domingo, 21 de febrero de 2016

Crítica

Una perfecta fabricación de contrarios


Una traspolación con uno de los más célebres cuentos de Cortázar, sirve para reseñar la premiada novela de Máximo Pacheco, La noche como un ala.



Moira Bailey J. 

Como todas las mañanas, un joven que vive en París va a su trabajo en motocicleta. En el trayecto observa los edificios, las casas, los semáforos y disfruta mucho su paso por una calle llena de árboles y poco tráfico; de pronto se distrae más de la cuenta y sufre un accidente en el que se rompe el brazo y, a continuación, se desmaya.
Cuando abre los ojos se da cuenta de que está en un hospital, se siente confundido, fatigado y tiene fiebre; con el efecto de los calmantes se adormece lentamente y tiene un sueño. En el resulta ser un azteca que corre despavorido escapando de una tribu enemiga que quiere sacrificarlo. Es tan fuerte la angustia que le provoca ver el puñal del sacerdote que quiere sacarle el corazón, que logra despertar. Se encuentra nuevamente en la cama de hospital, se da cuenta de que ha tenido una pesadilla y aunque lucha por permanecer despierto, el efecto de los sedantes se impone, vuelve a quedar dormido y esta vez son muchos los indios que se le aparecen y lo arrastran por las gradas de una enorme pirámide. El adormecimiento es tan profundo que no sabe si está en un hospital convaleciente, o es en verdad un azteca a pocos minutos de que le arrebaten la vida. La claridad de las imágenes dentro de su confusión hace que realmente no sepa cuál es la historia original y cual la pesadilla.
El licenciado Pozo del Llano, un anciano y achacoso corregidor de la ciudad de Cusco durante la colonia, y protagonista de La noche como un ala, persigue con obsesión una idea que se le ha presentado en un sueño. Como sucede con el relato de Cortázar, la prolongación de las imágenes -que se asemeja a la de una película perfectamente editada- y la extrema lucidez con la que son narradas, hacen que el sueño parezca real y la realidad un sueño, pues a ratos el mismo parecería no estar seguro. ¿Fue él quien soñó que pasaría algo que en realidad sí pasó, o fue esa realidad apabullante y avasalladora, la que provocó su sueño?
Es tan homogénea la amalgama de esta novela formada por los opuestos realidad/sueño, que no se puede distinguir las proporciones de los elementos que la componen. La comparación/oposición como tal, además, es parte esencial de su estructura, puesto que las analogías no terminan ahí.
El licenciado tiene su contraparte en el cura Urreda, personaje no menos bizarro y complejo, obsesionado por su parte con terminar con la idolatría de los indios; mientras Cusco es hermanada con Chuquisaca, al tiempo que la descripción y narración se potencian mutuamente, escondiéndose la una en la otra.
Esta novela no solo es una relectura de la conquista, del desplazamiento casi constante de quienes la comandaban, por la inmensidad de un territorio tan inhóspito, como fértil y amable. Describe la naturaleza que vieron los españoles al llegar, un paisaje que todos miramos desde ahora y creemos conocer, y cuya magia, premociones y curanderos nos llevan hasta las Indias. También habla de la resistencia, la fuerza de la adaptación y el continuo antagonismo entre el Dios católico y la imperante e ineludible figura del Dios sol.
Todo esto transita por La noche como un ala. Máximo Pacheco Balanza, su autor, echa a andar un relato en el que dosifica magistralmente datos netamente historiográficos, anécdotas inventadas, antagonismos nunca superados y un sincretismo tan bien logrado que parecería  no tener conciencia de su origen doble.
Todo está enmarcado en un “ambiente brumoso y sin bordes de los sueños”. Entre los secretos y las supercherías existe también un claro intento por describir el paso del tiempo, el de la historia por supuesto, pero también el de los huesos del cuerpo debilitado del licenciado, quien en los primeros años de su aventura disfrutó en grande las comidas picantes, el cacao, las carnes del monte y las guayabas; además de recorrer grandes distancias a lomo de mula por las montañas. Pero antes de llegar a viejo comenzó a perder los dientes uno a uno, mientras los dedos y las coyunturas de los huesos empezaron a dolerle tanto que su transitar era penoso, y las interminables cabalgatas con virreyes, conquistadores e indios, se fueron colocando espontáneamente cada vez más atrás en el registro de su memoria. El frio y la humedad lo perseguían, lo acechaban al punto de dejarlo casi postrado en su dormitorio. “Allí calentaba su espalda al sol, como una momia, con la mirada baja y los brazos cruzados sobre los muslos, mientras sus recuerdos iban aflorando clarísimos”.
La construcción de un altar de Corpus Christi en el sueño del licenciado es el centro de la narración en muchos sentidos, pues todo sale de esa visión, o de su edificación verdadera originada justamente en el sueño. La noche es el motor oculto de todo lo que ocurre, es el ala que impulsa las historias del día, en las que además de las vivencias, a veces secretas e irreverentes de los personajes, se siguen leyendo las líneas de la historia: el descubrimiento del cerro de  Potosí, la implementación de la mita, la ejecución de Túpac Amaru. Y para completar el cuadro de contrarios, el padre y el licenciado por momentos intercambian sus oficios, pues el licenciado pelea contra la idolatría y el cura se dispone a construir el altar.
Uno de los valores de este libro es el desenfadado enfoque hacia las tensiones entre la experiencia ritual y religiosa, y aquella que privilegia la idolatría; pero más valiosos aun son los giros sutiles de las palabras, la ecuanimidad permanente -semejante a la de las imágenes sobrepuestas de sueño y realidad- que evita que el lenguaje se caiga pese a la presencia de tantos registros diferentes. Es una prosa elástica en la que se siente vívidamente el espíritu de la colonia, pero que al mismo tiempo, está muy cerca de nosotros.

Una noche entre muchas, cuando se acercaba ya la esperada fiesta de Corpus Christi, el licenciado se acercó a husmear en un zaguán donde los indígenas tenían a sus momias, esas que guardaban para hacer la endemoniada adoración de los muertos, contra la que tanto había luchado el cura sin resultado alguno. De pronto le parecieron más jóvenes que él, cosa que ya era extraña y el susto que tuvo al verlas moverse fue más grande que el que hubiera tenido el azteca del cuento de Cortázar, si los sinuosos caminos de sus sueños lo hubieran llevado cruelmente al camastro de un hospital anodino de este siglo, donde hombres y mujeres vestidos de blanco, con la boca tapada y guantes de un extraño material, se movieran como hormigas, sin él poder comprender del todo si esa era su realidad, o una espantosa pesadilla. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario