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domingo, 4 de junio de 2017

Staccato

Beethoven y la Orquesta Sinfónica Nacional


Comentario sobre la reciente temporada de la Sinfónica Nacional a cargo del nuevo director Weimar Arancibia.

Pablo Mendieta Paz 

Con ocasión de un ambicioso y maratónico ciclo dedicado a las nueve sinfonías de Beethoven -un programa sin precedentes en Bolivia-, fue posible, a pesar del exiguo lapso de preparación, escuchar a una Orquesta Sinfónica Nacional renovada, pulcra en el dibujo sonoro, y comprensiva de la expresión y honda lógica arquitectónica que transmiten las monumentales sinfonías de Beethoven, valoradas todas, universalmente, como auténtica columna vertebral de la historia sinfónica.
A grandes rasgos, una Primera Sinfonía evidentemente influida por Haydn, aunque ya, en ella, Beethoven procura tomar distancia de la “la superficie de las cosas” que expone aquel para penetrar en lo más profundo del corazón y misterio de la vida misma; una Tercera Sinfonía, La Heroica, prístina y elocuente de altas inspiraciones melódicas, fundamenta caracteres de serenidad, equilibrio psíquico -a pesar de la sordera del músico-, y de clara y sólida construcción lógica; la Cuarta Sinfonía, un torrente de doloroso sentimentalismo del compositor (a raíz de su discapacidad física), pero, no obstante, anunciador del cercano romanticismo; la Sexta Sinfonía (La Pastoral), un poema original y deslumbrante con imágenes muy realistas de la naturaleza. Una Séptima Sinfonía que atraviesa mundos de alegría continua, como una apoteósica danza; y la Novena Sinfonía, todo un majestuoso himno universal.           
Propiciador de tan eminente programa fue el flamante director musical de la orquesta, el maestro Weimar Arancibia, músico que inició su formación como director asistente del maestro David Händel. Poco después, ya licenciado en música por la Universidad Católica Boliviana, le fue concedida la beca Fullbright con el fin de realizar una maestría en dirección orquestal en Estados Unidos.
Luego Arancibia ganó, en 2013, una audición mediante la cual la Michigan State University le otorgó una beca completa para continuar con el doctorado y simultáneamente ser profesor asistente de dirección orquestal en dicha universidad. Favorecido por estos valiosos antecedentes académicos, el maestro evidenció todo ese bagaje de alta escuela en este particular ciclo dedicado a Beethoven.
Si bien todas las sinfonías del genio de Bonn encontraron en la batuta del maestro Arancibia una certera valoración de todo lo magnífico y esencial de su música, así como un profundo conocimiento e imagen precisa de cada una (dirige de memoria), conviene referirse, para dar cuenta de ello y de su capacidad en alcanzar una concentración espiritual mayor, -esta vez con mayor hondura- tanto a la Segunda Sinfonía en re mayor, Opus 36, como a la Quinta Sinfonía en do menor, Opus 67 (Sinfonía del Destino), cuya interpretación, a juicio personal, se erigió en lo más sobresaliente del ciclo.
La profundidad sentimental de Beethoven, así como su plenitud de pensamiento transmitidas en el adagio inicial de la Segunda Sinfonía, fueron interpretadas por el maestro Arancibia con movimientos flexibles y tan sobrios como si estuviera dirigiendo únicamente con el oído, es decir escuchando intensamente lo que ocurría en cada sección orquestal. Siempre vigilante de cada una de ellas, obtuvo más adelante, en el allegro con brio, una singular transparencia de emisión que le permitió conjugar colores y planos sonoros muy balanceados.
Estos recursos técnicos hallaron elocuente expresión en el lenguaje instrumental del  larghetto, pues mediante movimientos persuasivos logró que la atmósfera apacible se sintiera por todo el recinto (el Centro Sinfónico) como una extendida paz. El maestro Arancibia, notoriamente apercibido de la fluida vivacidad del scherzo, marcó la melodía y el ritmo con armoniosas líneas ondulantes; como así lo hizo hacia el final de la sinfonía, en el allegro molto, pero con la diferencia de agregar mayor energía al ritmo en pos de un vivo y desbordante contento de que está imbuido este movimiento.
La grandiosa Quinta Sinfonía, quizás la más conocida y una de las más apreciadas entre las obras del genial músico, fue el resultado de un prolongado trabajo creador y de meditación, así como de innumerables ensayos y tanteos melódicos, armónicos y rítmicos. La pujanza intelectual y hondamente expresiva que manifiesta Beethoven en toda la obra, clásica de forma, y romántica por el contenido de esa forma, abre en músicos y profanos una potente exaltación de ánimo, cuando no una eclosión de toda suerte de emociones: un universo sonoro nacido de mente superior.
Como un exabrupto, súbitamente se exterioriza al principio del allegro con brio, un tema enérgico y muy simple de cuatro notas, pero cuyo ataque, para un director, resulta complejo. No obstante, el maestro Arancibia dibujó con la batuta una figura justa, maciza, asociando unidad matemática y musical, lo cual dio la tranquilidad necesaria para controlar a la orquesta en el desarrollo de un lenguaje musical en el que se combinan contrapuntos, imitaciones melódicas o rítmicas, momentos de cuerdas, momentos de vientos, en solo o en tutti.
El maestro Arancibia, haciendo énfasis en una pulsación de movimiento lineal y horizontal -al estilo de un Kirill Petrenko-, halló la elocuencia vital como para que la orquesta, ya en el andante, se exprese en absoluta consonancia con sus gestos. Tanto el scherzo (allegro), de color romántico, así como el allegro final, de vigorosos efectos,  fueron ejecutados, pese a la atmósfera distinta, como ráfagas de fuego en que el diálogo entre director y orquesta fue fluido y vibrante.

Sin duda que todo el ciclo dedicado a Beethoven fue un suceso digno de destacar y aplaudir, no solo por tratarse de una iniciativa sin precedentes, sino porque la Orquesta Sinfónica Nacional recobra el rol protagónico de elenco principal de la música en nuestro medio. Y ello es posible por el profesionalismo y excelencia de un joven director como es el maestro y doctor en música Weimar Arancibia, y de los encumbrados artistas de la OSN, auténticos paladines del arte guiados por un profesional de categoría como lo es su director ejecutivo, artístico y concertino Christian Asturizaga. Vale, por último, enfatizar en el buen trabajo de la Sociedad Coral Boliviana dirigida por Ana Agramont.

domingo, 7 de mayo de 2017

Staccato

Gesualdo y su crimen de honor

Una semblanza del controversial músico renacentista italiano Carlo Gesualdo.


Pablo Mendieta Paz 

Carlo Gesualdo, príncipe de Venosa y conde de Conza, fue un compositor italiano de música polifónica, profana y religiosa de fines del Renacimiento. Representante del madrigal en todo su apogeo junto a otros insignes creadores, marcó la historia de la música tanto por su vida excesiva como por sus composiciones, muchas de ellas consideradas como las más innovadoras de este periodo.
Nacido probablemente en la ciudad de Venosa en 1566, Gesualdo provenía de una familia aristocrática con lazos cercanos a la Iglesia: entre sus tíos se hallaban el cardenal Alfonso Gesualdo y San Carlos Borromeo, así como el papa Pío IV. La corte napolitana de su padre, el príncipe Fabrizio Gesualdo, estaba constituida por ilustres músicos y teóricos. Naturalmente que por tan cercana relación con ellos, Carlo fue iniciado en la música a muy corta edad, especialmente en la interpretación del laúd y en la composición.
Según numerosos testimonios, Gesualdo, ya músico formado, manifestó una abierta oposición a la doctrina aristocrática de la sprezzatura, cuyo postulado advertía que toda persona de alto rango que tuviera vastos conocimientos en la materia que fuere no debía exteriorizarlos. Él, pues, en abierta contravención a ese principio, revelaría públicamente a lo largo de su existencia toda su sabiduría y todo su arte: dos libros de canciones sacras para cinco a siete voces; cuatro motetes a María; cinco libros de madrigales a capella, entre otras composiciones; y la divulgación, hacia el final de sus días, de su obra más profunda: los Tenebrae Responsoria a seis voces, en los que la figura de Cristo mártir se expresa musicalmente de una manera absolutamente personal (armonización audaz y adelantada a su época).
Hombre enigmático, de carácter dificultoso y recóndito, el velo de misterio que rodeó a Carlo Gesualdo es, guardando las proporciones, el mismo que ensombrecía los rostros de ciertos de sus contemporáneos, tales como del pintor italiano El Caravaggio (1571-1610), primer gran exponente de la pintura barroca, y del dramaturgo y poeta inglés -predecesor de Shakespeare- Christopher Marlowe (1564-1593), artistas ambiguos, brillantes, excesivos, asesinos y víctimas de muertes en extrañas circunstancias.
Estos personajes representaron los vaivenes de las incertidumbres y aspiraciones nobles, de las quimeras y la violencia renacentista, así como de las guerras religiosas, la renovación artística y la revolución copernicana, que afectaron superlativamente en la vida íntima de Gesualdo. Una vida íntima que por su matrimonio con María d´Ávalos dio nacimiento a la “leyenda negra” del compositor. Celebrada la boda el 28 de abril de 1586 en la iglesia San Domenico Maggiore, de Nápoles, el enlace terminó sórdidamente cuatro años después, el 17 de octubre de 1590, con el asesinato de María y de su amante Fabrizio Carafa, duque de Antria, ultimados con ensañamiento y salvajismo por Gesualdo quien, para perpetrar semejante crimen de honor, utilizó una espada bien afilada, una daga y un pequeño arcabuz, según atestiguó Bartodo, empleado del compositor, a la Gran Corte del Vicariato de Nápoles. El trágico fin de su matrimonio contribuyó a la posteridad de Gesualdo, que se convirtió así en el compositor asesino de la historia de la música. 
Hasta el siglo XIX, si no más, mucha tinta corrió sobre este escándalo que involucró a familias nobles y a toda la aristocracia napolitana. El hecho pronto se convirtió en sujeto poético, según el grado de compasión reconocido a las víctimas. Como ejemplo, Torquato Tasso (célebre por su poema épico La Jerusalén liberada), evocó en varios sonetos los últimos momentos de los amantes.
En el imaginario popular, el crimen de Gesualdo no fue olvidado. Tampoco él pudo impedir que el escabroso lo conviviera, hasta el fin de su vida, en un alma atormentada y pecadora. Hombre profundamente inclinado a la religión y respetuoso de la justicia divina, nació en él la necesidad de expiación de la culpa, de “cazar a los demonios”. Se sometió entonces a severas cuando no extravagantes prácticas de penitencia. La flagelación masoquista y otros ejercicios de “mortificación de la carne”, quizás mórbidos o perversos, o propios de aquella ferviente devoción, fueron su intento de castigo redentor en el epílogo de su existencia.
Ya musicalmente, y con toda la libertad de componer a su buen placer, sin obligación de responder a un mecenas (a diferencia de Monteverdi, por ejemplo), a ojos de sus contemporáneos “sus madrigales plenos de artificio y de exquisito contrapunto, a los cuales se añadían fugas complejas, se enlazaban con destreza sin igual”. Por sus últimos madrigales, los más originales por la audacia y refinamiento en su textura, Gesualdo es llamado a entrar, con genio, en la historia de la música.
Si Gesualdo fundamentalmente apareció en escena como un compositor “tradicional”, Monteverdi, su contemporáneo, impulsaba la transición del madrigal “manierista” y de la ópera por invención del madrigal “dramático”. Aquel, por lo dicho, no modificaría esencialmente las formas existentes y, según un estilo muy personal, compuso a la manera tradicional de la época; aunque, en iluminado estilo y esclarecida concepción de eminente creatividad, no pudo sustraerse más adelante a la construcción de obras basadas en cromatismos, disonancias y en rupturas rítmicas y armónicas. Todo un ilustre precursor y visionario, cuya producción sacra, tan fértil como la profana, han sido fuente inagotable para creadores del siglo XX.
Si el lenguaje precursor de Gesualdo influyó en las escuelas compositivas, es asimismo relevante la vasta literatura escrita sobre él: Anatole France evocó la muerte de María d´Ávalos en Le puit de Sainte-Claire (tentativamente traducido como El bien de Santa-Clara); la historia fue recogida también en el Madrigal del escritor húngaro Lászlo Passuth, y en Le Témoin de poussière (El indicador de polvo) de Michel Breitman (premio des Deux Magots 1986). Aunque otros autores han dedicación especial atención a la obra de Gesualdo, y a su cruel crimen de honor, no es posible citar y profundizar en todos ellos por falta de espacio.
En este resumido trabajo de la tormentosa vida de Carlo Gesualdo, y de su excelsa música, se descorre el velo de un personaje controvertido, célebre más que nada por su “crimen de honor”, cuya truculencia se menciona -valga el apunte- en una escena del film True Story (Una historia real), de 2015, en cuya cinta se escucha el dramático y alusivo madrigal Se la mia morte brami.


