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lunes, 12 de diciembre de 2016

Obituario

Julia Elena Fortún, una mujer para recordar

Un homenaje a la memoria de la destacada gestora cultural recientemente fallecida.



Beatriz Rossells

En la noche del 5 de diciembre murió Julia Elena Fortún (Sucre, 1926). En estos tiempos en que un tema de discusión permanente es la reivindicación de la mujer, he aquí una que sentó precedentes en su vida privada y pública, entre las décadas de 1950 a 1990, fundamentalmente en el campo de la cultura.
Pocos la recuerdan hoy, pues en este país es frecuente el olvido de las personalidades que construyen, más aun si esta obra atañe a la identidad espiritual de nuestro pueblo.
Formada inicialmente en la enseñanza de la música, tomó más tarde cursos de antropología, historia primitiva, etnomúsica, folklore y otras especialidades tanto en Bolivia como en otros países, formación que la habilitó plenamente para realizar investigaciones sobre diversas temáticas, de las cuales resultaron algunos libros clásicos como La Navidad en Bolivia (1956) y La danza de los diablos (1961). Su última investigación que no pudo terminar debido a un accidente vascular, era fundamental para nuestros días: Reeducación alimentaria contra la malnutrición en Bolivia.
Pero Julia Elena Fortún no fue solo una destacada investigadora. Desde sus primeros años tuvo el ansia de crear, innovar y transformar; así, se hizo cargo del Departamento de Folklore del Ministerio de Educación (1954) espacio desde el cual inició una serie interminable de actividades, ampliándolo primero a Departamento de Arqueología, Etnografía y Folklore en 1956 y luego a Dirección Nacional de Antropología en 1962. Fue incansable en la organización de exposiciones de trajes típicos, cursos de temporada de cultura boliviana, exposiciones-venta de arte popular, entre otras iniciativas.
Fue una gestora cultural nata en lo creativo e institucional. Consideraba que en lugar de fomentar actividades efímeras era imprescindible alentar actividades planificadas para formar personal especializado. Así, inició el Museo Nacional de Arte Popular (hoy Museo Nacional de Etnografía y Folklore) en 1962, el Mercado Artesanal de San Francisco, el Instituto Nacional de Estudios Lingüísticos de Idiomas Nativos (1964), la Escuela Nacional de Folklore, el Ballet Folklórico Nacional, el Taller de Teatro, el Teatro Colectivo, y otros.
Desde la posición oficial que ocupaba y el conocimiento especializado que adquirió en estos campos, participó en múltiples reuniones internacionales en el período de gestación de las normativas internacionales de protección del patrimonio cultural de la humanidad, tema que ahora es moneda corriente para los ciudadanos.
Su máxima aspiración en torno al desarrollo cultural en el país se cumplió al crear el Instituto Boliviano de Cultura (1975) con las respectivas políticas culturales. La institución aglutinaba a todas las disciplinas artísticas y museos en torno a cinco institutos especializados. Fue una época de oro, breve, de carencias económicas y falta de atención oficial (funcionaba no en un palacio sino en la parte posterior de un restaurante chino) y su vida fue cortada por el golpe de 1980.
El célebre director del Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia, Gunnar Mendoza acuñó el término “héroe cultural” para las personalidades bolivianas que crean obras trascendentales; él mismo lo fue con la organización de ese repositorio. Hoy, a la distancia, sin retaceos ni mezquindades, podemos reconocer en Julia Elena Fortún como ese tipo de personalidad que hace tanta falta en este país: una creadora de instituciones que fomentan la cultura.
Su nombre y sus actividades están ligados a otro período de oro, olvidado, pues pensamos que solo lo que ocurre en el presente es importante y que lo acabamos de inventar; mas no así lo pasado. Me refiero al grupo de intelectuales que colaboró en la excelente revista Khana: los Mesa Gisbert, Carlos Ponce Sanginés, Augusto Céspedes, Yolanda Bedregal, Raúl Botelho Gozálvez  y muchos más. Entre ellos, estas mujeres sobresalieron pese a que recién en 1952 tuvieron derecho a votar.

