Mostrando entradas con la etiqueta Reseña. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Reseña. Mostrar todas las entradas

martes, 8 de diciembre de 2020

Manubiduyepe: el microcosmos sacado de una cajita

 


Martín Zelaya


 

I

En La Montaña del Alma del Nobel Gao Xingjian –monumental canto a la civilización china; a su milenaria y ahora amenazada sabiduría de convivencia con la naturaleza–, un viejo guardabosques le dice al protagonista: “El hombre sigue las vías de la Tierra, la Tierra sigue las vías del Cielo, el Cielo sigue las vías de la Vía, y la Vía sigue sus propias vías; no hay que llevar a cabo actos en contra de la naturaleza, no hay que aspirar a lo imposible”.

El (primer) narrador de Manubiduyepe, la nueva novela de Juan Pablo Piñeiro, sostiene:

Un sol está clavado en cada grieta del mundo. Un sol profundo que llega de lejos y enciende los candelabros secretos de la naturaleza. Grietas como huellas en la memoria de las cosas. Y también constatación infalible de que cada destino está enraizado en la tierra. La tierra húmeda, no el piso ni el suelo, el piso y el suelo que nos separan de la tierra húmeda. El alma es un acordeón, un instrumento de percusión, pero también de viento. Y en la punta de la raíz todas las almas que embrujan la materia de este mundo son idénticas, talladas en la misma madera (124).

II

Un indio reaparece cada nueve años exactos y se sienta durante tres días y tres noches en un banco de la plaza de Cobija, para luego marcharse, imperturbable, sin que nadie logre nunca sacarle una palabra.

Un escritor paceño llega a Cobija a empaparse de los usos y costumbres de la selva, pero en su afán de mimetizarse en la comunidad para tener material de escritura, apenas logra empaparse de sí mismo (y poco más) de tanto transpirar.

Salvador Piñari se llama este autor que, junto a otras voces en todo caso más autorizadas que la suya, narra este microcosmos que es Manubiduyepe (Editorial 3600, 2020), la tercera novela de Piñeiro. Narra, decíamos, pero para ser precisos, más bien canaliza. Y así Cobija, Pando, la selva, el extremo norte de Bolivia y su gente tienen en la ficción –valga el lugar común– un inmejorable prisma que nos acerca a su realidad.

III

Pista suelta: “Manubiduyepe es el espíritu que está dentro del cuerpo que está escribiendo de pie estas palabras en el centenario de un día triunfal” (145).

IV

En esta novela hay violencia e intromisión. Un sicario narco (Pico de Yaca) capaz de todo, pero limitado a la vez por su ausencia de alma. Un par de gemelos (Bruceley y Brucelyn) predestinados a la tragedia ante la imposibilidad de ser uno solo. Turbas enardecidas dispuestas a linchar antes que preguntar o, incluso, pensar. Científicos dueños de la verdad e incapaces de ver más allá de esa falacia.

Hay, también, duendes intolerantes y rabiosos que disponen de una máquina para editar la memoria. Hay árboles-deidades-guía. Hay monos que hablan y escriben. Hay sindicalistas corruptos… pero en ello no es necesario ahora detenerse.

Todos se presentan y cumplen su destino en la primera y tercera partes. En la segunda, centrada en el pahuichi de Yamuriniti Diojorejepe convergen, varios de estos personajes, en una especie de paso a otro estado o dimensión. Todo cambia pero todo vuelve.

V

Para hacer justicia a la epifanía que engendró la necesidad de escribir esta novela, Piñeiro se vale de un complejo juego de voces, planos y perspectivas. Y así, el narrador inicial cede su voz alternativamente a Piñari, a Yamuriniti Diojorejepe y a un “nuevo” narrador: “Es hora de que olvides a tu narrador, Piñari –le dice el brujo Yamuriniti, en la segunda parte, al “dueño” de la novela (tomando, a su vez, la voz cantora en desmedro de “ese” narrador)–, déjalo en mi Pahuichi. Los demás tienen que irse contigo, estimado Piñari…” (155). Y da paso, luego, al “nuevo” narrador”, tercera voz de esta novela que, no obstante, no deja de ser “propiedad” de Piñari, como queda establecido en una alucinada charla en un karaoke.

VI

Muy pocas veces el “lenguaje poético” calza bien en la ficción. Muy pocas veces, como en este caso, este recurso es tan necesario para concordar con el diseño conceptual y estructural de una obra –ya volveremos sobre ambos– que en este caso le tomó a Piñeiro demasiados años de silencio y ardua labor. “La sombra del éxito de su primer libro lo debilita al señalarle caminos equivocados en la escritura” (269), escribe en un claro guiño hacia el final.

Lenguaje poético, decíamos:

Dafne, perdida y derrumbada, desconoce el poder secreto de sus deseos. Cuando duerme, sueña desprotegida y se refugia, insegura, en los peligrosos páramos que la distancian de su propia paz. En el mundo no caben las ilusiones, eso ella lo sabe. Por eso, cuando sueña, siente el mismo abismo que cuando no sueña, solo atina a acostar su cabeza en la tierra, como quien es ajeno a los designios de la providencia. Si no hace eso, el mundo no se evapora: persiste en la dolorosa esfericidad de su impronta (23).

Tal vez, pensándolo mejor, no es justo simplificar con el epíteto de “lenguaje poético” a varios largos pasajes –generalmente al inicio de cada capítulo– de esta novela. Se trata, en todo caso, de un estilo muy alejado –y no por ello mejor ni peor– del estilo dominante en la narrativa boliviana y latinoamericana actual signado, este último, por la austeridad de lenguaje, el énfasis en la naturalización de situaciones y diálogos y en la mayor simplicidad posible; es, entonces la de Manubiduyepe una prosa detenida y frondosa: pensada y cincelada hasta el límite (como seguro, con objetivos contrarios, la escritura predominante de la que hablábamos); resultado no ya solo de una rigurosidad extrema, sino de un compromiso ontológico.

La segunda de las tres partes de esta novela tiene un epígrafe de Jesús Urzagasti: “Qué de extraño que, más temprano que tarde me volviera curandero y terminara sanándome a mí mismo…”. Si algo le debe Piñeiro al chaqueño (influencia no escasa pero tampoco invasiva) es precisamente la coherencia, cohesión idea-trama-lenguaje; la certeza de los demás; la particular capacidad de observación-interpretación de las vidas ajenas en su existir, en su dinámica con la naturaleza. Igual que en la prosa de Urzagasti, se halla en esta novela frases y párrafos dignos de subrayar, delicadamente concebidos y plasmados.

El tiempo se transforma en música, más propiamente en un tono, en una nota que altera la materia y expande y contrae lo que no se mueve. El tiempo es la música que reverbera en la materia y eso solo se puede describir cuando uno descubre el brillo de su propia existencia. Cuando uno halla lo que no se mueve, lo que no cambia, lo que es (74).

VII

Volvamos a los personajes. Un policía que patrulla la desolada frontera junto a un mono al que le da grado y uniforme; una mujer-árbol proscrita y condenada a vagar en la selva por una extraña enfermedad en la piel; dos hermanos gemelos predestinados a la tragedia y cuyo padre tiene a Bruce Lee como líder espiritual; un transexual bipolar que o bien se disfraza de oso o apenas viste lencería y tacones de aguja… y un despiadado narcotraficante que de tanto poder ya no halla qué más tener en su manos y a sus pies. Y, claro, Yamuriniti Diojorejepe, el sabio hechicero que, sin protagonismo central, determina, de alguna manera, el devenir de cada quien. Personajes todos estos que se hallan enfrentados –justo cuando toca a los narradores narrarlos– a un inminente momento culmen, a una transformación definitiva que, finalmente, no termina sino dejándolos en un lugar diametralmente opuesto, sí; pero, a la vez, al mismo nivel que antes (¿o no?).

