Obra poética de Rubén Vargas
Una lectura detallada del libro que recoge la poesía del escritor paceño: sus dos poemarios editados en vida, uno que dejó inédito y algunas piezas sueltas.
Edwin Guzmán Ortiz
De Rubén Vargas,
periodista cultural, docente universitario, activista de la cultura y destacado
lector de poesía, poco sabíamos de su condición de poeta, oficio que cultivó
sigilosamente y que, sin duda, fue el fuego interior que alimentó su
sensibilidad e inteligencia con el mundo de la cultura.
Por paradójico que
parezca, con frecuencia más se nos conoce por lo que no somos, o por lo que
aparentamos que somos. Ya decía Octavio Paz, “el ser ama ocultarse”. En un
medio donde la palabra periodística es fatalmente fungible y con frecuencia
servil a los poderes de turno, Rubén pugnaba por la palabra perdurable y por el
deseo de liberarla, libertad afín a la
libertad humana.
La publicación de
la Obra poética de Rubén Vargas Portugal (Plural, 2017) constituye un
acontecimiento especial por dos razones: por su innegable calidad y por el
merecido homenaje a una sensibilidad infrecuente. Rubén infelizmente se fue,
quedan el poeta y su obra, es decir el Rubén intangible e inmarcesible.
El poeta Benjamín
Chávez, amigo cercano de Rubén, y Julián Vargas, su hijo, tuvieron bajo su
responsabilidad la tarea de reunir la poesía publicada e inédita. La antología
va en reversa, del último de sus poemarios, Viaje
a Lisboa (2007), inédito; pasando por La
torre abolida y otros poemas (2003) para culminar con Señal de cuerpo (1996), su primer poemario; con el añadido de un
acápite de “Poemas dispersos e inéditos”. Podría afirmarse que se halla
compilada (casi) toda la poesía de Rubén Vargas -con la duda prudente de que
hayan quedado algunas gemas al fondo de los archivos.
El prólogo, escrito
por Benjamín, traza la dimensión humana de Rubén, su trayectoria, las
dilecciones y sus más cercanas obsesiones. Hechos y circunstancias que revelan
el cotidiano del poeta y que, de algún modo, pretenden acercarse a las
condiciones y entretelones de lo inscrito en su obra; trascendiendo acaso la
ortodoxia de la centralidad textual -proclamada por cierta máquina
estructuralista- y haciendo más orgánico el proceso creativo. Con este aporte,
una vez más, Benjamín Chávez confirma su deseo de que la poesía constituya en
verdad un alimento común a todos los mortales.
La obra poética es
aquilatada -en la última parte- con los ensayos de dos prominentes lectores de
poesía: Eduardo Mitre y Luis H. Antezana. El primero, con mirada pan/óptica
hace un barrido de la poesía de Vargas señalando las líneas de continuidad e
iluminando los momentos de mayor intensidad poética. En cambio, Antezana se
precipita en la hondura del Shoa,
poema en que el autor se funde en el Todesfuge de Paul Celan, develando los signos
del holocausto, la complejidad de su construcción e inteligiendo los modos de
imbricación poética entre Celán y Rubén a través de un amplio aparato referencial.
Los tres poemarios
presentes en la obra, al mismo tiempo que marcan momentos diferentes en el
proceso creativo de Rubén Vargas, aluden a universos temáticos diferentes. Los
une una escritura cuidadosa y una atmósfera propia de enunciación. Al leerlos
se siente el peso sigiloso de sus palabras, la efusión de imágenes que
suscitan, la reflexión y sabiduría que emana de la buena poesía.
En lo poemas de Señal de cuerpo, las palabras apenas se
insinúan, su levedad dibuja el aura del deseo. No la posesión, no la pasión, la
sensualidad etérea de eros, el sigiloso ritual de la piel, las liturgias del
cuerpo amoroso. La plenitud del instante se abre al universo -casi panteísta-
ceñido por la luz del encuentro, tatuado por la complicidad de la noche.
Escribe: “fluyen / sin tiempo / y /
crecen / en el ritmo / de su propio silencio// los cuerpos /
llenan la noche”.
Al cabo de más de un
lustro, Rubén publicó La torre abolida.
Si bien su escritura mantiene esa precisión y el aliento poético que la
caracteriza, sus palabras migran a una poesía deseosa de tocarse con otras
escrituras y de este modo a otros universos autorales. Escritores entrañables
yacen bajo sus túmulos, apachetas que denotan la memoria de los idos, voces que
se agitan en los meandros del ser y los escombros de la historia. Walter
Benjamín, Paul Celán y Franz Kafka, el filósofo, el poeta y el novelista, son
vindicados a través de poemas que testimonian la diáspora, la asfixia, el
destino de escribir en el idioma de sus verdugos, la lengua de su infierno
interior, la palabra del Shoa (holocausto).
Se suman Jaime
Saenz, Alejandra Pizarnik, Malcolm Lowry,
Frida Kahlo y claro, Herman Melville, otro outsider
del establishment. Todos con una obra intensa, iluminada por el sol negro de la
fatalidad. Rubén Vargas sobrevuela su memoria, dialoga con ellos, recrea su
presencia, en fin de todos aquellos que terminaron castigados por las faenas de la lucidez. Esta
elección no es gratuita en La torre abolida.
Como no es desconocida la capacidad del poeta por explorar otros lenguajes: el
cine, la pintura y símbolos capitales como el Angelus Novus -el ángel de la historia- y su terrible significado
civilizatorio. Como tampoco es desconocida su pasión por la obra de Octavio
Paz, en el poemario, recuperado a través de Blanco,
probablemente el poema más experimental y complejo del poeta mexicano.
No solo la piedra.
El desierto, el altiplano -habitáculos del espíritu en expansión- toman forma y
sentido en sus poemas. Lo solar y el cuerpo acuoso del lago contrastan con el
túmulo, y de pronto su poesía se abre a otra respiración, a otro orden vital.
Mágicamente, reconfiguración de la piedra: “El
ejercicio consiste / en mirar la piedra / mirarla sin reposo / hasta que la
piedra no cuente / hasta que tú no cuentes / y la piedra se levante / se eleve /
dejando un agujero negro / donde tú / finalmente / puedas desaparecer”.
En Viaje a Lisboa, Vargas explora otra
dimensión del transcurrir. El tránsito, la errancia como revelación y
reencuentro. El espacio transfigurado por los ecos de la memoria. Viajar es viajarse. Esa Lisboa que recorre el
poeta, va despertando un cúmulo de imágenes y experiencias que la permiten
recrearse, ser la Lisboa de Rubén, ciudad única y sigilosamente revelada. No un
tiempo concebido ni imaginado, más bien el tiempo que el cuerpo exhala, el que
discurre en su quietud, un tiempo que recrea y resucita. Su partida es su
llegada, nada comienza porque nada termina, y el samsara trabaja un tiempo que
fue y vuelve a ser. Dice el poema: “Todos
los caminos comienzan en las puertas de tu casa. Todas las fronteras en algún
lugar. Partir es ya haber llegado”.
La Obra poética de Rubén Vargas Portugal nos
permite deletrear su espíritu, la hondura de su respiración. Poesía que sale de
sí, compartiendo con otras voces su propia voz, y que por secreta alquimia
termina haciéndolas suyas. Poesía para leer e, inseparablemente, para ver.
No hay comentarios:
Publicar un comentario