Borges 2016
La eternidad de la poética borgeana. Un recordatorio de la vigencia, maestría ytrascendencia del maestro argentino.
Gabriel Chávez Casazola
¿Cuál será, en
la deshabitada noche, aquella esquina
del Once en la que Macedonio Fernández, que ha muerto, sigue explicándole a
Borges (que ahora también está muerto) que
la muerte es una falacia?
La reminiscencia de esa plática de ambos figura en un
poema de JLB titulado Buenos Aires,
donde dice que esto y aquello, lugares y cosas que existieron o existían entonces,
tal vez aún hoy, son (eran) para él la ciudad: un árbol en la calle Junín, una
puerta detrás de la que pasó diez días con sus noches, un jinete de metal bajo
la lluvia, una alta casa del Sur donde tradujo a Whitman, una cara de Cristo vista
en el polvo, esa esquina del Once donde Macedonio declaró falaz a la muerte,
pero también algunas personas y lo que ellas hicieron o dijeron: Lugones
mirando por la ventanilla del tren, Elvira de Alvear escribiendo una novela que
se extravía en la demencia, Julio César Dabove afirmando que el peor pecado que puede cometer / un hombre
es engendrar un hijo y sentenciarlo a esta vida espantosa.
Para él todo esto y más era, en ese poema, Buenos
Aires. Para nosotros, sus lectores adictos, Buenos
Aires es un poema de Borges. Desde mi primer viaje, hace ya muchos años, encandilado
adolescente, he vagado por sus calles sin
por qué ni cuándo, recorriendo y reuniendo las huellas dejadas por su ciego
Virgilio.
En aquella ocasión, 1991, Borges era todavía controversial.
Mi padre, que vivía en Argentina, lo aborrecía por razones políticas y había
jurado alguna vez, con varios de sus amigos, hacer pis en la tumba del Maestro;
deseo felizmente frustrado porque no les daban los bríos (ni los australes de
entonces) para viajar hasta Ginebra a perpetrar la fechoría.
Aún recuerdo la consternación de mi progenitor físico
(la nuestra fue una historia de desencuentros y ausencia, de vivir en las
antípodas) cuando llegué a su departamento en Caballito con la Obra Poética completa de Borges bajo el
brazo, recién comprada, y la emoción visible en las mejillas.
Ese ejemplar publicado por Emecé todavía me acompaña,
bien gastado por vísperas y noches de lectura, intensa o íntima, secreta o
compartida con amores y amigos, oracular y caótica o secuencial y
ordenada.
Como ese libro, sobreviviente a mudanzas, pasiones, arrebatos,
manchas de vino y lluvia, incluso al olvido en que lo dejé algunos años para
desprenderme de las influencias de su autor —de sus maleficios, como los llamó
Monterroso, a quien tras leer a JLB le
pareció que nuestro idioma antes muerto y enterrado era “otra vez capaz de
expresar cualquier cosa con claridad y precisión y belleza”—; como ese libro
que ahora lee mi hijo, digo, la poesía de Borges, ha sobrevivido a la muerte de
su autor acaecida hace ya 30 años y a cualquier controversia desatada por sus
hechos y dichos en vida, a sus minucias de ser humano como cualquier otro.
La verdad, respeto pero no hago mía la (por hoy
mayoritaria) opinión de quienes desdeñan o minusvaloran a Borges-poeta para
quedarse solo con el autor de cuentos y ficciones. La suya es, creo, una cima
de la poesía escrita en nuestra lengua. Propicia a la memoria, al canto y al
cuento, a la melancólica celebración de lo vivido y lo leído, casi perfecta en
su forma, asombrosa en sus enumeraciones y obsesiva en sus recurrencias, la
poesía del autor de Elogio de la sombra
le hace guiños a la eternidad -por la que habría que preocuparse si uno es
lector de Borges, siempre según Monterroso, aunque no creer en ella.
Con fe y despreocupación, a la inversa de lo que
quería el guatemalteco nacido en Honduras, los lectores borgianos seguimos frecuentando
sus versos, desde los primeros y más antiguos donde le decía a una mujer que en
ella estaba la dulzura como está la
crueldad en las espadas; pasando por aquellos,
terribles, donde habla de Dios que con magnífica
ironía le dio a la vez los libros y la
noche; hasta los finales donde anota, con cierto escepticismo, que pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes
es una de las buenas costumbres que nos quedan.
Hace dos o tres semanas, en cierta esquina de Granada,
el traductor de Borges al rumano, Dinu Flamand, y yo, exultantes como por el
vino -que es dádiva y candelabro- pero sin el vino, recitábamos entrada la
noche, a voz en cuello, Las cosas,
felices por descubrir nuestro mutuo amor por aquel soneto que memoricé en la secundaria
y él tradujo muchos años atrás y creía haber olvidado:
El bastón, las
monedas, el llavero, / la dócil cerradura, las
tardías / notas que no leerán los pocos días / que me quedan, los naipes
y el tablero, // un libro y en sus páginas la ajada / violeta, monumento de una
tarde / sin duda inolvidable y ya olvidada, / el rojo espejo occidental en que
arde // una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas, / limas, umbrales, atlas, copas,
clavos, / nos sirven como tácitos esclavos, // ciegas y extrañamente sigilosas!
/ Durarán más allá de nuestro olvido; / no sabrán nunca que nos hemos ido.
Mientras repetíamos los cuartetos y tercetos en voz
alta, me daba cuenta de que treinta años después de enmudecer, la voz poética
de Borges -invulnerable como los dioses- seguía sonando tan cristalina como otrora, de
que él seguía cantando y contando por boca de los otros, por ejemplo de un
rumano y un boliviano perdidos en cierta esquina de Andalucía; que continuaba
explicándonos que Macedonio Fernández tenía razón, que la muerte es (puede ser)
una falacia, si acaso la atraviesa la espada verbal de la poesía.
Su muerte fue
una secreta victoria, apunta, como al pasar, en la
última estrofa de la Milonga del muerto
en Los conjurados (1985) dos o tres
páginas antes de dejar que callara su voz impresa. La meta es el olvido, escribió mucho antes en otro verso; su poesía,
por fortuna, llegará muy tarde a ese común destino que a todos nos aguarda.
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