miércoles, 29 de junio de 2016

Ensayo

Juan de la Rosa en la BBB

Presentamos un fragmento de “Juan de la Rosa: ¿Autor  de Memorias del último soldado de la Independencia?”, estudio introductorio de la edición de la Biblioteca del Bicentenario que está pronta a salir de imprenta.


Gustavo V. García 

Juan de la Rosa. Memorias del último soldado de la Independencia es uno de los textos latinoamericanos más importantes del siglo xix. En Bolivia genera un culto similar al de El Quijote: todos lo citan, pocos lo leen. Y, como todo culto, ha consolidado algunos dogmas. Se repite, por  ejemplo, una  supuesta frase  de Marcelino Menéndez y Pelayo que la consideraba “la mejor novela americana del siglo XIX”.
Las opiniones superlativas, además de imprudentes, suplantan el análisis crítico de esta  obra que merece más que el chisme literario o la “constatación estadística” de que es la mejor novela boliviana (Mesa Gisbert, 2004: 10).
Su autoría es otro  dogma. Los que la adjudican a Nataniel Aguirre, a partir de la segunda edición (1909), prefieren la repetición al razonamiento, sin otro argumento que  la “tradición” de atribuirle su escritura. (…)

Texto y (con)texto
Es un texto de textos -inusual en la literatura boliviana- en el que la memoria, con voz del presente e imágenes del pasado, intenta (re) ordenar y cambiar su mundo. A J. de la R., además de los aspectos narrativos técnicos, le interesan los hechos históricos, el destino y el carácter de sus personajes (y lectores). ¿Realidad o ficción?: el libro  juega, a la zaga de El Quijote, con categorías aparentemente irreconciliables. El narrador-protagonista, oculto entre Juan el niño (pasado) y Juan  el anciano (presente-futuro), es un historiador que  pretende ser maestro de juventudes y árbitro de la actuación política de sus contemporáneos.
La crítica de esta  “novela histórica” abunda en  inexactitudes. Algunos señalan que la cronología transcurre entre julio de 1809 (Revolución de La Paz) y el sacrificio de las mujeres de Cochabamba en La Coronilla (mayo de 1811) (Castañón Barrientos, 1991: 20; Bou- det,  2004: 22-23). Alba María Paz Soldán rectifica estos  datos:
“La novela de Aguirre tiene como tema las peripecias de un niño huérfano durante una  época que abarca desde la sublevación del 14 de septiembre de 1810 hasta el ataque de los ejércitos realistas que sufre la ciudad de Cochabamba el 27 de mayo  de 1812 (1986: 7)”.
¿Qué pasa,  empero, con acontecimientos anteriores y posteriores a esas fechas? Sin esos sucesos, hábilmente intercalados, el texto sería ambiguo y sin mucho interés literario. La revelación del “misterio de Juanito”, como dice Wálter Navia Romero y la tesis socio-económica de fray Justo sobre el régimen colonial remontan  al lector a épocas anteriores.
Algo similar sucede con su estructura. En apariencia la obra ofrece un desarrollo lineal de  sucesos históricos: cada episodio origina otro, “diríamos que en cadena” (Castañón Barrientos, 1991). No obstante este orden cronológico y espacial del contenido, el narratario elige una forma que elude, resume, selecciona y manipula sus ‘memorias’ y, también, el relato de otras voces narrativas (la de Alejo cuando cuenta la batalla de Aroma o la del legado de fray  Justo). La versión del personaje-narrador (Juanito/ J. de la R.) domina la trama, además de interrumpirla y enriquecerla con frases y comentarios que ‘vienen’ del futuro: citas  textuales y críticas a libros de historia (obras  de Mariano Torrente, Bartolomé Mitre, Eufronio Viscarra, y un anónimo historiador chileno). Esta intertextualidad, evidente en algunos casos y en otros disimulada, es un aporte fundamental a la novelística del siglo XIX hispanoamericana y supone una postura ideológica respecto al  proceso escritural: borra los límites entre la ficción y la historia. La crítica se limita a repetir que  esta  es una  novela histórica y/o romántica…
La estructura mediatizada -desde el prólogo- es un acierto en cuanto a técnica y contenido: la vida privada del narrador narrado se (con)funde con la vida pública del lector J. de la R., comentarista de sus memorias. Y el lector boliviano es incorporado al texto porque “constata”, se identifica y prolonga su identidad en la historia patria construida por  la voz de J. de la R. No es casual que, por influencia de esta obra, cada 27 de mayo se recuerde y celebre el Día de la Madre Boliviana en honor a la resistencia que las mujeres cochabambinas opusieron a las tropas españolas en 1812.
Esta magia literaria por la que lo fictivo (trans)forma lo real procede de Cervantes. La crítica no ha dicho nada sobre esto pese a la importancia de El Quijote en este texto: Juanito aprende a leer leyendo “las aventuras del caballero de la Triste Figura y de su escudero el gran gobernador de la ínsula Barataria” (p. 59).  Y, además de ejemplos de la ironía cervantina, hay una quema de libros  que  incluye ¡una copia de El Quijote! (…)
El estilo de la obra  sorprende a no pocos  comentaristas. Se repite que su lectura es “fácil”. Y lo es, en efecto: prosa clara, elegante y fluida. Tal virtud enmascara la complejidad del argumento, que sí es original: en las “memorias” de Juan de la Rosa, la Revolución de Cochabamba tiene un sentido multifuncional. Es el pasado de la narración pero el presente de la fábula, y se combinan múltiples voces narrativas y lo que debería ser el futuro de la nación.
No otra cosa significan sus constantes jeremiadas en contra de los hombres de su presente. Esta  visión  ideológica del  futuro, modelada en  el pasado y sus  virtudes, explica la orientación “conservadora” del texto que, excluyendo otros estamentos sociales, prioriza al mestizo como constructor de la nueva nación (Bari de López, 2004: passim). Esta crítica ya fue hecha por Anderson Imbert, que lamentaba que Aguirre no brindase una detallada descripción del pueblo boliviano y que señalase “de lejos a los indios” (1957: 232). Sí. Pero  hay  que tener en cuenta su contexto.



Ensayo

Tiempos de katarización del
movimiento popular-sindical



Extractos del estudio introductorio que el autor preparó para la edición de El katarismo, de Javier Hurtado, de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia.


Esteban Ticona Alejo

El katarismo es un libro escrito cuando Bolivia, como otros países de América Latina,  vivía el boom del marxismo en sus distintas interpretaciones. Se sentía la influencia de la revolución cubana de principios de los años sesenta del siglo XX, de la experiencia guerrillera de Ernesto “Che” Guevara en Ñancahuazú en 1967 y de la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en Teoponte de los años setenta. Al calor de estos acontecimientos, la izquierda boliviana pensaba que la revolución obrero-campesina estaba a la vuelta de la esquina.
Está claro que lo indio para la izquierda no existía, a no ser que se “desindianizara” o se convirtiera en campesino, para ser un apéndice de las luchas de la vanguardia revolucionaria de los mineros y obreros del país.
En palabras de la socióloga Silvia Rivera Cusicanqui, durante los gobiernos militares de Alfredo Ovando y Juan José Torres (1970-1971) se vivió “el típico populismo militar”. Aunque la mayor parte de los partidos políticos de izquierda se opusieron firmemente a ambos gobiernos, especialmente al de Torres, lanzándole reclamos imposibles e instalando una suerte de gobierno paralelo, con la Asamblea Popular (AP) de 1971.
La AP fue una especie de congreso de sindicatos y partidos obreros. Es considerada por algunos estudiosos como “un segundo punto culminante después de la Revolución de 1952”, por el que el movimiento obrero boliviano logró con su propia fuerza crear un órgano de poder político independiente, aceptado por las masas populares como su propia autoridad. Fue un experimento político de camino al socialismo (Strengers, 1992). Pero  para Rivera, una sesión de la AP, memorable por  lo triste, se dedicó a negarle a la Confederación Nacional de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CNTCB), de línea katarista e indianista, el ingreso a formar parte de ella.
La razón eran los supuestos vínculos del Secretario Ejecutivo de la CNTCB, Jenaro Flores  Santos, con el gobierno de Juan José Torres, aunque el argumento iba más bien por el lado  del racismo que se atribuía a los jóvenes indianistas y kataristas que coparon el aparato sindical campesino pocos meses antes del golpe de Estado de Hugo Banzer, el 21 agosto  de 1971.
Javier Hurtado ofrece los primeros rastreos biográficos de Jenaro Flores. Nacido en 1942 en el ayllu Antipampa Qullana de la provincia Aroma del departamento de La Paz, pertenece a la primera generación aymara de la Revolución de 1952 que  migra a la ciudad de La Paz a estudiar alguna carrera profesional. En ese andar se relaciona con otros jóvenes, como Raymundo Tambo, y conoce al indianista Fausto  Reinaga. Organizan todos ellos el Centro Cultural 15 de Noviembre, que inicia un movimiento anticolonial llamado indianismo-katarismo. Flores fue además baluarte fundamental en la creación y consolidación de la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), entre 1979 y 1986, que fue el ala sindical y política del movimiento (…).