Que la memoria de Julia Elena Fortún sea guardada en las instituciones culturales que tanto deben a los antecesores que dieron buena parte de su vida a la formación de lo que hoy existe. Ojalá que los actuales funcionarios de la administración cultural del Estado, especialmente del Museo Nacional de Etnografía y Folklore sepan que fue una mujer la que dio vida a esa institución, pues en el acto de homenaje organizado en su honor, brillaron por su ausencia.

domingo, 10 de julio de 2016

Obituario

En polvo te convertirás


Una crónica testimonial de alguien muy cercano a Hugo Montero Áñez, el “poeta del Pacheco”, fallecido hace pocas semanas en Sucre.




Omar Alarcón

El 8 de noviembre de 1962, en horas de la noche, se fugaron tres pacientes del Instituto Nacional de Psiquiatría Gregorio Pacheco de Sucre.
Saltaron la alta pared que separa los muros de aquel nosocomio con el parque Bolívar, y sus siluetas se perdieron rápidamente entre las sombras de los árboles. Detuvieron a uno de ellos dos días después en Santa Cruz, cerca de la base aérea, era Hugo Montero Áñez. En aquel entonces tenía 31 años y ya habían pasado 11 desde la primera vez que lo internaron.
“Hugo nunca ha estado conforme aquí”, recuerda una de las psicólogas del I.N.P. G.P., Gloria Rivera, en una entrevista hace un par de años. “Él decía: ‘tendrían que liberar a todos los locos que estamos acá y tendríamos que inundar las calles y ponernos en libertad para probar a todos los de afuera que están más locos que nosotros’. Y sus compañeros lógicamente estaban todos muy exacerbados”.
Sin embargo Hugo Montero envejecería en el hospital psiquiátrico, y moriría allí, a la edad de 85 años, no sin antes dejar una obra poética, fruto de las sombras del encierro, y de la luz de una voluntad férrea que le hacía escribir versos día y noche detrás de aquellos muros, en centenares de cuadernos y hojas sueltas. Documentos desaparecidos hoy en día.

“…Un día que el dolor me coronó con sus espinas
y la estulticia me clavó su INRI
mi alma huyó espantada gimiendo por el viento…
solo tú me arrebataste de la muerte, 
y me alzaste en tus brazos como un niño,
y mi llanto se hizo trino, madre musa”.

(Madre musa)

“Yo era un joven estudioso que me habían internado en el manicomio, hospital San Juan de Dios, porque estaba acusado de locura, tenía miedo que me traigan aquí, dicho y hecho”, me dijo Hugo los últimos años de su vida, cuando lo conocí. Él, como la gran mayoría de los pacientes del Pacheco, había recorrido todas las salas del hospital psiquiátrico hasta llegar a la de geriatría.
Nació en la ciudad de Santa Cruz (20-2-1931), donde estudió abogacía y donde después trabajó en la base aérea. Hasta aquella tarde de junio de 1951, cuando lo encontraron oculto detrás del escritorio de su oficina. Desde entonces todo cambió, fue trasladado a Sucre y durante varios años en su juventud tuvo altas y recaídas constantes, estabilizándose mucho su cuadro años después.
Sin embargo para aquellos que lo conocieron, la lucidez, inteligencia, amabilidad y sensibilidad de Hugo fueron atributos constantes de su personalidad. Podía fácilmente declamar de memoria poemas de hasta 20 estrofas de autores clásicos (en sus innumerables presentaciones Hugo nunca leyó sus poemas, siempre los recitaba de memoria); podía apuntar con exactitud fechas y sucesos históricos sorprendiendo a sus doctores; además, no le era difícil improvisar poemas y dibujos en los pasillos, para regalarlos a los visitantes; como tampoco nada le impedía ser muy  crítico con su situación de paciente y con el trato médico-psiquiátrico que recibía. 

