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miércoles, 9 de noviembre de 2016

El ultimo mestizo

Yo merezco un premio

A propósito de la últimamente tan en boga “fiebre” por premios y reconocimientos en el gremio de las letras.



Manuel Vargas 

“A ver”, como dicen ciertos políticos al inicio de sus alocuciones. Hay premios y premios. Premios consuelo, segundos premios, honoríficos, menciones honrosas, monetarios, gran premio, justos reconocimientos, nacionales, municipales, internacionales, locales, provinciales, individuales, colectivos, y seguramente muchos más.
Claro que nosotros no buscamos cualquier premio. Por ejemplo, una mención honrosa o un segundo premio pueden ser como un castigo. Generalmente los premios son producto de un concurso. Y si gano un segundo premio, significa que otro “me ha ganado”. Entonces, mejor es no ganar nada… Pero basta de generalidades.
Muchas veces lo llamaban a Jesús Urzagasti para ser justamente reconocido por distintas instituciones del Estado. Obvio, se debe aclarar que tiene que ser “justamente”. Estos reconocimientos significan un diploma, alguna estatuilla y una ceremonia. Obviamente que Jesús les decía no, gracias. O les decía, por ejemplo, que en lugar de ello, auspicien la publicación de una de sus obras. Justo premio, que tendría la virtud de hacer que el autor sea más leído y conocido… Pero bueno. Entonces, no. La lógica de los premios es otra, y más todavía en nuestros tiempos de capitalismo salvaje.
Yo he sido incapaz de decir no. Tengo algunas estatuillas y diplomas. Con los “monetarios” no me ha ido tan bien. Se dice que el no aceptar un reconocimiento puede ser signo de orgullo, o de “hacerse el lindo”. No me quejo, hay algunos reconocimientos que me han gustado (nunca he mentido que no los merezco) y otros que he tenido que soportarlos estoicamente. También eso de ser premiado es un sacrificio, pues, qué se creen.
Una vez más voy a recordar las palabras de Rubén Vargas, cuando ambos estábamos siendo “reconocidos”, junto con una buena cantidad de otros personajes destacados, en medio de la música, los anuncios y las galas: “Desde ahora me voy a dedicar a ganar premios”.
Pero no es así de sencillo. No hace ni un mes asistí, como espectador, a una premiación de ese estilo. Sabemos que la ceremonia debe ser preparada con antelación, con ensayos y teatros. Se debe ir más o menos bien empilchado y llegar a la hora exacta. En el caso que les cuento, hicimos lo imposible por llegar puntuales, lo logramos. Había muchachas muy bien pintaditas, altas y sonrientes: eran las azafatas, últimamente infaltables para toda ceremonia que se respete. Yo siempre ya dije, se llama a una hora, para comenzar en realidad una media hora después. Pero no fue así, señoras y señores, pasó una hora y nada. Las autoridades ya estaban en camino, disculpen los inconvenientes, los invitados de países hermanos ya iban a llegar. Es que el tráfico, los imponderables, las ocupaciones (y este acto ya estaba preparado con antelación de meses…).
La ceremonia comenzó dos horas después de lo programado. Los organizadores estaban recién aprendiendo, seguramente después de quinientos años. Pero eso sí: las autoridades no desaprovecharon semejante ocasión para hacerse autobombo con versos, lujosos álbumes de fotos (de ellos, no de los premiados), videos (sí, videos) y altavoces. Bueno, digo yo: está bien unas dos fotitos, pero no tanto. Y en medio de todo esto, los pobres premiados y reconocidos por su labor en los distintos ámbitos del quehacer nacional, esperando, soportando, quién sabe si temblando interiormente, con toda paciencia. ¿No ve que no es así nomás la cosa? Si parece castigo.
Lograr un premio internacional es, obviamente, mejor que ganar un premio nacional o que un “justo reconocimiento”. Aquí ya hasta el monto en contante y sonante es lo de menos. Y así, la gradación hasta donde dé el cuero. Hay que comenzar con un premio inter-cursos, luego intercolegial, luego municipal… etc. No es novedad, en el gremio de los escritores, que busquemos afanosamente ser conocidos y reconocidos a través de los premios. Aunque algunos por ahí dicen: simplemente es por la plata. Uta, che.
Y ahora, el Premio Nobel. Yo sé de un autor boliviano que, cuando salíamos al exterior, tenía ya su aparato publicitario preparado: un buen texto impreso con críticas y justificaciones para optar al Premio Nobel, que repartía entre el público asistente a nuestros encuentros internacionales. Alma bendita. Así había sido la cosa. Aquí todo es poniendo. O por lo menos proponiendo. Una vez le pregunté a un escritor peruano de cierta edad, muy digno de premios y reconocimientos según mi modesto entender, por qué su compatriota Vargas Llosa era más conocido y reconocido que él. Me dijo: es que yo no sé hacerme autobombo. Y entonces ocurre que las grandes lumbreras, los círculos, las roscas y los países recomiendan y proponen a un autor para ser premiado. Así es la cosa. El premio no llega del cielo.
Se ha armado un revuelo con el cantante y poeta Bob Dylan, a propósito de su Premio Nobel. Los que están en contra y los que están a favor. Se dicen zonceras también. Como que él sí es un poeta sencillo y popular, y por qué no, por fin le achuntaron los de Estocolmo. Es objeto de envidias de los complicados y de los académicos elitistas que no saben llegar al pueblo… Cosas así. O sea que, si no eres sencillo eres un pobre pelotudo.
También, parece que al calor de todas estas noticias en los “medios” y en las “redes”, ha surgido como candidato a este gran premio nuestro colega Edmundo Paz Soldán. Ya tiene edad, ¿no? Y una obra respetable. Entonces yo me he puesto a pensar: “A ver”, digamos que sí, por qué no, desde los tiempos del proceso de cambio, ya no estamos con nuestro complejo de desvalorización de lo nuestro. Si el olímpicamente desconocido, y español, José Echegaray ha ganado ese reconocimiento en el pasado siglo, ¿por qué no Paz Soldán, que sabe moverse en el mundo en más de un idioma? “A ver”, pero en Bolivia, solamente hablando de los vivos (¡al cuerno los reconocimientos póstumos!), habemos muchos otros… y otras… más mejores. También dignos de optar por este premio. Por ejemplo… sin ir más lejos… yo…
“A ver”, ya lo lancé. Ya estaremos buscando una estrategia adecuada para el logro de estos retos. Los premios, la fiebre de premios, son un signo de los tiempos. Hasta a don Eduardo Abaroa lo meten en esto.

