Mostrando entradas con la etiqueta Sombras nada más. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Sombras nada más. Mostrar todas las entradas

lunes, 26 de junio de 2017

Sombras nada más

El (d)espacio de la muerte


Una lectura de El destello, de Claudia Peña Claros, cuento ganador del Premio “Franz Tamayo” 2016, recientemente publicado por Editorial 3600 junto a otros cuentos mencionados por el jurado.



Gabriel Chávez Casazola

¿En cuánto espacio puede caber la muerte de un hombre? ¿Es mensurable ese espacio? La literatura, que todo lo puede, puede también contener la muerte de un ser humano, en toda su minuciosidad y su extensión, en toda su anchura y su vacío. Pruebas al canto: El destello, de Claudia Peña Claros, recién retornada -y con felicidad- a la escritura, de la que tal vez nunca se había ido (¿o no es el poder, también, y sobre todo, una ficción?). 
En virtud a un destello (o varios) de su mente, toda la muerte de un hombre (que no es poca cosa) ha podido caber, plegarse y desplegarse, en unas pocas páginas. La minuciosa muerte de un hombre, o mejor, la vertiginosa -y a la vez lentísima- sucesión de últimos instantes -todos ellos, quién sabe, un mismo (y definitivo) instante- en que ese hombre se desmorona. Se desangra. Cae.
¿Es posible, entonces, atrapar el instante, más aún, el instante definitivo sin que se nos escurra entre las manos? Solo la poesía, ese destello, puede hacerlo, ella que escribe en el agua y es agua, agua que se escurre, como el tiempo, pues ella (y nosotros) no es (no somos) otra cosa sino tiempo escurriéndose entre las manos, entre los dedos de los pies, ramificándose hacia la punta de esos dedos / y volviendo sobre su eje / para abarcarlo todo con su electricidad, atravesando tubos delgados / tubos extensos / tubos perfectos en la filigrana que es el cuerpo, como anota la joven poeta Marcia Mendieta.
Poesía, he escrito. Pero, ¿no estamos aquí hablando de un cuento, inscrito en un libro de cuentos? Es que este destello se me antoja poesía al fin y al cabo, acaso narración poética, poema narrativo o tanto da, salvo por el cable a tierra del cierre del argumento que nos recuerda que es un cuento y que ganó un premio de cuento.
Filigrana, he escrito, y así está urdido este texto, en el que la voz ya madura de Claudia Peña recrea antiguas obsesiones -the call of the wild, la sangre, los caballos, el valor, la libertad, en suma- con precisión desenfadada. En El destello asistimos al vértigo del tiempo, a la precipitación de una historia de la que muchos, todos nosotros, podríamos ser protagonistas: la filigrana del morir, la historia universal de la muerte.
Mientras termino de escribir estas palabras, esta pequeña filigrana, veo a través de la ventana el cimbrearse de los árboles. “Los árboles, que todo lo ven, parecían suspendidos en el aire, ¿sienten apego los árboles?”, se pregunta Peña en este texto. 
¿Sienten apego los árboles?, me pregunto yo ahora. Y si un texto es capaz de dejarnos una pregunta sin respuesta en la cabeza es que sus “picos ardientes” han dado en el blanco. Que su destellar nos ha herido. ¿Y qué es la literatura, la poesía, sino herida que sana?

Por cierto -y así termino- durante estos últimos años, Martín Zelaya, editor de LetraSiete hasta hoy, nos ha contagiado domingo a domingo con ese non sancto remedio. Vayan las gracias para él y los abrazos. Después de todo, los poetas sentimos apego, quizás a la manera de los árboles. 

lunes, 12 de junio de 2017

Sombras nada más

Una puerta mal cerrada


Fragmentos del prólogo de la antología Una melancolía optimista de Luis García Montero, publicada por la colección Agua Ardiente de Plural, que será presentada en La Paz este lunes 12 de junio.  



Gabriel Chávez Casazola 

La poesía es inútil, sólo sirve / para cortarle la cabeza a un rey / o para seducir a una muchacha, apunta Luis García Montero (Granada, España, 1958) y reivindica así el carácter felizmente inservible de este oficio para propósitos utilitarios, esos que el mercado espera de las cosas y de las personas para asignarles un valor, pero a la vez aquellos que harían de la poesía una mera herramienta al servicio de otras causas. Sin embargo, como al pasar, el poeta deja dicho también que la poesía no levita en un nimbo irreal de pureza e imposibilidad: la propone eficaz para dos quehaceres humanos no menores: descabezar y seducir.  
Ese “descabezar” podría prestarse a interpretaciones asaz utilitarias, mas queda claro en la obra y pensamiento de García Montero que se refiere a la posibilidad de hacer prevalecer la propia conciencia sobre la verdad coronada; esto es, a descabezar en nosotros mismos la autoridad de que se envisten discursos y poderes que solemos aceptar de forma pasiva. En este sentido, la poesía -escribirla, leerla- sería una invitación a pensar, puesto que, como afirma en su ensayo “El oficio (Poesía y conciencia)”:
(…) el poeta representa a cualquier ser humano que pretende ser dueño de sus propias opiniones. Cuando alguien es capaz de pasar unas horas, un día entero, detrás de una palabra precisa, además de cumplir una tarea, asume un valor inseparable de su oficio: la necesidad de pensar lo que dice, de hacerse responsable de su voz (…)  El peligro de confundir la espontaneidad con la verdad es una de las primeras lecciones que enseña la poesía. Aclarémoslo una vez más: la poesía más sincera, frente a lo que se empeñan en demostrar los simples charlatanes, no es un discurso espontáneo, un desahogo biográfico, algo que sale del corazón como un vómito. El oficio implica artesanía, toma de decisiones sobre las palabras, voluntad de conciencia, disposición de tiempo para mirar y esperar”. 
Oficio y artesanía, dos “palabras trasnochadas” y “difíciles de reivindicar” -así las llama en ese mismo ensayo-, resultan recurrentes en sus textos y entrevistas: “son palabras que necesito para explicar la dedicación a la poesía, una dedicación que ha unido mi trabajo y mi tiempo de ocio, la butaca más solitaria de mi casa y las calles más concurridas. (…)
El oficio apunta a la artesanía como relato humano, como herencia: un saber aprendido a lo largo de los años y gracias a los antepasados. La vocación supone una apuesta clara de vínculo social a través del oficio, y no porque los compromisos externos invadan el ámbito propio, sino porque la inquietud personal necesita abrirse, desarrollarse, romper la frontera entre lo privado y lo público, salir de casa”.
Precisamente su poesía es un relato humano (ni ejercicio narcisista ni artificio críptico, como tanta otra) que apuesta por salir de casa a buscar un lector, una lectora en las calles de la urbe o las fronteras del mundo, pues el poeta es ciudadano en la multitud -una persona como cualquier otra: Mi nombre es Luis, / soy español, / vivo en Madrid, / en el número uno, calle Larra, / me dice usted la hora, por favor- aunque también un viajero solitario (y, por tanto, libre) -soledad, libertad, / dos palabras que suelen apoyarse / en los hombros heridos del viajero- cuyo equipaje es el poema: “La poesía nos ayuda a interpelar nuestra identidad y el orden de las cosas si la acompañamos hasta el otro lado de las cosas. Ese es el equipaje de un oficio que se encarna en la conciencia increpante del poeta: ‘Tal vez nos vamos de nosotros mismos, pero queda casi siempre una puerta mal cerrada’”.
Una puerta mal cerrada “por la que mirar hacia dentro” de la realidad; “dentro de ella y de nosotros mismos”, poeta y lectores. Pues, como anotaba antes, la poesía de García Montero va siempre en pos del otro, de los otros nosotros. Musita una confesión, abre un diálogo íntimo, instaura una complicidad. Por eso, después de leerla nos queda la impresión de haber terminado de conversar confiadamente con alguien cercano, de haberle entendido y de haber sido entendidos. Son los suyos poemas que relatan y que, a la vez, no sabemos del todo cómo, escuchan. Tal vez en esa capacidad de silencioso -y a la par elocuente- diálogo resida el secreto del alcance de su poética, que toca, que conmueve no solamente a ilustrados habitués del género sino a personas comunes y corrientes a las que tiene algo que decirles. Y además algo relevante, revelador en su cotidianeidad, en su aparente simpleza.
Escribo “aparente” ya que, en realidad, nada hay más complejo que alcanzar la simplicidad en poesía. El recurso encontrado por Luis García Montero y los otros autores de la poesía de la experiencia -nacida en España en los años 80 del siglo XX y cuya influencia, no exenta de polémica, irradia hasta hoy a sucesivas generaciones de poetas de habla hispana que la reinventan-, es el de tratar a la poesía como un género de ficción, no demasiado distante de la narrativa (que al fin y al cabo es hija de la poesía, como tantos otros géneros). 
(…) Esta manera, a la par tan clásica y tan contemporánea, de comprender la verdad poética -que además, de tal modo, se abre al conocimiento del tú desde el yo y al hacerlo redescubre el yo para sí mismo, pero también viceversa-, puede ser otra de las claves de la resonancia de la poesía de García Montero en España y, con sorprendente vigor, en Latinoamérica, donde muchos autores nos sentimos tributarios de su obra.
Hablamos de una poesía -volvamos aquí al principio- capaz de descabezar y seducir. No crea el lector que hemos extraviado en el camino de estas líneas ese último verbo. La seducción es indispensable para instalar aquella complicidad de la que hablábamos, ese puente al tú esencial del que hablaba Antonio Machado. Ese tú esencial, ese cómplice, suele ser, dentro de la verdad ficcional de su poesía, una mujer. De esta manera no solo reivindica y renueva la lírica amatoria, encarnándola en la vida urbana y cotidiana de fines del siglo XX y principios del siglo XXI, sino que nos recuerda que la poesía y sus lectores no podemos quedarnos en la solitaria libertad del viaje, con su melancolía, sin arribar a un puerto ajeno, a un futuro posible compartido (…)
Una melancolía optimista, ha querido titular Luis García Montero esta antología personal, el primer título suyo que se publica en Bolivia, en la colección Agua Ardiente de Plural Editores. Solo queda desear que este libro llame a muchas puertas, abra muchas conversaciones íntimas, conmueva, en su sentido más hondo, a muchos lectores, y que la poesía de García Montero siga trayéndonos, como hasta ahora, dignas noticias de la vida. 