“…Excitación nerviosa, con estos bromuros se calmará seguro.
que ridículo, doctor, es tu diagnóstico que me hace sonreír
mas tu ciencia tendría que hacer milagros para curar mi mal,
mal de los muertos”.

(Consulta médica)

Su amor por la literatura y por el arte en general (Hugo también fue conocido como dibujante, muchos de sus poemas venían acompañados con un dibujo) le ofrecía libertad detrás de aquellos muros.
Lector asiduo de las bibliotecas del psiquiátrico reclamaba a las enfermeras cuando cambiaban de lugar sus libros favoritos, y les pedía constantemente cuadernos y lápices para seguir escribiendo sus poemas. “No se separaba de sus cuadernos, eran como parte de él” recuerdan los doctores.

“En el espejo de mi alma 
veo espacios para árboles y ceibos mágicos 
que florecen y caen como pétalos…”

(Versos sueltos)

El alma sensible de Hugo nunca fue indiferente al dolor que le rodeaba y a lo adverso del destino que a él y a los otros seres les tocaba vivir. El doctor Oscar Virgo cuenta cómo aquella vez que cortaron un árbol centenario dentro del psiquiátrico para hacer una remodelación del edificio, Hugo se opuso rotundamente, y al ver que hicieron caso omiso de su petición tumbando el árbol frente a sus ojos, se puso a llorar incontrolablemente sin separarse del árbol sino hasta muchas horas después.

“…Y pienso que si tú escucharas el acento de esta música
sin que tú quisieras, movería tu corazón al huracán”.

(Mar negro)

No fue sino hasta muchos años después, gracias al trabajo de voluntarios y de personal del Pacheco que fue posible la publicación del libro de Hugo, que se presentó el 8 de diciembre de 2004 con el título de Penumbras (a pesar de que Hugo siempre quiso que se llame Panacea) en el Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia.
En la presentación, Hugo dijo “este libro es una lucha contra el TEC (tratamiento electro convulsivo) que aún se aplica a los pacientes”, mismo tratamiento que se le aplicó a él en varias ocasiones en su juventud.
En los años siguientes la salud de Hugo decayó muchísimo. Falleció después de una larga enfermedad, el 9 de mayo de 2016. Fue enterrado al día siguiente, por el conductor de una funeraria y un albañil. No hubo nadie más en su cortejo fúnebre. Cuando mi amiga y yo llegamos al cementerio, después de recibir el gentil aviso de trabajadoras del psiquiátrico, ya no quedaba nadie, y la tumba de Hugo se encontraba en blanco, sin nombre.

“Yo sé que claudicaré en algún lugar de la tierra
sin banderas ni escudos…/
…/ La ley de que polvo eres, y en polvo te convertirás se habrá consumado.
Mas desde el seno de la tierra que me asfixia no dejaré de soñar
la flor de la esperanza,
que brota luminosa
que exhala su fragancia”.

(Paz sobre la tierra)



