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lunes, 26 de junio de 2017

Patio interior

Tres poemas chinos



La poesía china y la traducción, en general, fueron dos ejes capitales de esta columna. A modo de despedirse, y además de unos párrafos con una despedida explícita, el autor nos regala tres poemas por él traducidos.


Juan Cristóbal MacLean E.

Re traducidos de las versiones al inglés de Kenneth Rexroth, los dos primeros son de la poeta china Sun Yün-Feng (1764-1814) y el último de Du Fu (712-770).

Pasando por Chang-Te

El viaje del año pasado quise este lugar.
Hoy me gusta volver  aquí.
El mercado de pescado se sumerge
en azules sombras.
Veo elevarse el humo del té
desde el techo de paja
de una posada.

Las arenas del río y sus playas
se hunden en la blanca luna.
Los juncos de la orilla
aguardan verdes primaveras.

Pasa un poema dentro mío.
Hago parar un rato
el carruaje.
-



Yendo por los cerros

Viajo llena de añoranza
por culpa del Viento del Oeste
y con la polvareda de mi carro que se eleva
hacia las nubes del poniente
cuando ya zumban las últimas cigarras
entre las hojas amarillas.

Al ponerse el sol la sombra de un hombre
se agranda como un cerro.
Uno a uno los pájaros se esfuman.

Voy vagando sin dirección
Y nunca voy a casa.

Me detengo ante un arroyo y envidio al pescador
Sentado a sus anchas en su soledad
embebido en elegantes pensamientos.
-


El palacio de la flor de jade

Se enrosca el arroyo. Susurra el viento
entre los pinos. Escurridizas ratas
sobre los mosaicos. ¿Qué príncipe, hace mucho
construyó este palacio, ahora en ruinas
junto a los peñascos? En sus negros cuartos
fantasmas de hogueras. Los destrozados empedrados
ya sólo rastros. Diez mil instrumentos
silban y rugen. La tormenta dispersa
las enrojecidas hojas del otoño.
Las muchachas que danzaron
son polvo amarillento. Desvanecidas
sus mejillas maquilladas. Idos sus carruajes
de oro y también los cortesanos. De su gloria
sólo queda un caballo de piedra.

Me siento en el pasto y empiezo un poema
pero me sobrecoge la emoción. El futuro
imperceptible se desdibuja. ¿Quién
puede decir qué traerán los años?
--


Despedida. Hados y letras

Entre las definiciones de revistas, suplementos y afines, la de Gabriel Zaid es una de las más prácticas y que mejor cuadra con sus efectos: que sirven para elevar el nivel de la conversación ciudadana. Con la desaparición de LetraSiete, dicho nivel amenaza con bajar entre sus lectores, por mucho que lo haga en un grado mínimo y casi metafóricamente. Pero el problema no solo es de los lectores aficionados, para algunos de los cuales, iluso imagina uno,  disminuirá ahora el sabor de los domingos. El problema, quizá mayor, es más bien para todos los que escribíamos regularmente en el suplemento y que somos, no cabe duda, los primeros damnificados. ¿Qué haremos ahora? ¿Nos ofrecemos en masa y otra vez gratuitamente a seguir escribiendo/publicando en otra parte? ¿Cuál? ¿En otro país imaginario? ¿Dónde llevamos nuestra charla?
Eso es lo malo de los que crecimos a la sombra de periódicos, suplementos, columnas, etc. La maldita y dichosa suerte de quienes tuvimos que entregar la página hasta tal hora y punto. Y lo haces. No habiendo eso, quitado el compromiso y la pequeña obligación así (auto)impuesta, que inmediatamente ya se ponen a rondar las sombras de la pereza, la dispersión, la procrastinación. Habrá otros, seguramente, que dirán que escribir les arde tanto que no importa, que no pararán. En cuanto a mí concierne, debo confesar que ese no es mi caso. Lo cierto es que escribo solamente a la fuerza, solo tras haber sorteado todos los pequeños pretextos con que ir postergándolo, con una especie de furtiva indisposición. Eso sí, ya puesto uno a escribir y adentrado en las líneas, de pronto se halla cabalgando un potro veloz y arisco, al galope o a punto de caer, pero inventando otro horizonte, recorriendo senderos que uno mismo desconocía, sintiéndose vagabundamente cumplido al hacerlo.
En todo caso, ¡fue muy precioso, hasta ahora, sentarse en torno a la hoguera tipográfica! Con Rodolfo Ortiz, Omar Rocha, Gabriel Chávez, Alan Castro, Martín Zelaya y tantos más (horror: ¡puro hombres!)… 
Ahora, apagada esta hoguera, quizá  yo mismo resulto ser el que más corre el riesgo de enfriamiento y consiguiente bajón de temperatura, pues lo que vine haciendo en mi columna, Patio interior, en realidad y simplemente era escribir un libro por entregas. Hasta la anterior, todas ellas juntas y apretadas sumaban 97 páginas y media.  Normalmente, con la de hoy hubieran superado las 100 páginas. Pero la entrega de hoy no cuenta, pues ya no pertenece a la misma serie. El tema que hubiera tocado dentro de ella (ya escrito hasta la mitad, con el título de “Oralidad, escritura y paraíso”), hubiera sido más árido y urgentemente necesitado de continuación, así que no convenía ponerlo. Cabe solo despedirse.
Aparte de esa referida dubitación personal, y tomando muy en cuenta el desastre al que nos vemos enfrentados los antiguos escribientes de este ahora exsuplemento, no hay nada, como de costumbre en las horas malevas, que afrontarlas con unos latinajos. Por ejemplo este aforismo medieval:
Quod vitare nequis, audaci suspice mente, que es algo así como: ¡ya que jodida la cosa, con audacia piensa algo!
¿Y tendré yo mismo entonces la audacia necesaria para seguir por mi propia cuenta, parte a parte escribiendo ese libro, cuyo plan general y mapa estaban ya más o menos  claros?

Nada es seguro. Sin embargo nos queda, a todos los damnificados, confiar en las palabras de Virgilio: “Fata viam invenient”. Es decir: Los hados encontrarán el camino. ¡Salud!

domingo, 28 de mayo de 2017

Patio interior

Responso por irminegelda lidesma

 

Prosiguiendo con el tema de lenguajes y distancias, aquí el autor habla de las fronteras y fallas que se producen entre lenguas que se cruzan en un mismo espacio.

 

Juan Cristóbal Mac Lean E. 

 

Iba caminando por un recodo del gran cerro, hacia el norte de Quillacollo, cerca de Liriuni, cuando en medio de un bosquecillo de eucaliptos me encontré de pronto con un pequeño cementerio. Semi abandonado, hechizo, de los que se dice son “clandestinos”, donde los difuntos entran sin portar ningún certificado de defunción. 