Aporte
Javier Hurtado apuesta por una nueva lectura del movimiento “campesino” entre 1960 y 1986. Su obra abraza la tendencia de los “estudios andinos o étnicos” y definitivamente coadyuvó en el develamiento del “campesinado” post  Revolución de 1952. Aunque por momentos no deja de manifestarse con algunos análisis marxistas, en general es una nueva lectura y desde una  nueva bibliografía de investigación reciente.
Hurtado estudia al movimiento katarista (que incluye al indianismo) para tratar de explicar cómo empezó a “recuperar y reelaborar el conocimiento histórico del pasado indio”.  Dos son sus intereses fundamentales:

a)      La lucha anticolonial de los campesinos indios del país en la que uno de los aspectos centrales era una nueva lectura histórica. Más allá de la recuperación simbólica de las figuras de Tupaj Katari y Bartolina  Sisa, el aspecto central de la problemática que se identifica es la continuidad de la situación colonial: una  minoría social  oprime a una sociedad mayoritaria “originariamente libre  y autónoma”.
El 15 de noviembre de 1972  los comunarios de la localidad de Ayo Ayo de  la provincia Aroma del departamento de  La Paz,  lugar de nacimiento de Julián  Apaza (Tupaj Katari), en ocasión de recordar el descuartizamiento del líder aymara, simbolizaron la “recuperación” de su pensamiento con la inauguración de un  monumento. El acto fue tan importante que circuló una invitación religiosa (Albó, 1985a: 125-126).

b)      La utilización de la forma del “sindicato campesino” como herramienta ocasional de lucha. Aunque esta forma pertenece al Estado del 52, y fue parte de su dominación estatal, los indianistas y los kataristas tuvieron la habilidad de extender su influencia y difundir sus ideas a través del “sindicato comunal” o el “sindicato aymara”, que  era entonces la organización local más expandida, como un espacio de “unidad en la diversidad”.


(…) El gran acierto de la obra de Hurtado radica en colocar al movimiento social  anticolonial katarista en el escenario académico, intelectual y político nacional e internacional. En su Introducción nos advierte que no es una obra objetiva y neutra, “sino la de un militante político para quien el movimiento campesino era su frente de trabajo cotidiano” (p. 40 en esta edición).

En términos metodológicos, el libro es muy interesante para su época y hasta pionero en  la elaboración de minibiografías de líderes aymaras como Jenaro Flores Santos, Raymundo Tambo, Fidel Huanca Guarachi y otros. Además, la utilización de un lenguaje sencillo y sin apoyos en una jerga  académica facilita la comunicación de su historia y del análisis del movimiento katarista (…). 

Letra sincrónica

El trasunto de Telón lento

Conocedor como pocos de la obra de Arturo Borda, y a tiempo de reseñar este nuevo libro de La Mariposa Mundial, el autor augura una pronta e imprescindible edición monumental de El Loco.



Alan Castro Riveros

Una carta hecha libro
Después de leer Telón lento, tuve la sensación de que efectivamente era un libro. Borda, en El Loco, habla de la posibilidad de que su libro infinito e indefinible pueda llamarse sencillamente LIBRO.
¿Qué es un libro? ¿Cuál es esa posible sensación de que algo de pronto se perciba cabalmente como un libro? O, en este caso particular, ¿cómo es que una carta se convierte en un libro? Pues Telón lento no es un compilado de epístolas, y su unidad como libro radica en otra potencia que suma y sigue.
En los primeros párrafos de Razón y locura, el autor de El Loco divaga entre varios títulos para su libro. “Quizá si lo mejor sería titularlo llanamente LIBRO, ó en su defecto EXTASIS, DELIRIOS. Y otra vez a imaginar”. [Sic.]
De ahí que Borda sabe que aunque todo esté hecho pedazos, los fragmentos se suceden unos a otros y se arraigan en una unidad difuminada que ondula en un mismo movimiento proliferante. Cuando un telón cae lento, detrás de él hay una escena que se sostiene y deja adivinar una cola. El telón hace desaparecer paulatinamente algo que de todas formas persiste: una escala de intensidad de lo decible.
Valga esta breve divagación para decir que con la lectura de un juicio crítico de Medinaceli y la escritura que se juega una respuesta en las dos versiones de una carta, Borda recuerda la unidad de El Loco, una unidad que parecía haberse perdido por la distancia en el tiempo -como él mismo lo dice en la misiva de 1937 que se ha convertido en un libro llamado Telón lento.

La cifra
Carlos Medinaceli, el destinatario de la carta que leemos en Telón lento, ha partido hacia Camargo, sintiéndose perseguido después de publicar su memorable homenaje a miss Tarija. A Arturo Borda, el remitente, le ha sucedido que ha partido la carta en dos actos de un drama y ha firmado en la línea que los divide.
Telón lento, como libro, al comparar dos versiones de esta carta, verifica efectivamente que hay dos partes, pero además entrevé un tercer acto cuya intensidad desaparece lentamente tras el telón para reaparecer en el libro: la reformulación de una cifra en la hechura de la carta; es decir, la estampa del obraje de una escritura que parte y es parte de una obra mayor. Acostumbrados como estamos a la proliferación de manuscritos bordeanos en los manuscritos bordeanos, aparece de entrada en los entretelones de esta carta otra carta y otra más, y también una anterior que Carlos Medinaceli -antes de partir, “por si ya no tuviera otra oportunidad para ello”- deja para Arturo Borda.
En mayo de 1937 Medinaceli entrega una “carta” a su madre para ser recogida por Arturo Borda, junto con los nueve cuadernos de El Loco. Sin embargo, la carta no es tal; es un juicio crítico que ahora conocemos con el título de La personalidad y la obra de Arturo Borda y que, junto a Mi homenaje a miss Tarija, podemos leer en Chaupi P´unchaipi Tutayarka.
Medinaceli tenía el ojo para adivinar en un solo hombre el espíritu de un tiempo. Por ejemplo, en El alma medieval de don Ricardo Jaimes Freyre, dice: “Ha sido el hombre de sensibilidad más aguzada para vibrar al estímulo de todo lo que aquel tiempo evoca. El poeta que ha sentido, con mayor pathos, el Medioveo”. Por otro lado, la simpatía de Medinaceli hacia Gabriel René Moreno tiene que ver con la sensación de que en él se habían encarnado los valores espirituales más fértiles y severos del siglo XIX.
En este sentido, la “carta” de 1937 dirigida a Borda cuenta una anécdota que Medinaceli escuchó del periodista y escritor peruano Federico More Barrionuevo. “¿Quién crees -dice que le preguntó More a Juan Capriles- que ha de quedar de entre nosotros?”. “Pues, Borda”, había respondido Capriles.
Recordemos que en esa generación también estaban Raúl Jaimes, Gregorio Reynolds y José Eduardo Guerra, por nombrar algunos de los celebrados por la “crítica” de aquella época. Medinaceli remata la anécdota diciendo: “De los de su generación quedarán muchos, pero al que se señalará por su ‘originalidad’, indudablemente, será Borda”. En esa originalidad entrecomillada no deja de trasuntarse la aspereza irónica de Medinaceli hacia los críticos del futuro, quienes -incapaces de reconocer una nueva forma- exaltan la marginal primicia de lo que desconocen.