domingo, 30 de agosto de 2015

Obituario

Emma, hacedora de palabras


Una sentida evocación/exaltación de la poeta cruceña Emma Villazón



Alex Aillón Valverde

Lo que acaba de suceder es una tragedia. Bolivia acaba de perder a una de sus poetas más importantes. El futuro de nuestra literatura pierde a alguien que estaba llamada a renovar nuestras palabras y legarnos una obra significativa. La belleza pierde. La vida pierde. La alegría pierde. La amistad pierde. El amor pierde.
Emma nos ha dejado cuando más la queríamos, cuando más la necesitábamos, cuando su luz brillaba de manera más intensa, ella que era una lámpara legítima. Hoy, el mundo es un lugar brumoso y hostil y la esperanza se ha paralizado de un momento a otro.
Sin embargo, no creo exagerar en lo siguiente: de aquí a un siglo ya no estaremos y nadie se acordará de muchos de nosotros, pero los versos de Emma Villazón crecerán y se harán gigantes, porque están destinados a ser leídos y apreciados cada vez más, tanto por la crítica (que ya ha reconocido su trabajo como una de las poetas más originales de su generación -su inclusión en varias de las antologías más importantes en el género así lo confirman) como por los lectores de habla hispana a lo largo y ancho de nuestro continente y el mundo.
Su último libro Lumbre de ciervos, editado en 2013 por La Hoguera, es un ejercicio brillante que lleva las posibilidades de nuestro lenguaje a otro nivel. Ya en su prólogo Cé Mendizábal se disculpaba por su entusiasmo al calificar a este libro como “uno de los poemarios más brillantes de esta parte del mundo en los últimos tiempos”, yo creo que no exagera, y no tendría por qué disculparse, Lumbre de ciervos es, en realidad, un libro limpio, brillante, un universo en sí mismo, un artefacto que anuncia el advenimiento de otro tiempo poético.
Los lectores del futuro y nuestra literatura tienen en la poesía de Emma Villazón un refugio seguro. Un refugio pequeño (Emma sólo publicó dos libros: Fábulas de una caída, en 2007 y Lumbre de ciervos, en 2013) pero sólido, capaz de resistir a la tormenta más dura, el huracán más pesado, el oscuro alud del tiempo. 
Alguna vez, meditando sobre la naturaleza y los tiempos de la actividad poética en nuestro medio, Emma nos dijo que los grandes poetas son para siempre. No han pasado ni dos semanas y de ahora en adelante, ella también lo es.
“De manera que primero llegó la inquietud, y luego el poema debió saber responder a eso. Digo “debió saber responder”, aunque obviamente no creo que los poemas respondan de manera definitiva a un acontecimiento crucial en nuestras vidas. Así, con el primer libro, Fábulas de una caída (2007), primero apareció un poema en el cual reconocí una voz que hablaba fuerte y que debía seguirla, darle atención y escuchar sus resonancias, que se convirtieron en otros poemas. Ahora que veo a la distancia ese proceso, creo que mi escritura pasó primero por el momento de oír una determinada inquietud, y luego por intentar responderla. Por lo que saber oír, sopesar a ciegas una inquietud oscura, una que no tiene una fácil respuesta, eso me parece muy importante. Es decir, me inclino por esa poesía que, en vez de tener búsquedas, ‘sabe oír´’ como un chamán o un yatiri el caudal de sucesos sociales e individuales que lo rodean y que todavía no tienen nombre”. (“La poesía de ayer y hoy en Bolivia”, ensayo de Villazón leído en las II Jornadas de Literatura Boliviana, 2015)
Así es la poesía de Emma, una poesía que escucha, una poesía atenta a la delicada música del universo, una poesía recatada, precisa, sin alardes ni exabruptos, una poesía que “distribuye peces en tono alto”, una poesía que se va y se disuelve “en la intersección de un pájaro”. Una poesía como ella.
No soy yo el más llamado a hacer un análisis a profundidad de la obra de una de las voces más sensibles que ha dado la poesía boliviana en los últimos tiempos. Otros ya lo harán con más autoridad y con mayor responsabilidad. Por su parte, los lectores están destinados (y tienen suerte) a descubrir sus palabras y a emocionarse y a mutar con ellas. Yo solo vengo a dejar aquí, en estas líneas imprecisas -entristecidas líneas, en todo caso-, mi humilde testimonio de que Emma Villazón pasó por este mundo, que no la merecía, como un acontecimiento maravilloso, feliz, de la creación, y que la gente que la conoció la quiso mucho, muchísimo, y eso es ya decir demasiado.