Me fui fijando, entre las desiguales tumbas, sobre todo en los nombres propios. Ninguna llevaba el tipo de leyenda que se espera sobre una tumba. Aquí apenas nombres, solo dos veces fechas, ninguna con el “Que Descanse en Paz” de rigor o algún equivalente. Nada de epitafios. Ni rastros de flores viejas. En algo que quiso ser como un techito en una de ellas, había una faja de cemento en la que alguien había escrito algo, seguramente con un clavo, mientras el cemento estaba todavía fresco. Me agaché a descifrar la inscripción, como un paleógrafo extraviado, y hallé esto, copiado literalmente: “irminegelda lidesma”.

Ni una mayúscula, ni nada más. Tal vez en su carnet de identidad, si alguna vez lo tuvo, se leía Hermenegilda Ledezma. Más allá había otras dos tumbas, sin nombres. Quizá de niños a los que ni alcanzaron a encontrarles alguno.

Las lenguas en conflicto, la imposición de nombres, los diferendos, fronteras y barreras, fricciones entre lenguas, la escritura y la oralidad, las ortografías de la pobreza, los entierros clandestinos, y certificados y leyes… Nada más que en la inscripción tan dificultosamente trazada sobre aquella tumba, ya afloraban esos y más temas, con toda su soterrada, clandestina y callada violencia, su tragedia.

Mucho antes que para comunicar, dice Benveniste, el lenguaje sirve para vivir. Poco faltaría, en efecto, para que vivir y hablar no sean sinónimos. Pero volviendo a lo de “comunicación”, Benveniste apunta que ésta “debiera ser entendida como expresión literal de establecimiento de comunidad y de trayecto circulatorio”.

Lo que pasa cuando los trayectos se interrumpen o bloquean (entre sí), es que se desestabilizan la comunidad y las palabras, por ende las vidas que se hablan, y de pronto se encuentran en los cerros, en los cementeritos clandestinos con nombres como éste: irminegelda lidesma… O tumbas sin nombre. ¿Y quién puede ser llamado si no tiene nombre, o su propio nombre está en duda?

Lo más probable, en todo caso, es que no estén evaluadas en toda su enorme dimensión las grandes quiebras, las grandes fallas (en el sentido geológico) que hay en las fronteras interlingüísticas, sobre todo dentro del triángulo castellano-quechua-aymara (por las grandes magnitudes demográficas), así como poco o nada se sabe del alcance, la profundidad y las consecuencias (económicas, psicológicas, judiciales, antropológicas, ontológicas, etc.) que conllevan dichas fallas. Ellas, para un gran conocedor del aymara (y sus fronteras con el castellano) como es Javier Mendoza (al que ya volveremos), están nada menos que “en la raíz de nuestra incapacidad de formar una mezcla coherente”. Ni tampoco él cree que llegue un futuro en que puedan darse paso, la una lengua a la otra, con menos fricciones. ¿Acaso no han pasado ya, en palabras de Iván Guzmán de Rojas citado por Mendoza, “quinientos cincuenta años de profundo  desentendimiento”?

En contextos de esta naturaleza, inevitable surge la interrogación: ¿hasta qué punto una lengua forma a una sociedad, hasta qué punto las posibles disfunciones o bloqueos en una lengua se reflejan en su sociedad? Pregunta cuya urgencia se redobla ante el caso de lenguas paralelas, enfrentadas, contrapuestas o en situación de diferendo en un mismo territorio. Recordemos que, como las especies, también hay lenguas amenazadas y lenguas que desaparecen.

En un primer momento, Benveniste (“Estructura de la lengua y estructura de la sociedad”, en Problemas de lingüística general II, descargable en la web) refiere las observaciones por las cuales parece concluirse que “la sociedad y la cultura inherente a la sociedad son independientes de la lengua”, que “lengua y sociedad no son isomorfas, que su estructura no coincide, que sus variaciones son independientes”. La diferencia que separa sus organizaciones estructurales permite asegurar que son “magnitudes no isomorfas”, carentes de correspondencias de naturaleza o de estructura. Sin embargo, prosigue después Benveniste, “otros autores afirman, y es no menos evidente, que la lengua es -como dicen- el espejo de la sociedad, que refleja a la estructura social en sus particularidades y sus variaciones y que es incluso por excelencia el índice de los cambios que se operan en la sociedad y en esa expresión privilegiada de la sociedad que se llama la cultura”.
Dados ambos extremos en tan delicados temas, con su parte inasible y que se fragua, sin duda, durante tiempos muy largos, cruzando capas de desamor, atravesando generaciones, muy imperceptiblemente, entonces nos resulta imposible inclinarnos a cualquier extremo. Sin embargo, ante la sola escritura del nombre, del posible nombre, de uno de los nombres de “irminegelda lidesma”, estamos como ante una herida de la lengua, una lengua herida y sin redención, muy lejos de ser una lengua absuelta (palabra de Canetti, otro devastado por la elección de lengua). La herida más inmaterial, inaprensible, imperceptible es la de la lengua y sus escombros y ruinas quedan por doquier en los paisajes de la palabra, ya sea en la inscripción del cementerio o en la lengua hablada, enrarecida, mutilada que se escucha por doquier.
¿Y cuál es o en qué resultaría la posición de la literatura, de la poesía, en una situación semejante? Algo más tarde, cuando vayamos a dar a César Vallejo, trataremos de acercarnos a esos arriesgados territorios en los que el tartamudeo-en-la-propia lengua y la íntima extranjería ante ella configuran los bordes de una nueva palabra.
Entretanto, estamos aún en las fronteras, los límites y diferendos suscitados a lo largo de las líneas de choque, encuentro y desencuentro entre lenguas, y consiguientemente culturas, sin absolutamente nada en común. La posición en que quedan las lenguas subalternizadas y en riesgo recuerdan al concepto de diferendo en Lyotard y que se origina en el no-poder-formular o demostrar que se recibe un daño a falta de un lenguaje y reglas comunes entre las partes.
¿Constituiría un daño, por ejemplo, la tácita orden social según la cual le pondrás a tu hijo un nombre en otro idioma que ni conoces bien? Tal vez de ahí viene, en el fondo, dicho sea de paso, esa profusión de nombres casi surrealistas y sobre todo en inglés que se advierte en la actual onomástica popular. Cuando la política y la poética de los nombres propios se desencuentran trágicamente.

Es que se sigue escuchando el derrumbe de la Torre de Babel y como todo derrumbe de proporciones arrastra sus damnificados. Lenguas que desaparecen, lenguas que son canibalizadas, lenguas que resisten, lenguas que se olvidan, lenguas que se aprenden… Todas vienen de la vida y son para vivir, sus palabras dicen la vida y la vida está hecha de las palabras que la dicen, mientras la muerte deja sin palabras o apenas las deja garrapateadas por ahí, por ejemplo en el cementerito clandestino en que Descansa en Paz irminegelda lidesma. 

domingo, 30 de abril de 2017

Patio interior

Lenguas, vueltas y fracturas


A modo de recapitular su avance –esta columna mensual es un todo, naturalmente- el autor reivindica el constante retomar sobre lengua y poesía, poesía y lenguaje.




Juan Cristóbal Mac Lean E. 