martes, 4 de abril de 2017

Staccato

Dietrich Buxtehude, maestro de Bach

 Una semblanza de uno de los maestros decisivo en la formación de Johann Sebastian Bach.
 

Pablo Mendieta Paz 

El 21 de marzo pasado se recordó el nacimiento de Johann Sebastian Bach, ejemplo perfecto del genio musical. Creador de obras de pujanza y grandeza supremas, cabe, por lo mismo, proyectar una sucinta apología de quien, a través de su música, fuera en cierto modo su maestro: Dietrich Buxtehude, un nombre apenas oído en nuestro medio, aunque vital en la historia de la música.
Buxtehude nació en 1637 en Helsinborg, región sueca del Sund, y se educó en Helsingor, en la parte danesa. Fue sucesor y yerno de Franz Tunder (1614-1667), aventajado alumno de Frescobaldi y pionero en el arte de tratar las voces como instrumentos de orquesta, práctica que Bach haría posteriormente. A la muerte de Tunder, Buxtehude ocupó su puesto -que ejercería por espacio de 39 años- como organista de la iglesia de Santa María de Lübeck, una de las más importantes plazas de la música alemana de aquella época.
Fue precisamente en esta iglesia donde Buxtehude creó y organizó los famosos conciertos de adviento, denominados “Conciertos de la tarde” (Abendmusik), es decir los primeros conciertos de música religiosa que se ejecutaban durante los cinco domingos que precedían a la Navidad. Estas audiciones gozaron por mucho tiempo de enorme popularidad, al extremo de que Bach recorrió a pie una distancia de algo más de 400 kilómetros, desde Arnstadt hasta Lübeck, para acudir al llamado del virtuosismo del maestro Buxtehude.
En aquel entonces, siglo XVII, la música alemana se desarrollaba bajo dos formas características: coral, o himno protestante, cuyas melodías cantadas eran acompañadas por órgano, y el estilo concertante. Como resultado de una evolución natural de la música, enlazada al desarrollo creativo de los grandes maestros de la época ambas formas, coral y concertante, en determinado momento se asociaron.
Esta reunión de elementos formales encontró en Bach a su más inspirado adepto, pues él reparó en que dicho vínculo formal contribuiría a que la música pudiera llegar al oyente no solo con sonidos de mayor y más honda construcción, sino que fueran, asimismo, placenteros en su audición; una reflexión de la cual -valga la digresión- podría haber encontrado eco más adelante en el polímata Rousseau, quien, en su faceta de músico, acuñaría la célebre definición que influiría en todo el pensamiento ulterior: “La música es el arte de acomodar los sonidos de manera agradable al oído”.
Pero ciertamente que el tránsito a tal fusión formal, y la adhesión de Bach a ella, difícilmente habrían sido posibles si la música alemana para órgano no hubiera sido precursora, decisiva y de alta perfección, merced a sus valiosos creadores e intérpretes dirigidos por Buxtehude. Ahí radica, esencialmente, la marcada y notable influencia de este músico en el genio de Eisenach.
Sin embargo, es preciso señalar que Buxtehude debió su virtuosismo y sabiduría a la enseñanza de Jan Pieters Sweelinck (1562-1621), artista flamenco oriundo de Ámsterdam, verdadero creador de la fuga para órgano. Como discípulo de la segunda generación de su escuela, Buxtehude asimiló profundamente la obra de Sweelinck hasta el punto de ir más allá y perfeccionar a tal grado el arte organístico que mereció el título de “el virtuoso más completo de este género instrumental”. 
A propósito, Philip Spitta, musicólogo alemán del siglo XIX, y editor de las obras de Buxtehude, se refiere a que “el arte del órgano, desde el punto de vista técnico, se hallaba tan avanzado en la época de esplendor de Dietrich Buxtehude, que gracias a él Bach pudo abrir un nuevo cauce, un nuevo rumbo en la música”. Prueba fehaciente de ello, en efecto, es el tratamiento del coral de Año Nuevo, Mit Fried und Freud ich fahr dahin, BuxWV76, en el que Buxtehude expone el más alto contrapunto imaginable, del que Bach rescató ciertos elementos fundamentales al momento de componer su Arte de la fuga (en la fuga en la menor imita de modo calcado, y en igual tono, el desarrollo de una fuga de Buxtehude).
Más aún. La prodigiosa música de este compositor se amplifica y repercute también en otros creadores. Su Preludio en sol menor, BuxWV 149, integrado por un conjunto de19 preludios, contiene un tema que, al margen de escucharse en la segunda parte del clave bien temperado del propio Bach, es asimismo audible en el Réquiem de Pierre Loti, en el Joseph de Haendel y en el Réquiem de Mozart.
No obstante, suele decirse que “la música tuvo un padre que fue Bach”. Naturalmente que este enunciado, por más que músicos y profanos le hayan conferido una aureola de verdad absoluta, no pasa de ser una expresión que simboliza la grandeza del genio. “Nada más adecuada la frase como un “tropo metafórico” -señala el musicólogo José Antonio Alcaraz en su comentario sobre una chacona de Buxtehude orquestada por el compositor mexicano Carlos Chávez. Y añade: “A menudo, parece ser que esta manera de referirse al gran maestro no se toma conforme al sentido dilatado de la expresión, y entonces Bach surgió por generación espontánea. Antes de él, el caos”.
Y esto no es otra cosa que solo exaltar con pasión el genio de Bach, y solo a él, a despecho de lo tanto que hubo de aprender con maestros eminentes. Él mismo, con mérito superior, sin duda que habría rechazado con vehemencia tan enardecido afecto de ánimo, pues sentía orgullo y se fortalecía en beber de la fuente de un fecundo y renombrado compositor como Vivaldi, así como mayormente, y con encumbrada admiración, de un excelso aunque reservado Buxtehude.

Jamás olvidaría Bach que a los 19 años, luego de recorrer a pie más de 400 kilómetros, su mundo musical se agigantaría luego de escuchar a Dietrich Buxtehude. Pero jamás habría imaginado que con el tiempo, en incomprensible y misterioso guiño del destino, su música sería apreciada así como cae la potente luz de mediodía, en contraste a la de su maestro, que brillaría tenuemente, como un sol crepuscular.

lunes, 6 de marzo de 2017

Staccato

Mozart y Don Juan



Un autor, se sabe, vuelve y vuelve obsesivamente sobre sus textos. Este imaginario diálogo del genial compositor y una de sus célebres creaciones fue reconstruido, re pensado y reescrito y, entonces, se asemeja y varía a la vez de la versión original publicada hace algunos meses en esta columna.