Hacia una re-edición de El Loco
Telón lento (2016) y Nonato Lyra (2014) obligan a releer la obra de Borda. Ambos libros son aparatos dialogantes que iluminan y señalan el entramado de la obra bordeana. Un libro solitario no puede sobrevivir sin sus aliados.
En Nonato Lyra esta alianza señala el valor cabal del hallazgo de un manuscrito donde se relata el hallazgo de un manuscrito. En Telón lento Borda salta de una carta al segundo acto de un drama en el que escribe una carta; lo cual lleva a una serie de desdoblamientos vertiginosos que tocan el pathos (como diría Medinaceli) de la Historia. Con estos dos movimientos -hacia adentro del texto y hacia afuera del texto- se configura un nuevo escenario para la lectura de El Loco.
Telón lento es un libro porque va más allá de sí mismo. Así como se escribió la carta a Medinaceli, así se escribió Nonato Lyra y también El Loco. En el pequeño gesto de haberse saltado de una carta amistosa a un drama en dos actos está el engendramiento de la escritura de Borda, quien se entrega al entrelazado de todas las formas y géneros. Un libro es el fragmento unitario de esa genética y en Telón lento vemos la migaja seminal de su flujo. Tal el punto bruno que ilumina la obra entera del Toqui y que en este libro se encarna y prolifera a carta cabal -por decirlo así.
La escritura no es una construcción preestablecida o una técnica que debe dominar quien escribe. Ya no se puede hablar de marginalidad en nuestra crítica, en cuanto la escritura siempre es una potencia y nunca algo que sugiere ombligos que ladran para dejar afuera todo lo que no se les parezca. La escritura es algo que se reconoce en su obraje. En ese sentido, la dramatización de un encuentro ya es la revelación de una mirada histórica.

El telón lento es también el movimiento de detenerse en los detalles que rondan la dirección de una escritura. En la propuesta de edición de Telón lento se precisa esta potencia puesta en marcha con la palabra intensión -que reúne en ella intensidad, tensión y una recifrada intención. Por otro lado, y para terminar, habrá que decir que la lectura de Nonato Lyra y de Telón lento es imprescindible para ese trabajo monumental que se hace columbrar: una edición desprejuiciada, entera y cabal de El Loco.

Patio interior

Caracteres, pinceles y palabras



Sobre el arte –en todo el sentido de la palabra- de escribir en chino.

  
Juan Cristóbal Mac Lean E. 

Traducir poesía, es por demás sabido, resulta en general tarea vana, traidora y traicionera, y lo es muchísimo más que tratándose de cualquier otro tipo de texto, documento o escritura, pues en el poema, precisamente, cada palabra está vigilada, acogida o producida en su justo sitio -ella y no otra, ahí y no en otra parte. Es absolutamente irreemplazable, de ninguna manera intercambiable, dirá el poeta. Y, si es verdadero poeta, no es que se haya servido  de una palabra, que meramente la haya utilizado, sino que la halló –o llegó ella sola al poema que iba a su encuentro.
¿Y qué pasa si además de cambiarla, se lo hace por otra que encima es de otro idioma y jamás será “igual”, o incluso muy vagamente, apenas, tendrá un significado como el de la palabra original? Si ya hay, de entrada, tan formidables problemas de traducción en lenguas aún emparentadas, pertenecientes al fin y al cabo a una misma familia, digamos la indoeuropea, la distancia que en cambio se da con lenguas de otras familias lingüísticas o lejanísimos universos semióticos, como por ejemplo el sino-japonés, parece ya infranqueable.
Claude Roy, que él mismo tradujo poemas del chino o se inspiró en ellos para escribir los suyos, tiene un artículo citado por F. Cheng y se llama “La vana tarea de traducir poesía china”.
Siguiendo el tema en algunos libros (la árida parte “técnica” del libro de Cheng o Quelque particularités de la langue et la pensé chinoise del gran Marcel Granet, -disponible en internet) las dificultades no hacen sino ahondarse. Y no solo están las lingüísticas, lexicales y sintácticas, sino las “escriturales”, que a su vez son otro rasgo fundamental de esta primerísima “poesía visual” -nunca mejor usada la expresión. Explicando los caracteres en su relación con el lenguaje, M. Granet habla a su vez de “pintura vocal”, mientras F. Cheng se refiere a “ritmos visuales”.
Los caracteres mismos que componen la escritura china y como se presiente, tienen pues un puesto y una historia radicalmente diferentes de los de otras escrituras, por ejemplo las que desembocaron en la occidental y que usamos en esta parte del mundo.
La letra, efectivamente, es totalmente distinta de lo que es el caracter. En un primer momento, en los albores de esta escritura, se cuenta, hubo un ademán pictogramático en que el caracter copiaba, estilizaba y esquematizaba la idea o imagen de lo referido. Así, los caracteres para las palabras tierra, cielo, árbol, sol, luna o bosque, son miméticas y fáciles de entender, memorizar. Pero los caracteres no dejaron de evolucionar, agregando complejidades en cuanto a su pronunciación y otras precisiones semánticas.
Conviene recordar que no hay abecedario en chino por lo mismo que cada carácter es una sola palabra completa y monosilábica, aunque su significado mismo esté sujeto a desplazamientos o  variaciones contextuales, y ello por mucho que el carácter en sí se mantenga inmutable. Esto lo capta bellamente Elias Canetti, en cuya obra tan singular importancia tiene todo lo chino: “Las anécdotas de los chinos con sus nombres monosílabos: todo reducido a fórmulas que para nosotros resultan inimitables. Incluso lo más ambiguo está bien; cada palabra, en su forma exacta, es como una nota; en ella resuenan muchas cosas y cuando junto con ella suenan otras notas, éstas tienen un carácter único y definido. (…) Como si fuera un instrumento, toca órdenes pero no deja de ser libre. Todos y cada uno de estos caracteres son independientes los unos de los otros”.
De la singular importancia de dichos caracteres y su escritura, atestigua también el hecho de que la sola caligrafía haya sido, sea, un gran arte. Y no en vano poesía, pintura y caligrafía parecen aquí un trío indisociable, proveniente de un mismo impulso esencial y del uso de las mismas herramientas con que efectuarse: tinta, pincel, papel. (En YouTube es posible ver a eximios calígrafos chinos, cuando no monjes zen japoneses, escribiendo-pintando caracteres).
Y es también común, cuando se hojean antologías o historias, encontrarse con que muchos de los poetas-pintores-calígrafos hayan sido monjes (taoístas, budistas o confucianos, sin que jamás estas denominaciones interfieran entre sí). De tal modo, no debe extrañar que en estas condensaciones de elementos, la sola caligrafía resulte un arte profundamente espiritual. La tableta o tablilla con caracteres escritos en ella puede ocupar, en los altares, el sitio que en otras partes lo ocupan divinidades o sus personificaciones.  
“La religión del signo” se llama un pequeño capítulo de Claudel (en Conaissance de l’Est) , donde considera que “puede verse en el carácter chino un ser esquemático, una persona escritural que tiene, como un ser que vive, su naturaleza y sus maneras, su acción propia y su virtud íntima, su estructura y su fisonomía”.
François Cheng también subraya esos aspectos: “los signos ideográficos apuntan menos a copiar el aspecto de las cosas que a figurarlas mediante rasgos esenciales cuyas combinaciones revelarían su esencia así como los lazos secretos que las unen”. Aquí los signos, que revelan pues la esencia de las cosas y sus relaciones, tienen una función mágica y sagrada. En este contexto, Cheng cita un verso-venablo del clásico Du Fu: “Terminado el poema, dioses y demonios quedan estupefactos”.
No es de extrañar, así, que el mismo origen de los caracteres y su historia mítica ya vienen envueltos en inimaginables aires esotéricos y asociados con las artes de la adivinación, con trazos inscritos en caparazones de tortugas, huesos animales. O están, y esto es muy hermoso, las huellas de patitas de grullas en la arena que inspiraron al creador y sistematizador mítico de los primeros caracteres, que en su primer momento puramente pictórico y mímico, copiaban el mundo.
De ahí, entonces, el aspecto sacramental del carácter, que al venir-del-mundo debe estar en armonía con este mismo mundo y por tanto exige, de quien lo traza, su propia consonancia con dicha armonía, de manera que la sola escritura como arte caligráfico ya es, por sí misma, lo que en occidente se llamó un “ejercicio espiritual”. Es que se trata, apenas nos asomamos a él, de un mundo plagado de ejercicios espirituales, de codificados ritos, gestos y modulaciones, todos fijados e inamovibles en el espesor de la Tradición y en la que, otra vez, la escritura (que va mucho más allá de meramente representar la palabra hablada) desempeña un papel central.
Y si tales distancias o abismos se esbozan solamente al considerar la escritura china, los problemas específicamente lingüísticos no son menores, tratándose de una lengua en la que se cumple la apoteosis de lo concreto en desmedro de la abstracción y del concepto, en la que a veces ni siquiera son reconocibles ni los verbos como tales -tal como lo expone Granet. De pronto las gramáticas de nuestra área lingüística no sirven para casi nada.