lunes, 10 de abril de 2017

Sombras nada más

María Esther y el azar



Una evocación de la escritora argentina María Esther Vásquez.


Gabriel Chávez Casazola

A finales del año pasado la edición española de una novela de Elena Garro, Reencuentro de personajes, provocó una gran controversia en el mundo literario. El gatillador, recordemos, no fue la edición del libro como tal, sino la faja que la editorial Drácena había decidido ponerle para promocionar su venta. 
“Mujer de Octavio Paz, amante de Bioy Casares, inspiradora de García Márquez y admirada por Borges”, rezaba la faja en cuestión, intentando definir a la escritora mexicana no por su obra sino por su relación con tan celebérrimos literatos varones. “Quiero ver una faja que diga, por ejemplo: Bioy Casares, esposo de Silvina Ocampo, amante de Elena Garro, amigo de Vlady Kociancich”, tuiteó entonces, certera, la argentina Valeria Correa Fiz, poniendo en evidencia no solo esa ¿fallida? operación de marketing editorial sino, sobre todo, la mentalidad -hija y nieta de los de siglos- que la subyacía.
¿Fallida?, acabo de escribir entre signos de interrogación. Y es que muchas y muchos colegas escritores (aquí el uso de ‘as’ y ‘os’ es, por supuesto, deliberado) no notaron, en su indignación, que la faja de marras (retirada más tarde) logró el que, creo, era su objetivo desde el principio: provocar polémica y hacer que todos hablaran -y muchos adquirieran- la mentada edición de la novela.
En cualquier caso -azar nada azaroso como suele ocurrir en la literatura y una más de sus paradojas- la mayor beneficiada de este desaguisado fue, por fortuna, la propia obra de Garro (a quien, la verdad sea dicha, la controversia persiguió a menudo, sobre todo por sus posiciones políticas, como su activa justificación de la masacre de Tlatelolco). Desde que se produjera la polvareda tuitera en diciembre de 2016, no han cesado de publicarse artículos y realizarse mesas de diálogo sobre su escritura, poniéndola en relieve como lo que fue (y es): una de las escritoras mexicanas más relevantes del siglo XX, cuyos mejores cuentos, además, serán publicados por Alfaguara en mayo, terminando así de sacarla de la penumbra.
Todo lo dicho en este preámbulo -pues no otra cosa era- me vino a la mente tras conocer el fallecimiento de María Esther Vázquez, ocurrido el 25 de marzo en Buenos Aires. ¿Me equivoco si escribo que la mayor parte de quienes conocen y recuerdan su nombre lo hacen en relación a Jorge Luis Borges, sin necesidad de que medie entre ellos una faja promocional? Evidentemente Vázquez fue cercana amiga de Borges, escribió en colaboración con él Literaturas germánicas medievales en 1966, le inspiró algunos hermosos (y terribles) poemas como 1964  -“Ya no seré feliz, tal vez no importa hay tantas otras cosas en el mundo”- y escribió más tarde un libro capital para comprender al autor: Borges: esplendor y derrota (1995). 
Siendo reduccionistas, podríamos etiquetar a Vázquez como “musa de Borges” y, según ella misma se llamaba, su “escriba” en una etapa de su vida. Pero por supuesto María Esther fue mucho más que eso: una extraordinaria cuentista -cito un artículo de La Nación: “creía que el cuento era, con la poesía, el primer género que apareció en el mundo y el último que se perdería” -, periodista cultural, parte activa de Sur y presidente de la Fundación Victoria Ocampo, de quien escribió también una reveladora biografía.
¿Cuántos de nosotros, lectores de Borges o lectores a secas, tenemos en nuestra biblioteca algún libro de Vázquez, cuya obra se extiende desde Los nombres de la muerte (1964) hasta Crónicas del olvido (2004)? Tal vez sea tiempo de ir por ellos.
Otro azar nada azaroso de la literatura, justamente la noche antes de la muerte de María Esther la estuvimos recordando -sin porqué aparente- varios queridos amigos, y me vino a la memoria una anécdota sin duda borgesiana, mas por completo real, ocurrida en 2005. 
María Esther y Roberto Alifano, amanuense de Borges, habían sido invitados a Santa Cruz por el Centro Patiño y yo logré “jalarlos” hasta Sucre, al Festival de la Cultura de aquel año. Ambos sostuvieron un rico diálogo (obviamente sobre el maestro ciego) en el Archivo y Biblioteca Nacionales, cenamos juntos y, tras una larga sobremesa, nos despedimos y fuimos a dormir.  Ambos volaban al día siguiente a Santa Cruz, donde tenían un acto similar, y un día después retornaban a Buenos Aires.
Una equivocación hizo que el joven escritor encargado de trasladarlos al aeropuerto los llevara más tarde de la hora señalada y terminaron perdiendo el vuelo, por entonces el único que conectaba a Sucre con el afuera. Nervios, tensión, incertidumbre, fue -y es poco decir- lo que vivimos un par de horas, intentando encontrar una manera de sacarlos de la ciudad, que cumplieran su compromiso cruceño y no perdieran su retorno a Argentina. La solución del viaje por tierra fue descartada por los médicos de ambos. Estábamos mirando al cielo, literalmente, esperando la llegada inspirada de una solución o un avión imposible, cuando esto último, aunque no pueda creerse, sucedió.
El sonido de un motor rasgó el silencio del aeropuerto vacío y una avioneta militar se posó en tierra. Traía el cuerpo -lo supimos después- de una joven fallecida en un episodio trágico que bien podría ser motivo de cuento.   
La negociación con el piloto comenzó, no fue sencilla porque debía volver a La Paz pero, finalmente, comprendida la situación y acordados sus honorarios, accedió a trasladar a los dos escritores argentinos a Santa Cruz. Yo volé al centro de Sucre para hacer un retiro de mi cuenta -en este país, para pagar los imprevistos los gestores culturales debemos echar mano del propio bolsillo- y cuando retorné, en el centro de la pista, me esperaba una visión memorable.     
A la pequeña avioneta militar, acondicionada de urgencia para trasladar un ataúd, no le quedaban más asientos que el del piloto; los demás habían sido retirados y María Esther Vázquez y Roberto Alifano estaban acomodados en la parte trasera de la aeronave, fajados a unos almohadones -sacados de Dios sabe dónde- para protegerlos en caso de percance.
Ambos ponían su mejor esfuerzo para estar sonrientes e incluso accedieron a una fotografía, que el joven escritor de aquél entonces que los había acompañado al aeropuerto, hoy todo un señor fiscal del Ministerio Público, prometió enviarme cuando lo encontré casualmente, después de 12 años, en el aeropuerto paceño este pasado jueves, por un segundo azar nada azaroso relacionado con la muerte de María Esther.     