La vida, el mundo son, como coinciden tantas cosmovisiones milenarias, un eterno círculo que se hace y deshace al avanzar. La vida, el mundo, según tantas –o acaso todas– las cosmovisiones son, además, un cúmulo de dualidades complementarias. Gran don, terrible don; pues, como bien experimenta Piñari, no se puede vencer al cansancio de cargar con un cuerpo [el propio] a cuestas: “No es fácil vivir siendo dos, porque tarde o temprano uno se alimenta del otro” (26). Dualidad implícita en Miguel-Nancy; dualidad intrínseca de Policarpio Murayana; dualidad fatal en Bruceley-Brucelyn.

Eterno círculo, dualidad complementaria, decíamos. Y viene entonces a colación la ética y estética del flujo continuo, de reciprocidad y bidireccionalidad con que se abre y cierra la novela: “Luz azul”, poema palíndromo: “Luz azul, soledad, / aroma, dama de sal. / Seré soñada luna, luz azul (…) luz azul, anula daños / eres la sed amada. / Morada de los luz azul…” (15 y 278). 

VIII

Tiene, Manubiduyepe algo de reconstrucción social y antropológica de Cobija y la selva pandina; abundan rasgos que para el incauto lector podrían pasar por realismo mágico, pero en realidad es una crónica concebida desde el deslumbramiento de un encuentro (casi) imposible; desde la mirada sorprendida e inocente, primero, de un colla foráneo, y desde su inquebrantable curiosidad, después, en pos de desentrañar este “lejano” universo, tan cercano a la vez. No todo lo que parece sobrenatural, imposible, irracional, a ojos profanos, lo es.

Es, también, Manubiduyepe, un inventario de personajes y, por tanto, peculiaridades de la selva boliviana: idiosincrasias, sabidurías. Una ficción conformada por los mejores rasgos del viejo naturalismo: rigurosidad de observación, aprehensión y transmisión pero, indudablemente, aferrada a los registros de lo sobrenatural. En este punto valga una breve analogía con Cuando Sara Chura despierte (2003), primera novela de Piñeiro a la que muchos, planteando características como las recién descritas, describen como neobarroco. Las similitudes, como se verá, trascienden a diversos planos[1].

¿Es Cuando Sara Chura despierte un quiebre en el “realismo urbano” ya asentado para 2003, cuando se publicó, y que continúa vigente?

Es una novela  lúdica, lindante en el absurdo y lo caricaturesco, pero a la vez, profundamente reflexiva y rigurosa; es una novela fantástica, pero a la vez inmune al estereotipo del realismo mágico. Es una novela que ensalza la posibilidad de lo ambiguo, de lo voluble; la posibilidad del cambio infinito, de la multiplicidad. Y es una novela que reivindica a la muerte y a los muertos como presencias más que como ausencias.

Para lograr enlazar este complejo universo narrativo temático, Piñeiro toma una arriesgada decisión: diseña una estructura alternada y paralela, según la perspectiva de cada personaje, es decir, variando en cada una de las cinco partes que, no obstante, están todas relatadas por el mismo narrador ajeno –que no omnisciente pues, ¿acaso hay alguna ubicuidad en esta novela que no sea Sara Chura?– que lleva la voz principal y la cede solo en determinados pasajes.

IX

En su poema “Las tres voces de Arlindo Paruma”, el pandino Ramón Campos Tibi escribe: “…Mira hijo, si la vida lo tiene todo, / el hombre solo tiene que vivirla. / Y si no sabe vivirla, es como un tronco seco. / ¿No miras, acaso, cómo vive la selva? / ¿No miras, acaso, cómo baila?...”.

Retomando a Xingjian, es, además Manubiduyepe, en forma tangencial, pero rotunda y definitiva, una denuncia contra las amenazas a la naturaleza, a la vida pura y simple –acaso la única en verdad aceptable–. Un grito desesperado por la utopía de lo genuino.

X

¿Escribió este libro Juan Pablo Piñeiro, un paceño que en el trópico pandino suda como “esponja exprimida”? ¿O simplemente, como sus narradores y el mono que escribe las palabras sacadas de una cajita, se limitó a canalizar las historias ya escritas en este transcurrir irrefrenable que nos contiene?

 

 



[1] Los siguientes tres párrafos son parte Zelaya, M. “1997-2007: Cambio de ritmo”. En 2017 Chávez, Gabriel (comp.) Un río que crece. 60 años en la literatura boliviana. La Paz: Asoban-Plural. Pág. 115-151.

jueves, 9 de noviembre de 2017

Reseña

Graciela Speranza y el tiempo
en el arte de nuestro tiempo




Edmundo Paz Soldán

Alguna vez leía clásicos, ahora no tanto: me inundan las novedades cada vez que ingreso a internet. Alguna vez sentarme a escribir un cuento era precisamente eso, ahora no tanto: suficiente abrir la computadora para descubrir la cantidad de correos que me urge responder, las noticias con las que debo ponerme al día, las polémicas en las redes que me reclaman. Así pasan las horas, incapaz de proyectar el futuro o bucear en el pasado porque el presente me ha agarrado del cuello.
Lo que me ocurre no es la excepción sino la norma, como sugiere la intelectual argentina Graciela Speranza resumiendo un libro de Jonathan Crary: “son muy pocos ya los intervalos significativos de la experiencia humana, a excepción del sueño, que no han sido penetrados o arrebatados como tiempo laboral, tiempo del consumo, tiempo mercantilizado”. Los nuevos medios y las nuevas tecnologías, que venían a liberarnos, nos están ahogando con la urgencia de sus requerimientos.
La cita de Speranza está en su lúcido y potente libro Cronografías: Arte y ficciones de un tiempo sin tiempo (Anagrama), que indaga en las formas en que el arte y la literatura contemporáneos se enfrentan al problema del tiempo a través de la revitalización de sus formas y lenguajes. Cronografías sugiere con convicción que el arte hoy no solo nos puede ayudar a entender nuestra experiencia enloquecida del presente, también es capaz de transformar esa experiencia: contemplar un cuadro, ver una videoinstalación, leer una novela nos desaceleran, nos dan pie para resistir al reloj y su dictadura. Pero esa resistencia debe apuntalar también el camino de la revolución que nos permita recuperar relaciones menos salvajes con el reloj.
Speranza es exhaustiva y recorre todas las artes, pero se detiene sobre todo en la videoinstalación, que en las páginas de su libro aparece como la más adecuada para enfrentarse al problema de la representación del tiempo. De todas las obras analizadas, la central es The Clock (2010), del suizo Christian Marclay (1955). En esta obra que dura 24 horas, Marclay y su equipo arman durante tres años un montaje de clips de películas en las que aparece un reloj marcando cada minuto del día; en The Clock, el tiempo real y el tiempo de la pantalla coinciden, creando una suerte de “ballet de la humanidad registrado en cien años de historia del cine… Las horas no son unidades matemáticas, sino casilleros semánticos… exclusas de la gestualidad”. Por supuesto, no es fácil ver The Clock: solo hay seis copias en diferentes museos del mundo, y no siempre se exhiben. Es una de las aporías del arte experimental: nos dice cosas sugerentes pero no todos pueden acceder a él (en la sección más literaria del libro, Speranza habla de un espectador -que puede ser ella- que hace un viaje especial a Los Ángeles con el único objetivo de ver The Clock en un museo).

