Un Dios niño, entre lo sagrado y lo profano
Reseña del poemario La hierba es un niño, de Vilma Tapia Anaya, publicado en 2015 por Plural Editores.
Mónica
Velásquez Guzmán
“¿Quién
es esa mujer / buscando /qué fuego?”, dijo alguna vez Blanca Wiethüchter al
entrar en el espesor y en el misterio del alma humana que busca su
transfiguración. Al leer el libro más reciente de Vilma Tapia: La hierba es un niño, nos parece posible
la misma interrogante pues, quién es aquella situada en la humildad, encerrada
en el ínfimo signo de la hierba, quién es la arrodillada, la bailante de
cuerpo, quién la suplicanta por merecer la palabra y por atestiguar lo
concedido… Caminar hacia la gracia, hacia el don, lo gratuito opuesto a lo
necesario, lo que aparece sin causalidad y se realiza apareciendo… Ese caminar sabiendo
que “el Amor está al final” pero se anuncia en cada paso es el faro de este
lenguaje; lo que implica a mi entender dos rasgos centrales: el gesto de
darse-recibir y la manera de habitar un lenguaje con que puede o no darse
cuenta de tal atestiguar. De alguna manera los dos momentos se reflejan en la
estructura de las partes del libro; cada una como una etapa o paso en el camino
de transformarse.
Lejos
de mamíferos con quienes no se desea ya ni “alianzas” ni “violencias”, se
constata una evidente “falta de lugar” por lo que alguien, devota, se vacía de
significados y se vuelca en el cuenco donde se apresta a recibir. Y no se trata
de revelaciones sino de hierba, de niñez y de alegría, es decir de dádiva. Se
asiste “al don a la epifanía” en lo nimio, lo diminuto, la partícula donde un
aliento late y un niño se insinúa “en el espacio oscuro de la memoria”. (Gary
Daher lo dijo con otras palabras: existe en la poética que nos ocupa un
“reducto de lo mínimo” y una “sumisión a lo alto”).
Se
recibe por tanto una porción de lo sagrado que exige del testigo una entrega,
una renuncia al mundo, a los grandes sentidos y la única verdad para ser más
bien la microscópica posibilidad de la simpleza. El epígrafe de Whitman es más
que una guía, es, de hecho, una interlocución. Para el poeta anglosajón “la
hierba misma es un niño, el recién nacido de la tierra”, la hierba encarna una
potencia del ser y también su misterio, la hierba es también “un jeroglífico”
que crece “por las más vastas regiones”, entre razas, clases, sexos, tiempos y
espacios diversos, un poder que percibe y comprende desde su simpleza, al aire
libre, sobreviviendo con la mínima tierra, con el mínimo aire, y cuya hoja “no
es menos que el camino recorrido por las estrellas”. La hierba es invocada como
el sitio donde se percibe la vida desde lo imperceptible de ella. La hierba
donde surge la mínima vida y donde yacemos al morir, ambas son la morada de lo
divino.
Para
Vilma Tapia, se conservan esas atribuciones al elemento, esa misma hierba sobre
la cual abandonarán su cuerpo un día, encarna fuertemente la potencia de ser,
pues su niñez es justamente lo que insinúa posible reeditar un encuentro
original, ser capaz de mirar su radiante destello. Es decir que la experiencia
con lo sagrado se da en esta poética como la vivencia humilde del día a día, de
un dios entre nosotros, con cuerpo y tiempo. Para mirarlo, no se postulan
grandes sacrificios o castigos. Basta con atendernos en lo humano, en nuestra
escala. Así, la luz divina ilumina nuestra estatura humana, pequeña, oscilante
entre “arduos trabajos del día” y el don de estar vivos. Nos sostiene una
certeza paradójica que encierra por igual un “sueño desmedido” pero también
“vidente”. Nosotros apostamos nuestra existencia y nuestro orar en esas
orillas, la que recibe y sueña ser parte de un cuerpo mayor y la que entrega un
pálpito, una intuición de más-allá, una profecía; es decir la que se entrega
haciéndose ella misma el cuenco donde puede aparecer lo sagrado.
Atenta
dirige su mirada a los cielos, a sus bordes y desde allí a la caída palabra,
exiliada como garabato, como “sílabas de obstinación”, decide buscar otro
lenguaje. Sin el tópico de lo inefable de toda experiencia mística, acá la
experiencia de lo sagrado se dice con las más simples palabras, las de este
mundo, las de los niños y sus constantes diminutivos, las de sus inocentes
preguntas, las de sus oraciones cuando intuyen deberse a un poder mayor. Y es
que al recibir esa minúscula partícula de divinidad el lenguaje escucha cómo
“él nos hablaba vertiente”, una vertiente que derrama sus aguas sobre el verbo
humano hasta arrancar de él la luz que esperaba dar de sí, partir de
“destellantes escombros” para armar con ellos los pilares de los templos
internos. Y es con ese lenguaje que se puede habitar, acompañar a los otros
(pues se da siempre en la forma plural), amar el amor que todo lo rige.
Si
“la mística es la anti-Babel; es la búsqueda de un hablar común después de la
fractura, la invención de una lengua ‘de Dios’ o ‘de los ángeles’ que palie la
diseminación de las lenguas humanas” (Michel de Certeau, La fábula mística siglos XVI-XVII, Universidad Iberoamericana,
México D.F., 1994: 189), Tapia nos hace pensar si tal lengua más que sanar o devolver
unívocamente un ser completo podrá armar una parcial luz de farol, de estrella
de san juan, de vela palpitante hecha de restos, para iluminar, pues justamente
es capaz de escuchar entre lo dicho lo silenciado, lo sugerido, lo Dios detrás
de cada silencio entre las palabras humanas. O, de nuevo en palabras de
Certeau, la palabra mística “es un artefacto del silencio. Produce silencio en
el rumor de las palabras” (182). Ese silencio, en esta poética es un
agradecimiento, una constatación de la experiencia sagrada en lo pequeño de
nuestro diario vivir, en el lenguaje de este mundo, sea o no la palabra de
dios. En todo caso y nos basta, es su susurro. Uno audible para quien “custodia
el misterio” hincadas las rodillas en las palabras “devoción” y “confianza”.
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