Sea la luz de los siglos y del universo contigo, Emma Raquel Villazón Richter, hacedora de milagros, mundos y palabras.

miércoles, 19 de agosto de 2015

In memoriam

Reproducimos la ponencia que la poeta Emma Villazón escribió para las II Jornadas de Literatura Boliviana. Ella participó en la mesa "Yo poeta y la poesía en Bolivia", el pasado sábado 8. Se trata de un agudo análisis introspectivo de su ser poético y de paso, de la situación actual de la poesía en Bolivia.

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La poesía de ayer y hoy en Bolivia                                   


Emma Villazón

Tremendo desafío es hablar de poesía, y más aún de lo que uno escribe, por lo que intentaré hacerlo con sinceridad, y asumiendo la dificultad que acarrea este esfuerzo por desdoblarme.
A la pregunta por si tengo búsquedas y metas a la hora de crear, pues me interesa más pensar estas búsquedas como “inquietudes” que llegan a través de la experiencia vital. Ninguno de mis libros fue planificado como un proyecto con una misión y objetivos, los poemas aparecieron como una respuesta a un acontecimiento que se transformó en una inquietud, y me interpeló durante un buen tiempo.
De manera que primero llegó la inquietud, y luego el poema debió saber responder a eso. Digo “debió saber responder”, aunque obviamente no creo que los poemas respondan de manera definitiva a un acontecimiento crucial en nuestras vidas.
Así, con el primer libro, fábulas de una caída (2007), primero apareció un poema en el cual reconocí una voz que hablaba muy fuerte y que debía seguirla, darle atención y escuchar sus resonancias, que se convirtieron en otros poemas. Ahora que veo a la distancia ese proceso, creo que mi escritura pasó primero por el momento de oír una determinada inquietud, y luego por intentar responderla. Por lo que saber oír, sopesar a ciegas una inquietud oscura, una que no tiene una fácil respuesta, eso me parece muy importante. Es decir, me inclino por esa poesía que, en vez de tener búsquedas, “sabe oír” como un chamán o un yatiri el caudal de sucesos sociales e individuales que lo rodean y que todavía no tienen nombre.
En otras palabras, ese saber oír tiene que ver con la actitud de receptividad del poeta, con la capacidad de dejarse afectar por todo lo que le llega a través de su existencia. Porque, para decirlo en unos versos, “la página del vacío aparente viene escrita/ solo hay que tactar” (Elvira Hernández). Quisiera, humildemente, poder tactar esas escrituras que me llegaron.
Siguiendo esta idea, cambiaría también el término “meta” por el de “deseo”, puesto que solo si hay carrera o proyecto, hay meta. A falta de “meta”, mi “deseo” es escribir poniendo atención en lo que veo, en lo que pasa alrededor y fuera de las fronteras, y también en lo que pasó o no pudo pasar. También quisiera recuperar el valor que tiene el acto de decir, el hecho de tomar la palabra para darla para todos. Me gustaría poder aunar la importancia de decir ciertas cosas con una conciencia bien despierta sobre cómo decirlas. Y sobre este “cómo decir”, me interesa que los poemas sean interrupciones al lenguaje corriente; en realidad no concibo a la poesía si no perturba el lenguaje, si no es capaz de, como decía Octavio Paz, constituirse en una “otra voz” que desarme los sentidos convencionales sobre el mundo, como un acto violento y de resistencia. He ahí la potencia de la poesía, en la capacidad que tiene para irrumpir entre la cháchara y poner en tensión el mundo que recibimos desde el lenguaje.        