Habíamos terminado por preguntarnos sobre las lenguas, su profusión y su desaparición, su aprendizaje o su olvido, tras antes habernos asomado, aunque muy de lejos, y en relación sobre todo con la poesía, al romanticismo alemán primero, luego a la lengua china (versión mandarín o la que corresponda), que también ignoramos pero de cuyas particularidades hicimos el intento de percatarnos.
De tal forma, habíamos llegado a inquietarnos sobre la singularidad de cada una como visión de mundo, como filtro, amplificador, matizador o recortador de los alcances, virtualidades y posibilidades del propio conocimiento y sin dejar de inquietarnos, tampoco, sobre la existencia de alguna posible universalidad oblicua a todas las hablas, sobre las posibilidades de la traducción y la existencia de algún espacio intersticial entre los lenguajes.  
Siguiendo semejantes derroteros, habíamos acabado enterándonos de la desaparición de una lengua, la de los atures del Orinoco y que ya solo un loro hablaba y que Alexander von Humboldt procuró transcribir percibiendo, en los graznidos del ave, palabras perdidas ya para siempre. Y luego nos habíamos topado con el idioma piraha, también de la Amazonia sudamericana, para enterarnos de que esta lengua es un caso extremo de la singularidad idiomática, hasta el punto de cuestionar los postulados de ciertas lingüísticas.
En este deambular entre las lenguas y que por momentos nos llevó por recodos tan dispares, podría parecer que hubiéramos perdido el hilo o nos hubiéramos alejado mucho de nuestra interrogación inicial, planteada hará unos 30 números de estas entregas y de enunciación tan simple: ¿qué comprende la poesía? ¿Qué es comprenderla? ¿Cuál es la comprensión poética, si tal hubiera? Las diversas pistas que fuimos siguiendo en pos de esas respuestas nos llevaron incluso a toparnos con textos exhumados, filólogos viajeros, rescoldos de lenguas muertas o las “eternas” dudas y esperanzas planteadas por el tema de la traducción. Mas por mucho que nos hayamos ido por inesperadas ramas, sabemos también que, al interrogarnos y preguntarnos sobre hechos de lenguaje y traducción, no nos hemos alejado un ápice de la poesía. ¿No es acaso en el lenguaje que ella se ejercita y tiene lugar, no es el lenguaje, justamente, su principal campo de despliegue, batalla y efectuación? Sin hablar de que también, en muchos poetas, ya sean Hölderlin o Mallarmé, sea esencialmente el lenguaje el centro de su reflexión, su política y su práctica poética. Un pensamiento del lenguaje es solidario, dice Meschonic, de un pensamiento de la literatura. De tal manera, conviene que avivemos nuestra atención hacia el lenguaje, conviene que aprendamos a asombrarnos debidamente ante su solo hecho, tan indisociable de nuestro propio ser.
Por otra parte, tampoco es que, para acercarse a la poesía, una reflexión deba internarse en la lingüística, en la misma medida en que ningún poeta tiene que leer a Saussure, así como ningún lector que goza de la poesía está forzado, digamos, a conocerse antes la obra de Heidegger sobre Hölderlin. Sin embargo en el campo de las aventuras intelectuales, y en gran parte debido a internet, ahora cualquiera tiene al alcance de la mano gigantescas bibliotecas virtuales en todos los órdenes. Paralelamente se vive, como nunca antes en la historia, dentro de una “situación mundial” dentro de la que se está inmerso con una fuerza y evidencia tales que antes solo estaban al alcance de los trenes de cercanías.
Encima de ello y en la medida más o menos escasa que uno lo entiende y sobre todo atendiendo lecturas de divulgación y similares, los mismos campos científicos y técnicos no paran de cruzar umbrales inimaginables, mientras las teorías conocen nuevos límites y formulaciones. Entre semejantes enjambres y yendo, además, a gran velocidad, hoy resulta tanto más conveniente, e incluso recomendable, disponer en alguna medida de las afiladas herramientas cognoscitivas que se poseen.
Puestas así las cosas, destaca una figura tan tajante e incluso radical como la de Henri Mechonic y sus posiciones teóricas. Este soberbio poeta y traductor (nada menos que de la Biblia) francés, produce paralelamente un constante debito teórico que nunca deja de asombrar al mismo tiempo que a veces uno no sabe (por lo menos yo), hasta dónde seguirlo en sus radicales afirmaciones.
Según éstas, en todo caso y siguiendo una lista larga ocurre que lenguaje, política, “historicidad”, poesía, vida y sociedad están inextricablemente ligados de una forma tan radical que cualquiera de los campos afecta directamente a los otros. Y, en tanto que poeta, el pensamiento de Meschonic gira sobre todo en torno al lenguaje, exigiendo nuevas disposiciones: “Los pensadores del lenguaje, aquellos que inventan un pensamiento del lenguaje, son de hecho artistas del pensamiento, por la invención de una escucha que trasforma lo desconocido en conocido, y lo que se creía conocido en desconocido, inventa rigores nuevos, una historicidad nueva. En relación a ella, los formalismos son cientifismos. Relleno. Medidas para tranquilizar” (en: https://mescho.hypotheses.org/tag/humboldt)
Con tal talante, no es extraño que para Meschonic, Humboldt sea uno de esos artistas del pensamiento y que no vacile en entonar una fuerte reivindicación del gran personaje, cuyas reflexiones sobre el lenguaje (encontrables en inglés en internet) rebasan con mucho el cajón en que a veces se lo quiso poner y dar por liquidado. Entre otras cosas, para Meschonic, Humboldt “es sin duda el primero, tal vez, en haber hecho una teoría del lenguaje que sea una antropología”.
Asimismo, él habría pensado en la continuidad entre la poesía y la prosa, “de la prosa como de la poesía y que toda la tradición dualista esconde, porvenir inexplorado de la poesía y la teoría”. Lástima que Meschonic no dice dónde ir a buscar semejantes ideas en Humboldt. De cualquier forma, todo este rodeo justifica una vez más la continuidad existente entre la pregunta por la poesía y la pregunta por el lenguaje. El hecho de que se haya traído a colación el cruce entre lingüística y antropología, finalmente, nos enfrenta irremisiblemente y de hecho, ya, a una situación con ribetes lacerantes, y que se da, inescapablemente, en un lugar como Bolivia, donde coexisten tres lenguas mayores (castellano, aymara, quechua) y cierto número, a estas alturas no sé si indeterminado, de lenguas “menores”, con varias de ellas abocadas a su extinción -todas ellas en conflicto. De sus fricciones, campos limítrofes, avances o retrocesos de unas lenguas sobre otras, fracturas, riesgos de extinción o mezclas y averías, es algo de lo que no podemos escaparnos ni ignorar dentro de estos contextos. Ya seguiremos con ello.



domingo, 26 de marzo de 2017

Patio interior

El loro de Humboldt



Sigue adentrándose el autor en las selvas más remotas del lenguaje; en sus arcanos, en sus casos extraordinarios… en sus riquezas e irreparables pérdidas.


Juan Cristóbal Mac Lean E. 

