Radio Comala
Los ecos eternos y únicos de Pedro Páramo y Juan Rulfo.
María José Navia / Escritora y académica (Chile)
Dicen que Juan Rulfo era un radioaficionado. Que llamaba a
sus amigos, a horas extrañas, diciéndoles que estaba en Comala. Así lo cuenta,
al menos, Fernando Benítez en Inframundo,
the Mexico of Juan Rulfo. Una anécdota, quizá, un detalle. Pero en mi
cabeza, esa siempre ha sido la puerta de entrada a esa novela inmensa que es Pedro Páramo (1955). La voz que lo
anuncia todo ya desde el comienzo. La voz que pide, que llama a unos oídos bien
alertas.
“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un
tal Pedro Páramo”.
(Vine a Comala, sí. Vine porque me dijeron. Es más: “mi
madre me lo dijo”).
Según el académico Rubén Gallo, en su libro Mexican Modernity, a partir de los años 20
se empieza a masificar la radio en México, algo que llega a impactar en la vida
cotidiana mucho más que la máquina de escribir, también importante por esos
tiempos. Dice Gallo que, a diferencia de ésta, que fue asumida por las élites
intelectuales, la radio fue entrando en cada uno de los hogares mexicanos, sin
importar el nivel de escolaridad de sus habitantes. De pronto había voces
nuevas, voces distintas, circulando por el espacio familiar. Voces que
provenían de lugares remotos. Voces, tal vez y también: muertas. Voces capaces
de atravesar paredes. Voces que entraban por los oídos, dejando un poco de lado
el imperio de la vista.
Me gusta la imagen: un Rulfo que toma la máquina de
escribir, la hace volar, y ahí quedan las ondas de radio. Tal vez por eso,
cuando enseño Pedro Páramo en la
universidad donde trabajo, les pido a los estudiantes que cierren los ojos. Y
recito de memoria. Porque la primera página de esa novela se ha transformado en
un lugar querido. Un lugar terrible también al que hay que volver siempre.
“No vayas a pedirle nada, exígele lo nuestro. Lo que estuvo
obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo
caro”.
Es solo la primera página y ya tenemos a una madre y su voz
de gigante. Esa madre que le entrega, a su hijo, “sus ojos para ver” y le
anuncia que en Comala la escuchará más nítidamente (mientras que la foto, la
única que carga de ella, se va desintegrando).
Pedro Páramo se
instala en la literatura latinoamericana como una caja de resonancia, una
cámara de ecos multidireccional. Hacia el pasado, y en otras lenguas, está esa Tierra baldía de T.S.Eliot (y en Comala
también nos enseñan eso del “miedo en un puñado de polvo”), o ese recorrido de
Leopold Bloom en la novela Ulises. En
esta última también hay un hijo en busca de un padre y una mujer que delira
contando sus secretos. Solo que en lugar de germinar (“bloom”) tenemos lo duro
y seco de la piedra y el páramo.
Pero hay ecos también hacia adelante. Ecos deslumbrados y
ecos freak. Como la relectura o
reescritura de Cristina Rivera Garza en su reciente y maravilloso libro Había mucha neblina o humo o no sé qué,
en que se vuelve a las condiciones materiales de la escritura y a la
importancia del acto lector en relación a la obra de Rulfo. Afirma Rivera
Garza, con ese deseo furioso que provocan en nosotros algunos libros, los
mejores libros: “Tuve que reescribirlo porque no conozco otra manera de decir
quiero vivir dentro de ti.” Y también: “Su legado dice, sobre todo: la realidad
es extraña y está fragmentada en mil pedazos”.
Pero también hay ecos pop y ahí también la voz de Rulfo se
oye clarito. Estridente. En otra frecuencia. Me refiero a la novela Mantra, del escritor argentino Rodrigo
Fresán. En ella, el autor explora Ciudad de México desde distintos personajes y
formas (la segunda sección es una particular y caótica enciclopedia) hasta que,
al final, llegamos a una reescritura de la novela de Rulfo en clave
postapocalíptica en la que un androide va en busca de su “Computadora
Madrecita” (O, en sus palabras: “Yo vine al D.F. -vine a las ruinas de lo que
alguna vez fue el D.F. y que ahora es Nueva Tenochtitlán del Temblor- porque me
dijeron que ahí vivía mi Padre Creador, que aquí vivía Mantrax”). Mantra vuelve a Pedro Páramo para rescatar o resaltar su lado zombie: el de los
muertos que no callan, que no pueden callar, que no deben callar. Y que a veces
entonan canciones tristes. Para continuar el eco.
Hace poco leí Los
niños perdidos (un ensayo en cuarenta preguntas) de la escritora mexicana Valeria
Luiselli y nuevamente despertó la voz de Juan Preciado: el hijo que cruza en
busca de su padre y encuentra la muerte. Luiselli se detiene en la pesadilla de
esos niños que arriesgan su vida para reunirse con sus familias o buscar un
mejor futuro, en esas voces que hay que traducir, que a veces también hablan en
murmullos. Y Pedro Páramo se siente,
otra vez, de una vigencia (y urgencia) tremenda. Los ecos siguen, se repiten,
no se apagan.
Este mes se cumplen cien años del nacimiento de Juan Rulfo y
su conmemoración ha estado rodeada de otros murmullos, otros rumores. De la
imposibilidad de celebrar e incluso decir el nombre de este autor. Yo no sé
nada de fundaciones, pero sí sé que Juan Rulfo no solo fundó un mundo sino que
una constelación, una galaxia, donde el tiempo y la vida se mueven a una
velocidad distinta, ese lugar donde las ondas, y las voces que cargan, no
mueren nunca, trayendo cada vez un nuevo mensaje urgente.
Espero que Rulfo no siga el destino de su protagonista. Que
a él no, que a él nunca lo maten los murmullos. Que siga transmitiendo,
siempre, desde (radio) Comala.
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