domingo, 21 de febrero de 2016

Parhelio

[Senderos para Jesús Urzagasti]

Fragmento del texto Liminar que el autor incluyó en el poemario Senderos, de Jesús Urzagasti, recientemente publicado por La Mariposa Mundial.



Rodolfo Ortiz

[…] La imagen más imperecedera en la escritura de Jesús Urzagasti, se ha reconocido algunas veces, es quizás la de un camino atravesado no solamente por un vínculo con el pasado, sino, y a la vez, con ciertas fábricas de humo que tienen el embrujo de hacernos creer en la explosiva reinvención del presente. Tal embrujo nos toma desprevenidos cuando terminamos irremediablemente perdidos en un follaje nocturno. En términos de la imagen de un sendero, mencionaría Urzagasti, el pasado habla en el ramaje verbal del ir de lo ido siempre en aras de lo imprevisible. Benjamin, permítanme traerlo a colación, pues Urzagasti lo cita más de una vez, precisaba que el pasado recibe la impresión de una actualidad por la imagen en la cual se halla comprendido. Una imagen, dirá entonces Urzagasti, se forja en la catástrofe que llegan a producir las palabras que se iluminan de improviso, pues de nada sirve haber visto caballos si no atendemos a la embestida “de [tales] caballos galopando al alba […] irrumpiendo en una cristalería”.
Pienso que la catástrofe nunca fue mejor diseñada que en esta imagen destructora y de naturaleza irrompible. Pero a bien, Urzagasti lleva aun más lejos tal posibilidad de las palabras cuando se interroga acerca del límite en favor de la libertad del escritor en la escritura. Al cabo, en Frondas nocturnas llegó a escribir que “lo inexpresable es el fundamento de la realidad”, no así la repetición virulenta de los objetos y menos la circunvolución fantasmagórica de las mercancías. Digo y escribo pensando en las raíces profundas de su bosque y de los ramajes sin excepción de sus poemas del fin. En las páginas postreras de Senderos aprendemos que al interior de un poema cada palabra llega a ser un sendero en sí misma, por la cual, gracias a la cual, es posible avizorar menos una aventura de galerías que un sostén más trabado y carcomido que las caras de un niño que todo poeta adivina y echa siempre de menos.
En un texto que leyó en Lima en 1994, que hace rato voy circundando pues constituye la cifra de su poética, Urzagasti no tardó en advertir que la poesía “no ilumina el camino sino los peligros que lo adornan”. A estos peligros Gombrowicz se refería cuando reclamaba la “prueba de lo real” a todo poema virulento de engaño, esnobismo o capaz de un palabreo desolado teñido por la mistificación. No vacilaría en afirmar que para Urzagasti esta “prueba de lo real” es la materia prima de su escritura y el sostén de su mundo; precisamente, al verse “entre orillas desconocidas”, como escribe en un poema memorable del 4 de noviembre de 2011, tocando “las riberas del silencio primordial”.
Entonces, y a pesar del tráfico de versiones incorpóreas que habitan a un lector como él, diría que la intervención de una literatura en el mundo de otra no llega a ser suficiente, en este caso, para justificar la presencia de ciertas palabras rodando por un túnel desconocido. Ofrezco un ejemplo: “Los senderos que he abierto a tajo limpio en la enmarañada selva”, que sugiere Arturo Borda en una página temprana, resuenan con asombrosa claridad en los versos galopantes que dicen “voy por el interminable sendero / con un verdor oscuro en el pecho”, de Frondas nocturnas. Sin embargo, habrá que reconocer que el grado de autoctonía de una obra no es necesariamente proporcional a su capacidad de absorción. Urzagasti no necesitaba leer a Borda para ir a tajo limpio por todos los senderos. Una vez contó no haber leído El Innombrable de Beckett, libro que tenía enfilado en su biblioteca, solo a raíz del comentario que le hicieron un día en Buenos Aires, a propósito de Tirinea: “¡qué bien que asimilaste a Beckett!”. Urzagasti resolvió poner siete llaves al asunto, inmediatamente, y salir a tajo limpio, años ha, con una aguda conclusión: “[S]uele suceder que aunque no hubieras leído a un autor de algún modo puedes estar transitando una ruta paralela”.
Urzagasti fue un ávido lector que practicaba un arte inusual de la “ruta paralela”, pues rondaba por un camino que siempre viajaba más allá de los libros. Era pues también un lector a “prueba de lo real”. Y esta tensión, ineludible para muchos de nosotros, se condensa en cada línea de cada papel de cada libro suyo. Cuando trae a colación “Morada al sur” de Aurelio Arturo, por ejemplo, comprendemos el despojo de todos los perfiles y la plenitud de aquello que emerge quién sabe de qué respiraciones de la tierra natal y la memoria. Urzagasti escucha detrás de ese poema la infinidad de voces, las formas de ver y de habitar el mundo, sin confundir, jamás, su irremediable camino, ni tergiversar a la par su memoria, si pensamos en la intensidad aterradora de su mano a la hora de escribir.
Durante el año que nos conocimos, a propósito de La Mariposa Mundial, pocos eran los escritores que circulaban por el garabato demoníaco de nuestra conversación. Me entregó, sin embargo, 19 páginas de prosas que definitivamente me llevaron por “rutas paralelas”, como aquella en la que un profesor rural retirado de Boyuibe, llamado Germán Mocobono, le dice a Urzagasti que “la vida no alcanza para leer dos poemas, basta con uno”. El diálogo en esos maravillosos papeles sigue así:

