domingo, 21 de mayo de 2017

ALTIplaneando

Obra poética de Rubén Vargas



Una lectura detallada del libro que recoge la poesía del escritor paceño: sus dos poemarios editados en vida, uno que dejó inédito y algunas piezas sueltas.


Edwin Guzmán Ortiz 

De Rubén Vargas, periodista cultural, docente universitario, activista de la cultura y destacado lector de poesía, poco sabíamos de su condición de poeta, oficio que cultivó sigilosamente y que, sin duda, fue el fuego interior que alimentó su sensibilidad e inteligencia con el mundo de la cultura.
Por paradójico que parezca, con frecuencia más se nos conoce por lo que no somos, o por lo que aparentamos que somos. Ya decía Octavio Paz, “el ser ama ocultarse”. En un medio donde la palabra periodística es fatalmente fungible y con frecuencia servil a los poderes de turno, Rubén pugnaba por la palabra perdurable y por el deseo de liberarla,  libertad afín a la libertad humana.
La publicación de la Obra poética de Rubén Vargas Portugal (Plural, 2017) constituye un acontecimiento especial por dos razones: por su innegable calidad y por el merecido homenaje a una sensibilidad infrecuente. Rubén infelizmente se fue, quedan el poeta y su obra, es decir el Rubén intangible e inmarcesible.
El poeta Benjamín Chávez, amigo cercano de Rubén, y Julián Vargas, su hijo, tuvieron bajo su responsabilidad la tarea de reunir la poesía publicada e inédita. La antología va en reversa, del último de sus poemarios, Viaje a Lisboa (2007), inédito; pasando por La torre abolida y otros poemas (2003) para culminar con Señal de cuerpo (1996), su primer poemario; con el añadido de un acápite de “Poemas dispersos e inéditos”. Podría afirmarse que se halla compilada (casi) toda la poesía de Rubén Vargas -con la duda prudente de que hayan quedado algunas gemas al fondo de los archivos.
El prólogo, escrito por Benjamín, traza la dimensión humana de Rubén, su trayectoria, las dilecciones y sus más cercanas obsesiones. Hechos y circunstancias que revelan el cotidiano del poeta y que, de algún modo, pretenden acercarse a las condiciones y entretelones de lo inscrito en su obra; trascendiendo acaso la ortodoxia de la centralidad textual -proclamada por cierta máquina estructuralista- y haciendo más orgánico el proceso creativo. Con este aporte, una vez más, Benjamín Chávez confirma su deseo de que la poesía constituya en verdad un alimento común a todos los mortales. 
La obra poética es aquilatada -en la última parte- con los ensayos de dos prominentes lectores de poesía: Eduardo Mitre y Luis H. Antezana. El primero, con mirada pan/óptica hace un barrido de la poesía de Vargas señalando las líneas de continuidad e iluminando los momentos de mayor intensidad poética. En cambio, Antezana se precipita en la hondura del Shoa, poema en que el autor se funde en el Todesfuge de Paul Celan, develando los signos del holocausto, la complejidad de su construcción e inteligiendo los modos de imbricación poética entre Celán y Rubén a través de un  amplio aparato referencial.
Los tres poemarios presentes en la obra, al mismo tiempo que marcan momentos diferentes en el proceso creativo de Rubén Vargas, aluden a universos temáticos diferentes. Los une una escritura cuidadosa y una atmósfera propia de enunciación. Al leerlos se siente el peso sigiloso de sus palabras, la efusión de imágenes que suscitan, la reflexión y sabiduría que emana de la buena poesía. 
En lo poemas de Señal de cuerpo, las palabras apenas se insinúan, su levedad dibuja el aura del deseo. No la posesión, no la pasión, la sensualidad etérea de eros, el sigiloso ritual de la piel, las liturgias del cuerpo amoroso. La plenitud del instante se abre al universo -casi panteísta- ceñido por la luz del encuentro, tatuado por la complicidad de la noche. Escribe: “fluyen / sin tiempo / y / crecen / en el ritmo / de su propio silencio//  los cuerpos /  llenan la noche”.
Al cabo de más de un lustro, Rubén publicó La torre abolida. Si bien su escritura mantiene esa precisión y el aliento poético que la caracteriza, sus palabras migran a una poesía deseosa de tocarse con otras escrituras y de este modo a otros universos autorales. Escritores entrañables yacen bajo sus túmulos, apachetas que denotan la memoria de los idos, voces que se agitan en los meandros del ser y los escombros de la historia. Walter Benjamín, Paul Celán y Franz Kafka, el filósofo, el poeta y el novelista, son vindicados a través de poemas que testimonian la diáspora, la asfixia, el destino de escribir en el idioma de sus verdugos, la lengua de su infierno interior, la palabra del Shoa (holocausto).
Se suman Jaime Saenz,  Alejandra Pizarnik, Malcolm Lowry, Frida Kahlo y claro, Herman Melville, otro outsider del establishment. Todos con una obra intensa, iluminada por el sol negro de la fatalidad. Rubén Vargas sobrevuela su memoria, dialoga con ellos, recrea su presencia, en fin de todos aquellos que terminaron  castigados por las faenas de la lucidez. Esta elección no es gratuita en La torre abolida. Como no es desconocida la capacidad del poeta por explorar otros lenguajes: el cine, la pintura y símbolos capitales como el Angelus Novus -el ángel de la historia- y su terrible significado civilizatorio. Como tampoco es desconocida su pasión por la obra de Octavio Paz, en el poemario, recuperado a través de Blanco, probablemente el poema más experimental y complejo del poeta mexicano.  
No solo la piedra. El desierto, el altiplano -habitáculos del espíritu en expansión- toman forma y sentido en sus poemas. Lo solar y el cuerpo acuoso del lago contrastan con el túmulo, y de pronto su poesía se abre a otra respiración, a otro orden vital. Mágicamente, reconfiguración de la piedra: “El ejercicio consiste / en mirar la piedra / mirarla sin reposo / hasta que la piedra no cuente / hasta que tú no cuentes / y la piedra se levante / se eleve / dejando un agujero negro / donde tú / finalmente / puedas desaparecer”.
En Viaje a Lisboa, Vargas explora otra dimensión del transcurrir. El tránsito, la errancia como revelación y reencuentro. El espacio transfigurado por los ecos de la memoria.  Viajar es viajarse. Esa Lisboa que recorre el poeta, va despertando un cúmulo de imágenes y experiencias que la permiten recrearse, ser la Lisboa de Rubén, ciudad única y sigilosamente revelada. No un tiempo concebido ni imaginado, más bien el tiempo que el cuerpo exhala, el que discurre en su quietud, un tiempo que recrea y resucita. Su partida es su llegada, nada comienza porque nada termina, y el samsara trabaja un tiempo que fue y vuelve a ser. Dice el poema: “Todos los caminos comienzan en las puertas de tu casa. Todas las fronteras en algún lugar. Partir es ya haber llegado”.

La Obra poética de Rubén Vargas Portugal nos permite deletrear su espíritu, la hondura de su respiración. Poesía que sale de sí, compartiendo con otras voces su propia voz, y que por secreta alquimia termina haciéndolas suyas. Poesía para leer e, inseparablemente, para ver.

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