En el hammam
Una conmovedora crónica-testimonio de una trascendental experiencia personal.
Lupe
Cajías
Desde
que llegué a la edad consciente amé los rituales con agua, las fuentes y
tinajas, las formas infinitas de darse un baño con agua clara, las espumas, los
perfumes, los aceites de semillas, los inciensos y jabones, las pulpas de
frutas tropicales.
Quizá
mi herencia marroquí me hizo soñar desde niña con las historias de esas mujeres
lavadas con agua de rosas, clara, tibia y perfumada y las toallas de muselina
blanca. Muchos son los pintores, sobre todo impresionistas, cautivados por los
baños de las mujeres y sus cuerpos mojados. Hay demasiados ejemplos.
El
ritual del aseo, de la limpieza, aparece en las culturas con diferentes
intensidades y su sofisticación está ligada al desarrollo económico, a la
concentración urbana. A lo largo de los años asistí a diferentes formatos, casi
siempre relacionados con la limpia espiritual. Los masajes mayas en la costa
mexicana, la sala de piscinas doradas en la campiña coreana, el pasaje híbrido
en una casa china, el spa de los moros en Granada, el sauna en plena nevada
muniquesa, los manantiales en el parque Tairona.
De
todo lo que existe, nada se iguala con el hammam
de los turcos. Cuenta la escritora turco francesa Kenizé Mourand, hija de princesa
y de rajá, su experiencia en el libro autobiográfico De parte de la Princesa Muerta, cuando su abuela la Annedjim
Hatitjé Sultana organizó una cita en el hammam
del palacio de Ortakoy.
Así
como las inglesas se reúnen a tomar té, las turcas se reúnen para compartir un
baño. Son recibidas en el vestíbulo con una lluvia de pétalos de rosas. “Tras
quitarles sus charchafs, las kalfas las conducen a los tocadores
adornados con espejos y flores. Una esclava les trenza los cabellos con largas
cintas de oro o plata y se las sube en espirales sobre la cabeza, luego las
envuelven en un pestemal, gran toalla
de baño finamente bordada y las calzan con coturnos incrustados de nácar”.
Luego
entran al salón circular para disfrutar el café al cardamomo que las árabes
toman para resistir los grandes calores. Después pasan a las salas de vapor
donde las esclavas las bañan, las masajean, depilan y perfuman de pies a
cabeza. Todo es de mármol blanco hasta salir a la piscina de agua fresca y de
ahí a tenderse en la sala de reposo, llena de flores, donde disfrutan bebidas
de violetas. “Tendidas voluptuosamente saborean sus sorbetes”.
El
hammam está relacionado con el
esoterismo. Uno de los maestros del Cuarto Camino George Gurdjief escribe sobre
la necesidad de disfrutar esos baños dentro del trabajo interno con uno mismo.
Cuenta en su texto Relatos de Belzebú a
su nieto que estos locales fueron inventados por un asiático en tiempos
antiguos.
La
importancia de la respiración no es un proceso solo nasal sino a través de la
piel y en el baño turco se elimina lo que no sirve y se recibe lo que nutre. El
invento de la vestimenta obstaculizó el proceso natural y por eso Amambaklutre
se fijó en que la acumulación de grasas en la piel causaba muchas enfermedades.
La asistencia regular al hammam ayuda
al equilibrio.
Gurdjieff
relaciona la eliminación de esa grasa de los poros en el cuerpo con la limpieza
más profunda de todo el ser y por ello para comunidades espirituales es vital asistir
al hammam (él instaló uno en su
escuela en Francia). En cambio, los europeos despiden un tufillo por no asistir
a esos locales (escribe en 1930) y lamenta que inclusive alienten su clausura
en sus colonias porque lo consideran “indecente”.
El
hammam es un lugar que todos deberíamos
disfrutar. En Estambul hay algunos de estos sitios que datan de 1450 y
conservan la misma estructura aunque regularmente se renuevan cañerías y se
modernizan las comodidades. En casi todos hay un horario para mujeres y otro
para hombres.
Prefiero
un hammam que aún funciona en la
construcción complementaria a la mezquita azul. Antiguamente, las esclavas o doncellas
y hasta algún eunuco se especializaban en bañar a las sultanas y sus amigas o
parientes. Actualmente, hay un personal calificado y hay que reservar hora
porque una kalfa estará encargada de todo el ritual. En algunos casos, las
amigas intercambian roles y una baña a la otra y viceversas, en un juego casi
erótico, lleno de risitas y murmullos, que se da donde existen comunidades
turcas.
El
hammam tiene la misma forma de una
mezquita y la luz y el aire entran por aperturas en la parte altísima del
techo, en forma de estrellas, técnica que permite circular al aire y da
luminosidad sin requerir vidrios ni cerrojos.