Siendo tan grandes las barreras, pues, ¿cómo se encaró o encaran los problemas de traducción? Pero ello tiene inesperadas sorpresas. Así por ejemplo, la profunda influencia de la poesía china en la de lengua inglesa. Y para contar de ese extraordinario capítulo de la literatura universal, debemos referirnos a Ezra Pound y su libro Cathay. Next.

Libros

Tres apuntes sobre una (vieja) nueva novela

La Mariposa Mundial ya tiene a la venta (ver en Facebook) la reedición de Roldolfo el descreído. Presentamos tres breves fragmentos de las notas introductorias del libro.

 
Fotomontaje de David Villazón hecho por su bisnieto Ignacio Bracamonte.

Notas sobre Rodolfo el descreído

Omar Rocha Velasco

Hace varios años, gracias a ciertos azares concurrentes, me fue dado encontrar la novela Rodolfo el descreído en un anaquel dispuesto por la bendita señora Saavedra (no recuerdo el nombre) en la Calle Sagárnaga # 54. Ciertamente, en un pequeño cuarto, que por unos días dejó de ser tienda de chamarras de cuero, la Sra. Saavedra puso a la venta los libros de su hermano, un cura formado en Chile y que acababa de morir. Era una hermosa época en la que trabajaba junto a Blanca Wiethüchter, Alba Paz Soldán y Rodolfo Ortiz (también descreído) en lo que a la postre fue Hacia una historia crítica de la literatura en Bolivia, investigación en la que nos enfrascamos dos años y más.
Mi condición de Investigador Junior me permitía la bella tarea de comprar libros en el Pasaje Huarina, varias veces volvimos (sí, en plural) cargados de talegas de libros bolivianos y nos repartíamos la lectura para ver si encontrábamos algo novedoso, algo que valga la pena además de lo que ya teníamos. Estábamos condenados a lecturas veloces, el tiempo apremiaba y teníamos mucho material que revisar. Mi primer encuentro con Rodolfo el descreído fue de fascinación, era una novela absolutamente novedosa, una narrativa sorprendente para su época, algo que rompía con lo que veníamos leyendo y lo que entendíamos por una narrativa de la Guerra del Chaco.

Addenda al descubrimiento de Rodolfo el descreído

Rodolfo Ortiz

Un suceso inesperado, y no del todo descriptible, hizo posible que esta publicación, a mitad del camino, haya tenido la dicha de un encuentro memorable. La tarde del 25 de enero de este año recibo una llamada telefónica a una oficina donde me hallaba de paso. Resulta que del otro lado una voz exaltada me decía que la familia Villazón estaba conmovida y, en más, agradecida por la noticia de la publicación “del abuelo” David S. Villazón. Habían leído, por arte de birlibirloque y tres meses después, la noticia de este proyecto editorial en el suplemento Letra Siete (17 oct. 2015). La exaltación fue totalmente recíproca, por supuesto. Habíamos buscado durante muchos años, como sugerí al inicio, señales, fueran al menos de humo, de este escritor incomparable y desconocido. Y así fue que a partir del primer encuentro con la familia Villazón, tres días después, el camino de este libro lograba un rumbo extraordinario. Pude acceder a una historia oral y escrita nunca antes imaginada; Rosario Villazón escribió ipso facto un manuscrito de 57 páginas sobre la vida de su padre, sin contar las fotografías y las evocaciones que llegaban a torrentes; Fernando, el otro hijo, desempolvó otro día la biblioteca personal de David S. Villazón (¡ni un solo ejemplar de Jardiel Poncela!) y una semana después me mostró la medalla del Honorable Congreso Nacional conferida a los Defensores del Chaco, que heredó de su padre.


¿Quién fue David S. Villazón?

Rosario Villazón Alborta y Georgina Villazón

David S. Villazón, como solía firmar, un hombre de recia estatura, contextura delgada, nariz aguileña y facciones elegantes, de agudeza implacable, mirada franca y profunda, fue un escritor que a través de su recorrido por el mundo supo darle a su existencia infinidad de luces en las diversas épocas, facetas y circunstancias que le tocó vivir.
Nació un 24 de febrero de 1910 en Cochabamba, en una vieja casona de Sacaba donde la familia solía pasar las vacaciones. Estudió hasta el bachillerato en la ciudad de Cochabamba. Se sabe que durante su adolescencia consiguió, pese a su corta edad, un trabajo temporal en el periódico Los Tiempos como redactor de noticias y que movido por su afinidad con el medio artístico llegó a ser tramoyista en la presentación de algunas obras en el Teatro Achá.
Luego, en 1928, decidió embarcarse en una aventura que años después marcaría el destino de su vida. Junto a sus entrañables amigos de infancia y juventud como Walter Montenegro, Anico Quiroga y Oscar Claure, deciden un día emprender un viaje a la ciudad de La Paz. A esta aventura se unieron luego Juan Urquidi y su hermano mayor Carlos Walter. Este grupo de amigos e intelectuales se alojó en una pensión de la calle Yacuma, en San Pedro, donde David S. Villazón, a sus 18 años de edad, iniciaría una faceta definitiva en su vida.
Inmerso ya en la sociedad paceña, Villazón participa activamente en un grupo de intelectuales y artistas cuya sede era la casa de la poetisa Yolanda Bedregal, en cuyas tertulias se forja una camaradería sin más pretensión que el pensamiento y el arte como razón de vida.
Sin embargo, cuando cursaba el tercer año de medicina, el país es conmovido por la sombra de una guerra inminente contra el Paraguay que lo conduce al reclutamiento. David S. Villazón marcha a la zona de operaciones durante toda la conflagración y adquiere el grado de Sargento Sanitario. El  20 de diciembre de 1937 le confieren la medalla al mérito por sus servicios durante la Guerra del Chaco.

Suponemos que esta experiencia intensa y dolorosa en las arenas del Chaco, las horas de fatiga y desesperación en una zona inclemente, fue el detonante fundamental para la escritura de su primera novela, Rodolfo el descreído, que concluye en 1936.

Sombras nada más

Historias de titiriteros


Gabriel Castilla, uno de los pocos cultores del antiguo arte de los títeres. Historias desde el corazón.