Ella, cuando las hélices se encendieron y comenzaron a girar, hizo adiós con la mano y con gesto inescrutable pronunció la siguiente sentencia, tan borgesiana: -“Qué muerte tan providencial”. Y el avión partió, dejándome aliviado en medio de la pista, pensando en esa mujer a la que en este momento sigo pensando ahora que ha muerto y estoy pensando también que la muerte es una falacia -Macedonio se lo dijo a Jorge Luis en una de las esquinas del Once- y que ambos, Jorge Luis y María Esther, se han reencontrado y reanudado sus pláticas sobre literaturas germánicas medievales y son de algún modo secreto, felices. 

domingo, 26 de marzo de 2017

Sombras nada más

Rosas de polvo sobre la calzada



El autor, uno de los privilegiados colaboradores y amigos de Jorge Suárez en sus últimos años, propone dos hipótesis para destacar su valía y singularidad en las letras bolivianas.


Gabriel Chávez Casazola 

No es la primera vez que escribo acerca de Jorge Suárez -poeta, narrador y periodista a quien tanto le debe la literatura boliviana- y de seguro tampoco será la última.  Un día como hoy, 26 de marzo, aunque de 1931, nació en La Paz (su hija Mirella, custodia de su legado literario, así lo precisa, aclarando versiones de que nació en Los Yungas), y falleció en Sucre el 27 de julio de 1998, a la edad de 67, en circunstancias que bien podríamos calificar de negligencia hospitalaria. 
El próximo año se cumplirán, pues, 20 años de su muerte, pero Suárez -don Jorge, para sus amigos de menor edad- goza de una excelente salud. Al menos, su literatura y su recuerdo están más vivos que nunca. Su ya clásica nouvelle El otro gallo ha sido incluida y reeditada entre las 15 novelas fundamentales de Bolivia (canon ciertamente discutible, pero más por algunos libros excluidos que por los seleccionados); pronto una porción sustancial de su obra poética y narrativa verá la luz en la Biblioteca del Bicentenario, en una edición cuidada por Luis H. Antezana, que pondrá a disposición de las nuevas generaciones de lectores algunos títulos imprescindibles aunque hoy inencontrables, como Sonetos con infinito, Sinfonía del tiempo inmóvil, Oda al padre Yunga y Rapsodia del cuarto mundo; se anuncia la publicación de más prosa y poesía hasta ahora inéditas o aparecidas de manera dispersa; y los jóvenes autores, al menos en Santa Cruz, lo leen con fruición y creciente interés.
¿A qué atribuir este fenómeno, en un país tan propenso a la ingratitud para con sus creadores? A la calidad de la obra, desde luego, pero esa nunca es explicación suficiente. Hay autores que tienen una obra valiosa pero olvidada, poco o nada disponible para los lectores actuales, al haber sido o estar subvalorada por la academia y/o el mundo editorial y/o la crítica y/o la moda y/o los artífices circunstanciales de esas instancias de legitimación. ¿A qué más atribuir, entonces, la vitalidad de la literatura de Jorge Suárez?
Voy a arriesgar una hipótesis. Creo que además de cuidar celosamente la calidad de su escritura, Suárez escribió con plena conciencia de que el único certero antólogo de la literatura es el tiempo. Don Jorge jamás iba al compás de las modas. Solía proferir, con su habitual humor negro, frases lapidarias sobre autores y tendencias en boga, cuántos de ellos ya desvanecidos por el tiempo en estas últimas décadas, para luego pasar con deleite a recitar, de memoria las más de las veces, algunos inolvidables versos del Siglo de Oro.
Me lo dijo muchas veces: si bien era un hombre de manifiestas ideas políticas de izquierda, no cedió a la tentación de escribir poesía de coyuntura ni contra lo que fuera que preocupaba a su entorno: un determinado sistema social, una manera de gobernar. Sabía que esas eran –son- situaciones con fecha de vencimiento, mientras que la belleza permanece. En poesía, ese era su credo. Cifrar la humanidad en la belleza, y además, de ser posible, en la belleza de las formas clásicas, que manejaba con maestría. En el periodismo, eso sí, era otra cosa. Allí decía su verdad sin ambages. No en vano llegó a ser jefe de redacción de Puro Chile, diario del Partido Comunista del país vecino durante el gobierno de la Unidad Popular. Mientras, en narrativa, procuraba combinar elementos: su inconclusa novela La realidad y los símbolos (publicada con el título Las realidades y los símbolos) es un testimonio de los años de la dictadura de García Meza pero, sobre todo, de cómo la pez del narcotráfico puede impregnar toda una sociedad (lo que también denunció como periodista en sus documentales de televisión).
Pero además, Suárez tampoco cedió a la tentación de complacer a los periodistas literarios, a los críticos, a los académicos o a los canonizadores de turno; es más, era visceralmente antiacadémico. No escribía para gustar a sus contemporáneos y -según me temo- a veces incluso procuraba desagradarles, nadando a contracorriente. ¿O qué otra cosa representaba escribir sonetos u odas cuando el marginalismo malditista -al que detestaba- estaba en su auge y la frecuentación mayor o menor de las chinganas paceñas dictaba la medida de la poesía boliviana?  En esa época, no muy lejana, Suárez se atrevía a despreciar lo saenzeano y lo marginal sin que eso quisiera decir que no tuviera respeto a Saenz como poeta, que sí lo tenía y mucho, aunque de ninguna manera a sus (malos) epígonos.
Y aquí aventuro otra hipótesis, complementaria de la primera: Jorge Suárez no solo no escribió para sus contemporáneos -de hecho, varios de ellos lo detestaban, era un hombre sin duda provocador y polémico-, sino que, con sabiduría, escribió deliberadamente para el futuro, es decir, para hoy, mañana y pasado mañana. Por algo le interesaba mucho que lo leyeran los jóvenes y no en vano fundó talleres de narrativa en Santa Cruz y Sucre que, hoy lo sabemos, han transformado la literatura producida en ambas ciudades, con repercusiones en todo el país. Los nombres de Blanca Elena Paz, Juan Simoni, Homero Carvalho, Oscar Barbery, Germán Araúz, Mauricio Souza, Beatriz Kuramoto, Miguel Ángel Gálvez, Oscar Díaz, Amparo Silva, Marco Subieta o Milovan España dan fe de ello, todos ellos orgullosos discípulos de don Jorge, y esto sin olvidar a poetas como Luis Andrade, Amilkar Jaldín y este un poco rebelde amigo suyo, que también bebimos del venero de sus enseñanzas. 
Hoy que estaríamos celebrando su cumpleaños número 86 he querido pensar en él y escribir sobre él, acaso porque todavía me siento en deuda con su magisterio oral, su literatura y su amistad. Cuando nos conocimos, allá por 1996, se había convertido en un hombre solitario y se notaba que más de una herida y más de una memoria (o de un olvido) le laceraban el espíritu.  Sin embargo, dejó, como en su poema, El caminante, rosas de polvo que el tiempo no ha querido borrar sino que ha trocado en mármol vivo: “Fiel monólogo, lengua demorada / en la miel del recuerdo, pero en vano: /todo recuerdo es un licor lejano / y toda evocación es siempre nada. // Nada, la red febril de tu mirada / captura sólo el humo del verano / y la piel que acaricias en tu mano / es ya tacto sin luz. Acongojada // por tanta sombra, sus farolas verdes / prende la calle taciturna. Muerdes / tu soledad, tu soledad, tu grito, // mientras que va dejando tu pisada / rosas de polvo, sobre la calzada, / camino de la muerte, al infinito”.