No seas envidioso ni acomplejado. Si quieres ser alguien, tienes que ser premiado, si no, no eres nadie. Y hay hartos premios, che. Hasta en Bolivia. Ni qué decir de la España grandiosa. Así me han dicho. Y los que saben, tienen los medios disponibles, incluyendo las “redes”, o sino un anzuelo para arribar a esos mares. Por ahí pescamos algo, y nuestra vida cambiará: seremos visibles, ¡seremos! ¡Las luces, los abrazos, las llamadas, el amor!

domingo, 3 de julio de 2016

El ultimo mestizo

De ferias del libro y otros temas

A modo de contar su reciente experiencia en eventos libreros en Oruro, el autor aprovecha para reflexionar sobre otros aspectos de la realidad del país.



Manuel Vargas

1. El mes pasado estuve en dos oportunidades en la ciudad de Oruro. Dos colegios me invitaron a participar en sendas ferias del libro organizadas por los docentes, alumnos y padres de familia.
Aparte de autores orureños, estuvimos autores de literatura infantil y juvenil de La Paz, Cochabamba y Tarija. Todo bien, un ejemplo para otras ciudades, por saber organizar y fomentar la lectura y el interés por los libros, por los versos, por los cuentos y las novelas. Eso es parte de una tradición orureña. Y si digo tradición, digo un gran pasado cultural que se mantiene. Aunque los términos de “infantil y juvenil” a mí no me caen muy bien, pues da la impresión de que fuera una literatura “menor”, más simple y dirigida a cierto público. La literatura no debe ser “dirigida”. En fin. Es que soy un criticón y me gusta ir por las ramas.