Pablo Mendieta Paz 

Me llamo Don Juan. Al amanecer, cuando agitaba mis pies en el agua cálida del río, vi cómo el sendero de arbustos nacientes había atrapado en sus flores todavía no del todo abiertas al sol que despuntaba. Sabía que era el momento en que vendrías, pues siempre apareces acompañado por la naturaleza en toda su virtud. Tus pasos, de pronto, resonaron a mis espaldas y te sentaste a mi lado. Me puse a tararear tus melodías mientras las escuchabas en silencio.
¡Mozart! Soy tu creación, y por eso mismo tu eternidad para mí es vital. Si con el tiempo tu figura hubiera desaparecido en el misterio de la nada, sin duda que el mundo, sobrellevándolo yo a cuestas por su terrible tibieza, se habría desmoronado como un castillo de arena que ha sucumbido al viento de los acantilados. ¿A qué le llamas “terrible tibieza”?, preguntó mirándome a los ojos. Al desdén, a la fea indiferencia. Aunque no creo, proseguí, que alguien pudiera anidar en su interior la idea de impedirte la entrada al reino celestial, sí puedo dudar, con riesgo de que esto suene a puerilidad, que no te acomoden a la cabecera de la mesa en la cena de la providencia. Y eso podría dolerme más que a nadie ya que tú me moldeaste, me llenaste de ornamentos y finalmente me diste vida.
No lo creo, y no me juzgues inmodesto, me dijo agitando su mano en la corriente de agua. Desde niño, con aquello que todos llaman magia, hado, estrella, y que en realidad es algo que solo yo conozco, tuve la gracia de encantar, seducir, fortalecer el espíritu, alimentar corazones de alegría, levantar exclamaciones; pero juntos, tú y yo, amigo infinito, en otra naturaleza creadora, pudimos atravesar el umbral de lo humano y del tiempo.
Sonreí… Debo decirte, acerca de aquello que solo tú conoces, que sé de lo que se trata; y lo sé porque tú me concebiste: es la más elevada sensibilidad y la más suprema genialidad que un creador puede alojar en sus emociones íntimas. Y ellas se traducen en mí, Mozart, con libertad de formas, sonrisas en las notas, fortes en susurro, pianos en pianissimo, tristeza y nostalgia que alucinan y, lo más elocuente, improvisaciones pletóricas de inusual colorido, a tal punto que, por ejemplo, en dicha de libertad añadiste trombones que no gozaban del gusto de una sociedad refinada. Único. Pero, sobre todo, obsequiaste emoción estética, suprema belleza, como elegante era el andar de la esbelta Aloysia, encendido amor con quien deseabas enlazarte en el monte de Venus…
Me sorprende el conocimiento que tienes de mí, enfatizó sin ocultar el brillo de sus ojos al oír ese nombre, Aloysia, ni el momento de solaz que estaba viviendo junto al verdor de la naturaleza, junto al agua cálida del río, al sol de la mañana, a lo que en ese paisaje su oído célico recogía arrimado a mi presencia, su eminente creación.
Me conmueve tu eterna felicidad, Mozart; tu lenguaje en lo semiótico-musical que despierta infinita pasión. Y me conmueve, en otro sentido, recordar cómo cuando los vieneses me escucharon por primera vez me dieron -nos dieron- la espalda. Reímos rememorando aquel día de octubre. Su risa, ligera y suave, poco a poco se tornó en una estruendosa e impostada risotada, como una evocación de sus lecciones de canto con la soprano Manzuoli. Incluso en ella, en su carcajada, brotaban melodías. Pero bastó solo un año, y otras audiciones, para que después de aquella aciaga jornada de octubre el príncipe de Kaunitz ¿lo recuerdas? se refiriera a ti diciendo que “tales hombres no vienen al mundo más que una vez en cien años”. Una vez en cien años, me tocó a mí reír con estrépito. Se quedó corto, Mozart: no vienen al mundo nunca más.
Aparte de las bromas, lo que señalaste antes sugiere mucho, discurrió Mozart recostándose en el follaje. Y estás en lo cierto. De niño, oía hablar a mis padres, a mis pequeños amigos, y oía la música. Y cuando a los cuatro años escribía fragmentos para clavecín, de pronto, como algo que inquietaba mi acelerado corazón, me preguntaba: ¿habrá algo en la naturaleza que se dirija a mis oídos? Le pregunté a mi prodigiosa hermana Nannerl y no dijo nada. Faltaba algo más que el poder de aquellas fuerzas irresistibles de que te hablé antes. Luego comprendí que poseía algo en abundancia: estaba infundido de una singular sensibilidad celeste. ¿Me comprendes?
Sí, de perfecta y múltiple forma. Y creaste lo que nadie. Y a tal punto que llegaste a darme vida de superhombre, como un insolente que retaba a los poderes divinos y a los preceptos terrenales con el fin de alcanzar la belleza y el placer. Y entonces acomodaste acordes mágicos para retratar con gran derroche de fantasía y pinceladas de sátira y brisa burlona mi papel de seductor: me elevaste a otras regiones, lejos de lo mundano, con frescura de originalidad, como poesía que obedece a la música.
¡He ahí tu genio!, pues aun sin pretenderlo, cruzaste de lo trágico a lo sensual, de lo fatídico al éxtasis, y en un minuto, en alarde de pura genialidad, hiciste que el suelo se abriera entre llamaradas y yo me precipitara al abismo. En ese preciso instante cesó tu música, pero solo por breve lapso pues luego de ocurrida mi muerte estalló, en intimidantes acentos dramáticos, una artillería de solemnes acordes, como si todo el poder divino se abatiera sobre mi cuerpo inerte.
No es que no lo haya pretendido, clavó su vista en el agua que corría mansa. Si bien preparé todo para que hicieras felices a las mujeres, pero también desdichadas, y pese a semejante paradoja que disfrutaran de ti, quiero que te quede muy en claro lo que te diré     -me tomó del brazo con firmeza. Al crearte, burlé el libreto de Da Ponte, un Don Juan bufón, burlador, tal cual fue, en música y texto, la singular trama y personajes de Las bodas de Fígaro. Y entonces todo se transformó. Exponiéndote a los ojos y oídos de todos como un libertino, mi música adopta una naturaleza distinta, fértil de un dramatismo que encarna la tragedia del castigo divino. Por eso tu muerte, tu trágica destrucción, y entonces todo acaba en un grave modo menor (re menor); sugestivo, además, de una melancolía y tristeza femeninas que tu fin ha motivado.

Lo comprendí todo, Mozart. Mientras yo hacía de las mías, libre hasta el desenfreno, ¡debía morir! Sí que lo comprendí... Y ahora, a tu lado, quiero que me oigan todos; que delimiten la idea precisa de un Don Juan de tono irónico que se consume en el fuego. Que escuchen la variedad de mi vida a través de los sombríos fagotes, el júbilo de la sensualidad en el tañido danzante de los violines, y finalmente mi destrucción en la turbulenta agitación armónica. Y elevándose tu música como luz de bengala, que oigan el murmullo del amor, el llamado lascivo de la tentación, el rumor de la seducción suave y penetrante, y el dramático final. Escuchen. Para todos se abrirá el mundo. Soy Don Juan, de Wolfgang Amadeus Mozart, mi creador inmortal. 

lunes, 13 de febrero de 2017

Staccato

La magia de Carmina Burana

Un repaso a una de las obras musicales más singulares y connotadas del siglo XX.




Pablo Mendieta Paz 

Al conmemorar los 80 años del estreno, en la Alte Oper de Fráncfort del Meno, de la cantata escénica Carmina Burana del compositor alemán Carl Orff (1895-1982), para cuya creación el músico empleó versos en latín y fragmentos en alto alemán y provenzal antiguo (la obra se basa en viejos brindis y romances profanos conservados en bibliotecas de monasterios), conviene destacar aquello que el crítico especializado Jacques Sagot plantea, dado el enorme prestigio que ha alcanzado esta creación musical.
Dice él que ante la irrupción en el siglo XX de la música dodecafónica, de la serial, de la aleatoria, de la electroacústica, de la micropolifonía, y de otras corrientes vanguardistas tremendamente complejas -difíciles de entender e imposibles de “sentir” para el público corriente-, sería concebible y hasta imperativa la implantación de un nuevo arte fundamentalmente grato al pueblo, a fin de no retroceder hacia “una negación de las masas” y así procurar la puesta en ejecución de un nuevo estado de l´art pour l´art (del arte por el arte) accesible al gusto popular.    
Sin duda alguna que Sagot sugiere esta reforma de encuentro con una nueva música poniendo el acento en que Carmina Burana es la obra del repertorio universal “culto” que más se ha escuchado a lo largo y ancho del orbe; a despecho, incluso, de cualquier consideración de tipo social, étnico, religioso, político, o de otra índole (pese a que no han faltado quienes la han asociado maliciosamente al contexto en que fue compuesta (la Alemania nazi); pues en ella, en Carmina Burana -decíamos-, se concentran los elementos sustanciales que acercan a esa música con la población.
Prueba de ello es, a guisa personal, la extrema sencillez o simplicidad melódica y armónica, así como la deliberada y definitiva renuncia de Orff a toda suerte de artificios que pudieran conferir a su creación una sonoridad insincera. Sobre esto, es innegable, y uno siente en carne propia -y en propio oído-, la franqueza de una música que trasporta al oyente a espacios ideales e insospechados dada esa moderación y emotiva estructura compositiva tan comprensible a la receptividad del grueso público.
Con todo, y como ocurre en todo -que en definitiva revalida el concepto de librepensamiento-, desde la aparición per se de la música de Orff, particularmente de la obra que se comenta, ha merecido esta las más encendidas adhesiones provenientes del público en general, en oposición al exacerbado criterio reprobatorio de críticos y artistas de avanzada que han juzgado la obra de Orff como muy simplista o ahorrativa en recursos y, por ende, escasamente racional si es confrontada con las progresistas corrientes mencionadas.
Definido como está el hecho de que la música de Orff, en especial la de Carmina Burana, es diametralmente opuesta a aquella surgida en el siglo XX, plena de atributo erudito y cerebral, aunque mayormente de afectividad controlada (si bien -que valga el comentario- el autor de esta nota no encuentra adjetivos para exaltar sin reserva todo su exuberante y opulento arte), es evidente, por ello mismo, que esta no ha llegado al público profano -al gran público- siempre ansioso en hallar un punto de convergencia entre lo que escucha y lo que estéticamente le es cautivador. Ahí radica entonces la posición de Sagot de poner en el tapete la posibilidad de crear un nuevo arte que sea del absoluto gusto popular.
Aunque tal vez ello no suceda nunca, con la impetuosa y arrolladora música de Carmina Burana tan solo (a pesar de la grandeza de Catulli Carmina y de El triunfo de Afrodita, la denominada Trilogía Trionfi)), hasta el más frío y austero oyente se rinde extasiado ante el ritmo alucinante, ante los giros melódicos y armónicos que subyugan en medio de una impresionante instrumentación de dos pianos, timbales, platillos, tres glockenspiel, xilófono, tambores y otra percusión menor; todo lo cual, posiblemente, explique la popularidad universal que ha cobrado esta mágica y monumental obra de palpitante sonoridad para toda una pirámide musical de edades.
Y aun es viable agregar algo más para elucidar la celebridad que ha alcanzado esta creación: a poco andar en el desarrollo de ella uno puede advertir que Orff ha pretendido trasladar su música a un estado “primitivo” en que la unidad del lenguaje, del sonido y del sentido guardan estrecha relación con la antigua tragedia griega. Ciertamente no es tarea difícil advertir la fusión del ritmo y la palabra con la rebosante plasticidad de temas antiguos, tal y como expresamente el mismo compositor enseña; añadiendo luego -en clara explicación de su arte- que para llegar a ello parte de supuestos artísticos en que la música pretende ser solo uno de varios factores, y no el decisivo, pues su obra no es “ni expresión, ni impresión, ni acompañamiento, ni elemento autónomo, sino una especie de dirección del sonido”. Un razonamiento que, en definitiva, retrata al artista en todo su espíritu creativo, pero también al hombre en su cualidad íntima, gozoso en adoptar una literatura vasta en poemas sarcásticos, canciones de taberna y textos exquisitos en erotismo.
Como conclusión, y aventurando un juicio muy personal, la fascinación que despierta Carmina Burana radica no solo en los múltiples recursos que Carl Orff emplea (desdeñando lo que aseveran aquellos críticos y músicos con implacables calificativos), sino esencialmente en el canto y en el ritmo, componentes prístinos que, sin ánimo de resbalar en el exagerado apasionamiento, dotan a la composición de un derroche de intensa fantasía y éxtasis que, sin duda, perdurará al paso de generaciones.
         


domingo, 15 de enero de 2017

Staccato

El prodigioso arte de Arvo Pärt

Continúa la serie de perfiles críticos de músicos de diferentes épocas y estilos. Esta vez le toca al notable compositor estonio.