Speranza también analiza, entre otros, a Anne Carson, Karl Ove Knausgard, Gabriel Orozco, Liliana Porter, Patricio Pron, W. G. Sebald y Lydia Davis. Todos están unidos por la búsqueda de nuevos registros simbólicos en torno al tiempo que nos permitan desnaturalizarlo y resistir así el culto contemporáneo de la hipervelocidad y la hiperconexión. La crítica recuerda, en su prosa a la vez compleja y transparente -incluso didáctica-, que Walter Benjamin afirmaba que hacia 1840 algunos parisinos salían a pasear tortugas con correa, para enfrentarse a su manera al progreso y “contrariar las urgencias del productivismo capitalista”. Los artistas más necesarios hoy son aquellos que están buscando esas tortugas que nos permitan “abrir el presente a otros tiempos”. El desafío consistirá en encontrar el tiempo para escucharlos. 

jueves, 19 de octubre de 2017

La nueva novela de Maximiliano Barrientos

La violencia total: primeros
apuntes de En el cuerpo una voz


El próximo número de la revista literaria 88 grados -ya a punto de entrar a imprenta- incluye un amplio dossier sobre Maximiliano Barrientos, a propósito de su nueva novela editada por El Cuervo y que mañana viernes 20 se presentará en La Paz. Va un brevísimo adelanto para animar a la gente a asistir al lanzamiento y comprar este excelente libro.



Martín Zelaya Sánchez

¿Santa Cruz apocalíptica? Algo pasó y ya no hay Estado ni civilización tal como los conocemos. Grupos armados -“brigadas” de forajidos-, controlan la ciudad y las provincias y la población está a merced de sus disputas, saqueos e inimaginables caprichos.
Dos hermanos -Rodolfo, quien lleva la voz narrativa, y Pancho, que está malherido- huyen de El General y su turba. Tras leer “Fuselaje”, la primera de seis partes de En el cuerpo una voz (El Cuervo, 2017), la nueva novela de Maximiliano Barrientos, me es imposible no remitirme a La Carretera de Cormac McCarthy: hambre, devastación, miseria humana, violencia total.
La atmósfera de desasosiego e incertidumbre se respira en cada párrafo, no solo por lo que el narrador protagonista cuenta; sino por el diseño mismo de la novela, por las acciones, por la habilidad del autor para relatarlas, por las palabras elegidas, su orden y engranaje en frases y oraciones tan necesarias e imprescindibles una como otra en el universo concebido no solo de “Fuselaje”, también de “Churrascos”, la segunda parte, relatada ya por un narrador externo.
Cuando la lucha diaria es, en verdad, por seguir vivos -en medio de escasez total, hambruna, masacres y canibalismo- muy pocos se resisten a la vorágine, muy pocos pueden mantenerse dentro de los códigos de la civilización.

Cuenta Rodolfo:
“No sabía ninguna canción, ningún rezo, nada que decir o hacer en una ocasión como aquella. Bebí y callé. Permanecí allí, pensando en el sueño, tratando de darle voz a mi madre, pero su voz había desaparecido. Tras la muerte de mi hermano, ella se convirtió en una mujer que nunca fue madre de ningún hijo, se convirtió en un nombre que no me ligaba a nada que hubiera perdido, a ningún lugar al que añorara volver.
Me puse de pie y bebí otro trago más hasta sentí que la garganta se cerraba. Todo era monte alrededor, por donde fuera que mirara la vegetación era la misma.
Ruidos de aves, insectos, animales que a esas horas salían a cazar.
Entre todos esos ruidos, otros: pisadas, voces.
Me interné en el monte, ya sin miedo, con algo que no era solo mi hermano en la cabeza, pensando en el sabor de la salchicha derritiéndose en la boca. Recreaba el sabor porque sabía que si no me mataban en unas horas más volvería a sentirlo bajo la lengua y en el paladar, expandiéndose por la garganta, hasta extinguir la rabia, hasta extinguirla por unos minutos…”.

En una parte de un diálogo de largo aliento, Maxi habla de esta su obra:

- Se me ocurren algunas palabras y términos que se impregnan a lo largo de esta novela: transgresión, instinto-naturaleza humana, trauma, cicatrices, memoria…

--Tenía ganas de escribir una historia de venganza, tema que había aparecido en la primera parte de La desaparición del paisaje, y en el cuento “Sara”, de Una casa en llamas. Tenía esas ganas pero no tenía nada más y con esa idea no podía ponerme a escribir, hasta que una tarde, mientras iba en un micro por Los Pozos, vi a la gente amontonada en las calles y se me vino esta imagen: una tamborita tocando para unos soldados mientras hacen un churrasco, con la diferencia de que en vez de carne de vaca habían seres humanos descuartizados, echados sobre las parrillas. Pensé en una tarde calurosa y en ese ambienta de fiesta típico de los carnavales. Ese fue el detonante. Ahora sólo tenía que ver cómo podía unir la idea de la venganza con esa escena. Era poco pero al menos era un principio. El resto fue una cuestión de resolver la estructura y la novela se fue escribiendo sola. Me costó, ya que escribí la primera parte y luego me quedé corto. Pensé en dejarla como un cuento largo, pero cuando resolví ciertas cuestiones de estructuras que atañen a la temporalidad, lo otro fue surgiendo. Leonora, la editora de Eterna Cadencia -que sacará la novela en febrero-, me comentó tras leer el manuscrito lo siguiente: “la novela trabaja la naturalización de la violencia”. Creo que eso es acertado. La violencia no es el conflicto, es un escenario, es el medio donde sucede lo otro. 

domingo, 18 de junio de 2017

Reseña

El virus de la religión

Apuntes en torno a Los días de la peste (Malpaso, 2017), la nueva novela de Edmundo Paz Soldán.


