Epílogo: Estos poemas
Reproducimos el texto que cierra el libro Aus der Tiefe der Nacht/ Desde lo profundo de la noche, una edición bilingüe, alemán/español, de tres libros de Jaime Saenz: Aniversario de una visión, Visitante profundo y El frío, recién lanzada por la editorial suiza Teamart.
Mauricio
Souza Crespo
1. Los poemas reunidos en este
libro -Aniversario de una visión
(1960), Visitante profundo (1964) y El frío (1967)- permiten delinear, en cada
uno de ellos según registros diferentes, la que será la imagen central de la
poesía del boliviano Jaime Saenz (1921-1986): la postulación de una unidad
-deseada, apenas entrevista- que resuelva la confusa y trágica heterogeneidad
del mundo y nuestro estar en él.
2. La de Saenz es una poesía “difícil” y “fácil”, oscura y transparente al mismo tiempo, aunque por
diferentes razones. Difícil porque
los suyos son textos que imponen los términos –idiosincráticos- de su propia
lectura. (Saenz cree que esa oscuridad es inevitable: “oscuro deberá ser el
tono si quiere desencadenar lo que el amor oculta”, advierte en Aniversario de una visión). Pero también
es una poesía fácil porque los
términos de su construcción corresponden a un sofocante universo de regresos
figurativos, de recurrencias y repeticiones, aquellas que el crítico Julio
Ortega llamó sus “recuperaciones rituales”.
3. La persecución de la unidad es,
en la poesía de Saenz, trazada como un aprendizaje. Dos son las marcas recurrentes
de su representación: en principio, la puesta en escena, casi abstracta, del
diálogo con un tú proteico y esquivo.
Luego, la vocación intensamente sensorial y urbana de la escenificación de ese aprendizaje.
Es decir: en la poesía de Saenz el diálogo con la alteridad asume la concreción
de las impresiones de un paseante citadino. (Y si el tú de la poesía de Saenz es un misterio a veces descarnado, la ciudad que esconde a ese tú, en cambio, es reconociblemente
siempre la misma: La Paz).
4. Los alcances y originalidad de
los procedimientos de esta poesía fueron, pese a sus oscuridades, tempranamente
reconocidos por algunos lectores en Latinoamérica: Aldo Pellegrini en 1966 y
Stefan Baciu en 1974 incluyeron fragmentos de estos poemas de Saenz en sus
influyentes antologías de la poesía hispanoamericana. Más tarde, ese
reconocimiento será continuado por las mejores antologías: la de Juan Gustavo
Cobo Borda (1985), la de Julio Ortega (1987), la de Guillermo Sucre (1992).
5. Estos tres poemas son variaciones
de la misma constelación. El primero, Aniversario
de una visión (1960), se plantea ya desde su dedicatoria (“A la imagen que
encendió unos perdidos y escondidos fuegos”) en diálogo con un poema
fundamental de la poesía latinoamericana, el soneto Siempre... (1899) del modernista Ricardo Jaimes Freyre (1866-1933).
Jorge Luis Borges contribuyó mucho a la fama del poema de Jaimes Freyre: lo
citaba con frecuencia como el ejemplo perfecto de un tipo de poesía que, al
igual que la música, “lo dice todo y no dice nada”. Pero ese poema que no dice nada dice por lo menos
esto: es un llamado a la visión, a una “peregrina paloma imaginaria / que
enardece los últimos amores” (sus dos primeros versos). Sesenta años después,
lo que en Jaimes Freyre era convocatoria y ruego se ofrece en Saenz un proyecto
cumplido: el suyo es un aniversario de
la visión. Es esta imagen -un tú que
es la visión- la que dominará el
poema en tanto representación de una ausencia (la visión no está, pero estuvo). De
ahí que el fetichismo nunca estuviera lejos del universo saenzeano: a veces su
escritura -poética o narrativa- es la celebración de las ruinas concretas y
presentes de la ausencia. La visión, en otras palabras, ya ha sido siempre cumplida y solo es recuperable desde
la experiencia urbana del equívoco (“no sé si eres tú o es el demonio”, le dice).
6. En Visitante profundo Saenz intenta una radicalización de los términos
delineados en Aniversario de una visión:
lo que en el poema de 1960 era vagamente reconocible (pues se inscribe en una
larga tradición de lo romántico-visionario) deviene en el poema de 1964 una
configuración apenas reconocible, cercana al hermetismo. Los dramatis personae son sin embargo los
mismos: la visión -que ya no solo es
un tú sino también un él- es ahora el visitante del título, definido por el oficio que se le atribuye:
ángel o mensajero, acaso como la “paloma imaginaria” de Jaimes Freyre. Y si es
un mensajero, lo es de un deseado acabamiento de la heterogeneidad o
fragmentación, lo que exige a su vez el logro de un estado de aniquilamiento,
quietud o inmovilidad que el poema nombra con un nuevo nombre: el modo azul. Los requerimientos de la
visión son ahora los del despojo y quizá por eso ese modo azul solo sea posible, según el poema, “a la vera del
lenguaje” y en “ciudades ocultas”. La relación misma de visión y escritura -de la experiencia y del lenguaje- adquiere un
estatuto paradójico: escribir del visitante
profundo es aquí el inútil y “rabioso ademán de la mano negra” y el
proyecto de este poema se abisma en tanto la persecución de “la letra que falta
a la palabra que falta”.
7. Si Visitante profundo se cierra, también como el poema de Jaimes
Freyre, con un llamado o invocación de esa imagen de la que se espera que “encienda
escondidos fuegos” (el imperativo “Ven” es el título del texto final), El frío (1967) es un poema que se enuncia
desde la condición misma del abandono: la visión es un recuerdo lejano, una “voz
que se echa de menos”. El frío del
título es la calificación de esa ausencia, pensada una escisión (en contraste con
la temperatura de la voz y su
presencia). Es quizá este tono nostálgico el que permite a Saenz encontrar en
este poema un modo que será el de su mejor escritura posterior (la del poema La noche y el relato Los cuartos): lírico y concentrado en
sus propios términos sin duda, pero a la vez capaz de relativizar la
abstracción de su “profundidad” quebrándose en giros coloquiales, cambios de
tono y digresiones humorísticas.
8. Las lecturas de Saenz, ya un
clásico de la poesía latinoamericana del siglo XX, son numerosas. Y las hay
memorables. Aunque a momentos -y como no es infrecuente con la poesía de
grandes poetas-, algunas hayan sido incapaces de resistir la seducción de los
términos impuestos por el universo saenzeano, i.e.: no pocas lecturas de Saenz son prolongaciones encomiásticas
de su universo, no diálogos críticos con él. Y también como no es infrecuente
con proyectos escriturales que aspiran al hermetismo iniciático, el personaje
creado por el poeta tal vez haya ensombrecido un poco la lectura de sus textos,
a veces envueltos en los velos de una mitología personal (con sus leyendas
ligadas a la noche, al alcohol y a indefendibles excentricidades varias). A 30
años de su muerte, leer hoy a Saenz nos permite tal vez evitar esos dos
peligros: el de los numerosos encantamientos de su lenguaje, el de los limitados
encantos de su figura. Quiero casi decir: acaso el misterio de esta poesía -con
su dicción repetitiva y extraña, con su arcaica seriedad cercana al ridículo,
con su retórica y su rigor- encontrará solo ahora a sus mejores lectores.
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