martes, 14 de marzo de 2017

Sombras nada más

Coco, entre naciente y poniente


Reproducimos parte del prólogo de Vuelva pronto el verano, del poeta italiano Emilio Coco, antología publicada como primer número de Agua Ardiente, la nueva colección de poesía internacional de Plural Editores, dirigida por el autor de esta nota. 



Gabriel Chávez Casazola 

Emilio Coco (1940) poeta, traductor y antólogo italiano, ha elegido vivir en el pequeño pueblo donde nació y creció, San Marco in Lamis, al sur de su país; allí  el blanco arde y araña las paredes / que bajan empinados escalones / se pierde y disemina en las casitas / en vilo sobre el monte. / Con cartabón construido a pan y agua / se encaja y desarrolla descendiendo / hacia la mar soñada tras los bosques.
Como Coco, su poesía ha elegido morar también en las calles de la infancia; esas que bajan empinados escalones de tiempo, que se pierden y diseminan en la memoria, en vilo sobre la muerte. Y al igual que su pueblo -poblado hace once siglos a resguardo de un monasterio- luce una “ancha alameda” que divide “el casco medieval, que se encarama a la montaña, al este, y la zona más llana, donde se encuentran los nuevos edificios, al oeste”, su poesía -ancha alameda también- tiene, junto a la región del pasado orientada hacia el naciente (pienso especialmente en su primer libro Profanazioni de 1990 y en la segunda parte de Ascoltami Signore de 2012) otra zona de la vida hodierna, con la vista puesta más bien en el poniente (verbigracia en los poemas de Il tardo amore de 2008 acerca del envejecer de los amantes, y en su hermosísimo libro, en realidad todo él un poema extenso, Il dono de la notte de 2009, sobre la agonía y muerte de su hermano Michele, quien le había introducido a la poesía de los líricos arcaicos, los epigramistas griegos y los poetas latinos, sobre todo Catulo).
Estas dos dimensiones presentes en su poética: la infancia y el envejecer, resultan naturalmente imbricadas en y por una misma alameda que las contiene: la inconfundible -por su incierta cadencia y su certera ironía, por ser amargamente dulce y dulcemente amarga- voz del poeta, aquella que distingue a Emilio Coco de quienes no somos Emilio Coco; una voz que, en lo formal, traza un estilo, una escritura, donde también coexisten dos tiempos: tradición y renovación, clasicismo y contemporaneidad, como en sus endecasílabos blancos. Y esto tanto si escribe en su lengua natal como cuando se traduce al español.
No en vano hablamos de uno de los traductores de poesía más valorados y reconocidos hoy, de poetas italianos a nuestra lengua, pero principalmente de autores hispanoamericanos al italiano: comenzó traduciendo en su juventud a los poetas españoles de la Generación del 27 y amplió su abanico en sucesivas antologías, con su descubrimiento de la poesía latinoamericana de por medio, hasta publicar en 2016 una destilada antología en tres volúmenes, el primero dedicado a escritores de México, América Central y las Antillas y los otros dos a autores de la que llama América Meridional.
Hablaba hace un momento de la voz, de la escritura de Coco. Algo en ella, en su cabalgar entre los ecos del dolce stil novo, las resonancias del lirismo hispánico y algunos riesgos de la poesía latinoamericana actual, permite que las situaciones y las cosas más ordinarias, por cotidianas pero también por vulgares, e incluso las más abyectas -las secreciones de un enfermo, la flacidez de un miembro inútil, los vellos en la pierna y la piel ajada de una mujer que ya no es joven-, adquieran un aura de belleza. Y a la vez, lo que creemos más trascendental (o trascendente), más elevado, se torna, en esta poesía, menos imposible de acceder, menos inasible, menos incorpóreo, quién sabe al verse materializado por palabras.
“Creo poco en la inspiración. La asistencia gratuita de las musas no es más que una metáfora que oculta el duro aprendizaje del poeta para adquirir y dominar las técnicas de su oficio. Pese a quien le pese, la poesía no es solo un ejercicio conceptual, ni solo un juego habilidoso y simpático. Es también música, esquema métrico, sílabas y acentos. En mis poemas hablo de cosas cotidianas, de temas aparentemente menudos. Pero, en el fondo, lo que estoy deletreando son las poquísimas palabras que de verdad interesan al hombre: el amor, el deseo, la magia del recuerdo, el jardín de la infancia”, afirma Emilio Coco de su propia escritura poética.
No quiero añadir nada a esas poquísimas palabras, pochissime parole, a la par tan enormes, salvo mi deseo de que vuelva siempre el verano al jardín de la memoria de cada lector de esta muestra; tamizada por su propio autor para ser la primera entrega de la colección Agua Ardiente de poetas internacionales de Plural Editores.
--

Poesía del mundo desde Bolivia

Con la publicación de la antología personal Vuelva pronto el verano, del italiano Emilio Coco, Plural Editores abre una nueva colección con el sello Agua Ardiente, dedicada a poetas internacionales contemporáneos. A decir de su director, Gabriel Chávez, esta colección viene a llenar una ausencia significativa: “En Bolivia se lee muy poco a poetas contemporáneos de otras naciones hispanoamericanas y menos aún a los autores actuales de otras lenguas. No creo que sea por falta de interés, sino por falta de conocimiento y de disponibilidad de obra. Al país no llegan los libros de poesía publicados por las grandes editoriales como Visor o Vaso Roto, ni por valiosas editoriales independientes españolas, mexicanas, colombianas, argentinas o de otros países”. 
Chávez reconoce que en los últimos hubo “algunos esfuerzos como las ediciones de algunos títulos en editorial 3600, con la que trabajamos una antología de Hugo Mujica y publicó libros de los poetas invitados al último Festival de Poesía de La Paz, dirigido por Benjamín Chávez; en La Hoguera, que sacó a luz Poesía ante la incertidumbre; y la reciente colección de poetas clásicos traducidos de La Mariposa Mundial. Sin embargo, no existía una colección como Agua Ardiente, dedicada exclusivamente a mostrar la vitalidad de la poesía en nuestro idioma y en otras lenguas en el mundo de hoy”.