Gabriel Chávez Casazola

Hay libros que nos ponen a pensar en los oficios y artes que se están perdiendo y en todo lo que se iría con ellos, para siempre, si es que se extinguieran. Imágenes paceñas de Jaime Saenz es uno de esos libros (ahí moran todavía el vendecositas, el velero, el cada vez más infrecuente afilador, la temible tendera…).  Otro, las Historias de titiriteros de Gabriel Castilla.
Castilla, nacido en Salta en 1951 y considerado uno de los titiriteros solistas más importantes del mundo -Álvarez Fermosel lo llama “el mejor titiritero de América, o por lo menos de la América de habla española”- no solo se ha dedicado, durante años y leguas, a hacer títeres (es decir, a crearlos y hacer representaciones con ellos), sino que ha escrito además una valiosa dramaturgia del género, con títulos como Telón del cielo, La trampa, Slurp y El soñador, que ganó en Santiago de Compostela un galardón de nombre muy titiritiresco: el Premio Internacional Barriga Verde.
Es autor también de El pensamiento del títere, una obra muy particular, todo un libro de filosofía desde y sobre su oficio, que algún crítico definió como “el Tao de este arte tan antiguo”, e Historias de titiriteros (Ediciones del Zorrito, Buenos Aires, 2015), que motiva estas líneas y paso a comentar enseguida. 
Se trata, en sentido estricto, de un libro de cuentos, pero no como se los entiende ahora con el desarrollo del género, sino a la usanza antigua: historias sencillas y breves, contadas y para contar; que en este caso tienen dos cosas en común: las cuenta un titiritero y tratan acerca de titiriteros. El título, pues, no podría ser más explícito ni parecer más simple, aunque como veremos luego, esta sencillez y literalidad, características del libro de principio a fin, tienen una clara razón de ser.
Ocurre que estas Historias, a diferencia de lo que se podría suponer, no son narraciones o anécdotas orales vaciadas a la escritura. Aunque guardan una deliberada apariencia de simpleza y coloquialidad, son textos de una prosa precisa y cuidada, tendida entre la austeridad verbal, el humor y la ternura, que al pasar de las páginas se revelan elementos esenciales para dejarnos sentir cómo ven y habitan el mundo los titiriteros: seres errabundos y algo melancólicos a los que el silencio ha ido habitando de tanto partir y llegar, siempre arrastrando el peso de sus enseres artísticos, locuaces apenas con los títeres en la mano o con el vino de la amistad de por medio, y tocados con el extraño don de poder provocar aquello que los conmueve y conmoverse con aquello que han provocado: la alegría de un niño.
La intención del autor al reunir estas treinta y nueve Historias pudo haber sido simplemente salvar del olvido algunos episodios entrañables que vivió o le contaron sus colegas de arte.  Sospecho otra motivación más profunda: salvar a los propios titiriteros del olvido que los acecha, acercarlos al niño que fuimos, hacer que les sonriamos otra vez.   
Hay libros que nos ponen a pensar en los oficios y artes que se están perdiendo, escribí al principio. Y hay los que por su sencilla profundidad (o profunda sencillez) pasan a formar parte de las provincias del corazón: El pequeño príncipe de Saint-Exupéry es uno de ellos.  Historias de titiriteros, otro.

Una nota final: su autor, Gabriel Castilla, es conocido como “Guaira” Castilla.  Tal vez el viento -así escrito en el quechua del norte argentino, aquí sería Huayra o Wayra- que lo ha llevado por los caminos del mundo con sus títeres lo traiga también de vuelta a Bolivia con ellos, al país que tanto recorrió y cifró en versos su padre, Manuel J. Castilla, cantándole al ají y a los mercados,  al altiplano y a la pascua en amancayas doblándose en rocíos, a las palliris y a unas muchachas cantoras de Tarija que enfloradas morían / y que cantando se resucitaban. Tal vez fue el viento el que trajo sus Historias hasta estos arenales para que no olvidáramos a los tirititeros. 

Etc.

La centenaria guerra del amor 



Cuando el dilema del machismo y el feminismo se traslada a la intelectualidad y los libros.


Carlos Decker-Molina

Acabo de leer un libro de 182 páginas que tiene varios aspectos a desarrollar si mi texto fuese escrito en sueco.
El libro es un “ajuste de cuentas”, divorcio a posteriori, de la mujer intelectual casada con otro intelectual, ambos muy conocidos en el ámbito cultural y literario de Suecia.
Él, también ha escrito un libro, donde hay referencias, picantes, escritas con la maestría del exsecretario permanente de la Academia de Letras de Suecia, que daba conocer el nombre del Nobel cada segundo jueves de octubre.
Para el público lector de este suplemento es poco o nada atractivo enterarse de los entretelones de una relación que, guardando las distancias políticas, se parece a la que tuvieron en su tiempo Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir.
La pareja sueca es liberal sobre todo él, ella con el matiz o la marca profunda del feminismo. Sus nombres: Él, Horace Engdahl y ella, Ebba Witt-Brattström. ¿Por qué mi interés en escribir sobre este libro para un público boliviano? Porque tiene, para este caso específico, dos puntas que desarrollar, la forma y un feminismo excelso.
Ebba escribe una prosa poética de principio a fin. Y, le da a toda la obra el carácter no de diálogo sino de monólogos yuxtapuesto.
Una traducción mía, muy libre:

“Él dijo: Si me dejas / te espera una larga vida / de odio”.

“Ella dijo: Alguno / de los dos / va a morir primero”.

Toda la estructura es semejante al drama teatral, pero sin referencias a tiempo ni espacio y mucho menos a detalles de vestimenta, rostros ni edad. Sin embargo, se lee no solo con entusiasmo y pasión sino con interés. Se trata de la guerra del amor, como el título sugiere: Centenaria guerra de amor.
El libro es difícil de catalogar: ¿Novela? ¿Testimonio? ¿Ensayo? ¿Ficción? ¿Realidad? Tal vez no hace falta etiquetar. Es un libro que cuenta el infierno de un matrimonio de dos intelectuales.
Ella, la autora, profesora de género de varias universidades europeas entre ellas la Humboldt de Alemania, le echa en cara a él, su machismo intelectual “más peligroso” que el del macho del vulgo. 
Él, es el típico intelectual que tiene respuesta filosófica, política, sociológica, literaria, poética, moral sobre todo y todos. Es un ser incapaz de decir: No sé.
A lo largo de las casi 200 páginas la autora intenta una igualdad intelectual sin dominancia. Es el feminismo excelso, es decir, si en Bolivia se lucha contra el patriarcalismo en Suecia, uno de los países más feministas del orbe, la lucha es en “lo intelectual”, según Ebba: “Una es la visión masculina de la cultura y de la historia y otra la femenina”.
Para la autora, el intelectual que incluso se autoproclama feminista, a la hora de conocimiento es un macho como cualquiera, que refriega la cara femenina no con el trapo de cocina sino con Aristóteles, Kierkegaard o Pascal. Sin escuchar a Fourier, Simone de Beauvoir o Hannah Arendt.

“Ella dijo: Los nazis te habrían amado. / Con gran autoridad intelectual habrías / sostenido que los judíos fueron cómplices. / Quizá culpables / de la guerra contra ellos. / El hombre superior / necesita del hombre inferior / Tú y los tuyos no reconocen la culpa / Y no asumen la más mínima responsabilidad”.

El libro tiene otra característica interesante y es la ausencia de capítulos. La prosa versificada, está separada por títulos que hacen referencia a otras obras, citas, versos y hasta canciones populares. Figuran la Danza de la muerte de August Strindberg, una cita de Heinrich von Kleist que en Penthesilea (1808) dice: “Besar, morder, es lo mismo. Quienes aman de verdad, confunden con facilidad los besos con los mordiscos”, figura Shakespeare y su inmortal Romeo y Julieta y una ópera de Verdi titulada Don Carlos.
Muchas de las obras citadas en la prosa versificada, han sido traducidas por Ebba y Horace cuando eran una pareja feliz. Jóvenes y enamorados que, para citar a Pascal, habían caído en la trampa de la razón de la sinrazón.

