Mostrando entradas con la etiqueta Especial Camargo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Especial Camargo. Mostrar todas las entradas

jueves, 27 de marzo de 2014

Ensayo

Correspondencias: César Vallejo y Edmundo Camargo


El autor preparó y envió, especialmente para LetraSiete, este artículo que es un adelanto de un ensayo extenso sobre ambos poetas, actualmente en preparación. 



Eduardo Mitre

Hace ya tiempo, en un breve ensayo, luego incluido en mi libro El árbol y la piedra (1988)[1], me referí a la impronta de la poesía de César Vallejo en la de Edmundo Camargo.
En estas líneas señalo algunas correspondencias o afinidades puntuales entre el autor de Trilce y nuestro poeta. Como se sabe, el presentimiento de una muerte próxima y temprana, se manifiesta en la poesía de Camargo desde sus primeros poemas con el tono  contundente y la pesarosa certidumbre de los célebres versos del Vallejo en Piedra negra sobre una piedra blanca: (“Me moriré en París y en aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo”), versos con los que se corresponden los del poema Oficio de Camargo: “Yo sé que he de morir un día / en que encuentre mi soledad junto a mi sombra”.
Pero señalemos correspondencias más literales; sea la primera una extraída del poema V de Trilce, paradigma de la escritura alusiva y elusiva, críptica, del poeta peruano. Cito dos de sus  tres estrofas y el verso que lo concluye:
                              
Grupo dicotiledón. Oberturan
desde él petreles, propensiones de trinidad,
finales que comienzan, ohs de ayes
creyérase avaloriados de heterogeneidad.
¡Grupo de los dos cotiledones.

     ……………

La creada voz rebélase y no quiere
ser malla, ni amor.
Los novios sean novios en eternidad.
Pues no deis 1, que resonará al infinito.
Y no deis 0, que callará tanto,
hasta despertar y
poner de pie al 1.

Ah grupo bicardiaco.
             
Pasemos ahora al poema de Camargo, titulado Le bateleur -el último que escribiera, según testimonio de Françoise Vervaele, la esposa del poeta-  para observar que la imagen de los dicotiledones, que aparece  en la estrofa inicial del poema de Vallejo, también está presente:
           
Para el ascenso de la carne híspida
estriada en el pulmón del girasol
cuya respiración digiere sus mamas de greda.

La techumbre a la gran siega.  La hoz
del astro.
Lo que sale escamando en el filo. En el tajo
los dicotiledones dilatándose, amando.
           
En ambos poemas, el tema erótico emerge más velado que dicho, en la densa capa metafórica que lo encubre y a la vez revela. Pero, en su conclusión, los dos poemas se diferencian notablemente.
El poema de Vallejo expresa, a través de la simbología numérica tan suya, una afirmación del dos, de la pareja para que el amor, aun en la tensión conflictiva, exista.
Así lo sugiere el remate del poema con la exclamación “Oh grupo bicardiaco”; afirmación de la pareja, y asimismo, reticencia a la tríada, es decir a la procreación: “Los novios sean novios en eternidad”.
Distintamente, en Camargo, la energía sexual, lejos de encarnar en una personificación, se expresa en una interacción sexual de los elementos naturales, preponderantemente vegetales. Dicho en breve: Camargo erotiza el universo, en el cual conjugan o copulan el cielo y la tierra, lo estelar y lo subterráneo, las raíces y los astros.  
Otra muestra de esa resonancia literal de la poesía de Vallejo en el poeta boliviano, y la cual marca asimismo una diferencia entre ambos,  se encuentra en el poema XXXV de Trilce, en una de cuyas estrofas se lee:

Entre tanto, ella se interna
entre los cortinajes y ¡oh aguja de mis días
desgarrados! se sienta a la orilla
de una costura, a coserme el costado
a su costado,
a pegar el botón de esa camisa,
que se ha vuelto a caer. Pero hase visto.
           
La imagen de la  presencia femenina, que con una aguja “se sienta a la orilla/ de una costura, a coserme el costado/ a su costado”, nos remite obviamente a la imagen de Camargo “La muerte nos cosió los costados”, ubicada al centro del impresionante poema “Yaceremos aquí”:

La muerte nos cosió los costados
la carne es telaraña revistiendo los huesos
el corazón sacude sus cadáveres
como un hacinado crematorio.
Miro tu rostro han volado los pájaros
Mis manos se hunden en ti, lodo
adherido a mi lodo
tu carne segrega cuervos a mi costado.

