lunes, 20 de marzo de 2017

Artículo

Un museo inservible

Una crítica contra la infraestructura cultural que el Gobierno inauguró hace poco en Orinoca.



Lupe Cajías 

La Paz, 6 de febrero de 2040

 Mi querida ahijada, te escribo en este antiguo formato que al final es el único que sobrevivió seguro después de los cataclismos que vivimos los humanos en la década de los 20 de este siglo perverso.
Me preguntas si es verdad que una vez hubo un lago Poopó cerca de Oruro y te adjunto unas fotos de aquel espejo que comenzó a secarse en una etapa de nuestra historia que quiso llamarse “proceso de cambio” y que terminó con estas aguas y con los parques nacionales y reservas forestales. Es evidente que en esos años se abrió un museo donde ahora encontraste ladrillos rotos, ventanas sin vidrios y salas cubiertas por el polvo y por el olvido. Fue un vano esfuerzo que nos costó a los contribuyentes unos siete millones de dólares, equivalentes a 20 millones actuales.
Para que te des una idea, el costo anual destinado a mantener ese repositorio, a 2017, era de un millón de bolivianos para una sola construcción en un pueblo de medio millar de habitantes, casi perdido en el páramo, y por donde no pasaban ni los arrieros. Esa misma cifra recibía el Centro Cultural Plurinacional en Santa Cruz de la Sierra para atender a una ciudad de dos millones de habitantes. Recuerdo a su director intentando ser un mago para estirar el dinero y cubrir al menos unas cuantas muestras.
Ninguna actividad cultural en el país, como los festivales de teatro, los festivales de música barroca en la Chiquitania, los festivales de jazz que duraban semanas, los encuentros de cine, recibió tantos millones como el bautizado como Museo de la Revolución Democrática y Cultural. Ya para entonces no había un peso para los otrora famosos festivales culturales internacionales de Sucre y de Potosí, tan cotizados en los años 90 del siglo pasado.
Imagínate que inventaron salas, cafeterías, bibliotecas, vitrinas para repetir un solo nombre como un eco permanente, cuando se negaron recursos suficientes al obrero David Villanueva que tantos años luchó para tener un museo en el Sumaj Orko de Potosí, en esas entrañas que significaron sangre, sudor y muchísimas lágrimas. Ahí quedaron algunos objetos que él y el sindicato recolectaron para memorizar a los mineros y a los dineros que mantuvieron por siglos a esta patria.
Más allá está Pulacayo. Sus habitantes dieron donativos y objetos para hacer un museo en la frontera y mostrar la grandeza de esa mina, lugar de la firma de la famosa tesis que consagró la lucha de los proletarios. Pero el Ministerio de Culturas contestó que no tenía fondos. Por algunos años, por el esfuerzo de algunos profesores de historia llegaron allí delegaciones de estudiantes, pero pronto todo fue inútil. Ni siquiera sobrevivió el museo casa de Simón Patiño en Uncía, a pesar de otros muchos esfuerzos particulares. Quizá hubiese sido interesante completar la historia de las minas en Oruro con ese gasto que aplicaron en Orinoca solo para la vanidad de un hombre.
Muchos de los objetos que trataban de mostrar como parte de la historia de los vencidos, la historia de los originarios, ya estaban en el Museo de Etnografía y Folklore y muchos años atrás ya una mujer, Julia Elena Fortún y otras más rescataron tejidos, vestimentas y auspiciaron festivales como el de Compi, nombre que ya tú ni conoces porque está también en el olvido.
Pobres ilusos o pobres diablos que querían hacer creer que la gente llegaría en tropeles para ver unas camisetas de futbol sudadas y una gigantografía con un jugador que en realidad nunca jugó en un equipo ganador. En los primeros meses intentaron obligar a los estudiantes a tragarse horas de polvo y frío para llegar a la supuesta cumbre del antirracismo y del anticolonialismo. No hubo que esperar un cambio de Gobierno para ver el estropicio; como era de esperar, ni los costosos materiales resistieron el silencio y la indiferencia de los turistas que aman la aventura y no las copas del campeonato en Ivirgarzama. Pobres comunarios que creyeron que todos los días serían como la fastuosa inauguración con autoridades, periodistas, bailes y tragos y que sus casas se llenarían de visitantes asombrados ante el monumento de tres módulos coloridos. Nadie les dijo del fracaso de otros intentos, inclusive más lúcidos y completos.
Aunque quedaba al frente de Huatajata en pleno lago Titicaca, por donde ingresaba el 70 % de los visitantes internacionales a Bolivia, el Museo de Pariti con los últimos descubrimientos de la cultura tiahuanacota fue poco visitado y la bella estructura financiada por los suizos quedó para unos pocos investigadores. Tampoco el de Sampaya, al lado de la famosa Copacabana, aunque tenía su hotelito comunitario. Hubo peleas entre los habitantes, acusaciones para explicar por qué nadie llegaba. Fue un intento en 2009 que quedó así, como intento, a pesar de ser tan bello lugar.
Es difícil imaginar que en medio de la pobreza y de la mortalidad infantil elevada, el municipio de Escara regaló una estatua del jefazo por valor de 4.000 dólares. ¡Ay! ¿De dónde salió ese dinero, de qué Plan Municipal de Desarrollo, qué dijo la Contraloría…? En fin. Un presidente del Banco Central, emocionado, quiso compararlo con la Casa de la Moneda, con la Casa de la Libertad, para que una fundación estatal diese dinero al perdido museo del ego.

Inútil. Todo fue en vano. Siete millones de dólares, casi ocho, al agua, mejor dicho al bolsillo de arquitectos, empresarios, sastres y funcionarios. Una ilusión, un espejismo.

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