Librerías de viejo nuestras de cada día
Se abre una librería de viejo en La Paz, ocasión imperdible para reflexionar sobre estas extrañas y escasas (por estos lares) iniciativas que tan bien hacen a los no muchos pero persistentes perseguidores de joyas literarias.
Martín Zelaya Sánchez
Tengo en mis manos un ejemplar de La raíz y las hojas (Buriball, 1956) de Juan Quirós, uno de los
libros clave para acercarse a la literatura boliviana de inicios y mediados del
siglo XX.
Cuando lo vi, hace un par de meses, en el estante de ofertas
de una librería que combina libros usados con otros importados, regatee -contra
mi costumbre- su ya de por sí aceptable precio porque a pesar de que el libro
estaba en dignas condiciones para tener más de medio siglo, ¡no tenía la
cubierta!
Volví hace un par de semanas a la misma librería y tras
juntar un pequeño montoncito de libros: Crestomatía
boliviana, de Gustavo Adolfo Otero; Cifra
de las rosas y siete cantares (primera edición) de Oscar Cerruto, y Panorama de la novela en Bolivia, de Augusto
Guzmán, me topé entre ejemplar y ejemplar con la dichosa portada del libro de
Quirós.
Esto, precisamente, es una librería de viejo, un espacio
detenido, blindado… un remanso que parece resistirse a la lógica de la ciudad,
los inmuebles, los negocios, el ritmo cotidiano de la sociedad. Un lugar presto
como pocos a lo increíble, al extremo máximo de lo posible.
“Una librería de viejo -escribe Benjamín Chávez- es un sitio
inmóvil, como inmóvil es la eternidad. La quietud y el silencio de los lomos a
los que alude Rilke contienen, en potencia, el universo entero que anida su
adormilado despliegue en las estanterías”.
Y a continuación, el premio nacional de poesía de 2006,
precisamente en el prólogo a Pequeña
librería de viejo, su obra ganadora, copia un epígrafe de Rainer María
Rilke:
“Pequeñas librerías de viejo o tiendas de grabados con los
escaparates a tope; nunca entra nadie, aparentemente no hacen ningún negocio;
pero si se mira adentro, se ve a sus propietarios sentados o leyendo,
tranquilos (y de ricos no tienen nada); no se preocupan del mañana, no les
angustia ni el éxito ni el fracaso, tienen un perro que se sienta delante de
ellos, bien acomodado, o bien un gato que hace aún mayor el silencio que los
rodea y que anda frotándose contra las hileras de los libros como para borrar
los nombres de los lomos”.
A mediados del año pasado mi amigo Alexis Argüello me
informó, con un mensaje directo en Twitter, que el libro que le había pedido
semanas antes -cautivado por un artículo de Juan Pablo Piñeiro-, había caído en
sus manos: El ateneo de los muertos,
de Porfirio Díaz Machicado, un entrañable compendio de perfiles, reseñas,
críticas sobre escritores y personalidades bolivianas que para cuando Díaz
Machicado había publicado la obra (1956), ya habían fallecido.
Tardé en responder y el buen amigo librero halló otro
cliente. Poco después, no obstante, volvió a llegar a sus manos un ejemplar de
este libro publicado por Buriball (sí, la misma editorial de La raíz y las hojas, y en el mismo año)
y, claro, corrí al puesto de Libros que desesperan a cerrar la transacción
antes de que me madruguen otra vez.
Así funcionan las “librerías de viejo” en La Paz: cuando los
clientes –escasos pero fieles, dispersos pero reconocibles- no vienen, los
libreros van a él.
Pongo “librerías de viejo” entre comillas porque aunque hay
una larga tradición de compra y venta de libros usados no la hay, precisamente,
de establecimientos “formales” que puedan llamarse librerías.
Como en todo en esta angustiosa pero incomparable ciudad,
reina lo informal, lo rústico-tradicional, el mercado omnipresente; y tenemos,
entonces, los puestos de ventas de libros.
Los libros de la Montes, del pasaje Huarina –en los años 70,
80, 90 y hasta 2000-, y los del Lanza, del “merlán”, desde hace algunos años, cuando
los tristes caseros fueron confinados al monstruoso elefante blanco municipal
que desbarajustó la Pérez Velasco.
¿Quién -amantes de las letras- no tiene su historia en estos
benditos puestos? Yo puedo preciarme, entre muchas otras hazañas, de dos
docenas de los pequeños libritos Aguilar en tapas de cuero, con clásicos de
clásicos: Edipo, La Eneida, El paraíso
perdido, etc… pero otros corrieron con mejor fortuna, claro. Pregúntenle a
Wilmer Urrelo o, por supuesto a Rodo Ortiz, Oscar García y Omar Rocha.
Aunque desde hace ya bastante muchos de estos heroicos
surtidores de libros tuvieron que incursionar en la venta de libros piratas no
dejan, de todas maneras, de hacer aparecer de cuando en cuando verdaderos
tesoros bibliográficos nacionales, en su mayoría, y una que otra buena edición
importada que algún desprendido lector decidió expulsar de sus anaqueles, o
algún desubicado hijo o pariente de un buen lector decidió, furtivamente,
negociar en pos de un buen viernes de soltero.