Hoy, maduros y divorciados, en lugar de visitar a Sigmund Freud, han escrito cada uno su libro. 

jueves, 23 de junio de 2016

La pelusa que cae del ombligo

Bruckner en la abadía de San Florián


Un revelador ensayo en el que Omar Rocha detecta, a partir de un poema y un texto dedicados a Bruckner, no solo la pronfunda incidencia del compositor alemán en la poética saenzeana, sino de algunas ideas y conceptos fundamentales, como el del júbilo y de la indisolubilidad de vida y obra.



Omar Rocha Velasco

Blanca Wietüchter planteaba que la poesía de Saenz configura un modo de conocer: “La intención poética de Saenz (…), ha sido fundamentalmente una tarea de búsqueda: conocer lo desconocido, descifrar lo indescifrable. Intención que se basa en un conocimiento simbólico intenso (…)”.
En otras palabras, esta poesía es la paciente manufactura de un camino de conocimiento. Este camino tiene dos puntos de apoyo fundamentales: los conceptos de obra y júbilo, ambos se repiten en distintos momentos del recorrido y cobran especial énfasis en Bruckner (1978) y “En la Abadía de San Florián”, un texto de Tocnolencias (2010)[1].
Jaime Saenz escribe el poema Bruckner pensando en el compositor Anton Bruckner, a quien admiraba y oía con pasión. Bruckner era austríaco, nació en 1824 y murió en 1896, fue organista en la iglesia de la abadía de San Florián -situada en la ciudad de Vaduz- y luego en la catedral de Linz. Era la época en la que Wagner se planteaba como ideal sonoro, aunque Brahms entraba seriamente en la disputa.
Eduardo Storni, biógrafo de Bruckner, da a conocer aspectos relevantes de sus sinfonías: Franz Schubert es el precursor de la obra de Bruckner. Desde la denominada Sinfonía Cero hasta la Séptima, la plantilla orquestal básica es la que Schubert emplea en su Novena sinfonía. En su Octava y su Novena, Bruckner añade las tubas wagnerianas como refuerzo de los metales, pero eso nada significa... es el empleo de un recurso como timbre intermedio entre los cornos y los trombones”.
Storni también resalta el carácter religioso del compositor austriaco: “Había tanta autenticidad y sinceridad en él que todos los alumnos terminan adorándolo. Cuando impartía su cátedra y sonaba el Angelus, interrumpía la clase y rezaba”.
Estos datos son importantes porque Jaime Saenz considera que vida y obra están entrelazadas y son indisociables, son “una y misma cosa”, por eso en el poema dedicado a Bruckner, Saenz reflexiona sobre lo que es una obra de arte, su creación, lo que revela y el júbilo que produce. Es una reflexión sobre la vida y obra de Bruckner y sobre su propia vida y obra: “Así la obra en que vive el hombre es la obra / El hombre se hace en la obra”. Saenz ve en Bruckner a quien es capaz de hacer y deshacer una obra, a quien es capaz de crearla y revelarla: “con sordos estruendos”, “con aires inmutables”.
Es imprescindible leer este poema junto al último texto del libro Tocnolencias llamado, justamente, “En la abadía de San Florián”. Este relato, que es una ficción basada en datos biográficos, cuenta la historia de Bruckner, sus inicios en la Abadía de San Florián, su decisión de abandonarlo todo e irse llevando un rollo de papeles, las circunstancias que posibilitaron la realización de su máxima creación (la octava sinfonía en do menor) y, finalmente, su muerte antes de concluir la novena sinfonía.
Saenz plantea que Bruckner emprendió su máxima creación provocando la cólera de Dios, pues solo pudo hacerlo al lado de Satán: “(…) se sentiría atormentado durante toda su vida pues por una parte y siempre llevado por sus ansias de tocar la relevación y el júbilo a sabiendas de que tales ansias tenían el sello de Lucifer y lo conducirían a la aniquilación demandaba con siempre renovado fervor la ayuda de Dios para la realización de su obra mientras que por otra parte no ignoraba que estas demandas del favor divino implicaban no solo un peligro más que mortal sino que de hecho significaban un sacrilegio…”.
En ese camino de conocimiento Saenz encuentra lo oscuro, las tinieblas son el punto culminante de su búsqueda, aquello que lo conduce a la “otra orilla” y le otorga un conocer. Las tinieblas conducen al “saber del hacer” (la obra),  no se trata solamente de un “saber hacer”.
Otro de los conceptos fundamentales en este camino construido por Jaime Saenz es el “júbilo”, aparece en varios lugares y con distintos sentidos[2] uno de ellos relaciona el concepto con cierto éxtasis musical que prescinde de las palabras:
El júbilo está del lado de una inmensa alegría, de una revelación, en un sentido místico y poético, pero también está del lado de la angustia y del dolor –presentes en todo proceso de creación−, en definitiva cada instancia del proceso de conocimiento está marcada por el júbilo y la angustia,  “... el júbilo es el terror de la revelación” dice el poeta. Este es el júbilo que Saenz encuentra en Bruckner y su obra:

Conoce este hombre la vida del júbilo,
ha vivido el instante que dura la vida del júbilo,
ha sido la forma corpórea del júbilo aniquilador

Este camino se construye a partir de un hacer y un deshacer constantes, por eso surge la idea de “aniquilación”: la obra empieza donde la obra se deshace. Este es uno de los sentidos del júbilo aniquilador, por otro lado, la aniquilación tiene que ver con el cuerpo mismo, esa búsqueda dolorosa cobra cuerpo: “La caída repentina del cabello -vuela por los aires y te molesta. La caída repentina de los dientes –primero se pudren, luego se mueven, y luego se salen”. Este “sacarse el cuerpo” es también parte de la poética de la aniquilación.
Sin duda el “espíritu romántico alemán” está presente en la obra de Jaime Saenz: La obra; el júbilo; la inagotabilidad de la creación (Novalis); la pasión como motor de toda creación; la experiencia de mundo a través de la música y su posibilidad de suspender el tiempo (Schiller); la oposición del yo y el no-yo (Fichte); la exploración de la noche, el terreno de lo oscuro y las tinieblas; la reunión de vida y obra como dos caras de una misma moneda; la autolimitación de la obra cuyo resultado es la autocreación y la autodestrucción; el arte como aprendizaje y conocimiento, etc[3]. 
Esto podría leerse como una asimilación pasiva de las concepciones poético/creativas provenientes de un ámbito occidental alejado temporal y espacialmente, una especie de alienación cultural. Sin embargo, se trata de otra cosa: lo que hace Saenz es una lectura y actualización de ese espíritu romántico en una particular experiencia poética.
Jaime Saenz admiró a Bruckner porque “corporizó” sus ideas acerca del arte y la creación, era un hacedor de la obra a la que se entregó completamente –según nos cuenta en su ficción de Tocnolencias−, para eso tuvo que seguir un camino largo y tortuoso, incluso, muy a pesar suyo, tuvo que provocar la ira de Dios situándose del lado de Satanás, pero también tuvo que deshacer sus hechuras para volverlas a construir de nuevo, para “jugar una broma pesada, con el hacer una música, con el morir una música, con el ser una música”.




[1] Hube establecido esta relación luego de una conversación, vía Skype, con Rodolfo Ortiz.
[2]Claudio Cinti, a partir de un encuentro azaroso, publica en la revista La Mariposa Mundial 21 un esclarecedor texto sobre la procedencia de este concepto.
[3]Sobre este asunto existen reveladoras menciones en los artículos de Mary Carmen Molina, Mauricio Murillo y Mónica Velásquez en el libro La crítica y el poeta, Jaime Saenz (2011), sin embargo, todavía no existe un estudio minucioso sobre las relaciones entre la obra de Jaime Saenz y el romanticismo alemán. 

