miércoles, 29 de junio de 2016

Sombras nada más

Historias de titiriteros


Gabriel Castilla, uno de los pocos cultores del antiguo arte de los títeres. Historias desde el corazón.



Gabriel Chávez Casazola

Hay libros que nos ponen a pensar en los oficios y artes que se están perdiendo y en todo lo que se iría con ellos, para siempre, si es que se extinguieran. Imágenes paceñas de Jaime Saenz es uno de esos libros (ahí moran todavía el vendecositas, el velero, el cada vez más infrecuente afilador, la temible tendera…).  Otro, las Historias de titiriteros de Gabriel Castilla.
Castilla, nacido en Salta en 1951 y considerado uno de los titiriteros solistas más importantes del mundo -Álvarez Fermosel lo llama “el mejor titiritero de América, o por lo menos de la América de habla española”- no solo se ha dedicado, durante años y leguas, a hacer títeres (es decir, a crearlos y hacer representaciones con ellos), sino que ha escrito además una valiosa dramaturgia del género, con títulos como Telón del cielo, La trampa, Slurp y El soñador, que ganó en Santiago de Compostela un galardón de nombre muy titiritiresco: el Premio Internacional Barriga Verde.
Es autor también de El pensamiento del títere, una obra muy particular, todo un libro de filosofía desde y sobre su oficio, que algún crítico definió como “el Tao de este arte tan antiguo”, e Historias de titiriteros (Ediciones del Zorrito, Buenos Aires, 2015), que motiva estas líneas y paso a comentar enseguida. 
Se trata, en sentido estricto, de un libro de cuentos, pero no como se los entiende ahora con el desarrollo del género, sino a la usanza antigua: historias sencillas y breves, contadas y para contar; que en este caso tienen dos cosas en común: las cuenta un titiritero y tratan acerca de titiriteros. El título, pues, no podría ser más explícito ni parecer más simple, aunque como veremos luego, esta sencillez y literalidad, características del libro de principio a fin, tienen una clara razón de ser.
Ocurre que estas Historias, a diferencia de lo que se podría suponer, no son narraciones o anécdotas orales vaciadas a la escritura. Aunque guardan una deliberada apariencia de simpleza y coloquialidad, son textos de una prosa precisa y cuidada, tendida entre la austeridad verbal, el humor y la ternura, que al pasar de las páginas se revelan elementos esenciales para dejarnos sentir cómo ven y habitan el mundo los titiriteros: seres errabundos y algo melancólicos a los que el silencio ha ido habitando de tanto partir y llegar, siempre arrastrando el peso de sus enseres artísticos, locuaces apenas con los títeres en la mano o con el vino de la amistad de por medio, y tocados con el extraño don de poder provocar aquello que los conmueve y conmoverse con aquello que han provocado: la alegría de un niño.
La intención del autor al reunir estas treinta y nueve Historias pudo haber sido simplemente salvar del olvido algunos episodios entrañables que vivió o le contaron sus colegas de arte.  Sospecho otra motivación más profunda: salvar a los propios titiriteros del olvido que los acecha, acercarlos al niño que fuimos, hacer que les sonriamos otra vez.   
Hay libros que nos ponen a pensar en los oficios y artes que se están perdiendo, escribí al principio. Y hay los que por su sencilla profundidad (o profunda sencillez) pasan a formar parte de las provincias del corazón: El pequeño príncipe de Saint-Exupéry es uno de ellos.  Historias de titiriteros, otro.

Una nota final: su autor, Gabriel Castilla, es conocido como “Guaira” Castilla.  Tal vez el viento -así escrito en el quechua del norte argentino, aquí sería Huayra o Wayra- que lo ha llevado por los caminos del mundo con sus títeres lo traiga también de vuelta a Bolivia con ellos, al país que tanto recorrió y cifró en versos su padre, Manuel J. Castilla, cantándole al ají y a los mercados,  al altiplano y a la pascua en amancayas doblándose en rocíos, a las palliris y a unas muchachas cantoras de Tarija que enfloradas morían / y que cantando se resucitaban. Tal vez fue el viento el que trajo sus Historias hasta estos arenales para que no olvidáramos a los tirititeros. 

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