Martín Zelaya Sánchez

“¿Creaste al hombre que te hizo y al hacerlo le diste un conducto para crearte como diosa? ¿O eres una simpe estatua y es mi fe la que te convierte en otra cosa?” (Pág. 39). Esta interrogante de la Jovera -una prostituta decadente- uno de los treinta y pico personajes de Los días de la peste, muy bien puede sintetizar la esencia de la nueva novela de Edmundo Paz Soldán que acaba de salir en España con Malpaso y que pronto editará en el país Nuevo Milenio.
Una honda reflexión sobre la fe y la religión, sobre su rol capital en el desarrollo histórico de la humanidad (¿la involución en la evolución?), es el eje de esta obra en la que el autor trabajó los últimos tres años y en la que, por lógica interrelación, también se habla de corrupción, violencia y marginalidad.
Separado, ora por completo, ora no del todo, del universo plasmado en su anterior novela y en su reciente libro de cuentos (Iris y Las visiones, respectivamente), Paz Soldán recala en un realismo anclado en una ambientación incierta (Los Confines, provincia recóndita de un país latinoamericano indeterminado) y en un aparente futuro mediato lo que, de la mano de una devastadora epidemia que trasciende toda la trama, connota un cierto cariz apocalíptico.
Ambientación incierta, decíamos, aunque en los hechos, bien puede advertirse más bien todo lo contrario: las 325 páginas de la novela -salvo contadas referencias a una olvidada y decadente ciudad- se desarrollan en La Casona, una cárcel ciudadela, un microcosmos tan infinito que de no conocer los bolivianos el penal de San Pedro de La Paz, bien podríamos dar por disparatado o puramente ficticio. Aun así, es difícil no ligarlo con el Brincadero de La torre y el jardín de Alberto Chimal: un edificio imposible, multidimensional, eterno. Puestos a hablar de referencias, si bien una reseña del libro aparecida en España bien lo emparenta con Lituma en los Andes, de Vargas Llosa, se me ocurren mejores vínculos con El señor Presidente, de Asturias: la capacidad de abstraer el estado límite mental y espiritual ante el horror de la prisión y la tortura-, y Ensayo sobre la ceguera, de Saramago: la extrema decadencia física y moral.
En una atmósfera casi aislada y hermética (otra relación con Iris) se filtran algunas referencias mundanas (un muñeco del Capitán América, por citar algo) y no pocos guiños a Bolivia: “…el Jefazo hace diez años que ya era Presidente” (65); “Los Confines era el lugar en que todos los noes se convertían en quizás, y las decisiones inflexibles tenían infinitas excepciones. Era la lógica del lugar y había que vivir con ella”. (232); varios bolivianismos como wawa y taparanku y una referencia cultural a las ñatitas, a través de las santitas: cráneos de animales o humanos utilizados para honrar a la Innombrable.
Resumamos: un letal virus con altísima mortalidad quiebra la rutina de La Casona, pero lejos de focalizarse allí el argumento, sirve de trasfondo al verdadero quid: la debacle real se desata cuando las autoridades regionales deciden prohibir el culto a la Innombrable o Ma Estrella, no ya solo por la amenaza de esta creciente religión para con la Iglesia Católica, sino por la afrenta que supone para los verdaderos poderes político y económico. Es así como el emergente líder opositor y religioso es “desaparecido” en el recóndito y clandestino quinto patio del panóptico.
Novela de personajes, destaca en Los días de la peste la velocidad y ritmo impuestos por la estructura narrativa: los nombres de los más de 30 personajes encabezan fragmentos, desde un par de párrafos hasta un par de páginas, que se reparten en varios capítulos divididos en tres partes.
Rigo, un nuevo reo esquizofrénico, disparatado pero lúcido cuando amerita; Lya, una adolescente rebelde y víctima por triple partida, que recorre sus últimos días en los pasillos de un presidio voluntario; Lillo, preso millonario que maneja la economía de la cárcel, y por lo tanto la corrupta y violenta cotidianidad; el Gobernador pusilánime, el Tullido líder; 43, el pederasta despreciado por los despreciables; el Tiralíneas, diler paranoico; la doctora incansable en su oficio ante su fracasada vida personal y una cuadrilla de criminales parias y guardias mediocres.
Aunque la gran mayoría de los protagonistas intervienen mediados por la voz del narrador, un par lo hacen en primera persona y Rigo -uno de los centrales- en una delirante primera persona en plural. Este diseño le permite al autor desarrollar un estilo fragmentario, suelto, ágil: frases breves, a veces palabras sueltas hilvanadas por puntos aparte, muy al modo saenzeano; es decir, logra simplificar su prosa (en el buen sentido), dotándola de claridad, fluidez y velocidad en momentos específicos como descripciones largas, escenas complejas y diálogos.
Por último, volvamos a lo primero. Edmundo Paz Soldán se confiesa “católico cultural” y ello debe tomarse en cuenta, pese a su descarnada crítica al dogmatismo religioso y a toda la corrupción, violencia, desarraigo y deslegitimación que este conlleva.
Así, los lógicos escepticismo y coherencia de la doctora -mujer de ciencia al fin-: “No había dioses ni diosas y estaba bien que fuera así. La única verdad consistía en que segundos después de su muerte ya no quedaría nada de ella. Sería cremada y no flotaría en el aire ningún espíritu que la representara”. (213), contrastan con el incomprensible (intolerable, insostenible) sinsentido del fanatismo religioso. Comenta Rigo de su particular secta, reñida incluso con Ma Estrella: “Nuestra religión nos impedía matar a ningún ser vivo y eso incluía a los virus. Todo, hasta lo más pequeño, decía la Exégesis, muestra un orden, un sentido y un significado, todo en el mundo biológico es armonía, todo melodía”. (219)
En su trance de fe promovido por la “sustancia violeta” (una suerte de ayahuasca que permite la trascendencia en un “éxtasis místico”), la Jovera llega a una epifanía simple pero crucial: “la vida es agarrarse a la cola de un cometa”. (39)
La vida… de eso trata, finalmente, Los días de la peste… de la vida desde todas sus posibilidades e imposibilidades. “El motor de la vida eran los virus. La enfermedad antes que el remedio” (111), dice la doctora. “Es nuestra culpa por desequilibrar el mundo. Vivir es desequilibrarlo” (235), sentencia Rigo.


domingo, 21 de mayo de 2017

Reseña

Jardines de Tlaloc



Un comentario del nuevo poemario de Gary Daher, presentado a inicios de este año en Santa Cruz


Mauricio Peña Davidson

La presentación de un nuevo poemario de Gary Daher es inevitablemente una experiencia gratificante, pletórica de hermandad cultural y de significación literaria. Y es que Gary hace tiempo es ya un referente de la lírica boliviana y ocupa, con toda justicia y prestancia, un sitial de honor en la literatura que viene surgiendo en el oriente. Cabe además mencionar que su poesía, plasmada en no pocas y selectas páginas, no solo revela una innegable calidad estética, sino la promesa, nunca fallida, de una caudalosa, sorpresiva y siempre renovada creatividad.
Este poemario es buena prueba de esa vocación, esa prolífica inspiración, ese generoso destino. Jardines de Tlaloc lleva el nombre de esa divinidad superior de la mitología azteca: el señor de la lluvia, del viento, del rayo y del trueno, de las altas cumbres; en fin, una poderosa deidad, con múltiples manifestaciones de su poderío cósmico, como múltiples son también los temas que Gary aborda y ofrece. Aquí encontramos mucho de novedoso, pero también la huella de una tradición, un mosaico de temas recurrentes en la poesía de Gary, una celebración de la naturaleza, de las cosas que persisten y perduran, como son la tierra, el agua, el fuego, el aire, la piedra, las aves. De igual manera, los dones que nos entrega la vida: la memoria, los sueños, la amistad, el arte, nuestros mayores, las cosas que recordamos y no queremos olvidar. Hay pues una hermosa celebración de la existencia en el mundo, aunque también se menciona lo terrible, lo oscuro, lo amenazante. Veamos algunos ejemplos de ambas caras de la medalla:

La muerte, que puede ser amiga, cuando nos “libera de la indignidad de arrastrarnos sometidos, esclavos de sistemas y de sombras”. El culto de la amistad, ya que un buen amigo es un “compañero del alma, compañero”, como escribió Miguel Hernández. La belleza, tan frágil y expuesta a la destrucción, como aquel rosal que desnudan las hormigas “ciegas por el hambre” espléndida metáfora sobre la naturaleza torpe, inocente e inhumana. Las estrellas, que nunca nos abandonan y pueden siempre señalarnos el camino, cuando en el desierto buscamos el agua salvadora.
La añorada ciudad del pasado, hoy colmena humana que ha devorado a los árboles de la antaño hermosa selva, reducida hoy a unos pocos troncos estremecidos por la humareda de frenéticas y estruendosas calles. Aquel toborochi que sabe florecer sabiamente en el otoño, y aquellos caimanes dentro del agua, que aguardan pacientemente poder apresar entre sus fauces a “la redonda y esquiva luna”. Aquel pájaro carpintero, afligido por un incendio forestal, viendo cómo el fuego consume su vivienda. Aquel río de Coroico que sigue cantando entre las piedras, que no entienden su voz, la voz del agua. El agua, que es también un espejo y puede ser la alegría de la lluvia o el horror de la inundación: gota de rocío o lágrima en los ojos de un niño. El agua, depositaria de la sal y de los rayos del sol.

