y trae a la humanidad en la escena de la creación. Del Génesis al Apocalipsis, se despliega una suma de historias que consagran una teología portátil,  dueña de adscripciones mil.
La Historia -magistra vitae- no se propone inventar relatos, sino recuperar hechos pasados. Entre personas, acontecimientos e ideas dispares se mueve, y hace del tiempo un juego de acordes y correspondencias. Escarba y descubre lo insólito, revela lo escondido y ratifica lo conocido. La Historia nos da la medida y el retrato de nuestro paso por el tiempo. Estar fuera de la historia es otra historia. Sus múltiples versiones la acercan a la literatura. ¿Qué es lo real?, ¿qué  lo verdadero? Los anglosajones hacen el distingo a través de la diferencia entre “history” y “story”, nosotros no. De ahí es que, con frecuencia, el mito y la historia hallen una filiación común, empatando lo imaginario con lo real, el materialismo histórico con la teología. En todo caso es una narración que nos sobredetermina y de manera similar a la religión pretende trazarnos las coordenadas de este mundo donde, entre héroes portentosos y grandes acontecimientos, caminamos milimétricos y gaseosos.
Contemporáneamente, el cine, la cibercultura, y los medios de comunicación son los grandes generadores de historias que se reproducen ad nauseam. Desde la chatura insufrible de telenovelas o series rosa, hasta obras de estatura reconocida: Tarkovski, Jorge Sanjinés y el comic de Thomas Ott, por ejemplo. La publicidad y la propaganda política han internalizado con éxito recursos narrativos que mueven la sensibilidad perceptiva, es más, utilizan nuestra arraigada condición de especie narratófila para inocular el adminículo promocional con resultados favorables.
La información es una batería interminable de relatos que arrancan del acontecer cotidiano; reales, imaginarios e híbridos, viven su perentoriedad. Entre la construcción de la realidad y la ficción camina la certidumbre ciudadana; brújula cotidiana, sus historias terminan siendo más creíbles que las del líder espiritual y el dirigente político. La mediación es dueña de los aparatos de credibilidad social, y así como es capaz de inflar novelones, fabricar personajes, encumbrar sucesos, hacer de bastón de ciego, iluminar, consubstanciarse con la Historia y el arte, tiene el poder de viralizar el rumor, inventar verdades a fuer de repetirlas, y condescender al género de la narrativa escatológica, a través del más popular de los relatos: la chismografía. El resultado: un receptor que se agita y duerme con estos productos, cual puntiagudas mascotas.
La literatura, al cabo de tantos años y lugares, es una de las actividades humanas de mayor experiencia y riqueza en la fabricación de historias. Es la que ha explorado, desde la palabra, con más solvencia el mundo, habiendo desarrollado formas y mecanismos para contar sus relatos de las más sugerentes maneras. Decía Barthes “son innumerables los relatos del mundo”.
La verdadera literatura, hoy, enfrenta dos épicas amarradas por un nudo invisible. Rebasando el discurso de la templanza y la zona del confort narrativo, se lanza a explorar las fronteras de lo verosímil, dueña de itinerarios impredecibles tiende a remontar el muro de la prohibición. Así, volteado el iceberg, el inconsciente verbaliza discurriendo por territorios de lo onírico, el lapsus, lo mágico, lo entrañablemente irracional. Antes, la realidad, el sueño y la fantasía estaban mucho menos separados entre sí de lo que están en nuestros días, decía Doblin. El racionalismo se apoderó de lo humano pero gracias al subterfugio del arte y su poder exploratorio, la literatura tiene el poder de rescatar estos territorios y los integra al lenguaje de la vigilia. De Dante a Kafka, de Rulfo a Cerruto, las palabras también caminan sobre cuatro patas. Somos también esas regiones recónditas que el poder y el miedo han soterrado. 
Pero tal aventura solo es posible a través de un lenguaje capaz de tratar esa materia elusiva. De ahí es que el actual narrador de la tribu -de saya, casaca, casimir o jean- teja las historias a través de palabras que se aventuren a tocar los límites del lenguaje, incidiendo en las fronteras de lo decible, recurriendo a combinatorias inéditas, al contrabando lingüístico, al reciclaje semántico, a la reinvención de las formas. Orlando las resonancias, resucitando el murmullo, calibrando la presión del silencio, provocando asociaciones inéditas, midiendo la distancia entre la palabra y la cosa. Inmersión y transubstanciación, la fórmula que lía esa otra de forma de verdad con que trabaja la narración literaria.
Shakespeare, escéptico y dramático, proclamaba: “La vida es un cuento contado por un idiota, llena de ruido y de furia, que no significa nada”. Entre la vida y el cuento, nosotros, suma de ambos.