A la hora de escribir no tengo métodos ni costumbres, quizás “manías” sea la palabra, y en realidad es solo una. Durante un largo tiempo, escribí a lápiz en cuadernos, que llenaba también con citas de poetas y garabatos, porque el papel me parecía el soporte más tolerante al largo tiempo que dedicaba a escribir y a la intimidad del acto. Escribir en la computadora me parecía un acto despersonalizado, donde el poema debía resolverse pronto. Con el tiempo, cuando algunos poemas se dieron con la computadora, descubrí que prefería el papel porque con él había escrito poemas que me gustaban, es decir, había hecho de este mi amuleto de la buena suerte. Ahora comprendo que los poemas se dan de manera misteriosa, generalmente aparecen en el papel, a veces en la computadora, no se puede predecir su aparición, solo esperarlos.
Sobre mis autores preferidos, leo con pasión a Blanca Wiethüchter, Jaime Saenz, Jesús Urzagasti y Arturo Borda, especialmente reconozco a estos tres últimos porque cada uno no solo llegó a crear un mundo único con su obra, sino que también dejó una reflexión valiosa sobre la poesía. También debo a la revista y editorial La Mariposa Mundial, que sigo desde hace años, por los raros escritores y textos que nos ha presentado, y lo sigue haciendo.
Fuera de Bolivia, he considerado como mis maestras y maestros en diferentes épocas a Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath, Emily Dickinson, Clarice Lispector, Marosa di Giorgio, Susana Thénon, Sharon Olds, Fernando Pessoa, Paul Celan, César Vallejo, Humberto Díaz-Casanueva, Leónidas Lamborghini, J. Guimarães Rosa y Héctor Viel Temperley. Y entre esa tribu salvaje, me siento especialmente marcada por la poeta rusa Marina Tsvietáieva, quien sería la luminaria de ese grupo. Tres poemas mayores, traducidos por Severo Sarduy; Cartas del verano de 1926, la correspondencia entre ella, Rilke y Pasternak; Mi Pushkin, Noches florentinas, Cartas a una amazona y El poeta y el tiempo son joyas poéticas inolvidables para mí. Si hay una voz poética que se disuelve en un mar que golpea con una música imponente, wagneriana, pero a la vez quebrada por unos guiones constantes, y con una honda sabiduría, esa es la voz de mi Marina. Frente a estos maestros, me es difícil señalar cuál ejerce influencia práctica en mi escritura, yo los veo como estrellas inalcanzables… Los lectores dirán.   
Con respecto a la historia y la actualidad poética en Bolivia, si es que hubo alguna vez una “época dorada”, entendida como aquella en la que escribieron varios poetas una obra destacada, quizás esta podría ser la década del 30 al 40 del siglo XX, periodo en el que escriben Ricardo Jaimes Freyre, Gregorio Reynolds, Franz Tamayo, Arturo Borda, Hilda Mundy, Raúl Otero Reiche, y también un Gamaliel Churata, que comparte lecturas y escrituras en tierra boliviana por entonces.
Ese periodo me parece fructífero e interesante, pues se da una conjunción entre la efervescencia de las ideas políticas de izquierda con las estéticas del modernismo, el vanguardismo y cierta reformulación del modernismo desde una veta indígena andina con Churata. No obstante, también se podría hablar de otro periodo interesante: el de las décadas del 50 al 80, con Jaime Saenz, Oscar Cerruto, Edmundo Camargo y Blanca Wiethüchter.
