sábado, 11 de junio de 2016

Sombras nada más

Borges 2016


La eternidad de la poética borgeana. Un recordatorio de la vigencia, maestría ytrascendencia del maestro argentino.



Gabriel Chávez Casazola

¿Cuál será, en la deshabitada noche, aquella esquina del Once en la que Macedonio Fernández, que ha muerto, sigue explicándole a Borges (que ahora también está muerto) que la muerte es una falacia?
La reminiscencia de esa plática de ambos figura en un poema de JLB titulado Buenos Aires, donde dice que esto y aquello, lugares y cosas que existieron o existían entonces, tal vez aún hoy, son (eran) para él la ciudad: un árbol en la calle Junín, una puerta detrás de la que pasó diez días con sus noches, un jinete de metal bajo la lluvia, una alta casa del Sur donde tradujo a Whitman, una cara de Cristo vista en el polvo, esa esquina del Once donde Macedonio declaró falaz a la muerte, pero también algunas personas y lo que ellas hicieron o dijeron: Lugones mirando por la ventanilla del tren, Elvira de Alvear escribiendo una novela que se extravía en la demencia, Julio César Dabove afirmando que el peor pecado que puede cometer / un hombre es engendrar un hijo y sentenciarlo a esta vida espantosa.
Para él todo esto y más era, en ese poema, Buenos Aires. Para nosotros, sus lectores adictos, Buenos Aires es un poema de Borges. Desde mi primer viaje, hace ya muchos años, encandilado adolescente, he vagado por sus calles sin por qué ni cuándo, recorriendo y reuniendo las huellas dejadas por su ciego Virgilio.
En aquella ocasión, 1991, Borges era todavía controversial. Mi padre, que vivía en Argentina, lo aborrecía por razones políticas y había jurado alguna vez, con varios de sus amigos, hacer pis en la tumba del Maestro; deseo felizmente frustrado porque no les daban los bríos (ni los australes de entonces) para viajar hasta Ginebra a perpetrar la fechoría.
Aún recuerdo la consternación de mi progenitor físico (la nuestra fue una historia de desencuentros y ausencia, de vivir en las antípodas) cuando llegué a su departamento en Caballito con la Obra Poética completa de Borges bajo el brazo, recién comprada, y la emoción visible en las mejillas.
Ese ejemplar publicado por Emecé todavía me acompaña, bien gastado por vísperas y noches de lectura, intensa o íntima, secreta o compartida con amores y amigos, oracular y caótica o secuencial y ordenada. 
Como ese libro, sobreviviente a mudanzas, pasiones, arrebatos, manchas de vino y lluvia, incluso al olvido en que lo dejé algunos años para desprenderme de las influencias de su autor —de sus maleficios, como los llamó Monterroso,  a quien tras leer a JLB le pareció que nuestro idioma antes muerto y enterrado era “otra vez capaz de expresar cualquier cosa con claridad y precisión y belleza”—; como ese libro que ahora lee mi hijo, digo, la poesía de Borges, ha sobrevivido a la muerte de su autor acaecida hace ya 30 años y a cualquier controversia desatada por sus hechos y dichos en vida, a sus minucias de ser humano como cualquier otro.
La verdad, respeto pero no hago mía la (por hoy mayoritaria) opinión de quienes desdeñan o minusvaloran a Borges-poeta para quedarse solo con el autor de cuentos y ficciones. La suya es, creo, una cima de la poesía escrita en nuestra lengua. Propicia a la memoria, al canto y al cuento, a la melancólica celebración de lo vivido y lo leído, casi perfecta en su forma, asombrosa en sus enumeraciones y obsesiva en sus recurrencias, la poesía del autor de Elogio de la sombra le hace guiños a la eternidad -por la que habría que preocuparse si uno es lector de Borges, siempre según Monterroso, aunque no creer en ella. 
Con fe y despreocupación, a la inversa de lo que quería el guatemalteco nacido en Honduras, los lectores borgianos seguimos frecuentando sus versos, desde los primeros y más antiguos donde le decía a una mujer que en ella estaba la dulzura como está la crueldad en las espadas; pasando por aquellos, terribles, donde habla de Dios que con magnífica ironía le dio a la vez los libros y la noche; hasta los finales donde anota, con cierto escepticismo, que pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una de las buenas costumbres que nos quedan.
Hace dos o tres semanas, en cierta esquina de Granada, el traductor de Borges al rumano, Dinu Flamand, y yo, exultantes como por el vino -que es dádiva y candelabro- pero sin el vino, recitábamos entrada la noche, a voz en cuello, Las cosas, felices por descubrir nuestro mutuo amor por aquel soneto que memoricé en la secundaria y él tradujo muchos años atrás y creía haber olvidado:
El bastón, las monedas, el llavero, / la dócil cerradura, las  tardías / notas que no leerán los pocos días / que me quedan, los naipes y el tablero, // un libro y en sus páginas la ajada / violeta, monumento de una tarde / sin duda inolvidable y ya olvidada, / el rojo espejo occidental en que arde // una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas, / limas, umbrales, atlas, copas, clavos, / nos sirven como tácitos esclavos, // ciegas y extrañamente sigilosas! / Durarán más allá de nuestro olvido; / no sabrán nunca que nos hemos ido.
Mientras repetíamos los cuartetos y tercetos en voz alta, me daba cuenta de que treinta años después de enmudecer, la voz poética de Borges -invulnerable como los dioses-  seguía sonando tan cristalina como otrora, de que él seguía cantando y contando por boca de los otros, por ejemplo de un rumano y un boliviano perdidos en cierta esquina de Andalucía; que continuaba explicándonos que Macedonio Fernández tenía razón, que la muerte es (puede ser) una falacia, si acaso la atraviesa la espada verbal de la poesía.  

Su muerte fue una secreta victoria, apunta, como al pasar, en la última estrofa de la Milonga del muerto en Los conjurados (1985) dos o tres páginas antes de dejar que callara su voz impresa. La meta es el olvido, escribió mucho antes en otro verso; su poesía, por fortuna, llegará muy tarde a ese común destino que a todos nos aguarda. 

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