Ensayo

Manuel y Fortunato: entre
la historia y la mentira



Con este texto sobre la primera novela de la trilogía de Saturnina, de Alison Spedding, la autora inicia una serie de ensayos sobre autoras bolivianas.


Virginia Ayllón

Lo que se sabe es que, nacida en Inglaterra, Alison Spedding vive, investiga, enseña, produce coca, es dirigente comunal y escribe desde 1986 en Bolivia. Que es autora de cuentos y novelas que, a mi modo de ver, han refrescado la narrativa nacional, particularmente su trilogía de novelas Manuel y Fortunato: una picaresca andina (1977), El viento de la cordillera: un thriller de los 80 (2000) y De cuando en cuando Saturnina/ Saturnina from time to time: una historia del futuro (2004).
La primera está ambientada en el siglo XVII, la segunda en la época del narcotráfico de los años 80 y la última entre 2022 y 2086. En conjunto, conforman una saga de la comunidad indígena en Bolivia desde la Colonia hasta el año 2086 y tienen como personaje central a Saturnina Mamani, quien toma el papel de cacica aymara en la primera, productora de coca en la segunda y navegante interespacial en la tercera.
La siempre bondadosa relectura ha puesto en crisis mi juicio sobre la tercera de la trilogía como la mejor novela de Alison, aunque mantengo que es una de las mejores escritas en Bolivia. No estoy segura, pero poco a poco Manuel y Fortunato se me dibuja como la mejor. En De cuando en cuando Saturnina me seduce el caos y especialmente el lenguaje, ese spanglish aymara cibernético que me alucina. En contraste, la sutileza de Manuel y Fortunato me gana cada vez más.
Rosario Rodríguez y Lourdes Belsy han dedicado sendos estudios a Manuel y Fortunato. La primera resaltando la picaresca de la novela, especialmente en sus personajes, y planteando que en esta obra Spedding se ubica a “contracorriente del indigenismo clásico, pero al mismo tiempo [traza] una reivindicación del indigenismo sobre la base de un juego de inversión de sentido”.
La segunda, en cambio, tituló a sus tesis de maestría: “Mejor es hacerse la zonza siempre: evadiendo la prisión en la trilogía de Alison Spedding”.
Mi lectura de esta novela coincide con algunos elementos de ambos análisis pero resalta el juego entre historia y mentira. El apartado “Notas sobre fuentes” en que Spedding destaca sus artes de investigadora, me recuerda, por ejemplo, al mismo apartado de Memorias de Adriano de Yourcenar en el que la belga testimonia su trabajo de 20 años en archivos para documentar su novela. En ambos casos lo que me provocan estos apartados son sentimientos de duda, en primer lugar, de admiración en segundo, y de duda otra vez. Es como si las autoras quisieran reiterar que los datos provistos en lo que acabamos de leer provienen de la realidad, a lo que se sobrepone la pregunta ¿y?
Claro que admiro el serio trabajo “de fuentes”, pero ello no suma o resta nada a la impresión de la trama que acabo de disfrutar. “Que no le quepa duda, querido lector, que los datos a los que usted ha accedido provienen de la más verdadera (sic) realidad”, es lo que me suena al leer estos apartados.
¿Para qué o por qué importa ofrecer esta información? Sin duda, me digo, para asentar el objetivo histórico de la autora en esta novela. Es decir, hay un evidente intento de narrar la historia, más allá del solo objetivo de verosimilitud. El tema es que esta “historia real” debe hacerse ficción y ahí recuerdo a Alfonsina Storni quien decía que la historia la hacen los historiadores.
Estoy, entonces, ante una ficción histórica (otro sic) pero mi lectura y relectura de Manuel y Fortunato han encallado en la ficción. Como sutil la calificaría, como tenue a pesar de los potentes personajes (especialmente femeninos) y de las violentas o apasionadas escenas.
Esta sutileza se despliega en la mentira (y aquí posiblemente coincido con Belsy) en dos vertientes. Por un lado como estrategia de sobrevivencia personal y cultural, y por otra como el mundo ficcionado. Me ha cautivado el uso de la mentira y el engaño como contravalor a la seña cristiana. Es decir, resistir significaría también crear otra ética que pone en cuestión la ética dominante, más aún si se obra en consecuencia. Hay en esto un interesante ejercicio reflexivo sobre lo que querría decir mentira o engaño. Ahora bien, la mentira en el mundo ficcionado es un pleonasmo pero me interesa destacar la tentativa de armar un mundo donde los vilipendiados de siempre no son tan zonzos porque su audacia sería “hacerse los zonzos” (Belsy).
Es decir, los personajes de Manuel y Fortunato se crean a medida que resisten mintiendo o engañando, esto es, se van escribiendo a medida que el narrador los pone en juego. Este ejercicio especular de la ficción es fino en esta novela y si bien se puede leer el proyecto político al que se refiere Rodríguez, éste no es explícito como sí lo es en De cuando en cuando Saturnina. Así, son simples personas las que a través de un cuestionamiento fáctico de la moral dominante, parece, van armando un “otro” proyecto histórico, diferente al que siglos después se les destinará.
El carácter tenue de esta narración también se asienta en que no nos es posible conocer (por mucha fuente que se consulte), si no es por la ficción, que la estrategia de la mentira y el engaño era patente en la comunidad indígena del siglo XVII. Más aún, si hubiera fuente que así lo explicitaría, ello no habilitaría per se a la ficción como “verdadera”.  Y es que creo que con Manuel y Fortunato Spedding también crea una comunidad imaginada, como no podría ser de otro modo. De ahí que las lecturas históricas e inclusive sociológicas poco podrían “obtener” de esta novela como fuente. De hacerlo traicionarían su carácter ficcional, quitándole su razón de ser.
Creo, en ese sentido que esta novela es tan futurista como De cuando en cuando Saturnina porque aspira a “corregir” en el pasado la calificación que en el futuro recibirán los habitantes de la comunidad indígena. No eran así, parece querer decirnos el narrador. No eran simples víctimas, continuaría, resistían con la mentira y el engaño, interpelando la moral dominante, por eso no corresponde un indigenismo victimista, hay que crear otro indigenismo que rescate esas estrategias del pasado, concluiría. En este sentido y solo en este cobra sentido el apartado “Notas sobre fuentes”, en el proyecto político de la escritora, que no del narrador, por lo que agradezco sea precisamente un apartado.
De este modo, Manuel y Fortunato es un proyecto narrativo que se debate entre la historia y la mentira o, para decirlo de otro modo, entre la verdad y la ficción. Creo, sin embargo, que gana la ficción.

Esto me recuerda a cierto debate en el que algún escritor descalificaba la obra literaria de Spedding calificándola de obra sociología. Conjeturo que no debe ser sencillo para Spedding salir del discurso académico para volcarse en el literario, pero si algo demuestra Manuel y Fortunato es que no solo lo logra con evidente talento (Iván Vargas dixit) sino que ha creado una novela con todas las de la ley; más aún, una muy buena y sutil novela. 

Parhelio

[Fragmento sobre (hacia)
una carta de AB a CM]

Fragmento del texto introductorio del libro Telón lento. Una carta de Arturo Borda a Carlos Medinaceli que La Mariposa Mundial presentó hace una semana en La Paz.



