No sólo de pan vive el hombre
Para una poética de Eliodoro Aillón. Un homenaje al chuquisaqueño que se hizo célebre por su poesía humana y social.
Alex Salinas
Nunca lo conocí, no tuve la fortuna. Regresé al país
algunos años después de su muerte. Mientras recobraba el uso del castellano, Poemas (1996) fue uno de los primeros
libros en el que invertí algún dinero.
Recuerdo su lectura, la sencillez de sus imágenes,
la falta de respiración al leerlas, tal vez porque las sentía cercanas y
ciertas. Desde entonces persigo ese sentimiento en cada lectura, el temblor de
una revelación.
A pesar de las muchas mudanzas, he cargado el libro
de Eliodoro Aillón (1930-1992) conmigo, esperando el mejor momento para
escribir sobre él. Como siempre, como espejo que huye, el mejor momento no es
el de mañana, sino el que debió suceder ayer. Es el tiempo para leer, el tiempo
para escribir, las dos caras de una misma moneda. 20 años después, releo mis
notas en los márgenes, ese dialogo íntimo y secreto con el autor de Poemas que continua hasta hoy.
Llama la atención en un reconocido escritor de
izquierda, la limitada presencia de obreros e industrias, mucho más en un país
donde la minería ha sido tan importante. Aillón elimina las mercancías, cualquier
objeto superfluo que se interponga entra la tierra y la fuerza transformadora
del hombre e introduce, por lo contrario, aquellos elementos considerados
intemporales.
Aillón, como lo había hecho José Martí en su tiempo,
renuncia al “artificio innecesario”, para introducir tan solo los elementos esenciales,
sin renunciar a la profundidad, sin renunciar a hacer una poesía que acompañe
los hombres en sus luchas. Aún así, a diferencia de Martí, Aillón elimina casi
por completo el “yo” articulador, que para Martí se había convertido en el
centro de todo proyecto, aquel que le daba voz a lo divino para finalmente
sustituirlo: Arpa soy, salterio soy / vengo
del sol, y al sol voy / soy el amor: soy el verso.
Aillón suprime casi por completo este “yo” donde converge el universo, para hablarle a un “tú”
amante, para referirse casi siempre a un “nosotros” mayor.
Aunque Aillón recurra a las imágenes más simples de
la naturaleza, su intención tampoco es regresar a los mitos ancestrales de la
creación, descender hacia las potencias vitales del universo, fuentes también
de la poesía, como lo había hecho Neruda en Residencia
de la tierra (1935).
En la poesía de Aillón resalta la presencia de las
aguas, fuentes limpias y cristalinas que se sugieren siempre en movimiento: “Los ríos vuelven, / la primavera construye
puentes sobre el abismo / y el hombre / sigue el camino triunfal de los ríos”
(84).
Son límpidos arroyos, delgadas corrientes, a veces
solo acequias que, sin embargo, forman parte de una dinamogenia elemental, tan
poderosa como los más caudalosos causes. Me doy cuenta que Aillón escribe en
tiempos de zozobra y represión cuando, de acuerdo a sus palabras “alguien enturbió el alma de las cosas / una
mano negra oscurece / la pureza del cristal encantado” (38).
Veo aquí una de las funciones primordiales del agua
en su poética, rebatir la desesperanza: “Vientos
tibios de mi valle / cristalinos arroyos, / verdeantes grietas: / invadid las
sombras del espanto / y llevad este dolor lejos del mar” (38).
De acuerdo a Gastón Bachelard, el agua clara y en
movimiento, como una especie de hidroterapia, despierta en el hombre la energía.
Esto parece entreverse en la poética de Aillón, empujar a sus lectores a la
acción de la esperanza, negándose al desamparo de la derrota. Junto a la pureza
y frescura de las aguas, Aillón coloca a los amantes, pues entiende que la
unión de lo sensible y lo sensual sostiene un valor moral transparente,
agiganta el poder de un ideal tan grande que solo puede soñarse entre dos: “El agua supo de nosotros, / porque los ríos
jamás nos negaron / su caricia de terciopelo fugitivo / ni su canto / sediento
de anchos litorales” (35).
Para Aillón, también lo indica en Poemas, a pesar de los reveses, la
posibilidad de un nuevo tiempo político es posible: “Busqué el país de los niños sin miedo, / de las madres sin llanto. / Puro
y sencillo, / sin oropeles ni estridencias, / ese país existe. […] lo sigo
buscando, / y esa es mi fuerza” (70).
En algunos poemas tal vez percibimos la cercanía de
la muerte. La voz poética se enfrenta a su finitud sin zozobra, fundiéndose con
los elementos, entregándose a una geografía añorada. Aillón renuncia a los
ejercicios de auto importancia mística y agorera (como muchos de nuestros
poetas), a ser un demiurgo de universos inmortales, y se integra al mundo de
las pequeñas cosas, como alguien que se entrega a los hombres como se practica
una religión: “porque Dios asomó su
mirada / por el alma de las cosas / y vio llorar a todos, / pero por tus ojos /
sintió gemir al hombre, /pero por tus labios”(67).
El poeta, para Aillón, no es una figura a la cual
erigirle bustos sino una voz que reverdece sin nombre con cada estación: “Ser viaje y ser retorno, / y ser siempre / como
Dios que muriendo nunca muere, /como viento / que partiendo va más alto, como
agua / que retorna / por el cielo a los trigales” (65).
El hombre, así como necesita de los astros y de los
ríos, necesita de la poesía, lenguaje original de las sociedades -dice Octavio
Paz- cíclica, intemporal, dimensión de la vida y atributo humano, tanto como se
tiene piel o se lleva un ombligo, tal como se busca a un hijo en los cenizales y
se arriesga la vida en balsas y contenedores de pollo en busca de libertad.
Así, la poesía y el poeta seguirán volviendo para
dar abrigo, para alimentar, para seguir andando: “Sobre todas las fronteras de la tierra, /estaré contigo quien quiera
que seas / que impulsas las grandes galeras / rumbo a la libertad del hombre”
(67).
Adelanto un augurio, Eliodoro Aillón, hoy ausente de
la Biblioteca del Bicentenario, si la patria nos aguanta, deberá estar entre
los libros de nuestro primer milenio.
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