Pablo Mendieta Paz 

Creador de una música depurada, de inspiración profundamente religiosa, Arvo Pärt ha compuesto obras que se ejecutan en todo el mundo y que han sido grabadas en más de 80 discos compactos. Inspirado por el canto gregoriano y la antigua polifonía, el compositor ha desarrollado su propio estilo denominado tintinnabular.
Arvo Pärt nació el 11 de septiembre de 1935 en Paide, Estonia, ciudad situada aproximadamente a 90 kilómetros de Tallin, su permanente lugar de residencia. Divorciados sus padres, su madre lo llevó a Rakvere, al noreste de ese país. Entre los siete y ocho años siguió cursos de música en la escuela y más tarde aprendió las bases de piano y de teoría musical. Ya adolescente, se interesó especialmente por la música sinfónica, y aunque el piano era el instrumento de su predilección, practicó también el oboe en la orquesta de su escuela.
A los 17 años compuso Meloodia, pieza pianística para un concurso de jóvenes artistas. Exento entonces de raíces o influencias estonias, y más bien influido por el estilo de Rachmaninov, no obtuvo ningún premio. Más tarde, en 1954, ya en la escuela secundaria de música de Tallin, y bajo la tutela principal del profesor Harri Otsa, estudió teoría musical, composición, piano, literatura musical, análisis y música popular. Luego, con Veljo Tormis como profesor, asimiló toda idea musical novedosa, particularmente de Occidente; entre otras, el emergente dodecafonismo, toda una revelación para el artista.
En 1962 dio a conocer en la Unión Soviética una de sus composiciones escritas para coro de niños y orquesta, Nuestro jardín, con la cual obtuvo el Primer Premio de jóvenes compositores de la URSS. En 1963, una vez egresado del Conservatorio de Tallin, su carrera profesional como compositor ya gozaba del aplauso y consideración de los críticos y musicólogos, testigos directos de su inclinación para iniciarse en la composición de música serial, de la cual nacieron sus dos primeras sinfonías. 
En 1968, luego de la censura de su credo por el régimen comunista, Arvo Pärt renunció a la música serial para dedicarse durante diez años al estudio del canto gregoriano y la música de los compositores medievales franceses y flamencos, como Guillaume de Machaut, Ockeghem, Obrecht y Josquin des Prés, bajo cuya influencia escribió, en 1971, la Sinfonía Nº 3; luego Für Alina (1976), con las que rompió el estilo de sus primeras obras para calificar a las nuevas como las tintineantes (tintinnabular), cuya estructura le permitía trabajar con una o dos voces solamente, construidas a partir de un acorde perfecto y una tonalidad específica. Las tres notas del acorde perfecto sonaban como campanas, por lo mismo que su música fue bautizada con el denominativo de tintinabular. Las tres obras más importantes y reconocidas con este estilo son Fratres, Canto en memoria de Benjamin Britten y Tabula Rasa.
Luego de una travesía por Viena (donde obtuvo la nacionalidad austríaca) y por Berlín del Oeste, regresó a Tallin. En 1996, pese al inconveniente que surgió a raíz de que fuera alineado a compositores “minimalistas místicos” como Henryk Górecki y John Taverner, fue nombrado miembro de la Academia Americana de Artes y de Letras.
Creador de música depurada y de inspiración profundamente religiosa (fiel a su confesión cristiana ortodoxa), los cantos ortodoxos, así como los gregorianos, influyeron su estilo sobre la modulación lenta de los sonidos asociada a la música posmoderna. Arvo Pärt es, en consecuencia, un firme e inalterable creador del estilo tintinnabular del que no desiste bajo ningún concepto, ni siquiera para ilustración sonora de películas y espectáculos de danza.
La fina escritura minimalista de Pärt, da tal impresión de simplicidad que sorprende. El primer elemento de esta, según los profundos estudios de su obra, es la utilización de ritmos simples tales como “negro, blanco, negro, blanco” o “blanco, negro, blanco, negro”, es decir de una moderación y llaneza notables en el estilo (se podría decir elemental, aunque, implícitamente, sea de carácter profundo).
El segundo elemento es el famoso estilo tintinnabular que se inspira en el sonido de las campanas, es decir, que cualquier instrumento articula su juego entre tres notas principales: el acorde perfecto. Pärt, contrariamente a muchos compositores de las épocas barroca, clásica y romántica no emplea jamás ninguna forma de modulación o cambio de tonalidad.                
Es tan impresionante su minimalismo, que a pesar de haber jugado en términos de exploración con la polifonía más pura -la renacentista-, y con estilo gregoriano, no llama la atención que su música emplee solo lo estrictamente imprescindible.
Pärt, en el breve análisis que uno pueda aventurarse a hacer, obsequia auténtica magia en su música; la hace fluir con cualidades sensitivas de fácil comprensión, pero a partir de una profunda construcción, como si uno estuviera frente a un manantial de las aguas más puras y, al reparar en su exquisitez natural, no pueda sino valorar, en su inmensa magnitud, el tremendo misterio que encierra la naturaleza.
Lo que impresiona de Pärt es que al oírlo parecería que hay en su música acordes de usanza polifónica (uno los escucha y no los hay), pues economiza esa base de la armonía occidental y también ahorra elementos imprescindibles de la armonía tradicional, como las notas de paso o las apoyaturas (términos de armonía), pero insisto, ¡se los escucha!... En fin, música incomparable con ahorro de sonidos pero, en feliz paradoja, con una plétora inacabable de ellos.

Este prodigioso músico estonio toca el cielo con las manos (el oyente y el público hacen lo propio escuchándolo) guardando todos los sonidos posibles en un depósito herméticamente cerrado para que nadie pueda oírlos; pero, como un Houdini, de pronto los libera y el auditor logra “asirlos” sin que realmente estén ahí. Prueba de ello son, entre muchas otras composiciones, su Trivium, De Profundis, Nunc Dimittis, Spiegel im Spiegel (es frecuente oír fragmentos de esta obra en varias cintas cinematográficas), Psalom. Con Arvo Pärt, en fin, uno se transporta a abismos que ascienden.

domingo, 4 de diciembre de 2016

Staccato

Leonard Cohen: el músico, el poeta (II)

Segunda parte de la semblanza del poeta y músico canadiense fallecido hace pocas semanas.