2. Hablando de ramas, no puedo dejar de comentar lo que significa un viaje de La Paz a Oruro. Es algo espeluznante, para quien desde su tierna juventud realizó esos viajes. Imagínense ustedes, yo transité por esa carretera desde que era de pura tierra y grava.
A propósito, ¿han leído el cuento que se llama El atraco de Calamarca? Pues en ese cuento se habla, como el título lo señala, de un atraco sucedido en Calamarca, o sea, en la carretera La Paz-Oruro, allá por los años 60 del siglo pasado. De esas cosas yo me acuerdo, imagínense. Y esto venía a cuento porque en ese cuento se describe la carretera, el polvo, las piedras, un auto detenido en una curva, la tierra, los policías, los ladrones, las pistolas, el dinero de las remesas rumbo a las minas… en fin. Fue un hecho que marcó mi juventud. Y posiblemente también la juventud de algunos de ustedes, queridos lectores y lectoras, puesto que hace algunos se estrenó la película nacional El atraco, que trata del mismo tema. Gran película, estimado Jorge Ortiz. Ya ven, seguimos hablando de arte. Ahora sí, vuelvo a la carretera.

3. De pronto -en los años 70 ha tenido que ser- esa vía del pasado fue asfaltada y era toda una maravilla. Ya no teníamos que tragar tanto polvo, ni sacudirnos ni avanzar como en una hamaca haciendo que nuestro corazón se quiera escapar por la boca. De eso muy bien me acuerdo, y el camino de tierra era inclusive hasta Cochabamba.
En esos tiempos, tomen nota, la única carretera asfaltada era entre Cochabamba y Santa Cruz. Menos “La Siberia”, de poética y misteriosa niebla eterna. Pero ya estoy pasando de una rama a otra como los monitos. Retrocedo. Pasaron los años. Aumentó la población del país. Pasaron las lluvias, los fríos y las sequías y los gobiernos y esa carretera a Oruro se volvió simplemente chica, y peligrosa, y vieja, y causaba tantos accidentes, motivados, además, por los choferes adictos a la coca y el alcohol. Y al gobierno actual se le ocurrió que debería construirse una doble vía entre Oruro y La Paz –y viceversa. Porque ya eran otros tiempos. ¡Meta carreteras por todo el territorio! Eso ya ustedes muy bien lo saben, pues han tenido que sufrir, tantos años de retrasos, hasta que finalmente la doble vía fue una realidad. Con señalizaciones modernas y puentes y vueltas y vueltas para entrar o salir de las pequeñas poblaciones del trayecto. Vino el asunto de las horas de viaje. Dejemos a un lado la feria del libro y hablemos del tiempo.

4. Es una tradición decir que el viaje de La Paz a Oruro se cubre en tres horas. En realidad, digamos cuatro, a lo mucho. De cuando el camino era puro tierra, ya no me acuerdo. ¡Tres horas! La palabra mágica. Bueno, cuatro, porque ya saben, en El Alto hay que detenerse a conseguir pasajeros, y al final, ¿qué apuro tenemos? Y entonces nos contaron el cuento de que con la doble vía el tiempo de viaje se iba a reducir, aparte de que sería más seguro y cómodo. Pero el mes pasado, cuando fui a dos ferias del libro, lo constaté una vez más: mentira. El viaje sigue durando más de tres horas. Es que, seguramente, ha aumentado la población, y en todas partes hay que detenerse, qué sé yo. Si no tenemos apuro. Entonces, tarde o temprano, de alguna manera mágica, llegamos a Oruro.  A la feria del libro.

5. Buena estuvo la feria, les cuento. Los chicos, las chicas, los padres jóvenes y los mayores y los profes y las profes. La poesía, la literatura, los cuentitos. Los amigos, las amigas. Dos días. Hasta me olvidé del frío. Entonces, había que regresar. Por la terminal de buses de Oruro. Ay. Yo me acuerdo cuando esa terminal era nueva. Un inmenso edificio que se veía desde cualquier parte de la ciudad. Ahora no tanto. Pero el problema no es ese. Ya desde hace rato la terminal es un laberinto de terror. ¿Quieres comprarte un pasaje? No, las oficinas de los buses no funcionan. Todo se hace en la calle. Se compra los boletos, se sube, se baja, fuera de la terminal. Y tomas el bus que te toque nomás. Además, siempre andamos apurados, ¿no? Pero hace tiempo yo ingresé a la terminal y casi me pierdo. De pronto vi una fila de covachas o qué se llamarán, donde unas señoras con las faldas envueltas en mantas y ponchos vendían pasajes, ¡a Chile! Toda esa fila era de venta de pasajes a Chile. Buenos negocios hay por allá. Pero para ir a La Paz, tienes que detenerte en una esquina de fuera nomás, a realizar tus transacciones y negocios.  