La
puerta está abierta. Nadie toca timbre o golpea porque desde el umbral se
respeta el silencio y el misterio. Cada cual sabe su hora y su turno. Entro al
vestíbulo, donde en voz baja me entrega el pestemal color marfil, una tanga desechable,
suaves sandalias y me indica el rincón con casilleros. Mientras hago un primer
contacto visual con las otras visitas, sin hablar, compartiendo un té de
naranja y jengibre.
La
muchacha que funciona como mi kalfa (antigua dama de honor en el palacio) se
inclina con respeto y me guía hasta un patio. Me pone en cuchillas mientras me
lanza chorros de agua helada, luego tibia, fría, otra vez helada, calentita,
sin dejarme ni suspirar. Me sorprende cómo siempre empieza por los pies y así
mantengo la temperatura adecuada.
Después
paso a la sala del vapor donde una gran piedra de mármol, octagonal, recibe los
cuerpos de todas, desnudas, mojadas, sin frío, sin calor, frescas. Cada tanto
vuelve la kalfa para invitarme una limonada helada. Sin darme cuenta, mi cuerpo
suda, sin sentir el sofoco del sauna.
La
piel se abre. Contemplo a mis compañeras, me maravillo de la perfección de sus
formas, bromeo conmigo misma: “con razón se esconden detrás de tantos velos”.
El tono de sus vientres es dorado, senos perfectos y pezones muy oscuros. Unas
tienen ojos negros pero otras lucen ojos muy claros. Y los cabellos… mejor
dicho las cabelleras…. Hermosísimas, caobas, negras, largas, atadas con su
mismo cabello o con horquillas coloridas, o sueltas, salpicando agua.
Me
siento en un ambiente sensual y pulcro, de cuerpos expuestos sin grosería ni
maldad. La muchacha me invita a pasar a un poyo de piedra y otra vez me sienta
de cuclillas. Recién me doy cuenta que sudo a borbotones. Me pregunta si me
siento bien, le dijo que estoy bien y feliz. Comienza a exfoliarme desde los
pequeños dedos de cada pie, con una esponja de mar mientras los sistemas del
agua que fluye constantemente se llevan mis escamas. Me asombro, se ríe, es
“normal” me consuela. Siento que por primera vez limpio mi cuerpo.
Sigue
frotándome. Me sorprende no sentir frío ni calor, aunque estoy sobre una piedra
y en una postura que en otro momento sería incómoda. Me toma la cabeza y la
revuelve. Sus duras manos no me hacen daño. Después frota con jabón de lavanda un
delgado tul y así produce mucha espuma que cae poco a poco sobre mi cuerpo
llevándose los restos de las escamas.
Muchas
veces frota el jabón en su tul y me lo pasa por la cabeza, los hombros, la
espalda, las piernas. Siento una calidez extraña. Agarra mi cabello y lo frota
con otro líquido aromático, no con cuidado, casi con torpeza, apretando grandes
porciones de mechones. Lo enjuaga con agua helada. Al final pasa algo suave por
mi cara. Estamos listas, me dice, mientras me envuelve en otro pestemal, esta vez color malva.
Me
toco los brazos sin poder acreditar en la suavidad de mi piel ya sexagenaria. Paso
a un saloncito donde me orea con otra toalla el cabello y me invita al descanso.
Vuelvo al vestíbulo donde me espera un largo diván de fina seda verde mar con
almohadones y cojines de tonos claros para apoyar mi cabeza, mis brazos, los
pies. Recuerdo la imagen de la Odalisca en el Museo de París.
En
silencio comparto un té caliente, con algo de canela y clavo de olor. Puedo
quedarme el rato que desee, me informan.
Duermo
un poco, divisando el cielo azul que se asoma por las estrellas de la bóveda,
allá en lo alto. Imagino cómo estará el bello Bósforo, el Puente de Gálata a
esta hora.
Al
final paso al masaje con los aceites perfumados. Esta vez es un hombre, blanco
y de pelo negrísimo, el encargado de recorrer todo mi cuerpo con sus pulgares
para reventar los últimos grumos que aparecen por mis venas, no sé ni desde
cuándo. Frota la cabeza para ahuyentar recuerdos negativos y me dejar dormitar
otro poco.
Al
salir no puedo creer cómo floto. Me voy a rezar a la mezquita, detrás del sitio
reservado a las mujeres. Miro los arabescos, tantos mosaicos perfectamente
trabajados, me siento en la alfombra sin zapatos. Siento a mis antepasados.
Entiendo
ahora por qué ellos aman su hammam y
por qué aquellos lo prohibieron.
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