Pablo Mendieta Paz 

Causa asombro en quien escribe que un día después de la publicación en este suplemento de la primera entrega de la apología de Leonard Cohen, este polímata, en toda la extensión de la palabra (poeta, novelista, cantautor, músico) hubiera partido de este mundo.
Su magnífico legado artístico, abundantemente divulgado por medios nacionales e internacionales, posee una extraordinaria particularidad que lo llena de vida, pues uno revive en él toda una existencia marcada por la creatividad más elevada; como si aquí cupiera el verso que al final de cada estrofa escribiera Santa Teresa en su poema Aspiraciones de vida eterna: “que muero porque no muero”. Y con Leonard Cohen sigue el verso.
Pero sigamos con su vida. Nuevamente en Nashville, Cohen, siempre bajo la producción de Bob Johnston, y con el grupo The Army que lo acompañó, grabó el disco Songs of Love And Hate. Fue esta la primera vez en que aparecieron arreglos de cobres y cuerdas de Paul Buckmaster, de quien Cohen había apreciado su trabajo en un álbum de Elton John. Si bien Songs of Love And Hate contiene algunos grandes títulos como Famous Blue Raincoat o Joan of Arc, un grueso de la crítica le reprochó cierta carencia de sobriedad musical, lo cual motivó que el cantautor se distanciara de la canción.
Ausente de la escena musical, Leonard Cohen no quedó de brazos cruzados. Trabajó y publicó una nueva colección de poesía titulada The Energy of Slaves. Por aquel entonces se involucró en su mundo personal y tuvo dos hijos con Suzanne Elrod: Adam y Lorca. Luego de un tiempo se alejó de Hidra hacia Israel, país en plena guerra de Yom Kippour, y regresó a la música con un nuevo álbum con contenido de protesta: New Skin For The Old Ceremony, cuyo lanzamiento fue en septiembre de 1974.
En este, hay canciones que llevan por título Field Comander Cohen, Who by fire, This is a War, mismas que delatan cierto humor belicoso. También Lover, Lover, Lover y Chelsea Hotel dedicada a la memoria de Janis Joplin. Los arreglos de estas piezas fueron confiados a John Lissauer, quien dotó de energía la voz de Cohen cuyo soplo, al parecer, había perdido. 
Luego el ritmo de producción de sus álbumes disminuyó seriamente. A tal punto fue su silencio que Bob Dylan le dedicó su álbum Desire, el mismo que Leonard Cohen correspondió invitándole a cantar en su nueva producción Death of Ladies Man. Producido por Phil Spector, personaje paranoico y de peligrosa locura, aunque en llamativa paradoja, genial, solo Cohen supo cómo pudo trabajar con ese realizador cuyas perturbaciones (valga la digresión) experimentaron un freno en seco con la temperamental y explosiva Tina Turner, a quien Spector había producido -dócilmente- su música.
Su álbum Recent Songs apareció en 1979. Dotado de una instrumentación con acentos orientales y mexicanos, es aquí donde Cohen evidencia su perfeccionismo de plomo, un trabajador infatigable jamás satisfecho de su trabajo. Como él mismo decía, flojo o lento, su producción le demandaba  meses o años de trabajo, al extremo de que solo en 1984, luego de bastante tiempo, publicó una meticulosa colección de salmos, Le Livre de la Miséricorde. Pero cuando retomaba el trabajo no había pausa. Apareció luego en una serie de televisión; dirigió el filme de corta duración I Am A Hotel, con el cual ganó el primer premio en el Festival Internacional de Televisión de Montreux. Por esa época escribió el texto de la comedia musical de Lewis Furey, Night Magic y, paralelamente, escribió música sobre la religión a través de títulos como Hallelujah y otros; elocuentes salmos contemporáneos emanados ciertamente de una prolongada y dolorosa odisea espiritual que trocaron, en 1988, en I Am Your Man; álbum grabado con secuenciadores y sintetizadores en Los Ángeles ciudad que, según su singular idiosincrasia, “describía el fin del mundo, la esencia del apocalipsis donde el paisaje mental era una fase de explosión”.
En 1992 dio a luz pública The Future, y en 1994 Cohen Live. Por aquel tiempo, se convirtió en un adepto al budismo zen cuyo centro de meditación fue el “Mont Baldy”. Absorbido por ese pasaje espiritual de su vida, escribió canciones alusivas a ese su retrato monacal que transformaría su carrera artística. Adoptó el nombre de Jikan, que significa “el silencioso”; así como callada fue por un buen lapso su senda artística. En aquella época de sequía creativa, muchos artistas cantaron su música: Neil Diamond, Diana Ross, Joan Baez, Joe Cocker, Bob Dylan, y posteriormente Jeff Buckley.
Aunque es conocida su percepción por la esencia poética, cabe ampliarla algo más. Si bien la música era sublime y plena de lo más bello -la sonoridad-, para él la palabra florecía en un paisaje interior, privado, intimista, escrita en silencio. Y en ella coexistían dos credos: decirla con valentía, y poseer la disciplina de no violarla bajo ningún concepto. A partir de ahí trasmitía al público ese su amor por la intimidad, aunque dejaba muy en claro que no era un ladrón de corazones. “Tanto gánster de amor y tanta tontería”, repetía. En su forzada frialdad, argumentaba que la poesía no era más que la constitución de la patria interna y que no era un agitar de banderas evocando patéticamente la patriotería emocional.
Pero bien se sabe, solo al leer cualquiera de sus letras, que toda esa doctrina era una simple coraza para dar la impresión de un hombre duro que si dejaba al público boquiabierto no era debido a él, sino a la apreciación de ese público que merecía todo su respeto por lo que por sí mismo sentía. Hombre de la escena alternativa, del pop, del rock, de todas esas iniciativas que hicieron de Leonard Cohen al pesimista de alma, al personaje enigmático unánimemente reconocido y respetado, todo ello es, asimismo, una prueba del inmenso talento de aquel que un día fue bautizado como “el depresivo no químico con mayor energía del mundo”, aquel de la suprema metáfora poética.

Leonard Cohen murió entusiasmado por el disco recién salido del horno, y convencido de que era uno de sus mejores: You Want It Darker. Dice el texto del tema central: “Si tú das las cartas, yo me voy de la partida. Solo tú eres el sanador, eso quiere decir que estoy cojo y roto. Si tuya es la gloria, mía debe ser la vergüenza. Lo quieres más oscuro, apagamos la llama. Magnificado, santificado, sea tu sagrado nombre. Envilecido y crucificado en su marco humano. Un millón de velas ardiendo por la ayuda que nunca llegó, lo quieres más oscuro. Hineni, hineni (aquí estoy en hebreo). Estoy listo, mi Señor…”.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Staccato

Leonard Cohen: el músico, el poeta (I)

En tiempos en que el Nobel reivindicó la alta literatura de los mayores cantautores, viene muy bien este perfil de uno de los más grandes.



Pablo Mendieta Paz

Es un hecho puesto a prueba, atestiguado en el tiempo, que cuando se alude a Leonard Cohen el universo de las artes se quiebra al minuto y se divide en dos ramales muy visibles: los que se oponen a su vena creadora, o que les resulta indiferente, o que lo encuentran nostálgico, aburrido y cansador; y aquellos otros, los incondicionales, que forman de él el concepto de auténtica estrella, el cantautor de inmenso talento que armoniza con maestría música y mensaje poético: el arquetipo de una inspirada parte de la historia del rock.
Leonard Cohen nació en 1934 en la provincia de Quebec, en Westmount, un barrio de gente acomodada y anglófona de Montreal, hijo de una familia judía ruso-polonesa. Apasionado desde muy temprano por la literatura y la poesía, sus gustos jamás se limitaron únicamente a los autores anglosajones, sino que como él mismo cuenta, se inició en Albert Camus y en Jean Paul Sartre “¡como todo el mundo!”. Aunque por esa época leyó poca poesía, bastó la lectura de Federico García Lorca, del poeta irlandés William Butler Yeats, y mucho de la poesía de la Biblia para enrolarse activamente en ella.
A los 17 años, ya en plena creación de sus primeros poemas, se inscribió en la facultad de historia de la universidad de McGill, y paralelamente asomó su interés por la música. Enseguida participó en la formación de un trío de country-music y de  folk “The Buckskin Boys”. En 1956, gracias a una convocatoria promovida por el boletín de la universidad, el “McGill News Paper”, publicó su primer poemario titulado Let Us Compare Mythologies (Comparemos las mitologías). Bien recibido por la crítica, las ventas, no obstante, no superaron la expectativa de Cohen.
Favorecido por una beca otorgada por la oficina de asuntos culturales del gobierno canadiense, Cohen partió a Europa. Primero a Londres y luego a la isla de Hidra, en Grecia, donde se instaló en un apacible refugio propicio para el encuentro con la inspiración. Ahí escribió, en 1964,  un controvertido texto de poemas, Flores para Hitler, y dos novelas, Beautiful Losers (Hermosos perdedores), una oscura epopeya religiosa de iluminada belleza, y The Favorite Game  (El juego favorito), retrato de un artista joven judío en Montreal. A raíz del éxito de estas dos publicaciones, El Boston Globe escribió: “James Joyce no ha muerto. Vive bajo el nombre de Leonard Cohen”.
No desatendida la música, halló influencia en los grandes compositores clásicos, en los guitarristas flamencos, en la canción popular portuguesa -el fado-, en las canciones del Medio Oriente y en la música pop; por lo que, con todo ese bagaje, decidió establecerse en Nashville para tentar grabar un álbum de country-western. Sin embargo, a mitad de camino descubrió en Nueva York a Joan Baez, Phil Ochs, Joni Mitchell, Tim Buckley y Bob Dylan, con quienes frecuentaría Greenwich Village, y ahí, con esos “monstruos” de la escena folk, empezó a hacer oír su voz.
Entretanto, conoció a famosos como Allen Ginsberg y Andy Warhol, y a músicos como Lou Reed, Jackson Brown, Nico y, sobre todo, a la gran Judy Collins que lo ayudó a grabar su primer sencillo: Suzanne. Más tarde, conoció al productor  y cazatalentos John Hammond quien gestionó la firma de Cohen con el sello CBS, la casa del disco de Bob Dylan. Si para los norteamericanos las canciones grabadas por el artista no fueron más que la obra de un autor relativamente conocido que podía escribir música, para los europeos Leonard Cohen era un perfecto desconocido. Con el tiempo, el mundo musical del Viejo Continente conocería, de aquel primer álbum de la CBS, temas como So Long Marianne y Sisters of Mercy, junto a la “primeriza” Suzanne, tres canciones que le darían fama. 
Entusiasmada la gente de su sello discográfico por la buena acogida de su primer álbum (Songs Of Leonard Cohen), renovaron contrato para un segundo. Cohen escogió Nashville para grabarlo, célebre plaza en la que Bob Johnston había lanzado los álbumes de Simon and Garfunkel, Johnny Cash y Bob Dylan. El resultado, precisamente con Bob Johnston como productor, no defraudó: Songs From a Room, álbum publicado en abril de 1969 -que abre con Bird On A Wire, -el My Way de los poetas-, fue todo un suceso.
El sello distintivo de la música de Cohen, precursora de bellas y ondulantes melodías, y reveladora de armonías y ritmos muy propios de su naturaleza compositiva, ha conferido un sentido muy fresco a la tradicional concepción musical; es decir como una expresión innovadora y sutil que ha sabido transformar los cánones expuestos por un sinnúmero de cantautores.
Y si se habla de innovación, de cambio, cómo no mencionar una poesía, la de Cohen, si bien pulcra y rica, también directa y sin remilgos. En ella no cabe la delicadeza exagerada o afectada, ni tampoco la redundancia con adornos expresivos pues considera que no hay que dotar a la palabra de alas empolvadas, ni pretender conferirle mayor sentido o perfección que la que posee por propia naturaleza. En su ideal poético, cada término es unidad lingüística, no una representación gráfica. “Di las palabras, transmite los datos y hazte a un lado”. Esa es la filosofía de acción poética de un rapsoda que ha superado la sensibilidad inútil y asfixiante “que esencialmente tendría que desaparecer”.
Si bien estos criterios poéticos modelan a un Cohen desembarazado de todo convencionalismo que, en rigor, manifiesta o expresa en alto grado las cualidades propias de la poesía, en especial de aquella que él ejerce -la lírica-, llama la atención que en muchas de sus creaciones se involucre con miradas ardientes cuando habla de amor, o cuando invoca momentos bíblicos en los que la belleza de esa lírica son palpables.
Y entonces Cohen es contradictorio. Basta leer uno o dos párrafos de su composición más emblemática, Hallelujah, para advertir que en su palabra hay expresión de belleza, de sentimiento, exenta de aquello tan seco, tan árido, como “di las palabras, transmite los datos y hazte a un lado”.
Si en la música es posible hallar en Leonard Cohen fórmulas melódicas encantadas, mágicas, deslumbrantes, por un uso muy particular de armonías y ritmos aparejados a esas melodías -lo cual es una reforma-, advertimos que va a la búsqueda de una misma pretensión con la lírica, aunque en este caso el resultado no sea, en definitiva, el pregonado de modo tan drástico por él.