Hay anécdotas o episodios de la pequeña historia en que la ironía y las ruinas, lo improbable y la atención rigurosa, se aúnan y dan a luz a frutos a su vez inútiles, pero tanto como puedan serlo un arcoíris o unos pétalos.
Una historia semejante la protagonizó Alexander von Humboldt, ese prodigio del estudio de la naturaleza y de las lenguas. En sus viajes por Sudamérica (a los que dedicó varios tomos de sus obras), a principios de 1800 se encontraba, junto a su amigo Bonpland, por las selvas de la actual Venezuela, en zonas que ya habían conocido la fatalidad de las misiones cristianas y todo el desastre que también viene con ellas. Tratando como siempre  de identificar y dar cuenta de familias lingüísticas y datos etnográficos del área, Humboldt se interesó, de oídas, por los atures, tribu guerrera que tuvo sus asentamientos por el margen izquierdo del gran Orinoco. Y por ahí salió Humboldt a buscarlos. Pero, desgracia, ya no había atures ni nada atur que encontrar: los habían exterminado los terribles caribes, muy feroces por las selvas.
Ahorrando peripecias, el caso es que de pronto vemos a Humboldt en un caserío de los tales caribes, donde escucha que perora y perora un loro viejo, y lo que diga un loro es algo que no podía pasársele por alto al fino oído del gran lingüista. Se entera de que ese viejo loro perteneció a los exterminados atures, y que las palabras que perora, si tales son, palabras atures serán. Esta imagen, no es necesario decirlo, conjuga el colmo de la ironía, de la risa y de la ruina; de la tragedia y las apostillas del azar. No queda nada de los atures, que vivieron siglos por esas orillas, no queda absolutamente nada sino un puñado de palabras en atur, apenas graznadas por un loro viejo, ahora encaramado entre las chozas de los enemigos caribes, comiendo de su yuca.
Humboldt sabe inmediatamente lo que tiene que hacer y se pasa horas con loro, papel y pluma. Al cabo de haber ejercitado al máximo su entrenado oído, logra determinar, aunque sea algo azarosamente, unas cuarenta palabras atures. Y las registra. Aunque ni él mismo, ni nadie más, supiese qué significaban, intraducibles para siempre. Ese fue el homenaje y el duelo más hermoso que jamás hubieran podido recibir los atures.
Inevitablemente el gesto de esa transcripción, por llamarla así, nos interpela ceñudamente, hoy que vemos morir lenguas y lenguas por doquier. La de los caribes, de hecho, desapareció hacia 1920. Y hace poco nomás, se certificaba como extinta, en Bolivia, la lengua de los guarasug’we, de quienes sabíamos gracias al muy hermoso  libro que les dedicó Jurgen Riesler -otro alemán tenía que ser: Los guarasug’we. Crónica de sus últimos días. (Los Amigos del Libro, 1977).
¿Pero qué se pierde, qué se va con cada lengua que desaparece? Y los lenguajes de tribus o sociedades tan pequeñas, tan frágiles y efímeras en estos tiempos ¿tienen particularidades que las delatan como tales, expresan mundos totalmente diferentes de los que podamos imaginar? Las relaciones lenguaje-pensamiento-sociedad, ¿hasta qué punto pueden diferenciarse unas de otras? Para saber de ello, y de paso acabar con la idea de la supuesta gramática universal de Chomsky, nada mejor que acercarse a la lengua de los pirahã, otra pequeña tribu de la Amazonia.
De entrada, empecemos con las sorprendentes singularidades de los  pirahã: 1) No tienen números o numerales, ninguna forma de cuantificación o concepto de conteo. 2) No tienen términos para referirse a los colores. 3) No tienen subordinación ni recursividad en la gramática. 4) Tienen el inventario de pronombres más simple conocido. 5) No tienen tiempos relativos, solo conocen el presente. 6) Tienen el sistema de parentesco más simple conocido. 7) No tienen mitos de creación ni ningún tipo de ficción. 8) No tienen memoria colectiva de más de una o dos generaciones hacia atrás. 9) No tienen dibujos u otro tipo de arte. 10) Tienen una de las culturas materiales más simples documentadas. 11) Siguen siendo monolingües después de 200 años interrumpidos de contacto con brasileños y kawahiv (etnia tupí-guaraní). ¿Y cómo se llegaron a saber tan sorprendentes cosas? Bueno, pues esa es la historia de otra aventura, de otra gramática y otra felicidad.
En los años 90 Daniel Everett, lingüista y pastor cristiano se acercó a los pirahã, inicialmente queriendo convertirlos. Pero afortunadamente nunca logró convertir a nadie y le dijeron que no querían saber de nada de “arriba”, que con lo que había abajo, en la frondosa tierra y en el río, ya tenían bastante. A la postre es Everett quien, en un caso del todo inusual, acaba tirando, por así decirlo, los hábitos, y se queda a vivir con ellos por siete años, del todo “convertido” a su paganismo alegre y vacío. Y así llegó a aprender su dificilísima lengua verbal. Que hay otra (que también llegó a aprender) que consta puramente de silbidos. Quien lea el artículo de Wikipedia Pirahã language, se enterará de otras particularidades que la complejizan. Y, una pequeña maravilla: cuenta Everett que, desde chicos, todos los pirahã se saben los nombres, lugares y costumbres de miles de especies. Que no hay planta o bicho de la vasta selva que no se conozcan al dedillo. El caso y la aventura de Everett pueden seguirse en Youtube. El documental más completo se llama The grammar of happiness y también hay versiones en español. Se ve a gente que está perfectamente bien, suficientemente alimentada, a veces guapa, de excelente humor y muy eficaz en lo suyo. No conocen, simplemente, preocupaciones -ni quieren tenerlas.
Y lo peor para Chomsky y sus acólitos: la lengua pirahã carece totalmente de recursividad, eso que postulaban como una piedra angular y necesaria de cualquier lengua. Para explicarlo en simple, una frase recursiva, que mete a otras dentro sí, es por ejemplo “el hermano de Juan tiene una casa”. Los pirahã no pueden decir eso y entonces tienen que desdoblarlo así: “Juan tiene un hermano. El hermano tiene una casa”. Eso que nos parece tan simple resultó demoledor para la gramática universal de Chomsky, que resultó no ser nada universal.

Querría uno creer, por último que como otros (Weissman) lo han señalado, Humboldt confirmaba también al transcribir el parloteo del loro su creencia en “una zona originaria de indistinción que opera entre varias lenguas”. Tras ella seguiremos.

martes, 28 de febrero de 2017

Patio interior

Entre palabras y palabras y palabras…



Benjamin Lee Whorf y Wilhelm von Humboldt, entre otros, ayudan al autor en esta provocadora reflexión sobre la palabra -la lengua, más propiamente- y su trascendencia en quienes la hablan y, por lógica consecuencia, en el mundo en general.


Juan Cristóbal Mac Lean E. 