Pero creo que pensar en una época dorada es complicado, porque puede introducir la nostalgia por una época pasada mejor que la presente, y además genera la idea de que a cada época le corresponde su poeta, lo cual puede crear pugnas entre el viejo poeta y el poeta contemporáneo. Por ejemplo, en nuestro caso, podría plantearse que algunos lectores prefieran a Ricardo Jaimes Freyre en vez de a Saenz, o al revés, que algunos sean adoradores de Saenz, y vean en él al gran poeta, y por tanto, rechacen la poesía modernista. O también puede darse que algunos poetas, en una actitud de autodefensa de su propia obra, se propongan matar a sus antecesores, por ejemplo, a Saenz. Pero ¿son realmente auténticas estas luchas? Responderé siguiendo a Marina Tsvietáieva cuando ella lee la pugna entre el viejo Pushkin y el moderno Maiakovsky:
La afirmación “Amo la poesía, pero no la poesía contemporánea” y su opuesta “Amo la poesía, pero solo la poesía contemporánea” son equivalentes, es decir, valen poco -nada. Nadie (…) que ame la poesía hablaría así, nadie que ame verdaderamente la poesía destruirá las obras auténticas de ayer  -y de siempre- en beneficio de aquello que hoy es auténtico (…). Quien ama solo una cosa no ama nada. Pushkin y Maiakovsky habrían sido amigos, se han hecho amigos, y en realidad nunca estuvieron en desacuerdo. Las partes inferiores son hostiles, las cimas siempre concuerdan. “Bajo el cielo hay lugar suficiente para todos”  -esto lo saben mejor que nadie las montañas[1].
Siguiendo a Tsvietáieva, no es que a cada época le corresponda su poeta, los grandes poetas sobrepasan su época, están más allá de su época. En este sentido, no es que ayer hubiésemos tenido grandes poetas, los tenemos desde entonces y para siempre. Un gran poeta es para siempre. Por lo que cuando veo que algunos amigos poetas detestan a Saenz como si fuera una gran sombra sobre ellos, creo que lo que hay que hacer, si es que amamos realmente la poesía, es leer a Saenz con fervor, amar sus palabras, robarle lo mejor de él, y quemar los monumentos que se le hagan. Lo mismo con Cerruto y Jaimes Freyre.
De manera que ante la pregunta por la época dorada, creo sin más en que nuestros grandes poetas nos acompañarán por un largo tiempo.
Con respecto a la poesía que se escribe hoy en Bolivia, noto un incremento de lecturas poéticas que hace algunos años no se daba; por lo demás, hay que reconocer que estas surgen por temporada. En La Paz conozco las lecturas “Escándalo en tu barca” organizadas por Adriana Lanza; en Cochabamba, están las del Café Kafka, y en Santa Cruz, están las que se organiza en La Calleja, y las lecturas organizadas en la Feria del Libro de la ciudad. En Cochabamba, están las editoriales Género Aburrido y Yerba Mala Cartonera que publican poesía, además está el taller de poesía que dirige hace años el poeta chileno Juan Malebrán, el cual es una gran motivación para muchos chicos. Sin lugar a dudas, este aumento de lecturas públicas es positivo, compartir la poesía de manera pública siempre es necesario y será bien recibido.
En este panorama, que sigo a la distancia a través del periódico, las redes sociales y de los libros que publican los autores, veo dos aspectos no tan positivos que me parece necesario resaltar:

1. La falta de crítica sobre lo que se publica en poesía. Si bien las lecturas abiertas son una celebración de la poesía, no concuerdo en que se haga pasar cualquier texto como poesía, ni tampoco en que ser poeta signifique apelar a una fraternidad que lo que busca únicamente es establecer lazos de puro afecto con otros poetas con el único fin de proteger o difundir la propia obra. En este caso, en vez de “fraternidad” lo que se da es una suerte de complicidad y temor entre los mismos poetas para hacer lecturas auténticas sobre la obra del otro. Y no quiero que se entienda esto en un tono de enemistad hacia nadie. Pero justamente lo que esperaría de la amistad entre poetas es la honestidad -brutal, para decirlo con Calamaro. Por ejemplo, me llamó la atención en la última Feria del Libro de Santa Cruz que los organizadores solo hubiesen propuesto un coloquio sobre la narrativa nacional, pero no sobre la poesía que se está escribiendo en la ciudad y en el país. De manera que lo que más veo son lecturas públicas de poesía, y pocos espacios donde nos detengamos a conversar sobre la poesía que leemos y escribimos.   

2. La aparición de dos discursos: uno, la poesía de la certidumbre; y dos, la defensa de poesías marcadas por una identidad regional.       
Sobre el primer discurso, el de la “poesía de la certidumbre”, que surge con la antología Poesía ante la incertidumbre (2011), publicada por la editorial Visor, y que resulta una continuación de la tendencia española de la poesía de la experiencia, en 2013 esta amplía el número de sus poetas y se reedita en Bolivia. Con respecto a este proyecto, Rubén Vargas se refirió al mismo en un agudo artículo periodístico titulado “Poetas piden que paren todas las incertidumbres”, y señaló el problema de este discurso al pretender instalar ese viejo y falso dilema con respecto a la legibilidad y comprensibilidad en la poesía como un valor determinante y relacionado con la luz, frente a su opuesto malvado o negativo, que sería el de la ilegibilidad u oscuridad. Vargas dice sobre esto:
¿Cuál es la poesía de la certidumbre? Para los nuevos poetas, la poesía 1) tiene que emocionar; y 2) tiene que ser perfectamente entendible. Todo el resto -todo el inmenso resto en el que caben Góngora y Lezama Lima, Shakespeare y Octavio Paz, José Ángel Valente y Jaime Saenz, Antonio Gamoneda y tantos navegantes de la incertidumbre- son proyectos literarios que “fracasaron estrepitosamente”, “barroquismo gratuito”, “frivolidad de la moda literaria”, “juegos de estilo (…).  
Sostener que la poesía debe emocionar es una obviedad, aunque sospecho también una negligencia: el chato realismo que practican los poetas de la certidumbre es resultado de una confusión: no pueden distinguir las palabras de las cosas. Que la poesía debe ser perfectamente entendible es una ingenuidad o una necedad. Una ingenuidad si se supone que la inteligibilidad de un poema es la misma que la de una noticia de periódico o de un memorándum de felicitación[2].
El problema con este discurso es que muchos poetas jóvenes y mayores han caído en la idea de que la poesía se debe escribir de manera clara para llegar a los lectores, lo cual los lleva a defender un simplismo en la escritura que no solo daña a la poesía, sino que subestima a los lectores, como si estos fueran una masa ignorante a la que hay que entregar un texto con significados claros y unívocos.
Sobre el segundo discurso, el de la defensa de una categorización de la poesía a partir de las identidades regionales del país, es un tema complejo, pero creo que merece que nos detengamos un momento. Primero, ¿es posible hablar de una poesía boliviana?, ¿qué rasgos comunes tiene esta además del lugar de nacimiento de los poetas?, y, en segundo lugar, ¿existe una poesía cruceña, paceña, etc.?, y ¿por qué nadie reclama la poesía pandina? Personalmente, creo que lo que hay en algunos departamentos es el intento de construir estas categorías como un deseo de visibilizar a unos autores en el ámbito nacional, y que ante la imposibilidad de concebir una esencia para los corpus de esas categorías, quienes enuncian estos discursos tarde o temprano caen en el error de atribuir a las escrituras los añejos estereotipos que existen sobre las regiones. Estos desaciertos se vieron, por ejemplo, en el prólogo a la antología Poesía del siglo XX en Bolivia, a cargo de Homero Carvalho.
Y por último, con respecto a una pregunta que me hacen por ¿cuáles serían las esperanzas de la poesía en Bolivia? Me parece un poco chistoso referirme a las esperanzas, como si estuviéramos viviendo una catástrofe poética. Lo que puedo decir es que he disfrutado y disfruto mucho leyendo a poetas jóvenes que poco a poco se dan a conocer, como Giovanni Bello, Pablo César Espinoza y su Cantar, llorar, reír (2011), Iris Kiya, por el tono atrevido y el juego con la voz masculina, y Milenka Torrico, por el trabajo con la histeria femenina. Creo que en ellos germina algo potente y desestabilizador de lo que circula hoy. 






[1] El poeta y el tiempo. Barcelona: Anagrama, 1990, pp. 55 y 56.
[2] “Poetas piden que paren todas las incertidumbres”. Tendencias en La Razón. 18 de agosto de 2013.