Si bien es posible admitir con deleite, con emoción estética, que Cohen milita en una corriente literaria de vanguardia (a la que hacía alusión el Boston Globe), no es menos cierto que el cantautor galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras no haya podido sustraerse a una lírica de tinte exquisitamente musical, tal cual es su música: “Tu fe era fuerte, pero necesitabas una prueba/  La viste bañarse en el tejado/ su belleza, y el brillo de la luna, te superaron…”. (Hallelujah)

miércoles, 12 de octubre de 2016

Staccato

Gilberto Rojas, una leyenda

El autor se suma a las conmemoraciones y homenajes por el centenario del prolífico compositor orureño.



Pablo Mendieta Paz 

Los criterios que puedan formularse sobre el folklore musical, o música popular de una nación pueden ser, por su inveterada esencia, tanto de carácter particularmente  múltiple como variado, si se tiene en cuenta que, orgánicamente, tratan de la vida de los pueblos, de su memoria colectiva, esto es, de su tradición.
Con una visión aún más ancha, manifestaba un investigador argentino que el folklore total “proviene de un pretérito indeterminado vigente hoy en las preferencias colectivas, en los ideales comunes, en las costumbres, en las normas consuetudinarias”.
Si se parte de este incontestable fundamento, es posible inferir que la música folklórica o popular establece modelos de conducta colectiva pasada, y también actual (vigente hoy), pues sustenta la forma de ser de los hombres y mujeres de las comunidades que la propagan, hasta llegar a un punto en que integra funcionalmente -como ya se afirmó- la vida de un pueblo o de los pueblos. En nuestra realidad, no es posible mayor certeza por las expresiones de telurismo, de biotipología, y de tanto otro factor que fija escenarios musicales tan diversos y expresivos de la música en Bolivia.
Apercibido de esta filosofía, uno de los mayores y más prolíficos compositores de música popular que ha dado nuestro país ha sido el orureño Gilberto Rojas quien, persuadido de que su creación debe abrazar la abundancia de formas que hacen a la extensa y heterogénea fisonomía musical de nuestra geografía, compuso más de 400 canciones que, favorecidas por su prodigio, integraron a un país de concepción tan disímil en lo estrictamente artístico.
Hombre originario del ande, en su más tierna infancia descubrió al charango como el más asombroso vehículo para transmitir el sonido de su terruño, de aquella policromía musical de las montañas que cobijan al mítico altiplano; y, en su caso, más aún, pues por la especial ubicación de su natal Oruro tuvo la virtud de difundir el excepcional lirismo quechua y el místico “panteísmo” aymara, cuyos valores estéticos fuertemente arraigados en su naturaleza íntima forjaron al inspirado artista andino.
No obstante, músico visionario y comprometido con todo lo que obsequiaba su tierra, su país, advirtió, como esclarecido pionero, que el “universo nacional” ofrecía perspectivas de una riqueza musical inacabable. Vislumbraba como muy posible, si no con absoluto convencimiento e indisimulable entusiasmo, que aquel ideario de integración nacional era factible, por mucho que la desemejanza de las formas musicales de una región a otra fuera en extremo marcada. Nació en él, entonces, su gran proyecto: la creación a ultranza de todos los géneros, de la multiplicidad de expresiones musicales de su patria.
Bajo la tutela en formas musicales, en instrumentación y en técnicas compositivas del artista paceño Antonio Gonzales Bravo, musicólogo de gran predicamento que recorrió el territorio nacional compilando los distintos aires nativos (en 1948 orquestó una suite para conjunto de cuerdas sobre melodías aymaras, entre otros trabajos fundamentales), Gilberto Rojas, en clara comprensión de los fenómenos, estilos y facetas estético-musicales de una patria artística tan singular como la nuestra, emprendió un gigantesco trabajo creador cuyo propósito era componer música para todas las regiones del país, una auténtica gesta épica que consistía en enlazar hacia toda su diversidad el arte sonoro de Bolivia. Y así lo hizo. 
Escribió música para todos los rincones de una exquisita geografía nacional en arte. Animado por un espíritu libre de toda condición regionalista -tal cual se ha mencionado-, su privilegiado oído lo transportó a todo género musical. Con el fin de dar forma a un privativo arte situado en raíces de carácter expansivo, se aproximó a los pueblos, a sus prácticas tradicionales, a los rasgos, temperamentos y cualidades distintivos y propios de ellos, a través de los cuales Gilberto Rojas se empapó de su música; de una música que se antojaba perfectamente original de cada departamento, provincia, pueblo, o de toda otra región nativa.
En pleno ejercicio de esta magnífica tarea, corresponde aquí retroceder en el tiempo. Admiten quienes lo conocieron de cerca que antes de proyectarla y hacerla efectiva, él, sin duda, ya la intuía, la presentía, pero quiso el destino que ante el estallido de la Guerra del Chaco solo pudiera fantasearla en el escenario de la contienda, del vacío, de la nostalgia, de la extirpación de los vínculos afectivos.
Sin embargo, quién sabe si a raíz de esa conflagración, Gilberto Rojas fue alimentando día tras día, íntimamente, el plan de unir a Bolivia con su música; y al fin, toda escaramuza, toda sangre derramada, toda muerte, no fueran en vano. Por lo contrario, fueron, en suma, los factores, la causa ya vital para hacer aún más potente esa noble convicción. No por nada su música, fértil en exposición de motivos, en construcción de frases, pero sobre todo en tejido melódico, inspira a la par visos de ausencia así como una desbordante alegría.

Los ejemplos, a poco andar, saltan a la vista, al oído: taquiraris de compás ternario y variaciones rítmicas como Cunumicita, Viborita chis chis chis, Negrita, Luna chapaca, Oh mi Oruro, Viva Santa Cruz, entre otros. Huayños en dos por cuatro, como A Uyuni, Viva Cochabamba, Ojos azules. Palmeras, en ritmo de polca sudamericana (conocida internacionalmente por la interpretación del trío Los Panchos), y tantas otras canciones que avalan la fuente y el desarrollo de la música de este ilustre y talentoso músico orureño, Gilberto Rojas Enríquez quien -en recuerdo de los 100 años de su natalicio- es conceptuado hoy como un auténtico emblema y bastión de la música popular de Bolivia: una leyenda.

lunes, 5 de septiembre de 2016

Staccato



Aires del barroco


Reseña de las recientes presentaciones de la Orquesta de Cámara Juvenil Bolivia Clásica.


Pablo Mendieta Paz 

Luego de una temporada de espléndido arte que el pasado mes de agosto ofreció la Fundación Bolivia Clásica -fundada por la pianista Ana María Vera con los propósitos fundamentales de alentar la formación musical de nuestra juventud e iniciar un proyecto de formación de profesores-, la Orquesta de Cámara Juvenil Bolivia Clásica, dirigida por el violinista y profesor Armando Vera Woudstrra, se presentó en diversos escenarios de La Paz, esta vez con el concurso de músicos invitados del exterior que enaltecieron superlativamente la magnífica obra que desarrolla la orquesta.
Felizmente denominada la temporada como “Aires del barroco”, los artistas especialmente invitados cautivaron al público paceño con obras fundamentales de este género musical. Si bien, tanto en el auditorio del Ministerio de Relaciones Exteriores como en el Círculo de la Unión los espectáculos gozaron del aplauso general, sin duda que fue en el Teatro Municipal donde el público quedó extasiado ante el torrente barroco que expusieron la Orquesta de Cámara Juvenil bajo la batuta del director invitado David Stern, la soprano estadounidense Sara Hershkowitz, la violinista alemana Katharina Wolff, la soprano estadounidense Sophia Stern, y una Ana María Vera, de breve participación al piano, aunque siempre apasionada, expresiva y sensible.
De Georg Philip Telemann, compositor de admirable fecundidad, se escuchó en la primera parte del programa la soberbia Suite de Don Quijote, cuya Obertura, El despertar de Don Quijote, Su ataque a los molinos de viento, Sus amorosos suspiros por la princesa Dulcinea, Sancho Panza manteado, El galope del Rocinante y El descanso de Don Quijote, todos ellos de exquisita ejecución, fueron números en que el director Stern se empapó con sorprendente realismo musical de las deliciosas y sugerentes fuentes de inspiración del ingenioso hidalgo.
Ello, expresado por el director a los intérpretes de la orquesta con viveza y exactitud, y con los afectos propios de los números, motivó que la ejecución de la obra del compositor alemán rayara a gran altura, a tal punto que el público se sumergió figuradamente en la monumental creación de Miguel de Cervantes Saavedra.
Placer sin fin, aria de la ópera Semele, de Georg Friedrich Händel, descubrió a una esbelta Sara Hershkowitz -favorecida ella por una dilatada y vasta trayectoria que ha paseado su arte por diversos escenarios mundiales-, como una soprano de terso y delicado timbre o color; de una pureza y elegancia de emisión; y de una expresión que cautivó por la asombrosa emoción estética que exteriorizó en cada nota, en cada palabra, en cada frase, y en toda la brillante melodía que ella tuvo la virtud de hacer crecer aún más por sus abundantes recursos vocales.
Si en Placer sin fin, la sutileza, excelencia y claridad de una voz robusta llamaron la atención, lo propio evidenció en Os adoro, pupilas, y De las tempestades de la nave rota, de la ópera Julio César en Egipto del mismo compositor. 
En la segunda parte, los tres movimientos del Concierto para violín en la menor, transcrito para teclado en sol menor, de Johann Sebastian Bach, fueron ejecutados por tres intérpretes: el primero (Allegro), por la violinista alemana de excelente formación, Katharina Wolff; el segundo (un sutil Andante), ejecutado con talento y buen gusto por Ana María Vera; y el tercero (Allegro Assai), tocado por Carlos Lazarte, un niño alteño de 10 años, de excepcionales condiciones y futuro prometedor. 
Excelente desempeño tuvo luego la Orquesta de Cámara Juvenil Bolivia Clásica al interpretar con brillo y máxima expresión el Aire para la cuarta cuerda (sol) de la Tercera Suite Orquestal en re mayor, de Bach. Cabe hacer notar que esta obra fue transportada a re mayor por el violinista Wilhelm en el siglo pasado, ya que Bach la escribió para un registro más agudo. Los músicos y el director David Stern lucieron, en cabal sintonía, sus más elevadas aptitudes.
Finalmente, la soprano Sara Hershkowitz y la mezzosoprano Sophia Stern, esta última con actuales estudios en la Royal Academy of Music de Londres, interpretaron el dulce Dueto final de Cleopatra y Cesare “Caro! Bella!” de la mencionada ópera Julio César en Egipto.
Una velada musical que el público ovacionó de pie por largos minutos, motivo más que elocuente para que el director David Stern repitiera el Aire o Aria de Bach.
Como colofón de los exitosos conciertos, es oportuno destacar que en una conversación particular con el coordinador de estos “Aires barrocos” y renombrado gestor cultural, Flavio Machicado Terán, observaba él que para la materialización de eventos de esta naturaleza, o para conciertos o presentaciones de cualquier otra índole, se veía como tarea titánica conseguir de organismos estatales, o de la propia empresa privada, los fondos suficientes como para cubrir los más esenciales gastos para llevar a buen puerto todo emprendimiento cultural.

