El testigo
En memoria del escritor Félix Salazar González, fallecido hace algunos meses en Santa Cruz.
Manuel Vargas
Uno no se puede descuidar del paso de los días, ni
siquiera de las horas. Resulta que el año pasado, en el mes de octubre, un
amigo escritor se murió en Santa Cruz y yo sin saberlo.
En realidad yo estaba de viaje, me enteré a mi
vuelta, pero igual se hubiera muerto y no me habría enterado a tiempo y me
hubiera quedado sorprendido, pues uno ingenuamente cree que para morirse se
necesita una serie de condiciones, como una enfermedad grave o una edad muy
avanzada.
Morirse de viejo es normal. Pero uno no quiere creer
esta verdad que mi profesor de filosofía me dijo una vez, hace más de 40 años:
desde que nacemos ya estamos maduros para la muerte.
Y heme aquí, una vez más, o todavía, haciendo de
testigo, reportero o ave de mal agüero, qué sé yo, para anunciar o recordar que
la vida no se la puede comprar.
Entonces, cuando me enteré, ya hacía una semana que mi
amigo se había ido de este mundo. Comencé a averiguar entre los amigos y
conocidos. ¿Cómo, por qué, en qué circunstancias?
Si bien nos conocimos de niños, en Tupiza, fue en
los años 70 e inicios de los 80 que hicimos vida literaria en La Paz, y luego
él se fue a vivir a Santa Cruz, de manera que dejamos de vernos seguido. O sea,
solo cuando yo iba para allá o él venía para acá, una, dos veces al año.
En Santa Cruz le presenté a un amigo paceño afincado
allá, y sabía que con él siempre se veían. Entonces, en noviembre del año
pasado, lo llamé a él para que me cuente.
Me dijo que estuvo en el velorio. Que se impresionó
por la cantidad de asistentes, no tanto de familiares como de amigos y
conocidos. De jóvenes, y de que tanto lo querían. Me habló de la costumbre que
tenían de encontrarse para charlar, pero de pronto desapareció, hasta que tuvo
que llamarlo. Y le dijo que bueno, que sí, estuvo un poco delicado pero que ya
se incorporaría a las reuniones. Sin embargo ya no era como antes, y volvió a
desaparecer.
Era un tipo muy sencillo y alegre. Estudió ya de
adulto, daba clases. Tenía una nueva esposa que lo acompañó hasta el final. Para
nada se hacía el intelectual. Sus hijos e hijas de su primer matrimonio andaban
por todas partes, lo iban a visitar cuando pasaban por Santa Cruz, igual sus
amigos, los amigos escritores y artistas de La Paz.
Con qué gusto nos invitaba sus churrascos. Pero
sabíamos que, últimamente, ya no le hacía al trago, más bien éste le hacía
daño. El amigo de Santa Cruz me dijo que, respecto de su enfermedad, era muy
reservado. Nunca se quejaba ni dijo que tenía una enfermedad terminal. Claro,
el cáncer.
Entones se murió. Y lo despidieron muy sentidamente.
Mucha gente, muchos amigos. Qué manera de despedirlo y de quererlo, me dijo
este amigo común, llamado Juan Murillo. Y, que yo sepa, nada de noticias de
prensa, a pesar de que él escribió más de un libro y de que muchos de sus
cuentos estuvieron en antologías nacionales y extranjeras. Así es la vida, como diría mi amigo Pedro
Shimose.
Y hablando de amigos, me acuerdo que una vez lo
conoció al Jesús Urzagasti. Yo estuve de observador. Se dieron un abrazo, como
si siempre se hubieran conocido. Un gran abrazo de amigos, así, de la nada.
De nuestros tiempos de La Paz, debo recordar que
hicimos nuestras primeras armas durante la dictadura de Banzer. Cuentos, eran esas
armas. Nos reuníamos para leer y criticar y corregir esos escritos. Para hablar
de libros y rabiar con el estado de cosas de la política. Una especie de taller
literario. Incluyendo tragos y aventuras nocturnas.
Nos preciábamos de que cada uno de nosotros tenía su
mundo para contar. Lo dijimos en alguna entrevista. Éramos, o pretendíamos ser,
diferentes: el uno mostraba los conventillos de La Paz, muertes y penumbras, el
otro, sus oficinas públicas, con piernas y farras. Un tercero, los afanes y
sudores de la gente pobre de la frontera: los trenes y el contrabando hormiga.
Y quien esto cuenta, los recuerdos de su infancia rural.
O sea, éramos diferentes y teníamos mucho que decir,
y nos unía un intento de ser más profesionales en la escritura y ya nada que
ver con el costumbrismo y el discurso y la queja. A pesar de que, fuera de los
cuentos y la poesía, nos quejábamos y éramos unos rebeldes frente a la
dictadura.
Una vez nos fuimos a farrear a El Alto. El
invitador, el susodicho. Andaba en peleas con su primera mujer. Mejor dicho,
estaba separado. Tenía otra chica. Ahí le echamos la amanecida. Entonces yo ya
era casado, me acuerdo, pues resulta que su chica me regaló un payaso para mi
hijo. Un payaso grandote. Y me acuerdo que realmente la pasé muy bien, en esa
farra. Qué placer, qué entusiasmo. Y uno piensa que eso debería repetirse, pero
nunca se repiten las cosas buenas.
Y bueno. Llegaron los años 80 y cada uno fue
haciendo su camino. Viajes, exilios, otras experiencias. Libros. Luego volvió
la democracia y así sucesivamente. Más farras. Muertes también. Como la de René
Bascopé Aspiazu.
El susodicho publicó un libro en Santa Cruz, Yo, cazador, un libro pequeño de unos
niños ayoreos en la escuela de la ciudad. No dejábamos de estar en contacto. Él
seguía estudiando y trabajando. Era un entusiasta de los cuentos y los libros y
de la enseñanza a los jóvenes. Una década después, la editorial Correveidile
publicó sus cuentos reunidos a lo largo de su vida: Cuentos de la frontera. Ni grueso ni delgado. Todo bien.
Y así, a fines del año pasado, se le ocurrió
morirse. Se llamaba, se llama mejor dicho, Félix Salazar González. Y que yo
sepa, en los medios noticiosos de la cultura, nadie se acordó de él.
Hay gente que lo recuerda y respeta su memoria. Lo que sí es de lamentar que su novela Yo cazador, prologada por el insigne escritor boliviano Homero Carvalho, no ha sido reeditada. Figura en el Libro ESCRITORES POTOSINOS-BOLIVIA, de mi autoría. Honor a quien honor merece.
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