Nada más natural que una reflexión sobre la poesía sea al mismo tiempo una reflexión sobre la lengua, sobre el lenguaje, sobre la palabra. Y, por ahí, sobre la traducción. Pero llegamos inevitablemente a un punto en el que al preguntarnos sobre la naturaleza de la lengua en su relación consigo misma y con el mundo, tal interrogación dé lugar a posiciones contrastadas.
De un lado un universalismo chomskiano (ya en franco retroceso) para el cual, independientemente de las grandes diferencias de las muchas lenguas entre sí, habría una matriz general y universal que antecede, como una disposición genética, a cada lengua concreta que nazca de ella; habría una estructura profunda que subyace a todas, de tal modo que lo primero que hay que destacar antes que su profusión es esa supuesta matriz o gramática universal de la que sin excepción provendrían todas (algo luego desmentido por los hechos).
Muy lejos de una posición así, y de forma mucho más empapada del conocimiento real de lenguas, de un verdadero trabajo de campo lingüístico, las corrientes que pueden llamarse particularistas o monistas defienden, más bien, la unicidad de cada lengua, la forma en que solo ella, cada una de ellas, tiene de decir las cosas como de formar y predeterminar el mundo que se dice y que se ve. A tal lengua, tal mundo.
La de Benjamin Lee Whorf (1897-1941) es una figura ya relativamente diluida, de rebordes esotéricos (por el lado Gurdieff-Ouspensky) y labrada, sobre todo, a la deriva de las corrientes de la lengua hopi. (Extrañeza y particularidad de los hopi: ocupan un importante lugar en Aby Warbur y en D.H. Lawrence que, visitantes, describen la impresionante danza del “ritual de la serpiente”. Y hopi también son las extraordinarias muñecas katchinas y las pinturas en la arena).
Fue, en efecto, su conocimiento y sus discusiones de y sobre la lengua hopi los que llevaron a afianzar la que luego sería conocida como la hipótesis Sapir-Whorf (siendo Sapir una lumbrera, una generación mayor, de las lenguas amerindias), según la cual hay una estrechísima, inexorable y radical relación entre pensamiento y lenguaje. Dime qué idioma hablas y te diré cómo piensas.
Hay fulguraciones como estas en su prosa y sus exposiciones casi impacientes, con grandes ambiciones de conocimiento: “las formas de los pensamientos de una persona están controladas por leyes de formas-patrones de las que es inconsciente. Estos patrones son la no percibida e intricada sistematización de su propio lenguaje…”. O: “cada lenguaje es un vasto sistema de formas (pattern-system), diferente de todos los otros,  culturalmente ordenado por las formas y categorías con las que la persona no solo se comunica, sino que analiza la naturaleza, percibe o se salta los fenómenos, canaliza sus razonamientos y construye la casa de su inconsciente”. (Language, mind and reality, disponible en internet).
Pero pasado un primer asombro, hay grandes figuras deseosas de enterrar definitivamente a Whorf. Así Max Black, con corrosivo humor, sobre la insistencia en querer afirmar la naturaleza inconsciente del sistema fonológico: “Es como preguntarse si la geometría euclideana es parte del mobiliario mental de un hombre ordinario que no aprendió geometría formal” (En The labyrinth of language). Pero una y otra vez, resurgen las posiciones whorfianas. Puede verse en Youtube, por ejemplo, a la extremadamente bella Lera Borodisty sosteniendo, con gran solvencia, la referida hipótesis.
Se considera que las consideraciones sobre el lenguaje de Wilhelm von Humboldt, en la primera mitad del siglo XIX, también se sitúan en una perspectiva afín a la posterior hipótesis Sapir-Whorf. Puede ser que ambas, en efecto, acarreen agua a un mismo molino. Sin embargo y si así fuera, lo hacen desde horizontes muy distintos. Las reflexiones de Humboldt sobre el lenguaje tienen una hondura psicológica y filosófica de la que carece Whorf. No en vano Heidegger, en sus disertaciones sobre el lenguaje (El camino a la palabra) cita tanto y con tanta deferencia las observaciones debidas al “penetrante ojo” de Humboldt. Y si bien este ojo se entrenó recorriendo continentes y países, mares, selvas y montañas, clasificando plantas y piedras, corrientes, mientras este ojo miraba, la lengua no descansaba: si a los 13 años ya hablaba con fluidez francés, latín y griego, aún joven habría de escribir sobre el vasco o euskera (que le pareció la lengua más antigua de Europa), que por supuesto llegó a aprender, así como más tarde lo haría con todas las lenguas románicas, antiguo islandés, lituano, polaco, armenio. Y le eran familiares el hebreo, el árabe y el cóptico, el sánscrito ni qué decir. Estudió chino, japonés, siamés y tamil. Lenguas nativas de Sur, Centro y Norteamérica. Sin duda que aprendió el quechua durante su estadía en Ecuador, donde entre otras cosas escaló el Chimborazo y descubrió dónde poner la línea de Ecuador.
De la fusión lenguaje-pensamiento por cierto que Humboldt se percató y la señaló repetidamente: “La mentalidad individual de un pueblo y la forma de su lenguaje están tan íntimamente fundidos el uno con el otro, que si solo uno estuviera dado, el otro sería completamente derivable de él”.
Esa última frase está sacada de uno de los parágrafos de la “De la diversidad de estructura de la palabra humana y su influencia en el desarrollo espiritual de la especie humana” (Disponible en ingles bajo On language-Humboldt). Este ensayo, de gran hermosura y complejidad, valía también como prólogo a esa gran y monumental obra que emprendió Humboldt al final y cuya meditación inicial lleva ese título. Y la obra en cuestión se dedicaba nada menos que a esta pasada: “Estudio de la lengua kavi: Prueba de la existencia de la lengua-cultura malayo-polinesia”. No en vano, ya antes había dedicado escritos sobre la gramática del chino o prólogos al Bhagavad-Gita anotado por supuesto en sánscrito. Con todo ese bagaje, con todo ese saber, este amigo de Goethe y de Schiller también habría de ser afanosamente citado por latosos como Chomsky y los suyos. Pero, cuando se lo lee, da la impresión de ir mucho más lejos que los unos y los otros, que particularistas o universalistas en sus vertientes lingüísticas.

Párrafos más allá del citado más arriba, se encuentra este: “Por mucho que se fije y ubique, se separe y se disecte, siempre queda algo desconocido que resta por sobre ello, y es precisamente en aquello que escapa a todo tratamiento donde reside la unidad y la respiración de lo que vive”. Y vaya que vivía el lenguaje para Humboldt, así como vivía todo, interconectadamente, en un cosmos que se ocupó en estudiar en todas sus formas. No en vano, mientras habla de Humboldt, el poeta Henri Meschonic dice: “Los pensadores del lenguaje, aquellos que inventan un pensamiento del lenguaje, en más de un sentido son artistas del pensamiento”. Y Humboldt fue uno, de los grandes.

lunes, 13 de febrero de 2017

Patio interior

Edificar sobre las ruinas de Babel



Continúa la serie de ensayos sobre la traducción en la literatura, sus posibilidades e imposibilidades.


Juan Cristóbal Mac Lean E. 

