miércoles, 10 de febrero de 2016

Staccato

Luzmila Carpio, el violín que canta

Semblanza de la talentosa cantautora potosina, a propósito de su reciente temporada de conciertos en La Paz, y en recuerdo de su consagración internacional.

 
Luzmila Carpio en el Teatro Municipal de La Paz (Foto: Clara Berríos)
Pablo Mendieta Paz 

En 1996, en el concierto organizado por la Fundación Yehudi Menuhin en el Royal Circus de Bruselas, se presentaron estrellas de la música para combinar su arte en el encuentro de carácter humanitario denominado “Voces por la Paz”. Artistas como Miriam Makeba, Noa, Marezieh, Houri Aichio, Yang Du Tso, ofrecieron lo más destacado de su repertorio para dar realce a un espectáculo motivado por fines altruistas.
De acuerdo con el programa del evento, compartiría escenario junto a los artistas nombrados una cantante proveniente de Bolivia de quien no se mencionaban mayores antecedentes, aunque sí se resaltaba el hecho de que su actuación despertaría las más diversas emociones.
De pronto, hizo su aparición una mujer de fisonomía, rasgos e indumentaria típicamente andinos. Asía entre sus manos un charango y estaba acompañada por un intérprete de la quena, un músico también boliviano. La artista, con aire propio de un ensayo, preludió una sucesión de acordes que poco a poco fue cobrando vitalidad e invadió el escenario y el auditorio hasta conquistar a un público que vibraba con el sonido puramente andino.
Sin dificultad alguna, repentinamente emitió en natural y perfecta técnica una voz mágica, como un sonido clandestino que, en juego de octavas, alcanzaba notas inusualmente altas, como si estuviera imitando el canto de las aves, de los pájaros cantores. Varias veces interrumpida por la aclamación del público, Luzmila Carpio pudo finalmente ejecutar completa su composición Arawi, en quechua, ante el aplauso de un público enfervorizado.
Nacida en la comunidad indígena de Qala Qala, Ayllu Panacachi, emplazada en el departamento de Potosí, su madre reparó muy pronto que Luzmila gozaba de un talento innato para el canto y se preocupó de recrear en ella los cantos de sus ancestros; cantos para venerar a la naturaleza, pero sobre todo, para venerar al sol, saludándolo en la mañana y en la tarde para que siempre regresara.
Intérprete natural del charango, y ya autora y compositora, narraba en sus canciones la realidad de su comunidad y de su entorno con la inspiración propia de una artista que matizaba y arropaba el canto con ensueño y fantasía. Lo palpaba, lo sentía, y lo expresaba de tal manera que podía transportarlo hacia confines imaginarios entre la tierra y las estrellas.
Aun con esos atributos, que rozaban con el encanto y la fascinación, Luzmila Carpio enfatizaba que cantar era una forma de hacer política, un medio de defensa de la cultura ancestral, aunque íntimamente se hallaba convencida de que el arte de su pueblo -su arte- atraparía algún día un sentido universal. Así fue.
Tras su llegada de Francia, país donde reside hace muchos años, así se la vio y escuchó -sensible y tenaz- en los conciertos que ofreció hace unos días en el Teatro Municipal de La Paz, escenario propicio donde se explayó vocalmente en un programa de 17 canciones, denominado “Celebración”, todas ellas ambientadas bajo una escenografía paisajista, proyección de imágenes y un llamativo y estético montaje decorativo.
Una de ellas, Yanapariway Takiriyta, como fortaleciendo aquella idea de universalizar su música, la cantó en quechua y en francés. Su voz alcanzó fuerte emotividad en todos los temas interpretados. Parecían surgir de las profundidades de la tierra, de la Pachamama, y elevarse por encima de las nubes haciendo alarde de una portentosa tesitura. Una voz asombrosa.
Intensamente delicada y afectiva (su madre siempre le repetía que guardar una parte de su infancia era esencial), estrenó una estremecedora melodía, Uru Uru Pampita, cuyo texto relata la vivencia de su juventud en Oruro donde, muy joven, disfrutaba  intensamente de los cantos y danzas que se mezclaban en quechua y aymara, y que hacían hablar a sus orígenes transmitidos de generación en generación.
De ellos se apropiaba la artista para cantar a su gente alcanzando las notas más altas, quizás como un expediente para entrar en contacto con la divinidad cósmica y a través de ella entonar el cambio de estaciones, la siembra y la cosecha; cantar a la árida pero fértil naturaleza; y a su propia gente que ella, con telúrica ilusión óptica, veía brotar de la tierra.
En Luzmila Carpio prevalecen los cantos de esperanza, los cantos de fervor y respeto; los ritmos tradicionales; las plegarias imaginarias a la naturaleza, sobre todo a la Pachamama: la Madre Tierra. Su voz, más que al Altiplano mismo, se eleva hacia la alta intimidad de las montañas impregnadas de aquella divinidad cósmica, y desde ahí desciende como mansa cascada de estrellas. Una voz tan expresiva como estelar.

Ella es Luzmila Carpio. Favorecida por la Madre Tierra, y por el padre sol -como sin duda diría-, ha tenido la virtud de trascender a lugares impensados: su CD Yuyay Jap´ina ha sido conceptuado como uno de los mejores por la revista estadounidense Rolling Stone, lo cual es una singular conquista que afianza superlativamente el calificativo de “El ruiseñor del Altiplano”; aunque, sobre esto, jamás olvidará Luzmila Carpio el cálido y musical apelativo que de ella acuñó en 1996 el célebre violinista Yehudi Menuhin en aquel encuentro de “Voces por la Paz”, de Bruselas: “El violín que canta”.

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