domingo, 4 de diciembre de 2016

ALTIplaneando

El regalo interminable



Una bitácora personal borgeana. La trascendencia e influencia del escritor argentino en toda una vida de lecturas; en todo un destino.


 Edwin Guzmán Ortiz

Tantos años transcurrieron desde aquella tarde en que, después de fatigar las baquetas sobre una improvisada batería, maquinalmente tomé un libro cercano: Elogio de la sombra de Jorge Luis Borges, y al azar abrí una página que titulaba “The unending gift”. El texto de aquel ejemplar de mi padre, desde el primer párrafo mágicamente me poseyó: “Un pintor nos prometió un cuadro. Ahora, en New England, sé que ha muerto. Sentí, como otras veces, la tristeza de comprender que somos como un sueño. Pensé en el hombre y el cuadro perdidos. (Solo los dioses pueden prometer porque son inmortales…).
En cierto lugar de mi biblioteca, altivo y trajinado por incontables lecturas, pero siempre resplandeciente, se yergue aquel ejemplar de editorial Emecé (edición de 1969), con la tapa celeste atravesada por blancas listas horizontales. Por supuesto, se trata de un libro de culto personal, un libro inaugural, la puerta que me abrió a la ventura de la obra borgiana y a la incesante biblioteca asperjada entre la existencia humana. Ahora, con gratitud, sé inequívocamente el significado que tiene The unending gift, prodigado por el azar y sus secretas leyes.  
Los poemas, los textos en prosa, son caminos. Su lectura no se agota, algunos han terminado habitando la memoria, como reza el poema final, Elogio de la sombra, “los que sigo leyendo en la memoria, leyendo y transformando”. Un lento y persistente proceso de  “a/borgesamiento” ha sido consecuencia de aquel feliz encuentro: las obsesiones y mitología del poeta fluctuando entre sus ojos apenumbrados y una extraordinaria lucidez poética. No es frecuente percibir tanta literatura, tanta visión, en la aparente paradoja.
Mis días junto al libro guardan anécdotas y vivencias, algunas que lindan incluso con una íntima soberbia. Claro, sentir a Borges bullir en la conciencia de aquel joven de 16 años era un privilegio y la adolescente iniciación de un discipulado. Otras que fortalecieron la complicidad de una entrañable fratría: libros capitales erigen comunidades adherentes, discreta comunión de quienes comparten el pan sagrado de la poesía.
Innumerables viajes y circunstancias rodearon su lectura y todas continúan albergando un poco de Borges. Palabras pretendidamente mías brotando de su palabra, imágenes que el parpadeo del tiempo no ha borrado y que se funden entre la Plaza de Mayo y el Cerrato de Oruro, entre la batalla de Suipacha y el traqueteo del tren camino a Villazón.  
Lecturas que propiciaron la ardua empresa de desentrañar a sus autores in fábula. Pienso en Heráclito, poeta pensador y digno representante de la materia oscura; la caída en aquel consumado inalcanzable: Joyce, o discurrir el legado filosófico de Baruch Spinoza, hoy, al cabo, dueño de una vigencia y lucidez que asombran. Chesterton, Conrad, el Dr. Johnson, Mauthner, Lugones, en fin, referentes de la omnisapiencia borgiana. Pero, las más, gestaron esa honda satisfacción de leer y releer sus páginas, sentir que ese acto constituye una de las formas de la felicidad.
La literatura de Borges se halla colmada de referencias librescas. Personajes, lugares y  tramas se confunden con páginas, obras y autores. Reales, imaginarios, reescritos por la lectura, transfigurados gracias a la prodigiosa imaginación de su autor. Espejos que multiplican la realidad y la transmutan, ya bifurcándose como los senderos de aquellos jardines, desdoblándose como en “Borges y yo”, reproduciéndose ad infinitum por la conjunción de un espejo y una enciclopedia, propiciando travesías en el laberinto del yo a través de palabras-laberinto.  