Nuestro poeta, como sacerdote de un culto sagrado y misterioso, en “los inmensos jardines de Tlaloc” esa increíble deidad, celebra el mundo mágico aquel “mundo mago”, del que se preguntó Miguel de Unamuno si iría a morir con nosotros, pero que sabemos que seguirá asombrando los ojos de nuestros hijos. No sería muy errado denominar a la poesía de Gary como la poesía de la nostalgia y el asombro; pero también de la vida sencilla y la dicha cotidiana, la que ilumina las cosas de todos los días, como esa avecilla que Gary nos muestra posada en el pequeño jardín, que de pronto alza el vuelo, pero deja un aroma, una estela de alegría en el hogar, o la imagen fugaz de una sonrisa inolvidable, esa sonrisa que, en palabras del gran poeta Jorge Suárez, era apenas un destello delirante en un cielo marchándose de prisa.
Es que los buenos poetas, como Gary, siempre son capaces de encontrar y revelar la poesía en las cosas más pequeñas y en los hechos más insignificantes. Para ello, utilizan los variados recursos que la literatura pone a su alcance, para vencer las inevitables limitaciones del lenguaje humano. Porque si bien nuestro lenguaje puede alcanzar a tener gran riqueza, será pobre siempre al lado de la realidad, o de los sueños, o peor todavía, al lado de la imaginación que siempre será infinita (recordemos que, para Oscar Wilde, el mayor pecado es no tener imaginación). Esos recursos que use el poeta pueden ser metáforas, alegorías, símbolos, hipérboles, hipálages, enumeraciones y en fin todas las destrezas que han manejado los hombres de letras.
En el primer poema de esta nueva colección, poema por demás expresivo, revelador e incluso dramático, nuestro poeta se condena a sí mismo, se declara culpable ente otras cosas de haber caído en lo que llama “la vanidad de la literatura”. Pero es que gracias a esa vanidad (si en verdad lo es), pensamos nosotros, los lectores somos grandemente gratificados, es decir gratuitamente, con bellas emociones, nobles verdades y sentimientos profundos, tesoros que nunca dejaremos de agradecer, versos y líneas que guardaremos celosamente en la memoria, porque son y serán la sal de nuestra vida.

Digo esto como lector impenitente, beneficiario de obras que siempre uno puede leer y releer ansiosamente, con insaciable curiosidad, con esperanza, buscando la revelación, la frase sabia, la palabra mágica que tendrá la virtud de librarnos “del gravamen de ser lo que somos en la tierra” para usar palabras del inmenso Borges; el verso que nos libre por un instante siquiera de los “muchos infiernos necesarios, con un débil y corto recuerdo del paraíso perdido”.

martes, 25 de abril de 2017

Reseña

Memoria de lo posible



Reseña del libro de cuentos que la argentina Angie Pagnotta publicó con Peces de ciudad.


Christian Jiménez Kanahuaty 

Memoria de lo posible (Peces de ciudad, 2017) de Angie Pagnotta, es un libro de cuentos que nos muestra las dimensiones más puras del relato y del cuento en América Latina; una serie de historias que se conectan entre sí, con la intención de conformar un mosaico vital de los personajes involucrados, pero que a la vez le permite a la autora pergeñar una muestra de lo que sucede con al menos tres sentimientos: el amor, la duda y el abandono.
Se sabe que a veces el sexo se disfraza de amor y que el amor, a veces, se disfraza de sexo. Se sabe también que hay relaciones sentimentales que son solo duda y otras en las que más bien la pasión está marcada por el delirio de los celos o pautada por la imagen y las relaciones de control hacia el otro como objeto de deseo, pero también como propiedad.
Pagnotta, a pesar de mantener cierta distancia con los actores de sus tramas, no puede desprenderse de cierto cariño que demuestra al encarar las emociones que ellos, en tanto personajes, van desprendiendo, casi a manera de trazar la cartografía de las pequeñas miserias que les han dejado el amor o los malos trabajos con el paso del tiempo. Así, entonces, Pagnotta crea un escenario sensorial propicio para el cuento; un escenario en el que lo que se cuenta no es solo lo elemental: el qué y el cómo, sino que tiene el plus de la distancia propia de la objetividad analítica del narrador omnisciente, pero sin por ello sacrificar la empatía.
La implicación y la cercanía, la maestría en el manejo de las cosas en las distancias cortas, es una de las características de Pagnotta que el lector agradece. Y es por ello que el libro se lee rápidamente, pero las imágenes quedan. Es por ello, también, que tras leer cada uno de los cuentos uno siente que el mundo interior se ha hecho más cálido, y por tanto, no es extraño que retorne la vieja emoción de creer en el amor a pesar de todo.
Y es que los personajes de Pagnotta no son simples espectros: hablan, comen y viven como personas normales en una Buenos Aires que no está tan presente en sus monumentos o lugares emblemáticos, sino que está ahí, en las calles mojadas, en las noches de luces raras y en las plazas y en los cafés que son lugares comunes y corrientes donde, por supuesto, transcurre la vida y uno ni siquiera se da cuenta.
Pienso en los cuentos como fotografías. Pero también como cortos montados para ser mostrados entre series de televisión, o luego de largometrajes. Pienso en la autora pensando: “básicamente hago esto porque siento que así funciona la vida”. La vida… esa cosa extraña de la cual se filosofa tanto y de la cual se siguen escribiendo tratados desde todas las disciplinas imaginables. La vida… La vida es eso, lo que sucede mientras uno va del punto A al B., y lo que hace Pagnotta con toda la lucidez y humildad posibles es nombrar lo que vemos cotidianamente; nombrar lo que nos hace sentir. Y al hacerlo recorre un camino propio. Un camino lleno de vértigo y peligro, porque claramente en este mundo donde todo tiene aristas y filos, ser frágil no es fácil. Así y todo, Pagnotta logra rescatarse y rescatar a sus personajes del tedio y de la embriaguez del no compromiso.

Quizás por todo esto Memoria de lo posible es uno de los libros más honestos y genuinos que uno pueda leer en estos últimos años. Quizás uno se quede con un par de cuentos para leerlos de nuevo, quizás uno vuelva a la autora cuando saque un nuevo libro, quizás pase todo eso, pero lo cierto es que este libro te cambia, te devuelve algo que creíste perdido.

martes, 14 de marzo de 2017

Reseña

Un Dios niño, entre lo sagrado y lo profano



Reseña del poemario La hierba es un niño, de Vilma Tapia Anaya, publicado en 2015 por Plural Editores.