Rodolfo Ortiz

Punto bruno
La desaparición posee una línea de fuego con respecto a la escritura. Los papeles póstumos de un escritor y toda su red de resonancias suelen ser materiales perturbadores y afianzados en ciertos huesos de ala dispersa en el tiempo.
Un borrador, a pedir de sí mismo, es un residuo. Cava en el futuro descifrando el pasado. Cavar, diciendo sea, puede entonces adherirse a un gesto aterrador en sí mismo; mirar una tumba vacía sin residuos.
Una obra, más que un objeto de contemplación, es una intensidad. Proust integró la virtualidad de su trabajo en la narración misma de esta búsqueda. Hay un libro siempre a venir, que se está provisoriamente escribiendo al escribirlo, por así decir. Y esto sucede en diferentes soportes o intenciones creativas; una hoja suelta de papel, un cuaderno sin tapas, una carta, donde las variaciones y los montajes son los que importan más que cualquier página de perfección. Un texto definitivo -alegaba Borges- no corresponde sino a la religión o al cansancio. Borda clausuró toda idea favorable de la escritura en 1925. Uno, al fin de cuentas, alegaría sin más que viejo ya y como sombra “al fin era un hombre sentado”.
Voy en contrapunto: existe una intensión que se antepone y tartamudea frente a toda intención de abertura. Beckett, para no ir lejos, construye una prosa que se arrima con ansiedad a lo insostenible de un borrador organizado; sin duda, erguido desde el fondo de lo inefable hacia una especie de escala de intensidad de lo decible.
Percibo que Borda, en los vastos soportes donde ejecutó su obra durante décadas, plantea un flujo de intensidad aledaño. La intensión, en su caso, se referiría a una estética volcada “hacia adentro” y “desde dentro”. Este doble movimiento, de posible resonancia romántica, pero también de evidente procedencia futura y acaso ancestral, se constituye en una clave interpretativa para acercarse al límite de su inimitable escritura tanteando en la oscuridad.
La idea de límite, en este caso, no se refiere a la de un “punto final”, que quizás no llega nunca, sino a la de un extraño y no menos inasible “punto bruno”, para usar sus propias palabras. Esta singular referencia se halla volcada hacia una dimensión de límite corporal desde la cual irradia el heroísmo trágico de su escritura de aparente fragmentarismo. Límite de una intensión totalizadora, en tal sentido, que señala el momento de la articulación de una voz cuando los órganos abandonan el estado de reposo, al adoptar, precisamente, la posición requerida para articular un sonido.
En Borda aquel “punto bruno” es completamente móvil y escurridizo. A veces aparece ligado a la sangre, otras veces a la respiración, otras veces a la captación del instante, tantas otras a la repetición obsesiva de un nombre o incluso a la imagen de una pulga inasible, como sucede en el siguiente fragmento de El Loco que propongo leer con lente alegórico:

En mi casa hay una pulga que salta maravillosamente. Salta y desaparece. Mis ojos giran ansiosos, buscándola. El puntito bruno reaparece en distinto sitio, para desaparecer otra vez. La veo y doy un manotón. (1064)

Bajo la forma de un ansia de áspera ironía o a veces de una fuerza destructiva en permanente agitación libertaria, la “fase inicial” de esta escritura se despliega desde una zona que tiende a la irradiación y que prolifera hacia una totalidad nunca alcanzable.
Borda cifra este notable proceso de la siguiente manera, esta vez, pienso, para leer sin lente alegórico:

Cuando nuestro cuerpo se anestesia en vigilia, y de pronto, por intensidad ó debilidad en el ensueño, volvemos á la vida de relación, entonces al menor ruido sentimos salir todo nuestro yo por el oído larga y atentamente, como por un embudo acústico, ó micrófono, indagando á través de la materia. (169 [sic])

Pienso que la tensión que proponen ambos textos, entre una “fase final” y una “fase inicial”, respectivamente, podría desplazarse hacia una mecánica distinta que esta vez se ubicaría en ese rasgo pre-ontológico de una mano a-punto de escribir. Una mano a-punto que hace borroso todo, pero que se anticipa a la idea de punto, si se quiere, que “reaparece [siempre] en distinto sitio, para reaparecer otra vez”.
La lucha por traducir una lengua que pre-existe a una lengua históricamente existente, quiero decir, la lucha del “manotazo” limpio en lo inesperado de una página, es quizás aquello que hace posible finalmente la intención de abertura de una escritura, en este caso, la de una carta que se hace también para un hacia fuera” insondable; quiero decir, que se hace para ese momento ciudadano íntimo y muchas veces crucial de enviar una carta o no soltarla jamás.

La calle
La publicación del manuscrito Nonato Lyra el año 2014 prefigura en este contexto una resonancia callejera que también escuchamos en la carta de 1937, pues es en la calle y en el periódico La Calle donde propiamente se engendra este libro. La carta, por su lado, recogerá también una resonancia de estos papeles y hará de ello la avanzada de un mundo anudado a su trama exterior.
Arturo Borda no se cansa de sugerir que leer y escribir en Bolivia es también una aventura callejera que opera en basural. Si deseamos que el puente, el recinto, la estación, la caminata o el automóvil, se eleven a la dignidad de caligrafías comunes, Nonato Lyra, personaje, se presenta más bien como un inmigrante desarticulado, que se mueve abriendo las puertas de su lenguaje al magma callejero y entroncado que no posee lugar. No confía en el destino, aunque lo diga, y bebe “tempranito” en la orilla, mirando si pasa algo debajo de la gente. Al cabo todo se vuelve borroso y solidario a la obsesión de reescribir tal radicalismo de fuga: “Y así podemos pasar como una basurita que se lleva el viento” (41), dice; y a bien, si aunamos el extraño derrotero de un papelito suyo (¿una carta enviada a nadie, a todos?) hallado en un bolsillo de su pantalón: “el tesoro de mi fortuna dejo para todos” (23).
Si bien un genealogista se diferencia de un historiador no por su disputa en las maneras de aprehender un pasado o un presente (al cabo siempre inasibles), propondría más bien, a pura raíz de esta carta (la de Borda) y a puro extraño derrotero de la otra carta que delira (la de Lyra), no una indagación histórica sucinta, pero sí un recorrido de supracinta, si vale el término, capaz de atar y desatar lo que significó 1937 en un contexto boliviano de intensa disyunción política y cultural.
Sin embargo, toda nomenclatura, en palabras de Borda, aparece en el cáucaso del no sé, rebelde y astuto, a la sazón del periódico cortante llamado La Calle, que sin saber da a luz al difunto memorable habido en Nonato Lyra, anarquista real sin verano y escritor como nadie. Pero no solamente, pues aquel matutino también hace tronar en su laboratorio, y sabiendo, el artículo sobre “Miss Tarija” que provocará un escándalo y hasta sentencia de muerte a su autor Medinaceli (que allí firma como Tristán Shandy). Y todo esto, que a la carta de Borda llega enhebrado, se halla inmerso en esa otra maquinaria de la post Guerra del Chaco, lúcidamente anunciada por Hilda Mundy en sus crónicas.

La Calle, que hacía circular a tórax desnudo la Guerra Civil española y la hidroeléctrica del crimen y la enfermedad en Bolivia, sopló sus tortas socialistas hasta 1946, durante una década inmediatamente posterior a la campaña del Chaco, pues se funda el martes 23 de junio de 1936, a la cabeza de Nazario Pardo Valle, dicho sea, un emergente nacionalista pre-revolucionario. Sea como fuese, La Calle fue un punto de convergencia, no diré bruno, pero sí un punto que llegó a irradiador: allí Churata escribe sobre la “federación socialista”, en enero de 1937; Borda ya había publicado en 1936; allí también llega Hilda Mundy de visita en febrero de 1937 (“Como mujer leal a mi sexo soy amiga de roscas...”, responde en una nota no sin ironía que Pardo Valle reproduce); y allí también cavó su tumba Medinaceli, que para el caso, luego de publicar su diatriba en enero de 1937, buscó refugio en la Embajada de México y luego fugó a la finca de Francisco Medinaceli, su padre. Pero tal entrevero no acaba aquí. Será esa embajada la que, pocos meses después, habrá de recibir los cuadernos de El Loco, en calidad petitoria para su publicación (solicitud que sabemos fracasa) y será la estación de trenes en La Paz, vísperas a la fuga de Medinaceli y devolución de los cuadernos de El Loco, la que prefigurará la primera escena de esta carta que aúna maravillosamente y que Borda escribe apenas tres meses después.