6. ¿Qué ha pasado? ¿Y la carretera de doble vía? ¿Y la modernidad y el bienestar y las tres horas de viaje? Nada. ¡Cuatro horas de tortura! Para salir de un centro de tortura y llegar a otro centro de tortura. Es que ha aumentado la población. Tomo una flota de nombre extraño. ¿Va hasta la terminal de La Paz, no? Sí, claro. Pero no, señor. No entra a la terminal de La Paz, el bus nos deja en la Avenida Perú. ¿Por qué? Seguramente son empresas pequeñas, clandestinas, truchas, que no pueden o no quieren o no les da la gana de pagar su derecho a ingreso a la administración de la terminal, y por lo tanto…
No hay duda, lo que pasa es que ha aumentado la población en nuestro país. Claro, si cuando las carreteras eran de tierra, no éramos más que tres millones de habitantes. Ahora somos diez. Y ya no cabemos.

Bueno, la feria, realmente, estuvo muy buena. Y eso que me queda pendiente hablar del teleférico de la ciudad de La Paz y otras obras modernas que solucionan nuestros problemas modernos. Y de la siguiente feria del libro. Porque a mí me gusta comunicar las actividades culturales en las que participo. 

miércoles, 10 de febrero de 2016

El ultimo mestizo

El testigo

En memoria del escritor Félix Salazar González, fallecido hace algunos meses en Santa Cruz.