—Mi destino consiste en leer una y otra vez “Moxitania”. ¡Qué le parece!
—Me parece una curiosidad. Pero hace un rato usted se sopló de memoria “Viaje al pasado”, de Oscar Alfaro —le observé.
—Usted lo ha dicho: me lo soplé de memoria, cosa diferente de volver al mismo poema con la ilusión de sorprender sus resortes secretos.

Para solaz de todo lector ruralizado, Senderos está plagado de tales “resortes secretos”. Leído a tajo limpio y fiel a las cavilaciones de Germán Mocobono, diría que este libro trata de un solo poema atrapado por treinta senderos que respiran la vida de quien se despide sin necesidad de mover un solo alfiler de su mundo. Leído a contrapelo de tales cavilaciones del profesor de Boyuibe, diría que se trata más bien de un puñado de poemas únicos e insustituibles, escritos bajo la intemperie de sus días y tironeados desde la garganta del abismo; unos como adenda de otros y otros con la cabeza balanceándose entre la espesura confundida del origen y el extrañamiento del mundo. Propongo este fragmento, dicho sea una vez más, del 4 de noviembre:

El hombre inventó el puente
para cruzar de una orilla a otra
eso es evidente y se lo ve todos los días.
En cambio no está claro por qué alguien
se apoya en la baranda y mira pasar las aguas rumbo al mar.

Pienso que a nadie le interesará eludir que en este libro el miedo es transmisor de iniquidades o, más todavía, la “púa del presente”. Allá va el caminante convencido, a la sazón de sus objetos horriblemente comprendidos. Objetos tan íntimos como la propia camisa, o ya en nuestra habitación, como los libros antiguos y las viejas herramientas que “hablan de la precisión de un oficio / que levanta vuelo desde las manos / hacia un inefable idioma desconocido”. Y claro, las «dichosas palabras», únicas e inseparables, pues según reveló desde siempre este poeta, “[n]o hay palabras feas ni bonitas / y todas se iluminan de improviso / si se pone oscuro el universo”. 

Voy a callar de una buena vez: Senderos abarcó catorce días de noviembre y doce días de diciembre; Jesús Urzagasti muere en la madrugada del 27 de abril del 2013, en su hogar, a causa de un infarto agudo del miocardio, a los 71 años. “Sus cenizas se esparcieron –recala Sulma– a los pies de una isla de árboles jóvenes en Retiro (Gran Chaco) junto a la orilla del río y el canto de los pájaros”.

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