Sospecho que todos los lectores tienen una experiencia particular con sus libros capitales, símbolos de indudable trascendencia. Detrás de cada libro hay una historia personal, una suma de historias detrás de cada biblioteca, además de las historias que las obras albergan por supuesto. En realidad las historias se tocan, la escritura lame el objeto que la contiene, los actos que acompañan su lectura y la conciencia del lector amparado por la luz del silencio. Así se tornan profundamente personales. Chatier decía: la lectura no es solo una operación intelectual abstracta, es una puesta a prueba del cuerpo, la inscripción de un espacio, la relación consigo mismo y con los demás.
De aquel Borges a este Borges -hoy rodeado por una comparsa heteróclita- hay una sucesión de libros que sería fatigoso nombrar. Meandros, vías circulares, contrarutas, caminos paralelos, desarraigo, extravíos, zonas de promiscuidad, summa de autores afines, antípodas. Un cúmulo de lomos arrimados: animal de mil ojos, universos innumerables, obras irredentas, nido de inminentes palabras, sentidos serpeantes, imaginarios preñados de imaginarios preñados de… Libros que conjugados e imaginados forman parte de aquella Biblioteca de Babel que concibió el maestro, el libro de arena de infinitas páginas.
Atraviesan la historia, el espíritu de la historia, la vida de las personas. Nos eligen producto de obsequiosas circunstancias, nos lanzan a búsquedas obsesivas e impenitentes, hijos del azar, de la necesidad de remontar la soledad, a recurrir a impostergables respuestas, a veces nos inducen a obrar inspirados por el aliento seductor de sus palabras. Toman nuestro tiempo y confunden su tiempo con el nuestro, multiplican la experiencia de vivir, traman destinos im/previsibles, redescubren el corazón, también nos revelan las razones que trama la muerte. Libros que se cierran hasta el fin del mundo, y a los que se retorna obsesivamente como al lugar del crimen.
En torno al libro se juega el ritual, la comedida empresa de abordarlo en el lugar y momento propicios. Personalmente sostengo que un poemario brilla más en una lectura nocturna -como la audición del jazz. En cambio, la novela atraviesa el día cual nave de imponente eslora.
No siempre impolutos e inmaculados, o erguidos en sitial respetable. Algunos, con el bautismo granate del vino en sus páginas trajinadas por noches de bohemia. Ajados y pringados ejemplares sobrevivientes a la pasión y al desvarío. Las tapas aradas por colmillos de insaciables súcubos que recuerdan consumadas travesías manoteando el alba, donde la lectura altisonante de inflamados poemas aún resuena desde aquellas voces fraternales que amarillea el tiempo.
Es impredecible lo que un libro puede desencadenar, inesperado lo que puede albergar.  Porque en cada libro hay una apuesta contra el olvido, una postura contra el silencio que solo puede ganarse cuando el libro vuelve a abrirse. Un libro es una nave, un acelerador del imaginario, un expansor del espíritu. La progresión geométrica de páginas e ideas. Y es, por supuesto, un regalo interminable.

Aquel lejano instante que leí The Unending gift, en ese atardecer de la casa Murguía, “…existe de algún modo. Vivirá y crecerá como una música y estará conmigo hasta el fin. Gracias, Jorge Luis. (También los hombres pueden prometer, porque en la promesa hay algo inmortal).

lunes, 26 de septiembre de 2016

ALTIplaneando

El celular



El mundo en una pantalla. El tiempo, las diferencias, las uniones, las preguntas y ¿las respuestas…?, en una pantalla.