 Mónica Velásquez Guzmán 

“¿Quién es esa mujer / buscando /qué fuego?”, dijo alguna vez Blanca Wiethüchter al entrar en el espesor y en el misterio del alma humana que busca su transfiguración. Al leer el libro más reciente de Vilma Tapia: La hierba es un niño, nos parece posible la misma interrogante pues, quién es aquella situada en la humildad, encerrada en el ínfimo signo de la hierba, quién es la arrodillada, la bailante de cuerpo, quién la suplicanta por merecer la palabra y por atestiguar lo concedido… Caminar hacia la gracia, hacia el don, lo gratuito opuesto a lo necesario, lo que aparece sin causalidad y se realiza apareciendo… Ese caminar sabiendo que “el Amor está al final” pero se anuncia en cada paso es el faro de este lenguaje; lo que implica a mi entender dos rasgos centrales: el gesto de darse-recibir y la manera de habitar un lenguaje con que puede o no darse cuenta de tal atestiguar. De alguna manera los dos momentos se reflejan en la estructura de las partes del libro; cada una como una etapa o paso en el camino de transformarse.
Lejos de mamíferos con quienes no se desea ya ni “alianzas” ni “violencias”, se constata una evidente “falta de lugar” por lo que alguien, devota, se vacía de significados y se vuelca en el cuenco donde se apresta a recibir. Y no se trata de revelaciones sino de hierba, de niñez y de alegría, es decir de dádiva. Se asiste “al don a la epifanía” en lo nimio, lo diminuto, la partícula donde un aliento late y un niño se insinúa “en el espacio oscuro de la memoria”. (Gary Daher lo dijo con otras palabras: existe en la poética que nos ocupa un “reducto de lo mínimo” y una “sumisión a lo alto”).
Se recibe por tanto una porción de lo sagrado que exige del testigo una entrega, una renuncia al mundo, a los grandes sentidos y la única verdad para ser más bien la microscópica posibilidad de la simpleza. El epígrafe de Whitman es más que una guía, es, de hecho, una interlocución. Para el poeta anglosajón “la hierba misma es un niño, el recién nacido de la tierra”, la hierba encarna una potencia del ser y también su misterio, la hierba es también “un jeroglífico” que crece “por las más vastas regiones”, entre razas, clases, sexos, tiempos y espacios diversos, un poder que percibe y comprende desde su simpleza, al aire libre, sobreviviendo con la mínima tierra, con el mínimo aire, y cuya hoja “no es menos que el camino recorrido por las estrellas”. La hierba es invocada como el sitio donde se percibe la vida desde lo imperceptible de ella. La hierba donde surge la mínima vida y donde yacemos al morir, ambas son la morada de lo divino.
Para Vilma Tapia, se conservan esas atribuciones al elemento, esa misma hierba sobre la cual abandonarán su cuerpo un día, encarna fuertemente la potencia de ser, pues su niñez es justamente lo que insinúa posible reeditar un encuentro original, ser capaz de mirar su radiante destello. Es decir que la experiencia con lo sagrado se da en esta poética como la vivencia humilde del día a día, de un dios entre nosotros, con cuerpo y tiempo. Para mirarlo, no se postulan grandes sacrificios o castigos. Basta con atendernos en lo humano, en nuestra escala. Así, la luz divina ilumina nuestra estatura humana, pequeña, oscilante entre “arduos trabajos del día” y el don de estar vivos. Nos sostiene una certeza paradójica que encierra por igual un “sueño desmedido” pero también “vidente”. Nosotros apostamos nuestra existencia y nuestro orar en esas orillas, la que recibe y sueña ser parte de un cuerpo mayor y la que entrega un pálpito, una intuición de más-allá, una profecía; es decir la que se entrega haciéndose ella misma el cuenco donde puede aparecer lo sagrado.
Atenta dirige su mirada a los cielos, a sus bordes y desde allí a la caída palabra, exiliada como garabato, como “sílabas de obstinación”, decide buscar otro lenguaje. Sin el tópico de lo inefable de toda experiencia mística, acá la experiencia de lo sagrado se dice con las más simples palabras, las de este mundo, las de los niños y sus constantes diminutivos, las de sus inocentes preguntas, las de sus oraciones cuando intuyen deberse a un poder mayor. Y es que al recibir esa minúscula partícula de divinidad el lenguaje escucha cómo “él nos hablaba vertiente”, una vertiente que derrama sus aguas sobre el verbo humano hasta arrancar de él la luz que esperaba dar de sí, partir de “destellantes escombros” para armar con ellos los pilares de los templos internos. Y es con ese lenguaje que se puede habitar, acompañar a los otros (pues se da siempre en la forma plural), amar el amor que todo lo rige.
Si “la mística es la anti-Babel; es la búsqueda de un hablar común después de la fractura, la invención de una lengua ‘de Dios’ o ‘de los ángeles’ que palie la diseminación de las lenguas humanas” (Michel de Certeau, La fábula mística siglos XVI-XVII, Universidad Iberoamericana, México D.F., 1994: 189), Tapia nos hace pensar si tal lengua más que sanar o devolver unívocamente un ser completo podrá armar una parcial luz de farol, de estrella de san juan, de vela palpitante hecha de restos, para iluminar, pues justamente es capaz de escuchar entre lo dicho lo silenciado, lo sugerido, lo Dios detrás de cada silencio entre las palabras humanas. O, de nuevo en palabras de Certeau, la palabra mística “es un artefacto del silencio. Produce silencio en el rumor de las palabras” (182). Ese silencio, en esta poética es un agradecimiento, una constatación de la experiencia sagrada en lo pequeño de nuestro diario vivir, en el lenguaje de este mundo, sea o no la palabra de dios. En todo caso y nos basta, es su susurro. Uno audible para quien “custodia el misterio” hincadas las rodillas en las palabras “devoción” y “confianza”.


lunes, 20 de febrero de 2017

Reseña

Soberana sin escolta



Texto leído durante la presentación, la semana pasada, del poemario Tania en flor (Plural) de Sulma Montero.