Manuel Vargas 

Uno no se puede descuidar del paso de los días, ni siquiera de las horas. Resulta que el año pasado, en el mes de octubre, un amigo escritor se murió en Santa Cruz y yo sin saberlo.
En realidad yo estaba de viaje, me enteré a mi vuelta, pero igual se hubiera muerto y no me habría enterado a tiempo y me hubiera quedado sorprendido, pues uno ingenuamente cree que para morirse se necesita una serie de condiciones, como una enfermedad grave o una edad muy avanzada.
Morirse de viejo es normal. Pero uno no quiere creer esta verdad que mi profesor de filosofía me dijo una vez, hace más de 40 años: desde que nacemos ya estamos maduros para la muerte.
Y heme aquí, una vez más, o todavía, haciendo de testigo, reportero o ave de mal agüero, qué sé yo, para anunciar o recordar que la vida no se la puede comprar.
Entonces, cuando me enteré, ya hacía una semana que mi amigo se había ido de este mundo. Comencé a averiguar entre los amigos y conocidos. ¿Cómo, por qué, en qué circunstancias?
Si bien nos conocimos de niños, en Tupiza, fue en los años 70 e inicios de los 80 que hicimos vida literaria en La Paz, y luego él se fue a vivir a Santa Cruz, de manera que dejamos de vernos seguido. O sea, solo cuando yo iba para allá o él venía para acá, una, dos veces al año.
En Santa Cruz le presenté a un amigo paceño afincado allá, y sabía que con él siempre se veían. Entonces, en noviembre del año pasado, lo llamé a él para que me cuente.
Me dijo que estuvo en el velorio. Que se impresionó por la cantidad de asistentes, no tanto de familiares como de amigos y conocidos. De jóvenes, y de que tanto lo querían. Me habló de la costumbre que tenían de encontrarse para charlar, pero de pronto desapareció, hasta que tuvo que llamarlo. Y le dijo que bueno, que sí, estuvo un poco delicado pero que ya se incorporaría a las reuniones. Sin embargo ya no era como antes, y volvió a desaparecer.
Era un tipo muy sencillo y alegre. Estudió ya de adulto, daba clases. Tenía una nueva esposa que lo acompañó hasta el final. Para nada se hacía el intelectual. Sus hijos e hijas de su primer matrimonio andaban por todas partes, lo iban a visitar cuando pasaban por Santa Cruz, igual sus amigos, los amigos escritores y artistas de La Paz.
Con qué gusto nos invitaba sus churrascos. Pero sabíamos que, últimamente, ya no le hacía al trago, más bien éste le hacía daño. El amigo de Santa Cruz me dijo que, respecto de su enfermedad, era muy reservado. Nunca se quejaba ni dijo que tenía una enfermedad terminal. Claro, el cáncer.
Entones se murió. Y lo despidieron muy sentidamente. Mucha gente, muchos amigos. Qué manera de despedirlo y de quererlo, me dijo este amigo común, llamado Juan Murillo. Y, que yo sepa, nada de noticias de prensa, a pesar de que él escribió más de un libro y de que muchos de sus cuentos estuvieron en antologías nacionales y extranjeras.  Así es la vida, como diría mi amigo Pedro Shimose.
Y hablando de amigos, me acuerdo que una vez lo conoció al Jesús Urzagasti. Yo estuve de observador. Se dieron un abrazo, como si siempre se hubieran conocido. Un gran abrazo de amigos, así, de la nada.
De nuestros tiempos de La Paz, debo recordar que hicimos nuestras primeras armas durante la dictadura de Banzer. Cuentos, eran esas armas. Nos reuníamos para leer y criticar y corregir esos escritos. Para hablar de libros y rabiar con el estado de cosas de la política. Una especie de taller literario. Incluyendo tragos y aventuras nocturnas.
Nos preciábamos de que cada uno de nosotros tenía su mundo para contar. Lo dijimos en alguna entrevista. Éramos, o pretendíamos ser, diferentes: el uno mostraba los conventillos de La Paz, muertes y penumbras, el otro, sus oficinas públicas, con piernas y farras. Un tercero, los afanes y sudores de la gente pobre de la frontera: los trenes y el contrabando hormiga. Y quien esto cuenta, los recuerdos de su infancia rural.
O sea, éramos diferentes y teníamos mucho que decir, y nos unía un intento de ser más profesionales en la escritura y ya nada que ver con el costumbrismo y el discurso y la queja. A pesar de que, fuera de los cuentos y la poesía, nos quejábamos y éramos unos rebeldes frente a la dictadura.
Una vez nos fuimos a farrear a El Alto. El invitador, el susodicho. Andaba en peleas con su primera mujer. Mejor dicho, estaba separado. Tenía otra chica. Ahí le echamos la amanecida. Entonces yo ya era casado, me acuerdo, pues resulta que su chica me regaló un payaso para mi hijo. Un payaso grandote. Y me acuerdo que realmente la pasé muy bien, en esa farra. Qué placer, qué entusiasmo. Y uno piensa que eso debería repetirse, pero nunca se repiten las cosas buenas. 
Y bueno. Llegaron los años 80 y cada uno fue haciendo su camino. Viajes, exilios, otras experiencias. Libros. Luego volvió la democracia y así sucesivamente. Más farras. Muertes también. Como la de René Bascopé Aspiazu.
El susodicho publicó un libro en Santa Cruz, Yo, cazador, un libro pequeño de unos niños ayoreos en la escuela de la ciudad. No dejábamos de estar en contacto. Él seguía estudiando y trabajando. Era un entusiasta de los cuentos y los libros y de la enseñanza a los jóvenes. Una década después, la editorial Correveidile publicó sus cuentos reunidos a lo largo de su vida: Cuentos de la frontera. Ni grueso ni delgado. Todo bien.

Y así, a fines del año pasado, se le ocurrió morirse. Se llamaba, se llama mejor dicho, Félix Salazar González. Y que yo sepa, en los medios noticiosos de la cultura, nadie se acordó de él. 

domingo, 8 de noviembre de 2015

El ultimo mestizo

Las leyes del Manu

El autor de este artículo “juega” a crear –como parte de su labor escritural- una nueva tetralogía para el Estado.