El hecho de la traducción, y sobre todo de la traducción poética, nunca acaba de resolverse. En el filo mismo de su (im)posibilidad, la traducción poético filosófica no deja de practicarse y conoce tanto justificaciones y apologías como reiteradamente se anuncia su imposibilidad.
Un gran libro entero y erudito, todo dedicado al tema, es Después de Babel de Georges Steiner, en el que la persona más adecuada para una tarea semejante rastrea y examina, del derecho y el revés, desde muy antiguo hasta hoy, innumerables casos de las traducciones de que está salpicada toda la literatura. Para alguien tan conocedor del tema, él mismo trilingüe total, así como para todos quienes lo encararon, el problema de la traducción y el de la enigmática profusión de lenguas son centrales a la hora de comprender y de tratar sobre la naturaleza del lenguaje.
Más allá de los grandes casos de traducciones felices, o de aquellos en que, exasperantemente, parece que simplemente no hubiera caso de hallar una resolución adecuada que siquiera decorosamente salve la traducción, se alza siempre un interrogante mayor, una inquietud que no deja de corroer ese grado de necesaria fe que se necesita, ya sea para hacer una traducción o leer en traducción -y mucho más. Esta es la sospecha de que siempre quedará un residuo insalvable en cualquier traducción, que de todas maneras, por muy buena que eventualmente pueda ser alguna, de hecho subsistirá algo que no se habrá podido trasladar ni traspasar.
Un sabor propio de cada lengua, que no es ni alterable ni traducible. Basta ver, por ejemplo en el Quijote, la cantidad de expresiones, giros y discursos que parece sólo puedan darse dentro del idioma castellano, el de ese tiempo y ese lugar, para sentir que, de ninguna manera, pueda traspasarse tal o cual expresión y todo lo que conlleva, envolviendo en sí misma personajes y lugares, cosas, de una manera propia solamente de esa, lengua, esas palabras y expresiones…
Y sin embargo, quienes desde Montaigne a Lawrence Sterne, Freud o Thomas Mann, leyeron el Quijote en traducción, igual quedaron maravillados. O tomemos el caso de un gran poeta y conocedor del francés como W.H. Auden. Cuando va a hablar de Valéry, empieza así: “Comentar una literatura que está escrita en cualquier otra lengua que no sea la propia es una empresa bastante cuestionable. Ahora bien, para un escritor inglés, hablar de literatura francesa raya en la locura, porque no existen dos lenguas más diversas entre sí que el inglés y el francés”. Y sin embargo, como lo expone Paul Auster en su magnífico prólogo a una antología de poesía francesa traducida al inglés, es nada menos que la poesía inglesa misma la que no hubiera existido tal como es de no ser por la francesa… gracias a incesantes traducciones y traducciones.
Y siendo tan álgido el debate tratándose de lenguas al fin y al cabo tan vecinas, ¿cómo es posible que la poesía china haya gozado de tan buena fortuna en la lengua inglesa, llegando, se dice, a influenciar la poesía norteamericana? Y dando un paso más, ¿qué pensar, digamos, de unas hipotéticas traducciones del Quijote al malayo, al arawak o al quechua? ¿Serían posibles, independientemente de los vacíos lexicales que puedan darse debido a muy diversos entornos geográficos, técnicos o hasta mobiliarios?
Al trazarse esas preguntas tomando en cuenta lenguas muy alejadas entre sí, se redobla y crece, como en un acceso de realismo lingüístico, el pesimismo en torno a la posibilidad misma de una verdadera y feliz traducción. Se impone la sensación, casi de orden emotivo, por la cual se cree, quizá hasta íntimamente, que hay un sabor, un sentimiento, un fondo propios de tal lengua, tal palabra, que no pueden traducirse completamente, por muy buena que eventualmente pueda ser, digamos, la traducción de tal o cual poema. Es que, como muy bien lo pone Steiner, “No hay dos idiomas que interpreten el mismo mundo”. De tal forma, cada idioma carga con su propio mundo, pero siendo éste, así, el que produce el propio lenguaje, lo genera, encuadra, tergiversa o expresa. En otro artículo (“Whorf, Chomsky y el estudiante de literatura” en Sobre la dificultad y otros ensayos, EFE 2007) Steiner trata explícitamente de este tema y seguiremos a grandes rasgos su argumentación.
Habría una posición universalista que no se deja arrinconar por la profusión de lenguas ni sus eventuales diferencias extremas y que aboga, de todas formas, por una estructura profunda y subyacente que está a la base de cualquiera de ellas, común a todos los hombres y de la que no hay lengua que se escape. No olvidemos, en este sentido y algo lateralmente, que lingüistas como Joseph Greenberg y Merrit Ruhlen proponen un solo origen del lenguaje, a la manera en que para el monogenetismo darwiniano hay un solo origen del hombre, para Ruhlen (y trata de demostrarlo en su libro The Origin of Language: Tracing the Evolution of the Mother Tongue) todas las lenguas habidas y por haber partieron de una sola lengua madre original. Por su parte, de una gramática universal habla Noam Chomsky, el principal valedor de este universalismo referido, para el cual la misma diversidad de lenguas concerniría sobre todo a la superficie de las mismas y sería “de un interés principalmente fonético o histórico”.
La primera edición en inglés del libro de Steiner apareció hace tanto como 1978, de modo que él no podía conocer, entonces, el trabajo de 2005 de Daniel Everett sobre la lengua piraha de una tribu amazónica y que, para quien le cree (yo por ejemplo), deja en el trasto al universalismo chomskiano. El caso de Everett se resume en el documental felizmente titulado La gramática de la felicidad, al que volveremos un poco más adelante.

Frente al universalismo para el cual las diferencias lingüísticas son poco menos que anecdóticas, se alzan otras posiciones, harto más inquietantes y cargadas de contenidos de orden más filosófico si se quiere. Para ellas, en efecto, el lenguaje es muchísimo más que un mero instrumento o herramienta de comunicación, desmontable y con sus órdenes generativos cuantificables, con sus universales piezas y gramáticas. Aquí es el lenguaje el que forma el mundo, aquí es la lengua la que determina, en un círculo cerrado, la misma cultura de sus hablantes, que a la vez la mantiene encendida y activa. Lo profundo de cada lengua, así considerado, es absolutamente único en cada caso, intransferible y en definitiva intraducible en su plenitud. Las traducciones, entonces, solo nos darían un esbozo, una copia muy a mano alzada de un original que no admite ninguna réplica. Las dos grandes figuras de este particularismo son Wilhelm von Humboldt y Benjamin Lee Whorf. De ellos hablaremos en la próxima.

domingo, 27 de noviembre de 2016

Patio interior

Épicas del conocimiento


Una apología de la traducción con algunos de los más bellos y valiosos ejemplos: las historias de enormes franceses que rescataron tesoros de las letras chinas.




Juan Cristóbal Mac Lean E. 