Marco Montellano 

En su didáctico ensayo, Cómo leer un poema, Terry Eagleton plantea que “no todas las declaraciones críticas tienen que consistir en un qué en los términos de un cómo, mas se puede afirmar que el acto prototípico de la crítica es exactamente ése”.  Esto, continúa el crítico inglés,  parecería más cierto para la poesía, género literario que se podría definir como aquél en el que forma y contenido están íntimamente imbricados. La poesía revelaría la verdad secreta de un escrito literario: la forma es constitutiva del contenido y no un mero reflejo de este.
Percibir el qué del contenido en los términos del cómo no significa necesariamente verlos como una unidad armoniosa. Se trata más bien de atender a la construcción del objeto, a cómo se enlazan las vigas del artificio y si este es logrado, con mayor o menor destreza, trabajo, entrega, y algo de la suerte que robustece a la intuición.
Partiendo de esta idea básica, me detendré en algunos aspectos de Tania en flor, el poemario de Sulma Montero. Se trata de 18 poemas cortos de versos breves -salvo los dos últimos, presentados en prosa preciosista y concisa-, que producen efecto poético en el matrimonio de su simpleza formal con la intensidad mística, sagrada y sensual, de su contenido. 
Volviendo a Eagleton, podemos afirmar que un poema constituye las cosas mismas de las que trata, que se curva sobre sí mismo. La palabra que define este proceso es “ficción”. En el poemario de Montero, esta se crea sobre el autorretrato desnudo y el convite generoso a participar de las reflexiones -íntimas a la vez que cotidianas- de un personaje: Tania, quien está en flor, es decir, tiene un cuerpo y tiene una voz, ambas materializadas en las páginas de libro: lo primero en los dibujos, lo segundo en las palabras.   
Se nos presenta físicamente a Tania mediante cinco dibujos a lápiz que nada tienen de ornamental. Todo lo contrario, mediante ellos se nos da rasgos inequívocos del personaje que nos habla. La cantidad de líneas achuradas que la rodean o componen nos transmite -otra vez con una simplicidad que en realidad es transparencia-, sus estados de ánimo, su emotividad. Tania tiene un cuerpo sexuado. Cuando se muestra desnuda desaparecen las facciones de su rostro, ceden ante labios y flores que adornan su vientre, que crecen en sus extremidades. También aparece vestida… pero sobre ello no es necesario que yo diga nada, pues ella misma lo explica en su poema 17: “Abro mi ropero y veo las prendas que amo, las acaricio y noto que son mías por la forma en que se mimetizan en mi cuerpo”.
La voz poética también se define a sí misma en el ejercicio de la escritura. Ejemplifico con fragmentos del poema 8: “Busca la profundidad / fue la consigna / de mi ascenso / hacia la cumbre (…) Acuática y floral llegué a la cúspide. (…) Ahora soy una mujer / que adivina el sueño / de la tierra / y tiembla / de amor”. La voz poética realiza una declaración estética y  ontológica, de su condición de mujer. En Tania… la individualidad del ser femenino predomina, es cálida, exultante a momentos.
Quizás porque tengo la suerte de estar estudiando la poesía de Jesús Urzagasti -es decir, a riesgo pleno de mi subjetividad lectora-, lo intuyo en el tono, en la sensible emotividad y en los silencios preñados de sentido de algunos poemas de Tania en flor, como el que sigue: “Al fondo de los rayos de miel dorada / un paisaje inagotable me embriaga. / Expande su perfume floral el alba / asciende el día de belleza anaranjada / y en el lago de sombras azuladas / siento el aliento secreto de mi alma”.
Esta relación, no obstante, no se me presenta en términos de influencia, puesto que la impronta en la poesía de Sulma es nítida, femenina y personalísima. Quizás, tanto en la literatura como lo fue en la vida, veo en esos versos un sentido de comunión: comunión en la contemplación gozosa y trascendental de la naturaleza, siempre desde dentro de ella; comunión en el respeto y asombro por el misterio sabio del silencio.  
La poesía nos concedería la experiencia efectiva de ver que el significado toma forma como un proceso, en vez de presentarlo simplemente como un objeto acabado. El libro que tengo en mis manos nos entrega con honesta generosidad ese proceso vital y creativo llamado Tania, una mujer que habita en su cuerpo y es dueña de las palabras que la constituyen:

                                   En la brisa de esta noche
                                   todo es indescifrable.
                                   Tu ser misterioso
                                   se ha posado en mí.
                                   Ahora nada me es ajeno
                                   Mi intimidad reina.

                                   Soy una soberana sin escolta.

domingo, 15 de enero de 2017

Reseña

Un aplauso para el presentador



Elogio de la pérdida es el nuevo libro del escritor argentino Ariel Idez. Una obra deliciosa que combina presentaciones imposibles de once obras improbables.


Nicolás G. Recoaro 

Ya lo dijo Borges en un célebre epílogo, la presentación de un libro es siempre una ficción o un imposible. Requiere dosis parejas de maestría, destreza y una pizca de pericia para analizar una obra y a la vez darle la bienvenida, pero siempre cuidando no anticipar la trama a quienes todavía no la han leído.
En la presentación de su nuevo libro Elogio de la pérdida y otras presentaciones, publicado por InterZona editora, el escritor y periodista argentino Ariel Idez plantea una de las reglas básicas de este género literario menor, muchas veces ninguneado: “¡Muchachos, hay que hablar del libro! Sin espoilear, por supuesto, hay que contar de qué se trata, cómo surgió, de qué materiales está hecho”. En lo que respecta a presentaciones de libros, Idez conoce el paño como pocos. Las fronteras del género, desde el under hasta el mainstream. En sus mejores épocas, llegó a presentar un libro por semana. Se sabe, en Buenos Aires florecen las editoriales independientes. Un día, algo cansado, decidió dejar de presentar libros de otros, con el propósito de escribir el suyo. Así nace esta obra.
El nuevo libro del autor de la novela La última de César Aira (2012) y de los cuentos de No vas a ser astronauta (2010) y Luz y fuerza (2014) es una suerte de antología engordada por presentaciones imposibles de 11 libros improbables. Desde los poemas argentinos de un poeta chino que se gana el pan atendiendo una fiambrería al fondo del supermercado “Felicidad” en el barrio de San Telmo, pasando por el manifiesto del Movimiento Internacional de Acción Inutilista, los covers del sagaz plagiador serial Aaron Medina y el vanguardista ebook cuyos párrafos van desapareciendo a medida que se avanza en la lectura. Sin olvidar Caída libre, el poemario del mayor Velazco, un paracaidista que eterniza en verso cada uno de sus saltos, y las andanzas y desandanzas de un presentador conchabado para satisfacer las demandas de un millonario autor de la obra El dinero para mí no es un problema.
Elogio de la pérdida es un libro delicioso, por momentos mordaz y sobre todo muy divertido. Una antología ficticia que puede dialogar sin preámbulos con el primer Bolaño de Literatura nazi en América y también con el clásico Vidas imaginarias de Marcel Schwob. El libro de Idez es un artefacto literario raro que, como afirma Osvaldo Baigorria en la contratapa del volumen, “reivindica el goce de escribir contra la demanda y la obligación del éxito”. Y por eso es bueno darle la bienvenida.


viernes, 30 de diciembre de 2016

Reseña

Camarada perro: Víctor Hugo
Viscarra y Omar Guzmán


Comentario de la novela de Guzmán que tiene como personaje al desaparecido escritor paceño.