Edwin Guzmán Ortiz

El uso que mi hija hace del celular no deja de ser un espectáculo cotidiano. Mientras yo discurro por la pantalla con el índice dubitante, y el rato menos pensado la incursión me juega una celada, ella viaja con solvencia por el rectángulo con proverbial agilidad, segura de sí misma, segregando ventanas, transitando programas, oficiando con los dedos un ritual de magia imposible.
Claro, este índice habituado a la lisa textura del papel y al sigiloso paso de las páginas aún no ha terminado de ser domesticado por el universo de la parafernalia digital. Mis dedos más cercanos al tamborileo, a la dúctil tarea de asir los objetos habituales, a leer desde las yemas el latido del mundo, y aventurarse a esa experiencia intransferible de viajar por la piel del cuerpo amado, parecen resistirse a la injusta faena de acercarse a  personas y sucesos, bajo esa aparente presencia que dicta la pantalla.
Mas, no solo son los dedos los que traman ese juego habitual con el dispositivo. Por ellos empieza y luego -sospecho- se abre a regiones más cercanas a lo insondable. La actitud, la postura, el gesto, los sentidos y las blandas neuronas se congregan en torno al aparato. Axones y dendritas hacen sinapsis con el pulso electrónico de la red, y el espectro biónico rige esa otra humanidad, devota de una nueva teología de banda ancha.     
Todo cabe en su vientre descomunal. Arrebujadas las noticias del día, los parientes, las canciones, las recetas de cocina, la vitrina del ego, los memes, los más delicados secretos, el video, el programa del fin de semana, la memoria, la U, el laburo, las cartografías del deseo, el pasado, el presente y el futuro. 
La  evidencia de que el todo, de tanto, termina dilu/yéndose en la nada. Enjambres de datos se comen a otros datos, la información -cual uróboro- acaba engulléndose la cola, marea que rebasa los reparos de una verdad que se hace y se deshace tras un rostro a la deriva.
La intimidad pública de lo cotidiano a plena luz, su exhibición en el haz de fotogramas que narran las pequeñas historias de una felicidad recortada y pegada en cuotas cotidianas. En fin, la guerra política, la excursión poética, el sueño de la razón, el caballito de Troya.
Mi hija, concentrada. El brillo de la pantalla le ilumina el rostro y con frecuencia esboza una pequeña sonrisa, mientras con veloces pulgares trama secretos mensajes a destinatarios secretos, desdoblándose en la grumosa red del laberinto digital. Ella comparte al cabo una doble familia, ésta, la real, en la que me suscribo y la otra, la digital, cuyos miembros y residencia ignoro.
En tiempos de comunidad, -esa forma apetecida por ideólogos, teólogos y tecnólogos- siento que la comunidad en red se disuelve en la soledad del individuo frente a la micropantalla con la ilusión de un otro colectivo.
Extraña convergencia en la retícula: la comunidad real / la comunidad virtual. Las ondas del WhatsApp  atraviesan la humareda de las k´oas de agosto, el mensaje de la waxt´a a las deidades ancestrales se enreda entre las ondas digitales, que traman arabescos numéricos a los cuatro puntos cardinales del espectro.
De pronto, mi hija me acerca en su smartphone un fragmento del último concierto de Aristocrats, que tanto aprecio. Me complazco junto a ella y una vez más constato que Guthrie Govan es uno de los grandes guitarristas de este tiempo. El dispositivo de Pandora también porta plagas benéficas. Al parecer, la materia corre más rápido que el espíritu, la prótesis desafiando la imaginación hace posible, aquí y ahora, el aquí y ahora planetario.
Por supuesto, no se trata de asumir la técnica como sinónimo del Maligno, ni proclamar el maleficio de lo virtual, ni estigmatizar la trama del simulacro. No. Aunque la máquina no exuda inocencia, al menos detenta un usuario impredecible que es lo que en verdad importa. 
Dentro de la cajita hay gente que se agita, un mundo comprimido e inminente. Apeados en estacionamientos virtuales esperamos recibir la gracia de la interfaz, la avidez del no pero sí, los coletazos del otro entre cliqueos de rítmica efusión.
Un libro asoma la cabeza, no tiene cuerpo. El pincel digital traduce las formas del imaginario y ¡zas! el poeta adensa el espacio encendiendo los códigos sobre el bucle de un pixelado horizonte. Respuesta del espíritu que se inmiscuye entre chips y bits para desovar las poiesis, para bajar los puntos sobre las íes y ponerlos en suspenso.
Mientras mi hija enchufa el celular y engorda la batería, yo contemplo de la ventana al parque, ambos, bajo el mismo techo de un día iluminado por soles siameses.