Lo explica la propia solapa de los libros de Agua Ardiente: “¿Para qué una colección de poetas internacionales contemporáneos en Bolivia? Para respirar otro aire, otros aires, romper nuestra insularidad mediterránea, poner tradiciones y vitalidades singulares en un diálogo plural, en un territorio común: el de esta avidez que solo en la sed se sacia, / llama que todos los labios consume. Tal vez lo maravilloso de la poesía es que no tiene utilidad conocida, en el sentido en que puede tenerla una tekné, un saber, un oficio. ‘Yo soy la que soy’, puede musitarnos o clamarnos desde su zarza ardiente. Volviendo a Gelman, lo lindo es saber que uno puede cantar pío-pío / en las más raras circunstancias. La poesía, como toda locura inspirada, es porque sí”. [N. de E.].

martes, 28 de febrero de 2017

Sombras nada más

Una llamarada verde


La consolidación de cuatro talleres literarios permanentes en Santa Cruz de la Sierra, llevan al autor a reflexionar sobre la valía de esta práctica de incentivo a la creación.



Gabriel Chávez Casazola 

Una reciente publicación del diario El Deber, firmada por el narrador y periodista Adhemar Manjón con el título “Crear literatura en Santa Cruz”, ha puesto en relieve la existencia de cuatro vitales -por activos pero también por necesarios- talleres permanentes de escritura en la ciudad de los anillos: dos de ellos de narrativa, impartidos por Magela Baudoin y Maximiliano Barrientos; y dos de poesía, uno a cargo de Gustavo Cárdenas y Juan Murillo, y otro de quien escribe estas líneas.
Al preparar su artículo, Adhemar preguntaba si me sorprendía que hubiera postulantes tanto para mi taller -nombrado “Llamarada verde”- como para el de Cárdenas y Murillo, llamado “Poetangas”, teniendo en cuenta “que hace años era muy difícil que hubiera un taller al año”. Su interrogante me dejó cavilando y la respuesta fue que me sorprendía y no. 
Por una parte, siempre llama la atención que la poesía no haya perdido vigencia, después de tantos siglos y en un mundo como el actual, tan estropeado por el racionalismo y el materialismo. A pesar de los pesares y de muchos de los propios poetas, que la ensimismaron y encriptaron durante varias décadas, la poesía sigue viva y cercana. Sus lectores la buscan y saben dónde encontrarla. Es cuestión de ponerla a disposición, como una fruta madura.
Pero a la vez no me sorprende que esto ocurra en Santa Cruz, porque es un lugar donde ahora la poesía sucede. Muchos poetas hemos elegido vivir y trabajar aquí por la poesía. Hay nuevos y relevantes espacios de lectura, de formación, iniciativas de difusión, etc., que se remontan -y no es casualidad- a hace cuatro años, lo que nos muestra que 2013 fue un año de siembra. Pienso en el postítulo de escritura creativa de la UPSA, dirigido por Magela Baudoin, que ofrece formación en narrativa, poesía y lectura para escritores; en el Festival Internacional de Poesía en la Ciudad de los Anillos del que somos curadores Gary Daher y yo con el apoyo de la Feria del Libro; en la Semana de la Poesía creada por Paura Rodríguez con apoyo del Centro Patiño, la Alianza Francesa y ahora otras instituciones y empresas; en las lecturas de la plazuela Calleja que organiza Óscar “Puky” Gutiérrez junto a Patricia Gutiérrez y otros cómplices…  Todas estas iniciativas tienen ya cuatro años, mientras el taller “Poetangas” ha cumplido tres y “Llamarada verde” dos y medio.
Eso sí, es verdad que hay muchas carencias todavía en este rubro en Santa Cruz: existe muy poco respaldo institucional -léase financiamiento- público y privado para la literatura; faltan más espacios estables de formación académica y se echa de menos una mayor difusión editorial y en librerías, aspecto en el que aquí parecemos más bien haber retrocedido estos últimos años. Ah, y por supuesto, falta el acompañamiento de la crítica.
Sin embargo, lo que sobra es gente interesada, entusiasmo y ganas de hacer bien las cosas. Respecto a “Llamarada verde”, después de 30 meses de trabajo me siento muy contento con esta experiencia. Siempre he creído que la poesía es un don -luminoso y a la vez atroz-; un talento que se nos confía a algunos seres y que no podemos guardar para nosotros mismos sino contagiarlo. Ya había impartido en el pasado otros cursos de poesía en otras ciudades y otros países, pero este taller es el más extenso que he desarrollado y en el que he trabajado con mayor profundidad.
Se trata de un taller personalizado, ya que tiene solo cinco integrantes, lo que nos permite dedicar mucho tiempo a la obra de cada quien, y avanzado, porque sus integrantes aprobaron previamente el módulo de poesía del postítulo de la UPSA y/o tienen experiencias anteriores de lectura y escritura de poesía. A diferencia de otros, es un taller centrado en la producción de textos poéticos. También hay lectura y análisis de textos de autores nacionales e internacionales de diversas épocas y sensibilidades, pero sobre todo trabajamos en la creación, revisión, edición y lectura de textos propios. “Llamarada verde” es, pues, estrictamente, un taller de escritura poética que pronto dará sus primeros brotes, puesto que este año publicaremos y presentaremos cinco libros de poesía, uno de cada integrante del taller. 
Evidentemente, y lo anoto por el escepticismo que suelen inspirar entre muchos autores, no creo que los talleres sean (ni puedan ser) fábricas de escritores, menos aún de poetas, pero sí espacios válidos desde donde se puede irradiar un compromiso más riguroso con la literatura. Su existencia permite ampliar los horizontes de lectura y trabajar con mayor ahínco en el oficio de escritura. 
En un momento de auge para la poesía, como el que se vive en Santa Cruz, y en el que las nuevas tecnologías tientan a los jóvenes (y no tan jóvenes) a compartir en las redes el primer texto que se les viene a la cabeza, es indispensable que hayan espacios de tamiz, de discernimiento y exigencia como lo son, entre otros, los talleres de escritura creativa.
Me preocupa ver que algunos autores que están dando sus primeros pasos, habiendo leído poco o nada y sin haber recibido el acompañamiento deseable de poetas o editores que los orienten con responsabilidad, sacan a la luz libros que dejan mucho que desear. Y en lugar de ejercitar la sana crítica, ciertos escritores, bienintencionados unos y buscadores de prosélitos otros, les reparten palmadas en la espalda y elogios desmedidos que, en lugar de hacer bien a estos noveles autores, les hacen daño, pues crean espejismos e incentivan la mediocridad. 

Debemos ser rigurosos y (auto)exigentes al máximo, sobre todo con los que comienzan a caminar este sendero. No basta con el interés, el entusiasmo y las ganas de las que hablaba más arriba. Nada puede haber más peligroso que el voluntarismo y el activismo sin espesor, sobre todo cuando hablamos de poesía. Ella no es un divertimento. Es un oficio riguroso y a la vez asombroso, un muy serio juego de niños. Los talleres de escritura pueden ayudar, entonces, a que estos aspectos esenciales de la poesía se comprendan mejor. No son más que eso: espacios de mutuo enriquecimiento en el oficio, pero no son menos.  Y esa función que tienen, en algunas circunstancias personales o colectivas -como en la Santa Cruz de hoy- puede resultar esencial. 

lunes, 13 de febrero de 2017

Sombras nada más

Unos haikus, un viaje, cierta luz

Tres en uno: breves apuntes sobre un poemario, una novela reeditada y un filme independiente.




