sábado, 27 de febrero de 2016

Poesía

No sólo de pan vive el hombre


Para una poética de Eliodoro Aillón. Un homenaje al chuquisaqueño que se hizo célebre por su poesía humana y social.



Alex Salinas 

Nunca lo conocí, no tuve la fortuna. Regresé al país algunos años después de su muerte. Mientras recobraba el uso del castellano, Poemas (1996) fue uno de los primeros libros en el que invertí algún dinero.
Recuerdo su lectura, la sencillez de sus imágenes, la falta de respiración al leerlas, tal vez porque las sentía cercanas y ciertas. Desde entonces persigo ese sentimiento en cada lectura, el temblor de una revelación.
A pesar de las muchas mudanzas, he cargado el libro de Eliodoro Aillón (1930-1992) conmigo, esperando el mejor momento para escribir sobre él. Como siempre, como espejo que huye, el mejor momento no es el de mañana, sino el que debió suceder ayer. Es el tiempo para leer, el tiempo para escribir, las dos caras de una misma moneda. 20 años después, releo mis notas en los márgenes, ese dialogo íntimo y secreto con el autor de Poemas que continua hasta hoy.
Llama la atención en un reconocido escritor de izquierda, la limitada presencia de obreros e industrias, mucho más en un país donde la minería ha sido tan importante. Aillón elimina las mercancías, cualquier objeto superfluo que se interponga entra la tierra y la fuerza transformadora del hombre e introduce, por lo contrario, aquellos elementos considerados intemporales.
Aillón, como lo había hecho José Martí en su tiempo, renuncia al “artificio innecesario”, para introducir tan solo los elementos esenciales, sin renunciar a la profundidad, sin renunciar a hacer una poesía que acompañe los hombres en sus luchas. Aún así, a diferencia de Martí, Aillón elimina casi por completo el “yo” articulador, que para Martí se había convertido en el centro de todo proyecto, aquel que le daba voz a lo divino para finalmente sustituirlo: Arpa soy, salterio soy / vengo del sol, y al sol voy / soy el amor: soy el verso.  
Aillón suprime casi por completo este “yo”  donde converge el universo,  para hablarle a un “tú” amante, para referirse casi siempre a un “nosotros” mayor.
Aunque Aillón recurra a las imágenes más simples de la naturaleza, su intención tampoco es regresar a los mitos ancestrales de la creación, descender hacia las potencias vitales del universo, fuentes también de la poesía, como lo había hecho Neruda en Residencia de la tierra (1935).
En la poesía de Aillón resalta la presencia de las aguas, fuentes limpias y cristalinas que se sugieren siempre en movimiento: “Los ríos vuelven, / la primavera construye puentes sobre el abismo / y el hombre / sigue el camino triunfal de los ríos” (84).  
Son límpidos arroyos, delgadas corrientes, a veces solo acequias que, sin embargo, forman parte de una dinamogenia elemental, tan poderosa como los más caudalosos causes. Me doy cuenta que Aillón escribe en tiempos de zozobra y represión cuando, de acuerdo a sus palabras “alguien enturbió el alma de las cosas / una mano negra oscurece / la pureza del cristal encantado (38).
Veo aquí una de las funciones primordiales del agua en su poética, rebatir la desesperanza: “Vientos tibios de mi valle / cristalinos arroyos, / verdeantes grietas: / invadid las sombras del espanto / y llevad este dolor lejos del mar” (38).
De acuerdo a Gastón Bachelard, el agua clara y en movimiento, como una especie de hidroterapia, despierta en el hombre la energía. Esto parece entreverse en la poética de Aillón, empujar a sus lectores a la acción de la esperanza, negándose al desamparo de la derrota. Junto a la pureza y frescura de las aguas, Aillón coloca a los amantes, pues entiende que la unión de lo sensible y lo sensual sostiene un valor moral transparente, agiganta el poder de un ideal tan grande que solo puede soñarse entre dos: “El agua supo de nosotros, / porque los ríos jamás nos negaron / su caricia de terciopelo fugitivo / ni su canto / sediento de anchos litorales” (35).
Para Aillón, también lo indica en Poemas, a pesar de los reveses, la posibilidad de un nuevo tiempo político es posible: “Busqué el país de los niños sin miedo, / de las madres sin llanto. / Puro y sencillo, / sin oropeles ni estridencias, / ese país existe. […] lo sigo buscando, / y esa es mi fuerza” (70).
En algunos poemas tal vez percibimos la cercanía de la muerte. La voz poética se enfrenta a su finitud sin zozobra, fundiéndose con los elementos, entregándose a una geografía añorada. Aillón renuncia a los ejercicios de auto importancia mística y agorera (como muchos de nuestros poetas), a ser un demiurgo de universos inmortales, y se integra al mundo de las pequeñas cosas, como alguien que se entrega a los hombres como se practica una religión: “porque Dios asomó su mirada / por el alma de las cosas / y vio llorar a todos, / pero por tus ojos / sintió gemir al hombre, /pero por tus labios”(67).
El poeta, para Aillón, no es una figura a la cual erigirle bustos sino una voz que reverdece sin nombre con cada estación: “Ser viaje y ser retorno, / y ser siempre / como Dios que muriendo nunca muere, /como viento / que partiendo va más alto, como agua / que retorna / por el cielo a los trigales” (65).
El hombre, así como necesita de los astros y de los ríos, necesita de la poesía, lenguaje original de las sociedades -dice Octavio Paz- cíclica, intemporal, dimensión de la vida y atributo humano, tanto como se tiene piel o se lleva un ombligo, tal como se busca a un hijo en los cenizales y se arriesga la vida en balsas y contenedores de pollo en busca de libertad.
Así, la poesía y el poeta seguirán volviendo para dar abrigo, para alimentar, para seguir andando: “Sobre todas las fronteras de la tierra, /estaré contigo quien quiera que seas / que impulsas las grandes galeras / rumbo a la libertad del hombre” (67).

Adelanto un augurio, Eliodoro Aillón, hoy ausente de la Biblioteca del Bicentenario, si la patria nos aguanta, deberá estar entre los libros de nuestro primer milenio.

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