domingo, 17 de julio de 2016

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Letras orureñas II



Segunda y última parte de este minucioso análisis del índice y antología de literatura de Oruro, presentado hace pocos meses.


Edwin Guzmán Ortiz

Letras orureñas. Autores y antología (marzo, 2016), de Carlos Condarco Santillán, Benjamín Chávez y Martín Zelaya conjuga la intención de plasmar una amplia compilación de la literatura orureña, junto a una capacidad de síntesis que permite cristalizar una panorámica general y representativa de la literatura regional, haciendo que un universo extenso en el tiempo y la diversidad creativa se integre en coordenadas esbozadas desde una cartografía de autores, referencias, géneros y la obra, bajo un orden elucidatorio.
No es la intención de la obra detentar un estudio general del desarrollo y particularidades de las letras orureñas, sea en términos históricos o estrictamente literarios. Si bien se insinúan a través de la referencia autoral y su desglose diacrónico, vías, recorridas en el tiempo, el contexto y datos acerca de la actividad creativa, pero es evidente que ese marco general se halla cuando más, subyacente, y no se considera matriz rectora de la antología.
En realidad, la selección realizada se propone plantear una propuesta abierta de lectura en base a un principio ordenador en un momento determinado del hecho literario. Las perspectivas pueden cambiar, el contexto general de la literatura boliviana o hispanoamericana se modifica incesantemente -de hecho la lengua y uno de sus mayores atributos, la creatividad, no es un fenómeno estático. De ahí el juego variable de toda elección, sin embargo así concebida Letras orureñas, nos provoca a que cada lector se abra a la a/ventura de incidir en sus múltiples posibilidades de re/ordenamiento y sentido. Decía Paz, las obras que nos apasionan son aquellas que transformamos indefinidamente.
La prescindencia de este marco rector permite un desplazamiento más personal en su contenido, hecho que invita a optar por diferentes itinerarios de lectura, de transitar opcionalmente por esos múltiples corredores que nos ofrecen las páginas, dejando en suspenso el peso reverente de la crítica especializada. Se trata de una obra que hace énfasis en los autores y su obra, pero que por su estructura no deja de ser una propuesta que sugiere diferentes opciones de lectura.
Una lectura lineal -de cabo a rabo- de Letras orureñas, permite sumar al referente de autores, los textos en prosa y verso que consuman la antología. De este modo, ambos bloques temáticos se complementan, implicándose mutuamente.  
La información detallada de los diferentes autores, además de proporcionar las generales en cuanto trayectoria, publicaciones, galardones, a la manera de un telón de fondo, traza un panorama proximal a la dinámica cultural de Oruro desde la literatura, autores aquí, allá y más allá, instituciones, nexos, una aproximación a lo generacional, como su relación incidencial con el universo de la literatura boliviana.
El insert de voces críticas de diversa procedencia contribuye a entender mejor a los autores y sus publicaciones: haces de luz sobre rasgos sobresalientes de la obra de cada poeta o narrador, percepciones en el tiempo, lecturas que se sumergen en ese corpus particular que se trasciende, y más que ostentar un carácter definitorio, reflejan además los modos de lectura en el tiempo, y las formas de asumir el valor de los textos.
En el marco del rigor procedimental, el investigador tricéfalo asume la decisión de incorporar un índice bibliográfico que corresponde a cada autor, paralelamente la bibliografía consultada respecto al acápite general de autores, como la correspondiente a las selecciones de prosa y poesía. Este cúmulo de referencias posee el mérito de abrir el interés al estudio y la investigación de filones temáticos que puedan generarse al futuro, así como el valioso material de consulta biobibliográfica para diferentes propósitos. En el campo de la bibliografía sobre literatura orureña, estimo, se trata de la más completa y exhaustiva.