Gabriel Chávez Casazola

Es sorprendente cuánto puede quedar en el tintero cuando tiene uno el hábito de escribir acerca de lo que lee pero deja de hacerlo por un tiempo. En mi caso, unos meses lejos de esta columna me han dejado con apetito de publicar mis impresiones sobre muchos libros, algunos temas de interés literario y otra silva de varia lección  Pero como no es posible abarcar a posteriori todo ese territorio, en su momento no compartido con los otros lectores, una buena parte de él se quedará en este lector, siendo barruntada en silencio. Eso sí, de lo leído (y visto) en estos meses, quiero rescatar algunos apuntes sobre libros de autores bolivianos y -algo inusual aquí- acerca de una película (también ella inusual).
Primero he de hablar acerca un libro de haikus de Ricardo Ballón (1956), poeta de estirpe mitreana que hasta hace poco fue avaro en entregar sus textos a la imprenta, ya que solo había publicado su -por muchas razones y versos- inolvidable Cabriolario (2001). El año pasado, sin embargo, Plural publicó dos libros suyos de poesía, El diario de la sombra y O-ir al arroyo, que es al que deseo referirme.
Como los pájaros que sobre el cielo / dibujan (…) / lejanos vientos, así Ballón parece haber trazado, con tenue caligrafía, los poemas de esta (re)colección. Haikus de estructura clásica la mayor parte y otros con lo que podríamos llamar, casazolianamente, “aire de haiku”, todos nos invitan a la contemplación y al aguzamiento de los sentidos: a una escucha y una mirada atentas al universo que nos rodea, a ejercitar con el autor una sensibilidad a la par penetrante y respetuosa del misterio del ser y la magia de las cosas.
En las páginas de O-ir al arroyo coexisten, presentados en un continuum aunque con secciones reconocibles, elementos, astros, fuerzas de la naturaleza (y sus fragilidades), animales, alimentos, cuerpos, tiempos de la vida, sones, silencios, nostalgias, soledumbres. El afuera y el adentro, lo grande y lo pequeño, lo cósmico y lo doméstico: nada le es ajeno a estos haikus que nos recuerdan que la ternura y la sutileza pueden ser otros nombres de la sabiduría.
Por cierto, mucho de ternura y sutileza puede ser encontrado en las páginas de Pasaje a la nostalgia, extenso y profundo viaje al interior de la memoria. Se trata de una novela del valioso actor de teatro y escritor Andrés Canedo, publicada en Santa Cruz en 1999 en una edición independiente y que desde entonces permaneció casi ignorada, hasta su reciente segunda edición por Quipus (2016), que espero encuentre los lectores que merece. 
Con un dejo a la vez proustiano y tropical, y un estilo que no por clásico renuncia a bien logrados atrevimientos formales y narrativos, Pasaje a la nostalgia nos invita a pasar revista a una vida, diríamos, sin estridencias, aunque jalonada por esas secretas aventuras que toda existencia corriente encierra entre sus pliegues.
En sus casi 500 páginas, se suceden todos los descubrimientos y perplejidades que un alma sensible está destinada a encontrar en su devenir terreno, incluida la inagotable perplejidad del amor y aquel descubrimiento, ya enunciado con ciega precisión por Alejandra Pizarnik: que el jardín solo es verde en el cerebro, que al recordar fabricamos una realidad cuyas paredes están hechas apenas de palabras.
Esa misma certeza (y la consiguiente incertidumbre que ella produce) parece ser la que ha animado al cineasta y poeta boliviano Alejandro Pereira, hace varios años residente en Brasil, a escribir y filmar Luz en la copa, una película que él ha querido llamar “deconstructiva” y que es, también, un viaje -caprichoso, fragmentario, disperso en apariencia aunque firmemente unificado por la pertinaz y a momentos genial mirada (y cámara) del director- a la memoria, a las memorias de unos personajes a la vez ordinarios y únicos (¿no lo somos todas las creaturas?) que van quedando atrapados en -y siendo vencidos por- una telaraña vital y narrativa que los reúne de manera azarosa para separarlos luego con crudeza y arrojarlos a una tierra baldía, que no es otra que la de sus propios yoes.
Mi referencia al título de la magnum opus de T.S. Eliot no es casual -la sombra de este autor se cierne sobre la película, como sobre La tierra baldía se cierne la de Pound-; ya que así como existe la canción poética, Luz en la copa -a pesar de su artesanalidad pero también por ella misma- invita a pensar en un cine poético; si eso, a estas alturas de la deshumanización, es posible (y quién sabe por lo mismo sea, es más, necesario).

Solo como un apunte último, no puedo dejar de sentar una inquietud. Me pregunto cómo habría llegado a ser esta película, qué luz habría proyectado en la copa de nuestras retinas, si su director hubiera tenido un presupuesto holgado para realizar su concepto cinematográfico. En los créditos finales, Pereira reclama por la falta de apoyo institucional al cine en Bolivia. No es difícil imaginar que los recursos con que filmó fueron magros, en relación inversamente proporcional al talento que en estos años este realizador ha demostrado y que aprecian más, como suele ocurrir, bajo otros soles -remember Cerruto– y en otras tierras; que para los artistas resultan ser, si bien más ajenas, menos baldías. Aunque, al fin y al cabo, tal vez la limitación de recursos sea un precio bien pagado por la independencia creativa, que como bien sabemos, no tiene precio. Para todo lo demás, las evidencias sobran.



Sombras nada más

Gonzalo Gantier, de frente y perfil



Un emotivo perfil del poeta chuquisaqueño fallecido hace algunos meses.