No debemos olvidar al pasaje Marina Núñez del Prado, una
especie de “sucursal” del Huarina que, no obstante, hay que decirlo, se
caracteriza más por la piratería y los best
sellers de autoayuda pero que, por supuesto, también acoge a avezados
libreros como el buen Alexis y sus Libros que desesperan, que ahora, motivando
esta nota, se lanza con Sobras selectas, una más que interesante iniciativa en
la que ahondamos en un recuadro aparte en estas páginas.
Pero antes dos apuntes más. Por supuesto que -como buena
excepción en toda regla- sí hubo una que otra librería de viejo “convencional”
en La Paz, aunque ninguna logró perdurar y trascender. Con el perdón de todos
mencionaré la propia: Caligrama, ese trunco sueño de seis meses que junto al
buen Benjamín Chávez, justamente, y Marcelo Meneses, emprendimos el primer
semestre de 2006 y que mientras el país empezaba a cambiar (allí celebramos el
primer 22 de enero, mientras Piero, Inti Illimani y Galeano lo hacían en San
Francisco) nos permitió conocer de cerca el mundillo de la compra y venta de
libros usados: ir a “saquear” las bibliotecas de amigos y conocidos tentados
por el efectivo, recorrer la Huarina, y ponerse la mano al pecho para
sacrificar lo más sacrificable de la colección particular. Todo en pos del
negocio que, en este caso, no prosperó. El 30 de junio, Caligrama cerró sus
puertas en el subsuelo del edificio Orión de Sopocachi. Aún queda algún
ejemplar sellado y uno que otro separador de páginas con el logo.
Y el segundo apunte final. La raíz y las hojas sin tapa, primero, y la tapa sin libro,
después, las conseguí en Ciudad libro, librería mixta que desde hace algunos
meses funciona en el edificio Alcázar, en la Federico Zuazo, a muy pocos metros
de los Libros que desesperan, de la Núñez del Prado.
-
Sobras selectas,
libros de ocasión
En un oculto rincón de la calle Sagárnaga espera una
“pequeña librería de viejo”. Sobras selectas es una apuesta de peso, el lógico
desembarco de dos sólidos proyectos que ahora hacen esfuerzo común.
Alexis Argüello y Juan Carlos Gutiérrez. Dos experimentados
libreros, dos viejos lobos de mar. Libros que desesperan y Libro viejo, que
ahora convergen en Sobras selectas.
“Estamos dando el paso desde el ‘privilegio’ de un negocio
informal (los puestitos de venta) a una librería con alquiler, factura y
burocracia”, comenta Alexis quien, de todas maneras, mantendrá sus Libros que desesperan
en su conocida caseta del Marina Núñez del Prado.
Quien se dé una vuelta por la planta baja del edificio Paraíso
(Sagárnaga # 227, entre Linares y Murillo) encontrará un pequeño pero acogedor
espacio de tres por tres metros, copado por estantes con una oferta inicial de
800 libros (no todos se exponen a la vez, claro) con la que los dos socios
arrancan esta aventura.
“Tenemos ya, cada uno, una clientela fija y segura -comenta
Juan Carlos- pero además esperamos conseguir nuevos compradores, nuevos
lectores”. Para ello, entre otras estrategias, como la consabida entrega de
listados por Facebook, proponen una suerte de micro exposiciones periódicas de
“joyas”, libros antiguos, raros, especiales, y arrancarán exponiendo en un
pequeño mesón libros valiosos del siglo XVIII, primero, y luego una serie de
primeras ediciones de Alcides Arguedas, “todo –acota Argüello- con sus
respectivas fichas de referencia, para que la gente conozca detalles de las
obras y los autores”.
Sobras selectas, al contrario de las iniciativas personales
de los dos propietarios, se concentrará, sin dejar de lado la literatura, en
textos sociales y humanos, tanto bolivianos como latinoamericanos.
Como seguramente le ocurrió a don Antonio Paredes Candia -el
librero paceño por excelencia, no en vano la asociación lleva su nombre-, y como seguro les pasa a los caseros del
Lanza y del Núñez del Prado, Juan Carlos y Alexis saben que en el de por sí
reducido mercado de libros de La Paz y Bolivia, deben apostar sus reales a un
público específico y limitado: escritores o aspirantes a escritores, uno que
otro lector empedernido e incondicional visitante de estos negocios.
Saben además ambos que aparte del milagroso “aleph” que es
la feria 16 de Julio de El Alto, las únicas formas de mantener en movimiento y
surtido sus estantes son anunciando la compra de libros en las redes,
cautivando a los lectores desprendidos que no dudan en vender sus ejemplares
una vez leídos, y no dejando de estar alertas a las pocas pero fabulosas
ocasiones en que alguien decide poner en venta la vieja biblioteca de algún
pariente anciano o muerto.
Enhorabuena por este emprendimiento y a agendar semanal,
quincenal o aunque mensualmente, la vuelta obligatoria por las Sobras selectas
que cualquier rato –el menos pensado- aparecerá por ahí el libro tan deseado y
tanto tiempo evadido.
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