He leído
Texto leído por Andrés Ajens, escritor y compatriota del autor, durante la presentación del poemario Temporarias de Emma Villazón, en la Feria del Libro de Santa Cruz.
Pablo Oyarzun R.
He leído este libro inconcluso -del que ya no sabremos
su forma y figura definitiva- con asombro constante.
Lo he leído más de una vez, varias veces. He llevado
el pulso de su verso, he intentado auscultar la vecindad y la distancia de sus
palabras y cada vez me he rendido ante su evidencia. Porque de evidencia se
trata. No la evidencia de lo que se demuestra con razones, aunque razón y
discurso no son ajenos a lo que dicen y hacen estos poemas, sino la (e)videncia
de la palabra.
Gabriela Mistral llamó soberbiamente a la poesía
“materia alucinada”. Materia: palabra. Las de Emma Villazón son palabras
alucinadas, pero no porque susciten imágenes en el ánimo del que las lee, todo
lo contrario. Si acaso las suscitaren, diría un abogado del diablo, pues bien:
las fagocitan, las degluten, las demuelen en su íntima, reservada sonoridad.
Aunque esta es sonoridad que se ve, que destella. Estas palabras, en su
vecindad y su roce y en su chispa se encandilan unas a otras, se llaman unas a
otras, se despiden unas de otras, se reencuentran.
¿Y qué dicen los poemas, qué hacen? Prudentes y bien
avisados, los editores nos advierten que el statement
de la poeta en la formulación del proyecto de este libro debe tomarse con un
grano de sal, cum grano salis, porque
no refleja necesariamente, no diré el propósito del poemario, sino todo lo que
en él ocurre, lo que habría de ocurrir de haber sido llevado al cierre.
Pero sí me parece importante atender al motivo central
que invoca Villazón: aproximar a las temporeras -que así se llaman porque son
trabajadoras estacionales, de temporada, de cosecha, que el resto del año deben
buscarse la vida de otras maneras, en otros rubros, como se dice- aquellas
otras mujeres que deben laborar a paga de honorarios en menesteres inciertos, inestables,
vinculados, dice Emma, a la palabra.
Es propia experiencia, sí. Experiencia de precariedad,
de imposición, de imperiosa adaptación a unos ritmos y unas condiciones de
empresa: experiencia, también y por eso mismo, de expropiación de la propia
experiencia y de expropiación de la palabra, puesta a trabajar, también ella, a
tiempos monótonos. Que, sin embargo, esconde, en esos tiempos, el otro tiempo.
Así como en el embotamiento de la forzada labor emerge
-puede emerger, asomar, anunciarse,
porfiar-, como un iceberg de sueño, de memoria, de vislumbre, la otra vida, no “la otra vida”, que le
dicen, que no es la de aquí, la del “nivel extraterreno”, que diría Emma, no,
no: la de aquí, la que abriría el
aquí, a todo estar. Trabajan así, aquí, las palabras, obreras, como
temporarias.
Me sorprende una como dichosa hospitalidad de estos
versos, para acoger -amorosamente, diría, pero con amor riguroso, exigente,
terrible a veces- palabras que vienen al vuelo desde otros poemas, desde poemas
de otros y otras, de otros tiempos -no puedo hacer el catálogo, porque solo es
eco y reverbero, ensoñación, vestigio, vértigo, pero las reconozco, las
reconozco sin falta, reconozco sus latidos y cadencias y sus ritmos, como si
las hubiese escuchado, sentido, palpado desde siempre.
Es lo que debe pasarle a cualquiera que pase por aquí,
que por un instante siquiera se deje mecer y remecer por estas líneas, voces,
hablas. Siente, por un instante, palpitar en las palabras más raídas y más
banales, las maquinales, o en las que parecieran haber estado todo el tiempo
peleadas, siente palpitar una vida imprevista, acaso imposible y sin embargo
cierta.
Alucinadas, decía, las palabras no sueltan sus
imágenes, no las proyectan como sombras, no consienten en la epifanía, se las
reflejan unas a otras, se las guardan en secreto, quizá como promesa.
El poema es la promesa. Es el habla del secreto. Emma Villazón:
deposito aquí mi asombro como ofrenda. No se va quien nunca se aleja.
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