Una demanda, la de Machicado, que debe ser tomada muy en cuenta. Parafraseando al mexicano Sergio Pitol (escritor, traductor y diplomático), en Latinoamérica “la cultura es una lucha contracorriente”. Y en nuestro país es así. Lamentable. 

domingo, 7 de agosto de 2016

Staccato

Aires andinos

Una celebración de Eduardo Caba, según el autor de esta nota, uno de los mayores exponentes del talento musical boliviano.




Pablo Mendieta Paz

Bolivia está de fiesta. A un año más de su independencia es oportuno insistir en una cualidad que todos los bolivianos conocemos y de la cual nos sentimos hondamente orgullosos: nuestro territorio, obsequiado por la generosa naturaleza, es uno de los más diversos y pródigos en artes naturales y, como influencia de ellas, fértil en la creación de las artes móviles e inmóviles de que hablaron en su tiempo los griegos.
Cada región del país es un mundo de arte fecundo e inagotable, sin embargo, en esta nota nos abocaremos al suelo andino, y a la vida y obra de uno de sus ilustres hijos.
Adelina Balsalía, cantante italiana de ópera, fue quien dio las primeras lecciones de música a uno de los artistas bolivianos cuyo nombre figura con letras mayúsculas en los anales de la historia de la música universal.
Apercibida de la extraordinaria inclinación a la música que manifestaba su hijo, el gran Eduardo Caba, Balsalía se entregó de lleno a la enseñanza de quien sería uno de los artistas de mayor renombre en el propio país y, como ya se ha dicho, en el extranjero, al extremo de que su música fue y es aún interpretada en los más afamados eventos de difusión de obras de compositores latinoamericanos en Europa y Estados Unidos.
Nacido en Potosí en 1890, Eduardo Caba, imbuido desde muy temprano de la escuela típicamente boliviana que lenta y ordenadamente se hallaba en camino de consolidarse como una corriente estilística de abundante valor estético, y que hallaría en Simeón Roncal, Humberto Viscarra Monje, José María Velasco Maidana, Antonio Gonzales Bravo, entre otros, a sus máximos exponentes, impulsó con notable poder evocador y espíritu creativo nuestro inagotable potencial folklórico pleno de telurismo.
Formado en Buenos Aires por maestros de armonía y contrapunto de la talla de Eduardo Melgar y Felipe Boero, respectivamente, y favorecido posteriormente por una beca concedida por ley especial del Congreso, partió luego a España con una valija plena de partituras juveniles a estudiar hasta 1927 con los maestros Joaquín Turina (antiguo alumno de la afamada Schola Cantorum) y Bartolomé Pérez Casas, de quien recibiría el mayor estímulo que influiría de manera decisiva en su carrera como compositor.
Si bien ese ascendiente de la música europea, vertiente de soplos de romanticismo artístico del Viejo Continente, fue de elocuente trascendencia para su crecimiento como compositor, tuvo Caba no solo la virtud de cultivarlo vivamente, sino de practicar con la mira puesta en el perfeccionamiento de la aludida línea nativa, culta, popular y nacional que en el transcurso de la primera mitad del siglo XX halló fortalecimiento en el exuberante conjunto de tradiciones, creencias y costumbres andinas, siempre animado por el propósito de estructurar un nacionalismo musical que abriera perspectivas ilimitadas en la creación artística.
De España regresó a Buenos Aires, capital de un mundo musical ilimitado y pródigo que le permitió amplificar aún más sus dotes de compositor y músico polifacético. Su variada condición o, por mejor decir, sus múltiples aptitudes fueron determinantes para codearse con lo más conspicuo del arte porteño y, por consiguiente, proseguir un camino de permanente aprendizaje que alcanzó tal punto de madurez que hacia fines de 1942 el Gobierno lo invitó a dirigir el Conservatorio Nacional de Música y Declamación de La Paz. Ese mismo año, de modo simultáneo, concluyó la creación de sus Aires indios, obra de alcance trascendental.
A propósito de ella, los reconocidos músicos Mariana Alandia y Javier Parrado, luego de un prolijo y tenaz trabajo de recopilación y adaptación, y favorecida la tarea por el mecenazgo de la artista boliviana Teresa Rivera de Stahlie y de su esposo Jan Stahlie, publicaron hace unos meses este valioso material creativo escrito para piano, el mismo que ha sido puesto en custodia, como patrimonio histórico, en el Archivo Cultural del Banco Central de Bolivia.
Entusiasmado por esta significativa labor, hace unos días en el auditorio de Entel, el afamado concertista en guitarra, Marcos Puña, un boliviano que ha paseado su arte por un considerable número de escenarios mundiales, presentó una exquisita y trabajosa transcripción para guitarra de los diez Aires indios.
En una magnífica exposición, y en señalamiento de espléndidos matices tímbricos, el maestro Puña, así como de igual manera lo hizo el concertista Óscar Peñafiel, que interpretó dos de las piezas, exhibieron asombrosa destreza en sus manos izquierdas y precisión rigurosa en la pulsación de las cuerdas, efectos estos que fortalecieron vivamente el esforzado trabajo de transcripción materializado por Puña, el mismo que robustece aún más la obra de Eduardo Caba.            .
Ya en cuanto a la obra misma de este creador, cabe hacer notar que a la conclusión del trabajo compositivo de los Aires indios, algunos de ellos fueron estrenados en Washington en 1942. Al término de la presentación, un público deslumbrado por la vaporosa música andina aclamó de pie por largos minutos al compositor, de quien la crítica especializada afirmaría que se trataba de un músico superior que se unía a una pléyade de artistas latinoamericanos de alcance mundial capaces de contribuir al universo de la música con obras de bella y profunda concepción.
A tal punto conmovió su producción que Aarond Copland, a la sazón todo un artífice musical, un trabajador de material rítmico, armónico y melódico absolutamente afianzado en el mundo, aseveró que la música de Eduardo Caba revelaba “una prestancia de buen tono, expresiva e inspiradora”.
El análisis de la música de Caba evidencia técnicamente la exposición de un lenguaje basado en escalas pentatónicas (es decir, la sucesión de cinco sonidos o notas muy propias de la música andina), o bien modales (reglas compositivas de melodías vocales, pero también instrumentales, empleadas en los sistemas musicales antiguos), cuyos trazos solemnes en ambos son evocadores de una concentración de recursos sonoros privativos del ande boliviano. Aunque la estructura y la textura de la obra de Caba responden a formas complejas cuyo detalle no corresponde explicar en esta nota, sin duda que se halla en ella una perfección creadora exquisita, incomparable y rica en estilización de la música nativa.
Prueba de ello son, precisamente, los magníficos Aires indios, el ballet Kollana, la pantomima Potosí, el Poema de la quena y el Poema del charango (ambas producciones escritas para orquesta), o el Canto a la ciudad de La Paz, compuesto con motivo del Cuarto Centenario.

En toda su vasta producción es posible apreciar una valiosa y honda concepción estética que rebasa lo meramente fácil para adentrarse a un dominio absoluto de tecnicismo y profunda alma musical -en especial por los Aires indios-, cuya vitalidad desbordante en creatividad hacen de Eduardo Caba el paradigma del músico mayor.

domingo, 3 de julio de 2016

Staccato

Kirill Petrenko o empuñar
la batuta de otro modo

Perfil del próximo director de la célebre Orquesta Filarmónica de Berlín.