Manuel Vargas

Ya se ha repetido, y dicho en letras de molde, que esa trilogía incaica del “no seas ladrón, no seas mentiroso, no seas flojo”, no consta en ninguna fuente ni documento confiable, y que más bien  es un invento de los curas españoles para someter mejor a los nativos durante la Colonia.
También se podría decir que, lo que en realidad muestran dichos principios, es un hecho político de rebeldía del oprimido: frente al poder colonial, reacciona siendo flojo, ladrón y mentiroso. Por lo tanto, sigue siendo bueno.
No es novedad que en todo tiempo y en cada siglo, exista gente que se dedique a inventar el pasado de acuerdo a su gusto y a sus propios intereses.
Se de escritores bolivianos del siglo pasado y de más lejos, que se dedicaban a inventar leyendas de los incas simplemente para darse el gusto, y en el actual, también ya existe, por ejemplo, una “leyenda de la Wiphala”, puesto que los maestros, para quedar bien con el sistema, les piden a sus alumnos: “Investiguen, tráiganme la leyenda de la Wiphala”. Y se escribe la leyenda “a pedido”, y dentro de unos cuantos años, será una muestra auténtica de la sabiduría ancestral y milenaria de nuestros pueblos.
Por todo lo cual, y así como cada pueblo tiene su tradición filosófica, mítica, religiosa y etcétera, etcétera, aunque no pueda abarcar todos los campos del conocimiento y de la ignorancia,  he decidido limitarme a actualizar la trilogía incaica, para bien de nuestro Estado y nuestra sociedad.
Aclaro que estas flamantes normas de conducta no sin milenarias, ni producto del pensamiento de nuestros sufridos pueblos. No me voy a escudar en ninguna inspiración de cuando estaba navegando por nuestro único mar: el Titicaca, ni correteando por las ruinas de Tiwanaku o Samaipata, sino en mi casita, rodeado de libros occidentales y orientales.
Mientras estaba elucubrando cómo podría contribuir a la humanidad y a mi país, con lo único que sé hacer, que es escribir cuentos, encontré un viejo libro titulado: Leyes de Manú. Instituciones religiosas y civiles de India, publicado en París, seguramente en el siglo XVIII o XIX (en esos tiempos, cualquier librero lo sabe, no se acostumbraba a poner fechas).
Y hete aquí que me llegó la inspiración y dije, yo no represento a ningún pueblo milenario, pero puedo también escribir, siquiera una paginita, que titularé “Las leyes del Manu”. De esta manera queda claro que soy yo mismo el autor de estas ocurrencias, y de ningunas otras más, como que se me endilga, por ejemplo, por muchos medios escritos del país, que yo “se lo escribí” para el Víctor Hugo Viscarra. La ignorancia es atrevida. O la envidia… y creo que ya estoy empezando a filosofar, digo a perorar.
Pero… pero… una trilogía me queda chica, y me suena al misterio de la Santísima Trinidad. Y como yo soy más y tengo ancestros andinos como parte de mi mestizaje, ¡esta va a ser una Tetralogía! Y espero quede grabada con letras de oro en la frente y los lomos y las espaldas de nuestras nuevas generaciones.

No seas corrupto
Que es una genial actualización de la “dizque”  vieja norma incaica “no robarás”. Pero aquí, no es cuestión de robar una aguja o una vaca, una llama o platita del banco. Se trata más bien de una institución muy bien emplazada en el aparato del Estado, y que permite robar en grande, sin dejar rastros, o dejando tantos que ya es imposible señalar a un culpable.

No seas llorón
Aquí no estoy hablando de los bebés, que tienen que llorar porque ese es su mejor medio de expresión, aparte de que tonifica los pulmones. Me refiero más bien al pueblo, a la sociedad boliviana que vive quejándose de todo sin que le duela de verdad. ¡Exacto! Estoy refiriéndome al famoso “lamento boliviano”: somos pobres, y estamos como estamos, porque nos han robado el mar. Qué quieres, si desde hace 500 años nos han conquistado, nos han robado, nos han humillado. Es que el Estado no nos apoya, es que nadie me quiere.

No seas envidioso
La envidia campea por todo el mundo, pero no como en Bolivia. Aquí es una profesión, una marca de fábrica. Muy bien decía Jesús Urzagasti: aquí el primero que saca una nariz adelantándose al resto, recibe un manotazo de los mediocres. Ah, la mediocridad, ah, el acomplejado. Como a mí no me dieron, ¿por qué van a recibir los otros? Tal tipo tiene éxito: debe ser un vendido, o un ratero, o debe tener plata, o padrinos. Y por lo tanto, tengo que buscar la forma de joderlo.

No seas tramposo

Como ya se ve, esta norma está casada con las tres anteriores. No se puede ser corrupto si no se es tramposo, ni siquiera llorón, puesto que el llanto es de cocodrilo y mis fines no son los de despertar compasión, sino de aprovecharme en alguna cosita. Y el envidioso, ¿qué está haciendo si no preparando alguna trampa para joder al prójimo?