[Senderos para Jesús Urzagasti]
Fragmento del texto Liminar que el autor incluyó en el poemario Senderos, de Jesús Urzagasti, recientemente publicado por La Mariposa Mundial.
Rodolfo Ortiz
[…] La imagen más imperecedera en la
escritura de Jesús Urzagasti, se ha reconocido algunas veces, es quizás la de
un camino atravesado no solamente por un vínculo con el pasado, sino, y a la
vez, con ciertas fábricas de humo que tienen el embrujo de hacernos creer en la
explosiva reinvención del presente. Tal embrujo nos toma desprevenidos cuando
terminamos irremediablemente perdidos en un follaje nocturno. En términos de la
imagen de un sendero, mencionaría Urzagasti, el pasado habla en el ramaje
verbal del ir de lo ido siempre en aras de lo imprevisible. Benjamin,
permítanme traerlo a colación, pues Urzagasti lo cita más de una vez, precisaba
que el pasado recibe la impresión de una actualidad por la imagen en la cual se
halla comprendido. Una imagen, dirá entonces Urzagasti, se forja en la
catástrofe que llegan a producir las palabras que se iluminan de improviso,
pues de nada sirve haber visto caballos si no atendemos a la embestida “de
[tales] caballos galopando al alba […] irrumpiendo en una cristalería”.
Pienso que la
catástrofe nunca fue mejor diseñada que en esta imagen destructora y de
naturaleza irrompible. Pero a bien, Urzagasti lleva aun más lejos tal
posibilidad de las palabras cuando se interroga acerca del límite en favor de
la libertad del escritor en la escritura. Al cabo, en Frondas nocturnas
llegó a escribir que “lo inexpresable es el fundamento de la realidad”, no así
la repetición virulenta de los objetos y menos la circunvolución fantasmagórica
de las mercancías. Digo y escribo pensando en las raíces profundas de su bosque
y de los ramajes sin excepción de sus poemas del fin. En las páginas postreras
de Senderos aprendemos que al interior de un poema cada palabra llega a
ser un sendero en sí misma, por la cual, gracias a la cual, es posible avizorar
menos una aventura de galerías que un sostén más trabado y carcomido que las
caras de un niño que todo poeta adivina y echa siempre de menos.
En un texto
que leyó en Lima en 1994, que hace rato voy circundando pues constituye la
cifra de su poética, Urzagasti no tardó en advertir que la poesía “no ilumina
el camino sino los peligros que lo adornan”. A estos peligros Gombrowicz se
refería cuando reclamaba la “prueba de lo real” a todo poema virulento de
engaño, esnobismo o capaz de un palabreo desolado teñido por la mistificación.
No vacilaría en afirmar que para Urzagasti esta “prueba de lo real” es la
materia prima de su escritura y el sostén de su mundo; precisamente, al verse
“entre orillas desconocidas”, como escribe en un poema memorable del 4 de
noviembre de 2011, tocando “las riberas del silencio primordial”.
Entonces, y a
pesar del tráfico de versiones incorpóreas que habitan a un lector como él,
diría que la intervención de una literatura en el mundo de otra no llega a ser
suficiente, en este caso, para justificar la presencia de ciertas palabras
rodando por un túnel desconocido. Ofrezco un ejemplo: “Los senderos que he
abierto a tajo limpio en la enmarañada selva”, que sugiere Arturo Borda en una
página temprana, resuenan con asombrosa claridad en los versos galopantes que
dicen “voy por el interminable sendero / con un verdor oscuro en el pecho”, de Frondas
nocturnas. Sin embargo, habrá que reconocer que el grado de autoctonía de
una obra no es necesariamente proporcional a su capacidad de absorción.
Urzagasti no necesitaba leer a Borda para ir a tajo limpio por todos los
senderos. Una vez contó no haber leído El Innombrable de Beckett, libro
que tenía enfilado en su biblioteca, solo a raíz del comentario que le hicieron
un día en Buenos Aires, a propósito de Tirinea: “¡qué bien que
asimilaste a Beckett!”. Urzagasti resolvió poner siete llaves al asunto,
inmediatamente, y salir a tajo limpio, años ha, con una aguda conclusión: “[S]uele
suceder que aunque no hubieras leído a un autor de algún modo puedes estar
transitando una ruta paralela”.
