miércoles, 10 de febrero de 2016

Ensayo

Epílogo: Estos poemas

Reproducimos el texto que cierra el libro Aus der Tiefe der Nacht/ Desde lo profundo de la noche, una edición bilingüe, alemán/español, de tres libros de Jaime Saenz: Aniversario de una visión, Visitante profundo y El frío, recién lanzada por la editorial suiza Teamart.



Mauricio Souza Crespo

1. Los poemas reunidos en este libro -Aniversario de una visión (1960), Visitante profundo (1964) y El frío (1967)- permiten delinear, en cada uno de ellos según registros diferentes, la que será la imagen central de la poesía del boliviano Jaime Saenz (1921-1986): la postulación de una unidad -deseada, apenas entrevista- que resuelva la confusa y trágica heterogeneidad del mundo y nuestro estar en él.

2. La de Saenz es una poesía “difícil” y “fácil”, oscura y transparente al mismo tiempo, aunque por diferentes razones. Difícil porque los suyos son textos que imponen los términos –idiosincráticos- de su propia lectura. (Saenz cree que esa oscuridad es inevitable: “oscuro deberá ser el tono si quiere desencadenar lo que el amor oculta”, advierte en Aniversario de una visión). Pero también es una poesía fácil porque los términos de su construcción corresponden a un sofocante universo de regresos figurativos, de recurrencias y repeticiones, aquellas que el crítico Julio Ortega llamó sus “recuperaciones rituales”.

3. La persecución de la unidad es, en la poesía de Saenz, trazada como un aprendizaje. Dos son las marcas recurrentes de su representación: en principio, la puesta en escena, casi abstracta, del diálogo con un proteico y esquivo. Luego, la vocación intensamente sensorial y urbana de la escenificación de ese aprendizaje. Es decir: en la poesía de Saenz el diálogo con la alteridad asume la concreción de las impresiones de un paseante citadino. (Y si el de la poesía de Saenz es un misterio a veces descarnado, la ciudad que esconde a ese , en cambio, es reconociblemente siempre la misma: La Paz).

4. Los alcances y originalidad de los procedimientos de esta poesía fueron, pese a sus oscuridades, tempranamente reconocidos por algunos lectores en Latinoamérica: Aldo Pellegrini en 1966 y Stefan Baciu en 1974 incluyeron fragmentos de estos poemas de Saenz en sus influyentes antologías de la poesía hispanoamericana. Más tarde, ese reconocimiento será continuado por las mejores antologías: la de Juan Gustavo Cobo Borda (1985), la de Julio Ortega (1987), la de Guillermo Sucre (1992).

5. Estos tres poemas son variaciones de la misma constelación. El primero, Aniversario de una visión (1960), se plantea ya desde su dedicatoria (“A la imagen que encendió unos perdidos y escondidos fuegos”) en diálogo con un poema fundamental de la poesía latinoamericana, el soneto Siempre... (1899) del modernista Ricardo Jaimes Freyre (1866-1933). Jorge Luis Borges contribuyó mucho a la fama del poema de Jaimes Freyre: lo citaba con frecuencia como el ejemplo perfecto de un tipo de poesía que, al igual que la música, “lo dice todo y no dice nada”. Pero ese poema que no dice nada dice por lo menos esto: es un llamado a la visión, a una “peregrina paloma imaginaria / que enardece los últimos amores” (sus dos primeros versos). Sesenta años después, lo que en Jaimes Freyre era convocatoria y ruego se ofrece en Saenz un proyecto cumplido: el suyo es un aniversario de la visión. Es esta imagen -un que es la visión- la que dominará el poema en tanto representación de una ausencia (la visión no está, pero estuvo). De ahí que el fetichismo nunca estuviera lejos del universo saenzeano: a veces su escritura -poética o narrativa- es la celebración de las ruinas concretas y presentes de la ausencia. La visión, en otras palabras, ya ha sido siempre cumplida y solo es recuperable desde la experiencia urbana del equívoco (“no sé si eres tú o es el demonio”, le dice).

6. En Visitante profundo Saenz intenta una radicalización de los términos delineados en Aniversario de una visión: lo que en el poema de 1960 era vagamente reconocible (pues se inscribe en una larga tradición de lo romántico-visionario) deviene en el poema de 1964 una configuración apenas reconocible, cercana al hermetismo. Los dramatis personae son sin embargo los mismos: la visión -que ya no solo es un sino también un él- es ahora el visitante del título, definido por el oficio que se le atribuye: ángel o mensajero, acaso como la “paloma imaginaria” de Jaimes Freyre. Y si es un mensajero, lo es de un deseado acabamiento de la heterogeneidad o fragmentación, lo que exige a su vez el logro de un estado de aniquilamiento, quietud o inmovilidad que el poema nombra con un nuevo nombre: el modo azul. Los requerimientos de la visión son ahora los del despojo y quizá por eso ese modo azul solo sea posible, según el poema, “a la vera del lenguaje” y en “ciudades ocultas”. La relación misma de visión y escritura -de la experiencia y del lenguaje- adquiere un estatuto paradójico: escribir del visitante profundo es aquí el inútil y “rabioso ademán de la mano negra” y el proyecto de este poema se abisma en tanto la persecución de “la letra que falta a la palabra que falta”.

7. Si Visitante profundo se cierra, también como el poema de Jaimes Freyre, con un llamado o invocación de esa imagen de la que se espera que “encienda escondidos fuegos” (el imperativo “Ven” es el título del texto final), El frío (1967) es un poema que se enuncia desde la condición misma del abandono: la visión es un recuerdo lejano, una “voz que se echa de menos”. El frío del título es la calificación de esa ausencia, pensada una escisión (en contraste con la temperatura de la voz y su presencia). Es quizá este tono nostálgico el que permite a Saenz encontrar en este poema un modo que será el de su mejor escritura posterior (la del poema La noche y el relato Los cuartos): lírico y concentrado en sus propios términos sin duda, pero a la vez capaz de relativizar la abstracción de su “profundidad” quebrándose en giros coloquiales, cambios de tono y digresiones humorísticas.


8. Las lecturas de Saenz, ya un clásico de la poesía latinoamericana del siglo XX, son numerosas. Y las hay memorables. Aunque a momentos -y como no es infrecuente con la poesía de grandes poetas-, algunas hayan sido incapaces de resistir la seducción de los términos impuestos por el universo saenzeano, i.e.: no pocas lecturas de Saenz son prolongaciones encomiásticas de su universo, no diálogos críticos con él. Y también como no es infrecuente con proyectos escriturales que aspiran al hermetismo iniciático, el personaje creado por el poeta tal vez haya ensombrecido un poco la lectura de sus textos, a veces envueltos en los velos de una mitología personal (con sus leyendas ligadas a la noche, al alcohol y a indefendibles excentricidades varias). A 30 años de su muerte, leer hoy a Saenz nos permite tal vez evitar esos dos peligros: el de los numerosos encantamientos de su lenguaje, el de los limitados encantos de su figura. Quiero casi decir: acaso el misterio de esta poesía -con su dicción repetitiva y extraña, con su arcaica seriedad cercana al ridículo, con su retórica y su rigor- encontrará solo ahora a sus mejores lectores. 

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