Pablo Mendieta Paz 

Cuando hace un año se anunció que el ruso Kirill Petrenko había sido designado director de la afamada Orquesta Filarmónica de Berlín, considerada como la más conspicua del planeta musical, Petrenko, artista de perfil bajo por propia naturaleza, se expresó con estas palabras:
“Acojo a la orquesta en mis brazos. Aunque es difícil señalar con palabras los sentimientos que en este momento habitan en mí, plenos de euforia, de alegría inmensa, de respeto pero también de dudas, movilizaré todas mis fuerzas para ser digno director de esta excepcional orquesta que me ha concedido esta responsabilidad”.
Al momento de su designación se escucharon voces disonantes. Y no era para menos. Se lo veía como a un músico en extremo tímido para ocupar un puesto de semejante trascendencia. Ya descartados por sí mismos el venezolano Gustavo Dudamel, Mariss Janson, Yannick Nézet-Séguin, y otros empinados directores, los especialistas predecían un espectacular duelo entre el joven letón Andris Nelsons, el colosal israelí-argentino Daniel Barenboim, y el alemán Christian Thielemann, director de la Orquesta de Dresde. 
La alquimia que en la Filarmónica de Berlín combina la democracia interna, actuaciones artísticas de carácter excepcional, una sala mítica, innovación tecnológica y mecenas fieles -no sólo la Deutsche Bank, sino también del público-; y el hecho que desde su primer director, Hans von Bülow, se ha caracterizado por ir en busca de “la piedra filosofal” en la difusión universal de la música seria, experimentó esta vez con Petrenko.
Ya no habrá, entonces, un director musical omnipresente como lo fueron, luego de Bülow, el iconoclasta Arthur Nikish o Wilhelm Furtwängler, considerado como el más grande intérprete del repertorio sinfónico alemán; ni como el enérgico y carismático Herbert von Karajan; ni siquiera como Claudio Abbado, quien rompió con el formalismo de Karajan y desarrolló un sonido de mayor transparencia; ni como Simon Rattle, artista escrupuloso en las grandes obras del romanticismo, y quien forjó un estilo intenso y de extraordinario alcance, al extremo de que rehabilitó a compositores subestimados como el finlandés Jean Sibelius y trabajó con músicos de jazz como Wynton Marsalis.
Esta vez la Orquesta Filarmónica de Berlín optó por un antidivo, el mismo que, como afirmó un crítico, “marca el final de la era de los grandes maestros y de sus volcánicas personalidades; el fin de los pavos reales en el estrado”. 
Petrenko irrumpe en el escenario mundial como un personaje patológicamente tímido que se ha mantenido prácticamente en el anonimato en estos últimos años sin la menor intención, claro está, de que su figura pudiera ser expuesta o de conceder entrevistas. Como una prueba más de su personalidad tan recatada, hace un tiempo un director al que Petrenko estima como uno de sus primeros mentores enfatizó que no guardaba ningún recuerdo significativo de su pupilo.
Si bien su reserva y anonimato representan desde ya un choque cultural para la Filarmónica de Berlín, Kirill Petrenko de 44 años es, además, el primer ruso en ser elegido para este cargo, y también el primer judío.
Tanto su vida musical como su vida privada son como una sonrisa de beatitud en que mantiene una especie de esquivez respecto de la celebridad; lo cual deja perplejos no solo a orquesta y público, habituados a la calidad de vida de sus antecesores, la mayoría de ellos afamados por sus espectaculares grabaciones y sus extravagantes historias personales.
Opuestamente, Petrenko es apenas conocido en Alemania, poco o nada en el extranjero, y no ha hecho más que cuatro grabaciones, ninguna de ellas en sellos de renombre. 
Nacido en 1972 en la ciudad de Omsk, Petrenko se trasladó a Austria a los 18 años gracias a su padre violinista. Avanzado en piano, estudió en el Conservatorio de Felkirch y luego en Viena. Director musical del Teatro de Meiningen en Alemania, dirigió la Orquesta Meininger Hofkapelle desde 1999 hasta el 2002, año en que tomó la batuta de la Komische Oper Berlin por cinco años. Luego de haber renunciado por algunas gestiones a ocupar un puesto de director musical aceptó dirigir, en 2013, la Ópera de Múnich, en reemplazo de Kent Nagano. Actualmente es director musical de la Ópera del Estado de Baviera, hasta 2018, cuando asumirá su gran reto en la capital alemana.
En el video de promoción de Petrenko, producido por la Filarmónica de Berlín, es posible verlo en acción dirigiendo El poema del éxtasis del compositor moscovita Alexander Scriabin. En él se admira a un Petrenko empapado de pasión, belleza en el gesto y eminente expresividad; de una ensimismada concentración y emoción estética que abrazan la sensibilidad del auditor como medios de sugestión múltiple.
Este conjunto armonioso de estímulos, aplicado de manera muy diferente a la dirección formal y ceremoniosa de sus antecesores en general, ha sido, quizás, el arma contundente para ser elegido director titular de la orquesta cuyo derrotero persigue ahora dejar una huella de sublimidad y carácter consecuente con nuestros tiempos.
Kirill Petrenko es capaz de hacerlo con maestría, al extremo de que logra transmitir a sus músicos y al público la sensación de que es posible interpretar la música de otra manera, con inmensa pasión y suprema “emoción de arte”. De otro modo -asegura-, no podría situarse al frente de ninguna orquesta del mundo.

Al respecto, un acreditado crítico, hondamente conmovido por el ánimo interior del músico de Omsk, ha sentenciado: “han elegido la antítesis de su célebre pasado. Por eso, lo que le depara en el futuro a la Orquesta Filarmónica de Berlín es profundamente fascinante”. 

martes, 7 de junio de 2016

Staccato

Compositores bolivianos

Una relación crítica de algunos de los más importantes compositores musicales bolivianos del siglo XX.



Pablo Mendieta Paz

En la época de oro de los eminentes compositores nacionales que elevaron la música hacia niveles de virtuosismo y deslumbrante estética, tal como enseña la historia, encontramos creadores que con su aporte de estilo y carácter propios corroboran con amplitud tanta disquisición de personalidades célebres de la historia acerca de la estética en todas sus formas.
Se me ocurre ahora, como ejemplo de prominencia, aquella frase feliz y erudita de Hegel: la música o la belleza musical, es “lo infinito en lo finito, en una expresión sensible de la ‘Idea Cósmica’”. Robusta frase del filósofo alemán que, sin duda, halla argumento superlativo o profundización del contendido de estética en todas sus manifestaciones -y por tanto de la música-, cuando Kant precisa: “la idea de la personalidad representa la sublimidad de nuestra naturaleza. Pero lo sublime, coordenado a lo bello, es un concepto fundamental de la estética”.
Cuánta verdad y construcción de temperamento filosófico engloban estos elevados pensamientos; pero, al mismo tiempo, y como prueba de su grandeza, cuánta claridad y sencillez representan ellos para el hombre y mujer profanos que, en la intensidad de la música en particular, exploran el sentido de lo bello reduciendo aquellas reflexiones a criterios amplios, sutiles, muy personales y concluyentes.
A través de este asequible entorno cultural, no es aventurado ni alejado de lo cierto señalar entonces que la opinión pública y el aficionado a las artes, con su buen gusto, o impresiones de placer, han sido decisivos en apreciar de nuestros músicos la cualidad de ser los primeros conquistadores de la expresión y del estilo. De una expresión y estilo propios de técnicas compositivas muy diversas, cuyo análisis, naturalmente, no corresponde someter a un examen especializado en esta columna, sino más bien descubrirlo desde un punto de vista de ensayo muy resumido -una breve síntesis- que sea el fiel reflejo de la excelencia de nuestros músicos.
Refrescar la música de un evocador y solemne Eduardo Caba, cuyo lenguaje sonoro y telúrico, característico del ande boliviano, supera toda concepción de la armonía y el contrapunto adaptados a nuestro territorio, es un vivo ejemplo de la elevación de espíritu de este artista. Recrear, en otra dimensión, la creatividad y perfección de la cueca, así como con ímpetu, sensibilidad y vuelo místico expuso en sus melodías de compleja estructura Simeón Roncal, son verdaderas fantasías de libre romanticismo, exquisita fragancia y encomiable técnica.
Las orquestaciones (“suite para conjunto de cuerdas”), con melodías de inigualable textura indígena creadas por Antonio Gonzales Bravo, son una auténtica reliquia. Fue él quien, además, escribió una infinitud de artículos sobre organografía autóctona (término adaptado a lo musical) dispersos por toda Latinoamérica. Su muy particular naturaleza artística difiere, sin embargo, con la de otro autor, Humberto Viscarra Monje, cuya música proyectada por una gama sonora que en perfecto vaivén oscila entre la música seria sugerida por sus estudios con profesores europeos y entre una línea estética cercana a la de Caba -aunque quizás de una expresión más “depurada en el plano melódico estructural-”, configura la escritura de estilo preciso y precioso, refinado, y de diáfana concepción armónica.
La obertura Los hijos del sol y Amerindia, el poema sinfónico Vida de cóndores, así como las transparentes obras de cámara como Pensamientos indios, Paisaje andino, Río Quirpinchaca, son ejemplos de unidad de estilo, forma y contenido que expuso en sus creaciones el polifacético José María Velasco Maidana; opuestamente a las composiciones de un Jaime Mendoza Nava que influido por las corrientes del politonalismo y del atonalismo, estrenó poemas sinfónicos como Don Álvaro y Antahuara, cuya concepción motivó una auténtica revolución musical en nuestro medio.
En cierta ocasión sostuvo Brahms que “sin la conexión y sin la íntima unión de todas y cada una de las partes, la música es un vano montón de arena incapaz de dejar una impresión duradera. Solamente la coherencia puede transformarla en un mármol en el que podrá perpetuarse la mano del artista”.
Tan hondo y subjetivo sentido sobre la creación y conexión entre las partes, motivó a que Gustavo Navarre asocie ambos recursos para crear obras de acabada pureza lineal, de unidad temática, así como de elástica plasticidad armónica. No por nada sus Seis Lieder, sus sonatas para violín y piano, y para piano solo, y el Quinteto para arcos y piano, entre otras magníficas producciones.
De Navarre damos un salto a la obra del músico potosino Armando Palmero, cuyos Minué de la niña, Romanza, Poema indio, Paisaje, o Mazurka a la Chopin, sugieren un lenguaje musical lindante con la frescura y sensibilidad sonoras, además de una expresión hacia perspectivas mayores, en forma y movimiento, muy vinculadas a un precursor minimalismo.
Atesorando como herramienta indispensable el carácter atonal, así como la punzante politonalidad de su prodigiosa música, Marvin Sandi explota con eminente brío creador la riqueza rítmica de nuestra música. Prueba de ello son sus penetrantes obras de piano: Tres piezas Op. 2, Dos preludios, Op. 3, Ritmos panteístas. Habitante, tal vez, de recónditos y muy privativos espacios (inaccesibles al entendimiento promedio), en Sandi, por ello mismo, germina un genio intrincado, metafísico, aunque exquisitamente etéreo.
La Música para conjunto de percusión, Piezas para piano y Dos canciones para tenor y orquesta sobre textos de Giuseppe Ungaretti, sitúan al músico potosino Florencio Pozadas en un lugar de preeminencia y mérito especial en la técnica compositiva del siglo XX; amén de haber ejercido con maestría la tarea de percusionista de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires.
Músico de formación completa, como ningún otro, el compositor Nicolás Fernández Naranjo estudió solfeo y armonía con el profesor holandés Gerhard Ter Veer, y contrapunto, fuga, formas musicales y composición con el profesor Rudolph Leser y el maestro Mathias François Xavier en el Conservatorio de Estrasburgo, Francia. En el Instituto Saint-Léon de Musique Sacrée estudió órgano y “estilo organístico”. Desaparecidas sus partituras, es posible advertir en descoloridas grabaciones que sus Melodías sacras (para órgano y coro), el Tantum Ergo, para ocho voces mixtas, el Te Deum, para orquesta y coros mixtos, y los Motetes, para coro de voces mixtas, poseen una  maestría técnica que da la impresión de una ilusoria facilidad: un maestro de suprema concepción musical. 

Con este artista concluye, acompañada de un breve análisis técnico, esta primera acción de aproximar a vuelo de pájaro la fecunda labor de creación de los compositores del siglo XX, cuyos nombres se han proyectado lenta y ordenadamente en el quehacer musical de Bolivia, al extremo de alcanzar firmeza, solidez e intensa emoción estética en sus obras. En una futura nota, nombraremos a otra serie de esclarecidos compositores que ha dado Bolivia.