Urzagasti fue un ávido lector que practicaba un arte inusual de la
“ruta paralela”, pues rondaba por un camino que siempre viajaba más allá de los
libros. Era pues también un lector a “prueba de lo real”. Y esta tensión,
ineludible para muchos de nosotros, se condensa en cada línea de cada papel de
cada libro suyo. Cuando trae a colación “Morada al sur” de Aurelio Arturo, por
ejemplo, comprendemos el despojo de todos los perfiles y la plenitud de aquello
que emerge quién sabe de qué respiraciones de la tierra natal y la memoria.
Urzagasti escucha detrás de ese poema la infinidad de voces, las formas de ver
y de habitar el mundo, sin confundir, jamás, su irremediable camino, ni
tergiversar a la par su memoria, si pensamos en la intensidad aterradora de su
mano a la hora de escribir.
Durante el año
que nos conocimos, a propósito de La Mariposa Mundial, pocos eran los
escritores que circulaban por el garabato demoníaco de nuestra conversación. Me
entregó, sin embargo, 19 páginas de prosas que definitivamente me llevaron por
“rutas paralelas”, como aquella en la que un profesor rural retirado de
Boyuibe, llamado Germán Mocobono, le dice a Urzagasti que “la vida no alcanza
para leer dos poemas, basta con uno”. El diálogo en esos maravillosos papeles
sigue así:
—Mi destino consiste
en leer una y otra vez “Moxitania”. ¡Qué le parece!
—Me parece una
curiosidad. Pero hace un rato usted se sopló de memoria “Viaje al pasado”, de
Oscar Alfaro —le observé.
—Usted lo ha
dicho: me lo soplé de memoria, cosa diferente de volver al mismo poema con la
ilusión de sorprender sus resortes secretos.
Para solaz de
todo lector ruralizado, Senderos está plagado de tales “resortes
secretos”. Leído a tajo limpio y fiel a las cavilaciones de Germán Mocobono,
diría que este libro trata de un solo poema atrapado por treinta senderos que
respiran la vida de quien se despide sin necesidad de mover un solo alfiler de
su mundo. Leído a contrapelo de tales cavilaciones del profesor de Boyuibe,
diría que se trata más bien de un puñado de poemas únicos e insustituibles,
escritos bajo la intemperie de sus días y tironeados desde la garganta del
abismo; unos como adenda de otros y otros con la cabeza balanceándose entre la
espesura confundida del origen y el extrañamiento del mundo. Propongo este
fragmento, dicho sea una vez más, del 4 de noviembre:
El hombre inventó el puente
para cruzar de una orilla a otra
eso es evidente y se lo ve todos los días.
En cambio no está claro por qué alguien
se apoya en la baranda y mira pasar las aguas rumbo al mar.
Pienso que a nadie le interesará eludir que en este libro el miedo es
transmisor de iniquidades o, más todavía, la “púa del presente”. Allá va el
caminante convencido, a la sazón de sus objetos horriblemente comprendidos.
Objetos tan íntimos como la propia camisa, o ya en nuestra habitación, como los
libros antiguos y las viejas herramientas que “hablan de la precisión de un
oficio / que levanta vuelo desde las manos / hacia un inefable idioma
desconocido”. Y claro, las «dichosas palabras», únicas e inseparables, pues
según reveló desde siempre este poeta, “[n]o hay palabras feas ni bonitas / y
todas se iluminan de improviso / si se pone oscuro el universo”.
Voy a callar de una buena vez: Senderos
abarcó catorce días de noviembre y doce días de diciembre; Jesús Urzagasti
muere en la madrugada del 27 de abril del 2013, en su hogar, a causa de un
infarto agudo del miocardio, a los 71 años. “Sus cenizas se esparcieron –recala
Sulma– a los pies de una isla de árboles jóvenes en Retiro (Gran Chaco) junto a
la orilla del río y el canto de los pájaros”.
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