Queriendo nada más que acercarnos a la poesía china, hubimos de leer, con gran admiración, muchos libros y capítulos de grandes sinólogos. Pero esta admiración no solo era provocada por el contenido de esos libros, sino que la deslumbraba la propia existencia de los mismos, el portentoso nivel de conocimientos de sus autores y de cuanto habían hecho por conseguirlo.
Vidas, lenguas y textos, cifras y traducciones, la exhumación de libros e inscripciones, la lectura de rasgados trozos de seda escrita, el aire de densas bibliotecas o el de remotos paisajes recorridos a caballo… Como si se filtraran los rasgos de una verdadera épica del conocimiento en el modo en que esos grandes eruditos cayeron sobre cuanto se ponía a su alcance y tradujeron entonces los grandes textos, escribieron muy hermosos libros del Oriente antiguo, sus religiones y guerras, su pensamiento desde su literatura hasta sus elucubraciones más esotéricas o científicas.
El Journal Asiatique data desde 1822 y aún existe… Y, a diferencia de la gran tacañería propia del ámbito francés en cuanto a libros bajables de internet se refiere, en este caso ocurre lo contrario: todos esos viejos tesoros se pueden bajar (solo los viejos, claro). A medida que uno aprende mínimamente a moverse por esas selvas bibliográficas, le da la fuerte impresión de que hubiera ocurrido como una edad de oro de la sinología francesa, o más directamente de sus estudios asiáticos. De fines del siglo XIX a mediados del XX, en efecto, hay una constelación de grandes libros, descubrimientos y traducciones como para dejarnos boquiabiertos por decenios.
Si bien no tenemos la menor competencia en estos asuntos, solo guiados por el sentido común, la frecuentación de los temas y apreciaciones posiblemente antojadizas, recordemos que Édouard Chavanne era recibido en el Collège de France en 1892 con una disertación sobre “El rol social de la literatura en China”.
Como la de todos estos grandes savants, entre sus traducciones y sus libros ya llenan varios volúmenes. Los tomos y traducciones de otros grandes eruditos alrededor, o más jóvenes, van cubriendo todos los campos imaginables en historia, lenguas comparadas y demás. Leer libros como La China antigua o Ensayos sobre el taoísmo de Henrí Maspero equivale a irse de viaje. A Maspero, que había hecho también grandes viajes expedicionario-arqueológicos, lo aniquilaron los nazis en Buchenwald en 1945.
Y está Marcel Granet, cuyos libros El pensamiento chino o Algunas particularidades de la lengua y el pensamiento chinos son otras tantas aventuras. Granet, tras una carrera deslumbrante y sin grandes viajes murió muy joven, a los 56 años, en 1940. Cuando se lee a cualquiera de ellos deslumbran tanto las historias o particularidades que cuentan como su dominio absoluto de los temas, su conocimiento en las lenguas originarias de todos los textos que citan y traducen, su capacidad de leer y comprender escrituras antiquísimas en lenguajes olvidados, su gran inteligencia sociológica, su perfecta sensibilidad y fino oído. Contemporáneos de Marcel Proust, no sería raro que se hayan topado con él en algún salón.
Y está el caso de Paul Pelliot. A su lado, Indiana Jones parece poca cosa. O, más que en Indiana Jones, habrá que pensar en Marco Polo, pues no en vano Pelliot se interesó tanto por sus viajes, sobre los cuales hizo extensas traducciones desde el mogol. Gracias a sus extensos y legendarios viajes y al estudio, Pelliot llegó a dominar trece lenguas, entre ellas el mogol, el turco, el árabe, el persa, el tibetano y el sánscrito. Ni qué decir del chino mandarín, que hablaba a la perfección.
A sus poco más de 20 años ya domina el chino y en Pekín sorprendió resolviendo situaciones muy difíciles. Se lo vio después en París ocupando cátedras, pero no tardó en volver a partir. Desde 1906 y por varios años, realizó sus grandes expediciones, desde Pekín hasta el Turquestán chino, aprendiendo idiomas, recopilando textos, partiendo en trenes o viajando a caballo, visitando cortes (la “famosa” reina musulmana de Altai) e inclusive involucrándose tangencialmente con hechos de espionaje entre Rusia y China.
Los mapas de sus viajes (pueden verlos en Wikipedia), en una época en que estos eran larguísimos y trabajosos, trazan grandes líneas por el Asia. Descubrimientos de textos, distancias y errancias se suceden. Conoce las estepas tibetanas y mogoles, las tiendas de fieltro en los altos campamentos, entre los caballos, mientras aprende los idiomas, recopila libros, inscripciones, lo anota todo. Cuando escucha hablar de las Cuevas de Mogao en Dunghuan, a tan remoto sitio va volando. ¡Pero se le ha adelantado un inglés, un tal Aurel Stein!
Sin embargo el excéntrico abate taoísta Wang, que a su propia cuenta y riesgo cuida el complejo de las 780 cuevas, conserva los contenidos de la Cueva 17, que tiene la mayor biblioteca imaginable. Es en ella que vemos a Paul Pelliot, (en esta ilustración) después de que ha logrado entrar, venciendo accidentalmente el secreto de apertura. Con su gran conocimiento de todas las lenguas necesarias, se quedó revisando y seleccionando documentos, solo en esa cueva, por tres semanas. No pudo dedicarles mucha más atención al resto de 780 cuevas que contienen cientos de años de historia, reliquias, textos y pinturas y que fueron quedando durante los cientos de años en que se había  practicado el Camino de la Seda.
Demás está decir que se llevó a Francia todo un tesoro de textos. Y el resto de su vida en París, hasta que lo agarró la Segunda Guerra y murió luchando en ella, se dedicó, en gran parte, a traducir esas maravillas. El tratado de la luz, de un texto maniqueo en song, la Historia secreta de los Mogoles (dos tomos disponibles en internet, tan difíciles de leer como todas las narraciones que van mito tras mito tras mito), los tres volúmenes de Notas a Marco Polo, el Sutra de la causa y el efecto y muchísimos más, dan cuenta del vastísimo alcance de sus conocimientos e investigaciones.
Seguramente que hoy esos libros y esos autores se consideran anticuados. Apenas los he visto citados en los igualmente buenísimos libros actuales de François Julien, Simon  Leys o François o Anne Cheng.
Y finalmente queda mucho que decir sobre el tema mismo de la traducción. Si bien hay quienes fundamentan una casi imposibilidad de la buena traducción, sobre todo tratándose de lenguas tan alejadas, el hecho es que solo los esfuerzos de esos hombres, que dedicaron sus vidas, sus fuerzas y sus viajes a entender más, a comprender más lo humano en cualquiera de sus manifestaciones, hacen que se renueve la fe en el mismo hecho de la traducción.
¿Y cuáles son el fondo los argumentos contra el hecho mismo de la traducción? ¿Y cómo así estos se refutan y la práctica de la traducción literaria nunca desfallece?


jueves, 3 de noviembre de 2016

Patio interior

Despertar a lo ordinario


Una reflexión simple guía esta nota –cierre, a su vezx, de una serie temática-: ¿qué diferencia a Oriente, donde nunca se “expulsó” a la poesía, de Occidente, donde nuca fue bien tratada?