Gabriel Chávez Casazola

Hoy quiero saldar una deuda. El año pasado, en julio, en los mismos días en que un surmenage me hincaba el diente -obligándome, entre otras restricciones, a dejar de escribir esta columna durante algunos meses-, fallecía en Sucre, su ciudad natal, Gonzalo Gantier Gantier, poeta, ensayista y educador quien fuera el “decano” de los poetas bolivianos hasta el momento de su muerte, ya que nació en 1930, antes que Antonio Terán Cabero (1932), Juan Rodríguez Meras (1934) y Ruber Carvalho Urey (1938).
Si nos atuviéramos a la fecha de publicación de su primer libro de poesía, Juventud y canas (1995), a sus 65 años, podríamos pensar que se trató de un poeta tardío, pero estaríamos equivocados. Escribió poesía desde siempre, decía él, solo que se animó a publicarla -y encontró el sosiego para hacerlo- ya en la madurez. No era un poeta incesante, de esos que escriben a diario; sin embargo, produjo un corpus de obra considerable. Entregó años después a la imprenta otro volumen, bajo el auspicio de la Sociedad Geográfica y de Historia “Sucre” y según, me confirma su apreciado hermano, el también escritor Ramiro Gantier, ha dejado no poca poesía inédita, la cual merecería ver la luz.  
Digo esto último no solamente por un interés literario, sino también sociológico, y paso de inmediato a explicarme. Si bien la escritura de Gonzalo Gantier muestra un claro influjo lorquiano y su estro (no solo en la primera acepción del DRAE) nos recuerda el tono del romancero español, sobre este basamento formal -explicable por la formación clásica que había recibido en su familia y que le llevaba incluso a pronunciar el idioma a la usanza ibérica-, construyó un universo poético muy personal, expresado en cuatro vertientes que constantemente juegan a confundirse.
Esas vertientes son su poesía religiosa, en la que alternan las concepciones inmanente y trascendente de la divinidad; una poesía intimista, reflexiva, que se interroga sobre el estar del poeta; una poesía erótica, repleta de imágenes tan sugerentes como provocativas, audaz para su época y sus años; y una poesía social, que a veces se acerca a la que solía escribirse entre los años 60 y 80 del siglo pasado, en tanto reclamo militante sobre la injusticia; pero otras veces discurre por un cauce muy particular de crítica concreta a la sociedad de Sucre, con todas las sombras que sus luces no pueden ocultar, y hasta de autocrítica a algunos rasgos de su propia familia y entorno personal.
Para decirlo en un término caro a jesuitas y marxistas -y Gantier había abrevado con inteligencia de ambas fuentes-, su poesía, al igual que su propia personalidad, no estaba exenta de “tensiones creativas” y se enriquecía y singularizaba gracias a ellas.
Y es que mientras hablaba y escribía como un peninsular y resultaba indudable, en su vida y en su obra, la influencia -recibida desde temprana edad- de un entorno cultural nostálgico de la vieja España con sus antiguos valores y tradiciones, que no es otro que el ambiente que la sociedad sucrense más característica pudo mantener vivo hasta hace poco (y, para bien y para mal, alienta aún en nosotros, los nietos de las antiguas familias de la Ciudad Blanca), a la vez Gonzalo cobijaba en su corazón un espíritu crítico y rebelde, tan apasionado como tenaz -por cierto, alimentado en su juventud en la Universidad de Lovaina y más tarde en varias ONG donde trabajó en temas de educación para la liberación-, que lo llevaba a enfrentarse con varias facetas de sí mismo y de aquella herencia que lo signaba.
Estas tensiones creativas quedan claramente expresadas en algunos poemas suyos incluidos en sus libros, como Gantier Gantier -en el que contrapone la figura pública de su padre, el patricio Joaquín Gantier, y la discreta presencia de su madre-, pero sobre todo se manifiestan en poemas que jamás publicó, tal vez evitando lastimar ciertas sensibilidades; poemas “secretos” que, sin embargo, leía y compartía con los amigos, emocionándose ora hasta la exultación ora hasta las lágrimas.
Nunca olvidaré, por ejemplo, un poema en el que, a través de una sugestiva imagen, cuestionaba la rígida formación religiosa que había recibido en el Colegio del Sagrado Corazón de aquellos años (a mí me tocó, mucho después, la época hippie de la Compañía), y exigía a un conocido -por apocalíptico- sacerdote de aquella época, el jesuita Pérez Hitos, con fuerte clamor: “¡Devuélvame mis pajas, Padre Pérez!”. Y no lo decía en broma.
Ese hombre pasional, entretenido y optimista, aunque a la vez contemplativo, dolorido y melancólico, “católico y sentimental”, como el Marqués de Bradomín, aunque guapo, fue Gonzalo Gantier Gantier, poeta, profesor, humanista y amigo, “sentipensante” autodefinido como tal, de quien tuve el gusto de publicar, en una edición institucional, el inclasificable estudio de caso sobre su propia familia Dos ramas de un mismo tronco (Sucre: FSCC, 2004), en el que se entrelazan la sociología, la historiografía, la psicología, la genealogía y, como hilo que atraviesa a todas ellas, una cautivante capacidad narrativa.
De sí mismo escribió: “…Y lo peor de todo: soy inexplicable. / Soy, al mismo tiempo, mi padre y mi madre. / El uno me dice que nací una tarde, / buscando infinitos de luces y estrellas / casi inalcanzables. // Mi padre me exige que brille con ellas, / que busque la gloria, grabando mi nombre / con tinta imborrable.  // Mi madre, en silencio, me dice que calle”.  

Hace meses que debí haber escrito estas líneas. Ahora que lo hice, desde este valle de sonrisas, allí donde se encuentre, le mando un abrazo: estrecho y vigoroso como los que él daba. Sea hasta la vista, querido Gonzalo. 

domingo, 15 de enero de 2017

Sombras nada más

Los precursores (y su estela)



Bolivianos publicados en el exterior. Prehistoria, historia y presente.


Gabriel Chávez Casazola 

La pasada semana, LetraSiete publicó un repaso de los libros de autores bolivianos que publicamos en el exterior en 2016. Me pareció interesante, a propósito, hacer un recuento y remontarnos a quienes lo consiguieron en tiempos en que no había internet, redes y ni siquiera viajes en avión. Es decir, hablar de nuestros precursores y de quienes vinieron después.
Así, en la primera mitad del siglo XX algunos publicaron en Europa con muy buena acogida, como Alcides Arguedas, elogiado por Miguel de Unamuno y Amado Nervo; y Jaime Mendoza, encomiado por Rubén Darío, que lo llamó “el Gorki boliviano”. Ambos fueron editados por la misma casa en Barcelona: ‘de la Vda. De Tasso’: Pueblo enfermo (1909) y En las tierras del Potosí (1911), respectivamente. Más tarde vendrían otras ediciones internacionales de Arguedas, incluyendo sus Obras completas (1959) en Editorial Aguilar.
En París fueron publicados, a su vez, Nataniel Aguirre -de manera póstuma, en Editorial Bourdet, la segunda edición de Juan de la Rosa (1909)-; Armando Chirveches, en Librería Ollendorff, La candidatura de Rojas (1909); Adela Zamudio -sus Ráfagas, en la misma editorial (1913)-; y Adolfo Costa du Rels, que se quedó a vivir y escribir en Francia, como antes lo había hecho Ricardo Jaimes Freyre en Argentina, donde se editaron sus principales libros y, póstumamente, su poesía completa en 1944.  
En Chile -donde Gabriel René Moreno vivió y publicó en el siglo XIX- vieron nacer Augusto Céspedes su Sangre de mestizos en 1936, Abel Alarcón su Era una vez… (1940) y Óscar Cerruto su Aluvión de fuego en 1935; varias décadas más tarde -permítasenos un salto- Cerruto fue incluido en la edición “Periolibros” y su Poesía se editó en España en 1985 por Ediciones Cultura Hispánica del ICI, que también publicó la obra poética de Roberto Echazú con el título Morada del olvido (1990).

El boom pasó de largo
Cosa digna de estudio, en la segunda mitad del siglo XX, cuando los desplazamientos se hicieron más sencillos y se despertó el interés por la literatura latinoamericana, en lugar de aumentar el número de bolivianos publicados y valorados internacionalmente, éste incluso disminuyó.  El boom pasó de largo por Bolivia.
Aparte de algunas ediciones en Buenos Aires, como las de Tirinea (1969) de Jesús Urzagasti; El signo escalonado (1974) y Manchay Puytu, el amor que quiso ocultar Dios (1977) de Néstor Taboada Terán y, en poesía, Los ojos abiertos (1967), de Matilde Casazola; así como Morada de Eduardo Mitre, publicada en Venezuela en Monte Ávila en 1975, pocas pueden enumerarse.  
Queda en la memoria, sí, la edición de la fundacional Historia de la Villa Imperial de Potosí de Bartolomé Arzáns, todo un hito de Gunnar Mendoza y Lewis Hanke, publicada en la Brown University Press de EEUU (1965).  
Recordemos también los libros ganadores del Premio Casa de las Américas editados en Cuba (y por eso, sin circulación fuera de la isla, salvo en posteriores reediciones en Bolivia): las novelas Los fundadores del alba, de Renato Prada Oropeza (1969), y Los muertos están cada día más indóciles, del luego olvidado Fernando Medina Ferrada (1972); año en que también ganó, en poesía, Quiero escribir pero me sale espuma de Pedro Shimose, quien publicó más tarde varios títulos en España, donde reside desde su exilio en 1971. El volumen Poemas (Playor, Madrid, 1988) reúne su poesía escrita entre 1961 y 1985.
Después de un largo paréntesis, en 1987 ganó el Casa de las Américas la novela, luego llevada al cine, Jonás y la ballena rosada, de Wolfango Montes Vanucci, de una temática ruptora en su tiempo; y finalmente, mucho más cerca nuestro, en 2009, La novela El exilio voluntario, de Claudio Ferrufino-Coqueugniot.