Las antologías de prosa y de poesía, ofrecen alternativas propias de lectura y, a su modo, ilustran literariamente la introducción efectuada en el acápite de los autores.  Como no podía ser de otra manera, en ellas se opta por criterios de selección de autores y textos que se juzga representativos. La tarea de antologar implica optar por aquello que se considera rescatable, significativo, y por aquello que merece la pulsión saludable de engullir al olvido; por supuesto que los autores son plenamente responsables de su elección, como de elusiones y postergaciones.  
En la obra se percibe que la poesía antologada tiene más facilidad para ser seleccionada, a partir de su forma y extensión, ya que los poemas terminan siendo unidades autosuficientes que se explican por sí mismos. Lo que no quiere decir que el criterio de valoración sea menos arduo, aclarando que la lectura de la poesía exige un ojo y un espíritu particular, sobretodo en la competencia de ponderar el peso específico de su discurso.
En el caso de la prosa, en algunos textos antologados -no en todos- se opta por la selección de fragmentos que si bien reflejan características propias de la escritura del autor, abstraen la inteligencia narrativa que las soporta, ya que ésta trabaja junto a un complejo de factores, y al despliegue de un proceso que hace al tejido novelesco.   
Sin embargo la selección de textos en prosa ha sido cuidadosa, sobre todo en el caso de los cuentistas donde aparecen relatos completos, percibiéndose desde Josermo Murillo Vacareza en adelante mayor unidad narrativa. 
La escritura sólida de Carlos Condarco, Oscar Uzín, Adolfo Cáceres Romero, Cé Mendizábal, Zenobio Calizaya y la madurez en su trabajo narrativo terminan desembocando en esa nueva narrativa joven, dueña de un lenguaje ágil y renovado como el de Mabel Vargas y Daniel Averanga. Se extraña en la selección efectuada textos de Hugo Murillo Bénich y Eduardo Nogales, ambos además con relatos de interesante factura; en el ensayo, textos de Eduardo Mitre, otra de las competencias de este reconocido poeta.
La antología de poesía consigna 36 poetas. La selección permite una comprensión panorámica de lo concebido en más de siglo y medio de creación poética, de Mariano Ramallo en la segunda mitad del siglo XIX al joven Pablo Osorio Abud, quién publicó su último poemario en 2013.
Con mayor nitidez que en la prosa, se percibe generaciones de poetas. La presencia de Gesta Bárbara, la poesía de carácter social en la que Alcira Cardona, Héctor Borda Leaño, Jorge Calvimontes, Alberto Guerra y el propio Luis Luksic tuvieron una presencia significativa, el Movimiento Encuentro de Quince Poetas de Bolivia (René Antezana, Adhemar Uyuni, entre otros). Con  poetas con una obra particular y de escritura vanguardista como Mitre, probablemente el más universal de los poetas orureños hoy.
La irrupción de un lenguaje renovado e inclasificable como el de Hilda Mundy, la palabra delicada de Milena Estrada Sainz -una suerte de Emily Dickinson de esta comarca-, la intensidad de Borda y Nogales con una mirada gravitante de su entorno histórico y cultural. Las formas clásicas y de alta exigencia formal como en Carlos Condarco. Una nueva estética y la búsqueda incesante de nuevas formas de enunciación poética como en Benjamín Chávez, Cé Mendizábal, Vadik Barrón y Sergio Gareca.

En fin, Letras orureñas. Autores y antología, es un trabajo de notable alcance y a pesar de su ambiciosa perspectiva de encapsular todo lo literariamente concebido por escritores orureños, logra su propósito de hacer que una porción significativa de la literatura boliviana se conozca, se pueda estudiar, y pueda ser leída bajo la prerrogativa de una obra paradigmática. Un trabajo que sin la mezcla de vocación y pasión de sus tres autores no hubiera sido posible.