Juan Cristóbal Mac Lean E. / Escritor

Nada más que pulgas y piojos,
y en mi almohada
se mea además un caballo.
Bashô

Antes de cerrar ya esta temporada, convendría examinar si estamos volviendo con algo entre las manos, tras tan largo viaje hasta rincones tan ignotos. El camino nos llevó por lugares en los que la poesía fue practicada y tenida en alto desde antiquísimas edades. Y si bien de exilios sí que supieron los poetas, sometidos siempre a los caprichos de las cortes y las guerras, lo cierto es que por la ladera Este la poesía misma no fue exilada nunca, como haría Platón con ella en otra parte del mundo (curiosamente contemporánea en su florecimiento paralelo) y provocando así, en esa parte, un temblor que perduraría durante siglos.
El mismo hecho de la no-expulsión de la poesía china debiera en cambio ya bastarnos, o alertarnos tanto sobre su propia naturaleza como sobre su propio lugar social y sin olvidar, por otra parte, que la verdadera rareza, o singularidad de una cultura, radica más bien en esa misma expulsión. Solo a un griego, a Platón, se le podía haber ocurrido algo semejante y tan tajante.
Y, mientras en Occidente el estatuto de la poesía, desde Platón, conoció vaivenes y casi agravios, cuando no trivializaciones, en la China no dejamos de encontrarnos, más bien, con que el poeta-calígrafo-pintor también es, en muchos casos y tal vez hasta mayoritariamente, un normal funcionario del Estado o el consejero de un príncipe -aparte de gran bebedor, aspecto que sí comparte felizmente con Sócrates.
La misma no-expulsión de la poesía en el Oriente nos permite pues ver, a contrapelo, algunas de las características propias de su ámbito:
a) No hay ninguna otra instancia separada que se quiera erigir en propietaria exclusiva del conocimiento, como en Occidente lo fue la filosofía, mientras que gracias al “golpe de Estado” que perpetró al expulsarla, “la poesía se quedó a vivir en los arrabales, arisca y desgarrada…”. (Zambrano).
Es que le parecía a Platón que la poesía, con sus triquiñuelas y artificios, no estaba lista para despertar a la Idea. En la poesía china o el haiku japonés, o incluso toda la sabiduría oriental, al contrario, nunca interesó ninguna Idea y lo fundamental, más bien, fue y es “despertar a lo ordinario”. En el paisaje de la inmanencia (antes que en la polis de la trascendencia) lo que prima es el “espíritu de lo cotidiano” antes que cualquier  orden superior que lo fundamente. En este mundo y de pareja forma, lo propio es que todo esté despejado: “nada sagrado”, acota Julien. Y, nos recuerda  Byung-Chul-Han[1], “La nada o el vacío del budismo Zen no está dirigido a ningún allí divino. El giro radical a la inmanencia, al aquí, es precisamente el distintivo característico del budismo Zen en China o en Oriente Medio”, de tal forma que “no hay ningún nivel superior de ser que se anteponga a la aparición de lo fenoménico”.
 b) Por otra parte y así como en las tradiciones orientales la poesía o el artista jamás fueron puestos en duda, tampoco nunca necesitaron reivindicarse in extremis, tal como lo haría el romanticismo alemán, muchísimo después de Platón y queriendo volver a arrebatarle el podio.
Guiada esta vez por dioses telúricos, arrebatos e inflamaciones del yo, profundidades que solo la poesía podría alcanzar, en consonancia con la devastación ante lo sublime, de pronto la poesía “sabe” más, comprende más, pues se acerca a experiencias inconmensurables para la razón y toca playas muy ignotas, se aproxima a algo tenido por inefable. Pero, en el mundo oriental ni la poesía es tomada tan en serio ni se la considera ningún máximo existencial. “Dice” apenas y lo hace de forma bastante insípida, parece limitarse nada más que a mostrar y generalmente con regocijo, una y otra vez, las cosas, e incluso las mismas cosas, tal cual son.
Y, frente al exacerbado yo fichteano, tan importante para el alma romántica, aquí simplemente no hay nadie. No se trata de exacerbar el yo, profundizar en él ni  entregarse a ninguna interioridad, pues de lo que se busca, al contrario, es disolver el mismo yo o abrir sus ventanas y ocupar ese espacio con lo visible del mundo y la naturaleza. El resplandor de lo que hay se basta solo. No importan ni el quién, ni la interioridad de quien contemple ni la suerte de ningún testigo.
Este párrafo del autor coreano podría causar una sana risa: “Dôgen, el maestro zen, le  insistiría a Descartes en seguir adelante con su meditación, en extender más su duda y profundizarla, hasta que llegue a aquella gran duda en la que se rompen por completo tanto el yo’ como la idea de Dios’. Descartes, llegado a esta gran duda, posiblemente exclamaría de alegría: neque cogito neque sum (ni pienso ni soy)”.
Otro mito poético-occidental y de orígenes románticos, es el que se complace en emparentar inspiración y sinrazón, como cuando el Apolo de Holderlin roza a éste en su viaje a Burdeos y luego le sobreviene la locura. Quizá heredera de semejantes y tan peligrosas alturas, está luego la figura del “poeta maldito”, mientras recordamos también a Alejandra Pizarnik, que empieza su prólogo a Antonin Artaud hablando, y dando ejemplos, de que la poesía es un fuego con el que no se juega sin quemarse. En este contexto, otra vez estamos en las antípodas de cuanto ocurre con la poesía oriental y quien es tocado por ella. En efecto, leemos en este bellísimo párrafo del Shôbôgenzô de Dogen:
El hombre iluminado es como la luna, que se refleja en el agua (literalmente: mora, habita): la luna no se moja, y el agua no es perturbada. Aunque la luz de la luna es ancha y grande, vive en una pequeña porción de agua. La luna entera y el cielo entero habitan en una gota de rocío de un tallo de hierba, en una sola gota de agua. La iluminación no rompe el ser particular, lo mismo que la luna no perfora el agua. El ser particular no perturba el estado de iluminación, de igual manera que una gota de rocío no molesta al cielo y a la luna”.
La iluminación o la poesía, pues, no queman a quienes se ejercitan en ellas o están en su camino así como tampoco jamás se trata de ninguna profunda esencia de nada. Y estas palabras que Nyugen atribuje al budismo también valen perfectamente para toda la empresa poética oriental: “Si el budismo Zen en cierto modo solo deja brillar el decir en el no decir, ese silencio no se produce a favor de unaesencia inefable por encima de lo expresable. El brillo no cae de arriba. Es más bien el brillo de las cosas que aparecen, a saber, el brillo de la inmanencia”.
Así pues, ¿hemos traído algo en las manos, tras tanto devaneo? No, no porque, en el mejor de los casos, aprendimos a traerlas… ¡vacías!




[1]En su precioso libro Filosofía del budismo zen y del que nos servimos aquí sin preocuparnos por que atienda más bien a una tradición japonesa, que está a sólo tiro de piedra de la china, el autor coreano, con gran conocimiento y solvencia en filosofía occidental (escribe sus libros en alemán) confronta, siempre airosamente, a la tradición y la poesía oriental (el haiku japonés aquí) con Hegel, Heidegger, Fichte, Leibniz… (Se puede bajar el libro por Internet!)