Luzmila Carpio, el violín que canta
Semblanza de la talentosa cantautora potosina, a propósito de su reciente temporada de conciertos en La Paz, y en recuerdo de su consagración internacional.
Pablo Mendieta Paz
En 1996, en el concierto organizado por la Fundación Yehudi
Menuhin en el Royal Circus de Bruselas, se presentaron estrellas de la música
para combinar su arte en el encuentro de carácter humanitario denominado “Voces
por la Paz”. Artistas como Miriam Makeba, Noa, Marezieh, Houri Aichio, Yang Du
Tso, ofrecieron lo más destacado de su repertorio para dar realce a un
espectáculo motivado por fines altruistas.
De acuerdo con el programa del evento, compartiría escenario
junto a los artistas nombrados una cantante proveniente de Bolivia de quien no
se mencionaban mayores antecedentes, aunque sí se resaltaba el hecho de que su
actuación despertaría las más diversas emociones.
De pronto, hizo su aparición una mujer de fisonomía, rasgos
e indumentaria típicamente andinos. Asía entre sus manos un charango y estaba acompañada
por un intérprete de la quena, un músico también boliviano. La artista, con
aire propio de un ensayo, preludió una sucesión de acordes que poco a poco fue
cobrando vitalidad e invadió el escenario y el auditorio hasta conquistar a un
público que vibraba con el sonido puramente andino.
Sin dificultad alguna, repentinamente emitió en natural y
perfecta técnica una voz mágica, como un sonido clandestino que, en juego de
octavas, alcanzaba notas inusualmente altas, como si estuviera imitando el
canto de las aves, de los pájaros cantores. Varias veces interrumpida por la aclamación
del público, Luzmila Carpio pudo finalmente ejecutar completa su composición Arawi, en quechua, ante el aplauso de un
público enfervorizado.
Nacida en la comunidad indígena de Qala Qala, Ayllu
Panacachi, emplazada en el departamento de Potosí, su madre reparó muy pronto
que Luzmila gozaba de un talento innato para el canto y se preocupó de recrear
en ella los cantos de sus ancestros; cantos para venerar a la naturaleza, pero
sobre todo, para venerar al sol, saludándolo en la mañana y en la tarde para
que siempre regresara.
Intérprete natural del charango, y ya autora y compositora,
narraba en sus canciones la realidad de su comunidad y de su entorno con la
inspiración propia de una artista que matizaba y arropaba el canto con ensueño
y fantasía. Lo palpaba, lo sentía, y lo expresaba de tal manera que podía
transportarlo hacia confines imaginarios entre la tierra y las estrellas.
Aun con esos atributos, que rozaban con el encanto y la
fascinación, Luzmila Carpio enfatizaba que cantar era una forma de hacer
política, un medio de defensa de la cultura ancestral, aunque íntimamente se
hallaba convencida de que el arte de su pueblo -su arte- atraparía algún día un
sentido universal. Así fue.
Tras su llegada de Francia, país donde reside hace muchos
años, así se la vio y escuchó -sensible y tenaz- en los conciertos que ofreció
hace unos días en el Teatro Municipal de La Paz, escenario propicio donde se
explayó vocalmente en un programa de 17 canciones, denominado “Celebración”,
todas ellas ambientadas bajo una escenografía paisajista, proyección de
imágenes y un llamativo y estético montaje decorativo.
Una de ellas, Yanapariway
Takiriyta, como fortaleciendo aquella idea de universalizar su música, la
cantó en quechua y en francés. Su voz alcanzó fuerte emotividad en todos los
temas interpretados. Parecían surgir de las profundidades de la tierra, de la
Pachamama, y elevarse por encima de las nubes haciendo alarde de una portentosa
tesitura. Una voz asombrosa.
Intensamente delicada y afectiva (su madre siempre le
repetía que guardar una parte de su infancia era esencial), estrenó una
estremecedora melodía, Uru Uru Pampita,
cuyo texto relata la vivencia de su juventud en Oruro donde, muy joven,
disfrutaba intensamente de los cantos y
danzas que se mezclaban en quechua y aymara, y que hacían hablar a sus orígenes
transmitidos de generación en generación.
De ellos se apropiaba la artista para cantar a su gente
alcanzando las notas más altas, quizás como un expediente para entrar en
contacto con la divinidad cósmica y a través de ella entonar el cambio de
estaciones, la siembra y la cosecha; cantar a la árida pero fértil naturaleza;
y a su propia gente que ella, con telúrica ilusión óptica, veía brotar de la
tierra.
En Luzmila Carpio prevalecen los cantos de esperanza, los
cantos de fervor y respeto; los ritmos tradicionales; las plegarias imaginarias
a la naturaleza, sobre todo a la Pachamama: la Madre Tierra. Su voz, más que al
Altiplano mismo, se eleva hacia la alta intimidad de las montañas impregnadas
de aquella divinidad cósmica, y desde ahí desciende como mansa cascada de
estrellas. Una voz tan expresiva como estelar.
Ella es Luzmila Carpio. Favorecida por la Madre Tierra, y
por el padre sol -como sin duda diría-, ha tenido la virtud de trascender a
lugares impensados: su CD Yuyay Jap´ina
ha sido conceptuado como uno de los mejores por la revista estadounidense Rolling Stone, lo cual es una singular
conquista que afianza superlativamente el calificativo de “El ruiseñor del
Altiplano”; aunque, sobre esto, jamás olvidará Luzmila Carpio el cálido y
musical apelativo que de ella acuñó en 1996 el célebre violinista Yehudi
Menuhin en aquel encuentro de “Voces por la Paz”, de Bruselas: “El violín que
canta”.
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