Poéticas de Marianne
Hugo –el autor- y Marianne, su musa, su eterna y silenciosa interlocutora, esta vez recorren Buenos Aires, a la sombra de Borges y otras facetas argentinas.
Hugo Rodas Morales
La ciudad vacía,
bella en el verano, con el viento tibio que viene del río (…). Los populistas
antiintelectuales con su oportunismo, pragmatismo, fetichización de la
eficacia. “Cualquier poder siempre es más racional que cualquier razón política
que no esté en el poder o no lo tenga” (Walsh).
Ricardo Piglia: Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices
¿Por
qué desde el primer instante esta curiosidad por tu modo de abrazar el silencio?
Este era “el punto”, el que disparó mis insomnios, cara, mis vueltas sin motivo
aparente en la cama a las que tan pronto te acostumbraste, más dúctil al
misterio, a la ausencia de explicaciones tan innecesarias para seguir.
Me
importaba ese nacimiento de nuestras mezcladas percepciones, con razones tan
diversas en su dirección como las de una raíz. Y no por darle un peso fundacional
de hora cero, sino como ese lugar único de un plano mayor, desde el cual
entender la dilatada esfera de la vida social en riesgo: cada día contigo como
un día menos del indiferente mundo; no una egoísta autoafirmación, sino el
valor del signo recibido en aquel mediodía en que decae invierno y se sugiere
el verano, día de agosto con octubre, Marianne.
Es
cierto que aquí escribo algo que se cumple mejor sin palabras, como en el
murmullo aparentemente sin concierto pero realmente de mensaje con destinatario
entre los pájaros al atardecer y cuando amanece. Entonces por qué -dijiste. Entonces
“método indirecto” te contesté, como el que asoma en la traducción de Rafael Di
Muro… -un momento, busco ese libro de 1974… Qué apellido apropiado Di Muro, no se
diga el de la editorial bonaerense La Rosa Blindada, -cuando aún no existías como
Marianne-; rosa sin porqué de Silesius, rosa cúbica de Ángel Valente, peregrina
paloma imaginaria de Jaimes Freyre, rumbo a Buenos Aires...
Aquí
está, una traducción del capítulo XVII de Truong Chinh sobre Liquidar las tendencias erróneas -“de
eso justamente te quería hablar” Marianne, como decía cierta publicidad de 1989
en los cines porteños-, idea resumida así: “No entienden ni jota de lo complejo
del proceso de esta guerra: el enemigo está ganando, pero sus éxitos lo
conducen a su derrota. Estamos perdiendo, pero los reveses nos abren el camino
de la victoria. (…) Si capitulamos o aceptamos un compromiso, nos dejaremos
desarmar” (La resistencia vietnamita vencerá, págs. 125-126).
Nunca
es visible al principio esa jota, no se trata de si existe en el idioma vietnamita
o es obra de la traducción de Di Muro. ¿No fue ese aire, para ti nuevo, el que motivó
tu respuesta sin espoleta a mis mensajes en “seguidilla” (horrible vocablo del
doctor Sumayresta)? Canónicamente se me ocurrió llamar a Borges y su dragón
escandinavo, en un avance lateral hacia la rosa de tu corazón, y fue anonadante
descubrir que tu enojo, pidiendo tiempo para poder reflexionar sobre “los pibes
alemanes”, no aludía a lejanos amigos tuyos sino propiamente a Marx y Engels, a
los que -palabra de honor, sinónimo de lo sagrado que exhumo de mi pasado
boliviano- jamás hubiera pensado como tales.
En
ese tránsito tu-yo, por ese instante sin-miedo, con-vietnamita, era posible
remontar la inmadura posición, según la cual el único lenguaje y consigna real entre
una guevarista y un socialista era “guevarismo o socialismo”. Eso abrió otro
marxismo, un horizonte en el que tú sabes que yo sé, y yo sé que tú sabes. Algo
latente en la reserva de tus ojos y que emanaba sin ser solo tuyo; algo relacionado
a los “pibes” aquellos; continuación de la historia como fuerza dialéctica de
la negatividad, que siempre comienza por verse como lo que no es y no termina
sin volver a comenzar.
Era
la flor anónima de aquello que tú inicialmente, quizá por externalidades
capitalistas del momento (el enfado de trabajar a disgusto), no viste: no el
dragón, ni el oro que cuida y que no vale su peso; no Escandinavia con su dios
Thor, el nuestro de todos los jueves (como el que ocupó a Alberto de la UNSAM el
traslado mío de Ezeiza al hotel); no el triunfo vietnamita sobre tres tristes
imperialismos, con su técnica guerra prolongada y un procedimiento semejante al
indirecto de Borges, al “manejado con esplendor por Shakespeare al comenzar el
acto quinto del Merchant of Venice”, sino
el dios de tus reservas Marianne, el que acariciara a la distancia con palabras
aladas:
Cuento
los pocos días que te vi
en el número de olas del mar de
Virgilio,
esas
que se pueden dibujar desde la infancia
como
una eme invertida e interminable.
Pues
libresco o no, más allá queda el tiempo de arena
que
sin prisa pasa
para
poder desordenar o alisar,
lenta
mente
tu
cabello,
sosteniendo
entre tanto
un
oído en lo que dices
y
otro en lo que no querrías decir.
(Es
un volcán de sombras rojas la vida que aquí te llama).
“Lo
que no querrías decir” pero advertiste en los juegos de Karl y Friedrich que
compilara el libro que abrimos juntos a la distancia; lo que te preguntara yo
mismo en ese juego de “verdad o reto” buscando infructuosamente el sésamo de
los secretos; obligado al arte que cualquier vampiro, pero ningún zombi, que
merezca su “volcán de sombras rojas” sabe, mirando fijamente lo que importa: la
línea invisible de tu cuello subrayada por uno de tus dedos, las inflexiones de
tu voz en relación a la mirada, el rojo fresco de tu boca en el mercado de
Liniers:
-ahí,
en el fondo de un simple vaso boliviano,
deshidratado,
andino,
blando
de anhelo,
un
durazno gemelo al del deseo
esperó
también tu boca y tu cuello.
(Los
tuvo, si bien recuerdo).
Poética
ajena a todo populismo, incluido el que llevara al extraordinario periodista
Rodolfo Walsh de Buenos Aires a La Paz en 1971 -de tu vida de hoy a las calles previas
de tu infancia, Marianne-, para escribir, en esa tendencia errónea que Piglia criticara
detrás de Renzi, que la exigencia de Marcelo Quiroga Santa Cruz en el sentido
de socializar la economía boliviana le parecía “impaciente”. Poética que ofrece
el cuello a vampiros o lobos para desorientarlos: la que lucieras en tu defensa
de tesis, en el mismo salón en el que nos encontráramos y del que recuerdo la
puerta siempre abierta, las ventanas que no podían cerrarse, la mesa amplia en
su original rectangularidad, tu nombre en el aire, Marianne.
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