Nuestro siglo
En este siglo XXI, esa “insularidad mediterránea” de las letras bolivianas comenzó a llegar a su fin de la mano de las nuevas tecnologías, las redes, la globalización, los encuentros internacionales, la creación de grandes grupos editoriales (y su reverso local: de pequeñas editoriales independientes aunque bien conectadas), pero sobre todo por la calidad y el empuje de un puñado de autores.
En narrativa, pienso en dos autores hoy residentes en EEUU: Edmundo Paz Soldán y Giovanna Rivero, quienes tienen ya un nombre y una obra claramente consolidados durante las últimas dos décadas. Ambos, al principio desde Bolivia y después desde el exterior, trabajaron con talento y oficio su literatura y lograron con méritos propios llegar a los catálogos de las relevantes editoriales. A ellos se han unido otros escritores como Rodrigo Hasbún, Maximiliano Barrientos, Liliana Colanzi y Magela Baudoin, todos ellos ya con ediciones en varios países, consolidando una suerte de generación narrativa de gran proyección. 
En poesía, Eduardo Mitre es el único boliviano publicado por la codiciada editorial española Pre-Textos, que ha dado a luz su Obra poética (1965-1998) y cuatro títulos más recientes; asimismo, la casa editorial Le Cormier, de Bruselas, ha publicado dos antologías bilingües de su obra.
Siguiendo su estela y la de Shimose, ahora tenemos obra publicada en el exterior –libros propios, no hablo de inclusiones en antologías- algunos poetas nacidos a partir de los años 70, como Benjamín Chávez (en México), Paura Rodríguez Leytón (en Ecuador), Emma Villazón (en Chile), Paola Senseve (en España) y quien esto escribe (en España, Argentina, Colombia y Ecuador).
Y todo esto sin olvidar a escritores de diferentes generaciones anteriores que han sido editados y son valorados fuera de Bolivia, como Arturo Von Vacano, Nicomedes Suárez Arauz y Norah Zapata-Prill, de la generación de los años 30 y 40; y de la generación de 1950, Gary Daher y Homero Carvalho. En la generación de los 60, encontramos a Vilma Tapia, Moira Bailey, Paola Duchén, Ruth Ana López Calderón; y en generaciones posteriores Mónica Velásquez, Guillermo Ruiz Plaza y Edson Hurtado.
Finalmente, deseo destacar las recuperaciones, en ediciones internacionales, de autores ya fallecidos, como el cada vez más -y mejor- valorado Jaime Saenz, Blanca Wiethüchter, y la reciente edición de Pirotecnia de Hilda Mundy en Chile.

¿Un balance?
Esta enumeración no pretende ser exhaustiva y tiene, de seguro, varias lagunas (no incluye todos los libros de crítica ni la dramaturgia, por ejemplo), pero intenta mostrar que la publicación de libros de bolivianos en otras naciones no es un fenómeno tan reciente. Pero, a la vez, que salvo en algunas etapas y por circunstancias a menudo personales, durante el siglo XX fue esporádica y definitivamente menor en cantidad y alcance en relación a lo sucedido con literaturas mucho más visibilizadas de otros países latinoamericanos donde existían y existen políticas de Estado para la difusión de sus autores; y donde, sobre todo, funcionaban y funcionan editoriales e instituciones culturales con fuertes y activos vínculos internacionales. 

Pero además, como en todo lo que sucede en la vida, en este reto de publicar fuera de Bolivia -lo que por sí mismo no quiere decir nada, si no está avalado por la calidad de la obra- seguramente también hubo y hay mucho de destino, de azar y de caracteres y cualidades individuales de por medio. Como ha acontecido en el pasado, sigue sucediendo en nuestro todavía joven siglo y seguirá ocurriendo, así lo creo, hacia adelante, allí donde espera el lector del futuro que imaginó James E. Flecker en aquél poema que dice: “No me importa si tiendes puentes sobre los mares / o si atraviesas sin peligro los cielos crueles. / Como nunca podré ver tu rostro ni estrechar tu mano / envío mi alma a través del tiempo y del espacio / para saludarte. Ya comprenderás”.

miércoles, 29 de junio de 2016

Sombras nada más

Historias de titiriteros


Gabriel Castilla, uno de los pocos cultores del antiguo arte de los títeres. Historias desde el corazón.



Gabriel Chávez Casazola

Hay libros que nos ponen a pensar en los oficios y artes que se están perdiendo y en todo lo que se iría con ellos, para siempre, si es que se extinguieran. Imágenes paceñas de Jaime Saenz es uno de esos libros (ahí moran todavía el vendecositas, el velero, el cada vez más infrecuente afilador, la temible tendera…).  Otro, las Historias de titiriteros de Gabriel Castilla.
Castilla, nacido en Salta en 1951 y considerado uno de los titiriteros solistas más importantes del mundo -Álvarez Fermosel lo llama “el mejor titiritero de América, o por lo menos de la América de habla española”- no solo se ha dedicado, durante años y leguas, a hacer títeres (es decir, a crearlos y hacer representaciones con ellos), sino que ha escrito además una valiosa dramaturgia del género, con títulos como Telón del cielo, La trampa, Slurp y El soñador, que ganó en Santiago de Compostela un galardón de nombre muy titiritiresco: el Premio Internacional Barriga Verde.
Es autor también de El pensamiento del títere, una obra muy particular, todo un libro de filosofía desde y sobre su oficio, que algún crítico definió como “el Tao de este arte tan antiguo”, e Historias de titiriteros (Ediciones del Zorrito, Buenos Aires, 2015), que motiva estas líneas y paso a comentar enseguida. 
Se trata, en sentido estricto, de un libro de cuentos, pero no como se los entiende ahora con el desarrollo del género, sino a la usanza antigua: historias sencillas y breves, contadas y para contar; que en este caso tienen dos cosas en común: las cuenta un titiritero y tratan acerca de titiriteros. El título, pues, no podría ser más explícito ni parecer más simple, aunque como veremos luego, esta sencillez y literalidad, características del libro de principio a fin, tienen una clara razón de ser.
Ocurre que estas Historias, a diferencia de lo que se podría suponer, no son narraciones o anécdotas orales vaciadas a la escritura. Aunque guardan una deliberada apariencia de simpleza y coloquialidad, son textos de una prosa precisa y cuidada, tendida entre la austeridad verbal, el humor y la ternura, que al pasar de las páginas se revelan elementos esenciales para dejarnos sentir cómo ven y habitan el mundo los titiriteros: seres errabundos y algo melancólicos a los que el silencio ha ido habitando de tanto partir y llegar, siempre arrastrando el peso de sus enseres artísticos, locuaces apenas con los títeres en la mano o con el vino de la amistad de por medio, y tocados con el extraño don de poder provocar aquello que los conmueve y conmoverse con aquello que han provocado: la alegría de un niño.
La intención del autor al reunir estas treinta y nueve Historias pudo haber sido simplemente salvar del olvido algunos episodios entrañables que vivió o le contaron sus colegas de arte.  Sospecho otra motivación más profunda: salvar a los propios titiriteros del olvido que los acecha, acercarlos al niño que fuimos, hacer que les sonriamos otra vez.   
Hay libros que nos ponen a pensar en los oficios y artes que se están perdiendo, escribí al principio. Y hay los que por su sencilla profundidad (o profunda sencillez) pasan a formar parte de las provincias del corazón: El pequeño príncipe de Saint-Exupéry es uno de ellos.  Historias de titiriteros, otro.

Una nota final: su autor, Gabriel Castilla, es conocido como “Guaira” Castilla.  Tal vez el viento -así escrito en el quechua del norte argentino, aquí sería Huayra o Wayra- que lo ha llevado por los caminos del mundo con sus títeres lo traiga también de vuelta a Bolivia con ellos, al país que tanto recorrió y cifró en versos su padre, Manuel J. Castilla, cantándole al ají y a los mercados,  al altiplano y a la pascua en amancayas doblándose en rocíos, a las palliris y a unas muchachas cantoras de Tarija que enfloradas morían / y que cantando se resucitaban. Tal vez fue el viento el que trajo sus Historias hasta estos arenales para que no olvidáramos a los tirititeros.