Virginia Ayllón 

Hace pocas semanas Omar Guzmán presento Camarada perro, novela que tiene como base la vida del escritor paceño Víctor Hugo Viscarra. Sin embargo, mi lectura me ha devuelto, sobre todo, la historia de la amistad del autor de la novela con el desaparecido Víctor Hugo. Este es un signo hermoso de esta novela. Pero hay más. El Víctor Hugo que crea Guzmán parece cercano a la vida del vate paceño porque están los datos que con varios de nosotros compartió Víctor Hugo; es decir es también una novela biográfica, ensartada a través de esa amistad.
Un logro de Guzmán es eludir la hagiografía y, con acierto, no solo rehuir si no rechazar ese “mito urbano” en que ha devenido Viscarra. Por ello, la mesura en la descripción del personaje es quizá el valor central de esta novela. Ello no quiere decir, sin embargo, que esté ausente la pasión con que Viscarra enfrentaba varios aspectos de su vida, la crudeza de los hechos que le tocó vivir o, finalmente, la acidez de los ambientes que le vieron pasar.
Pero resalta la amistad entre el autor y el personaje biografiado y se trata de un sentimiento y una relación poco visitada en la literatura boliviana porque se trata de una amistad caprichosa, para calificarla de algún modo. Evidentemente, esta amistad masculina es dibujada en la novela como el fuerte vínculo entre dos seres que habitan la ciudad de La Paz de modos muy diferentes. Es como que esta amistad -como todas las que se precien de serlo- habría creado un espacio específico y único para ese sentimiento.
La amistad, a diferencia de los otros sentimientos humanos, solo es tal si elimina de su centro cualquier relación de poder. Y poder incluye, por ejemplo, la “amistad” entre colegas, o incluso entre quienes comparten un mismo arte. La posibilidad de una pega, de un ascenso, de una publicación, o de cualquier mundano rédito desdicen tal relación como amistad. Tal vez por eso algunas creencias orientales consideran la amistad como un sentimiento superior al del amor. Parece pues que la ausencia de todo poder es condición para la amistad. Más aún, la conciencia de eliminación de todo rasgo de poder sería el único camino para cimentar y alimentar la amistad.
Pienso en la novela, en la que ese Víctor Hugo pudo bien querer aprovechar la carrera académica de su amigo y éste pudo bien “sacar información” de la vida de Víctor Hugo, precisamente para obtener sendos beneficios académicos. Eso no sucedió y si algo los unía era compartir un momento, sin pasado ni futuro, la mayor de las veces con trago en medio. Contrariamente, recuerdo un pasaje de la novela, en el que una periodista se acerca como “amiga” a Víctor Hugo, incluso le ofrece un café (sic), con el único objetivo de obtener una entrevista, es decir, una “perla” periodística.
Tal vez por el peso puesto en esa amistad, la novela destina poco espacio a la relación de Viscarra con la literatura, pero esos dispersos trozos son, más que datos biográficos de Víctor Hugo, huellas del camino de un personaje de novela en su encuentro con la lectura y la escritura.
No es una hagiografía, decía, tampoco una loa, más bien parece un homenaje, no al escritor Víctor Hugo, tampoco al amigo. Mi lectura me dice que es un homenaje a la amistad.  



Reseña

El horror y el esperpento en Juan de la Rosa


Bien vale la pena refrescar la memoria con una lectura de uno de los grandes clásicos nacionales, a propósito de la reciente reedición a cargo de la BBB.




Alejandra Hubner 

La novela Juan de la Rosa (1885) -recientemente reeditada por la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia- relata la vida de un niño llamado Juan, entrecruzada por los acontecimientos históricos de los conflictos coloniales y las luchas por la independencia en el territorio boliviano, particularmente en Cochabamba, que es donde transcurre la historia.
Juan vive con su madre e ignora casi por completo, y hasta la muerte de ella, la identidad de su padre y de su familia en general, que será paulatinamente descubierta, como una verdad abominable y desgarradora, hasta el final de la obra.
Inmediatamente después de la muerte de su madre, Juan debe partir de su sencilla y frugal vivienda para ir a vivir a la casa de Teresa Márquez y Altamira, su tía paterna. Hasta ese momento, todavía no se nos ha revelado, ni tampoco a Juan, la relación exacta de estos personajes con el niño. Basta recordar que pocas páginas antes, y como sentencia de muerte de la madre, aparece el padre Robustiano Arredondo, un cura “proverbialmente obeso” (en palabras del narrador), que afirma que el niño será recibido por “la noble señora” siempre y cuando la madre renuncie a volver a verlo para siempre. Poco después el niño parte acompañado del cura Arredondo a la morada del enigmático personaje a quien Juan solo conoce como noble señora.
La casa de la señora Márquez y Altamira, descrita como un conventillo con un patio que conduce a otro patio y este a otro, es posiblemente uno de los espacios más extraños y pintorescos de la novela -exceptuando quizás la torre en la que vive recluido el padre de Juan- y su descripción nos muestra un territorio grotesco, histriónico en su fervor cristiano, decadente en su lujo y aterrador aunque fascinante al igual que los personajes que lo habitan.
En cierta medida es difícil no encontrar en todo el universo de la casa de doña Teresa Márquez y Altamira, una viuda que regenta el conventillo, un lugar repleto de hipérboles que rayan en el terreno de lo desproporcionado, lo horrendo y desfigurado. El primer rostro que aparece ante Juan es el de una sirvienta negra, descrita monstruosamente, casi como una calavera, frente hundida, pómulos muy salientes, bizca, sin dientes. El mismo toque de deformidad circense ocurre con la mayoría de los personajes adultos que recorrerán la casa de Teresa, ahondando aún más en la idea de una especie de linaje decadente y maldito.
En el interior todo transcurre en la penumbra, Juan debe hacer esfuerzos para poder ver lo que está frente a él. El aire se define como irrespirable, cubierto de un humo permanente producido por los cigarros de doña Teresa, a modo de una neblina eterna e inexorable que cubre la casa.
Sin duda el escenario lúgubre del lugar se mantiene a lo largo de todas sus apariciones en la novela, sin embargo, es interesante notar el momento iniciático -el ingreso y la salida definitiva de esa casa, propulsada en el primer caso por la muerte de la madre y en el segundo por la de Fray Justo, hechos que marcarán el quiebre de una etapa de inocencia en Juan a una de pleno conocimiento- en el que se hace el descubrimiento de la morada.
Entre uno de los episodios notables de las primeras impresiones de la llegada del niño -además de las descripciones de la casa en sí misma, con un portón que tiene pintado a un león que parece una vieja haciendo un gesto horrible y un retablo lleno de santos vestidos de oro- aparece el encuentro de Juan con los  hijos de Teresa. La primera vez que los ve, su presencia es casi espectral, él se encuentra parado en la puerta de una sala, los niños entran con sus criadas, comen, tiran sus sobras y se van. El juego es doble, ¿son ellos recuerdos de una forma de vida que está a punto de desaparecer, o es él el fantasma de las vidas extintas de sus progenitores (si bien el padre aún no ha muerto)?
El personaje posiblemente más grotesco de la novela es el zambo Clemente. Descrito por el tío Alejo como “más malo que Lucifer”. Clemente es el sirviente más zalamero y cruel que encuentra Juan en toda su infancia. Él lo atormentará con la idea de que un duende vive en la biblioteca y que solo los exorcismos del padre Arredondo mantienen su presencia a raya. Clemente será por excelencia el representante de una suerte de juego de máscaras -que se aplica a varios otros personajes como Teresa, el licenciado Sulpicio Burgullo o el padre Arredondo- en el que su rostro monstruoso se revela ante Juan pero se esconde en el servilismo que muestra hacia los demás.
Todo en este espacio apunta a crear un ambiente violento, donde nada es lo que parece. Esta situación solo irá acrecentándose a medida que se desenvuelve el relato, con una de las escenas más descarnadas, que es el punto más álgido del horror vivido en la casa de la señora Márquez y Altamira: el asesinato del pongo a manos de las tropas realistas, y su cadáver bañado en un charco de sangre a los pies del cuadro del arcángel San Miguel, que parece hallar un eco en el perro muerto a la entrada del camino que conducirá a Juan donde su padre.
Cuando Edgar Allan Poe escribía sus cuentos casi siempre hablaba de personajes con facultades hipersensibles, oprimidos por un espacio tétrico cubierto de locura y muerte, capaces de percibir y descubrir una realidad terrible, omisa a los ojos de los demás; Juan, dentro el universo de su ascendencia paterna no solo encontrará algo similar sino que también encarnará ese sentimiento, en sus propias palabras: “Creo que hay no sé qué facultad de adivinación que aún no conocemos, pero que se revela de ese modo en muchas personas de un temperamento nervioso como el mío”.