De este modo, la costura en el poema de Vallejo connota  una unión en vida de los amantes y una celebración de la presencia femenina, concretamente de la esposa, quien costura un orden amoroso.  
En cambio, en la variación  de la imagen que hace Camargo, se opera una inversión radical: la unión de los amantes se efectúa en y por la muerte; más que de una fusión, se trata de la disolución simultánea de los cuerpos de la pareja juntamente y de su trasfiguración  en una materia o naturaleza no sólo impersonal, sino humanamente, atroz. La escritura de Camargo, con imágenes viscerales, costura un lienzo macabro, implacablemente realista.   
Una última correspondencia, igualmente literal: el raro adjetivo “docente” en los formidables versos del poema Salutación, de Camargo: “universidades del otoño / concurridas de tarde por un viento docente”, el cual  puede muy bien tener un antecedente en el siguiente verso del poema LXI de Trilce: “Qué nos buscas, oh mar, con tus volúmenes docentes”.
Resonancia o no, el adjetivo en Camargo no podía ser más exacto y vivencial para expresar esa contigüidad entre la Universidad Mayor de San Simón y la plazuela Sucre,  frente a una de cuyas esquinas se encontraba la casa de los padres del poeta, y en la que entonces, junto con Renato Prada Oropeza, Adolfo (Fico) Cáceres Romero y Gonzalo Vásquez Méndez, los sábados por la tarde, celebrábamos hasta bien entrada la noche o la madrugada, intensas  jornadas poéticas generosamente atendida por la esposa del poeta; reuniones rociadas de vasos de whisky, copas de vino y cerveza, acompasaban nuestras lecturas y comentarios de poemas de Huidobro, de Neruda y Vallejo, lo mismo que de Breton, Éluard, Desnos y otros surrealista, estos instantáneamente traducidos y dichos para nosotros por nuestro entrañable y genial poeta.
Y hoy, como ayer y mañana, basta con recorrer la constelación de imágenes de su único libro para que se aparten las “baldosas de silencio” y Edmundo vuelva a hablarnos como escribía: de frente, mirando a los ojos de la vida y de la muerte.




[1]  “La agonía rebelde de Edmundo Camargo”, publicado en 1980 en Presencia, en  la  sección cultural dirigida por Jesús Urzagasti.  . 

Miradas en torno a Camargo y su obra

El estigma de la muerte y la obra póstuma


Luis Antezana, Mauricio Murillo y Mónica Velásquez reflexionan en torno a la esencia literaria de Camargo.

Todas las fotos de esta edición fueron tomadas del libro Obras Completas de Edmundo Camargo (Nuevo Milenio)




Martín Zelaya Sánchez





























En la muerte, lo que está por suceder sucede cada minuto…”, escribe Guillermo Bedregal García, en una reflexión acerca de la poética de Edmundo Camargo.
"Fugacidad de vida, conciencia de la muerte, noción y vivencia carnal de lo humano…”, agrega en otra parte de su ensayo Edmundo Camargo o la poesía de una muerte en la vida.
El suceso de la muerte, la fugacidad de la vida, tocó a ambos. Más allá de la maestría de su creación -rasgo común- un azar une a estos dos grandes vates: un intenso aunque breve transcurrir literario, debido a la temprana muerte que se ciñó sobre Camargo a los 28 años y sobre Bedregal apenas a los 20.
De Camargo (Sucre, 1936 - Cochabamba, 1964) nos ocupamos hoy al cumplirse exactamente 50 años de su partida. Siendo la muerte no sólo presencia ineludible al mentar al autor (por lo antes dicho), sino además interés sustancial de su poética, es referencia obligada cuando de analizar su legado se trata.
Junto a ello, la incertidumbre sobre la cabalidad de su obra, dado que los dos libros que la recogen -Del tiempo de la muerte (1964), compilado por Jorge Suárez, y Obras completas (2002), preparado por Eduardo Mitre- son póstumos y difieren ampliamente entre sí.
Le preguntamos, entonces, a Luis  Cachín Antezana (L.A.), filólogo y estudioso de la literatura boliviana:

 ¿Cómo afecta la temprana muerte de Camargo a la hora de evaluar su breve creación?, ¿no será que su trágico sino pudo haber ayudado a crear un mito que magnifique o distorsione la lectura de su obra?  (L.A.): El lugar de Camargo en la poesía boliviana contemporánea, un lugar privilegiado, junto a nuestros mejores poetas, es totalmente merecido. El azar de su temprana muerte y de la primera revelación de su obra, gracias a Suárez, aunque marcan hasta una casualidad y hasta un hallazgo, ambos teñidos de romanticismo, no disminuyen en nada la intensidad de sus logros, pese a lo fragmentario y precario de los manuscritos existentes.
Felizmente, la literatura (universal) abunda en obras póstumas, desconocidas que, pese a su anonimato inicial, han sido capaces de imponer su impronta en medio de otras más acabadas y ya conocidas. Camargo pertenece a esa estirpe que no quiere quedarse callada porque, en rigor, tiene mucho que decir.

 ¿Qué relación -si esta es posible- puede trazarse entre la poética de Camargo y la de Jaime Saenz, a partir de la presencia casi permanente de la muerte?
 (L.A.): Aunque, junto al amor, la muerte sería uno de los dos temas fundamentales de toda literatura (Borges), sin duda tanto Camargo como Saenz son de aquellos que enfatizan este trato y, cada uno a su manera; lo privilegian como -casi- el leitmotiv que gobierna sus otras preocupaciones.
Pero su trato no es el mismo y, quizá, se trata hasta de dos tipos de muerte. En el caso de Saenz, la muerte es parte del "júbilo”, esa mezcla de horror y plenitud, que signaría todo el sentido de los seres en el mundo; se trata de la muerte como parte del misterio -o del problema- de la manera como la vida incluye su propia trascendencia.
En Camargo, la muerte es más inmediata, más corporal, más existencial y se acerca a la manera de tratar de entender tanto el paso (irremediable) del tiempo y la vida, por un lado, y, por otro, de sentir -o sufrir, si se prefiere- el desgaste que acompaña ese tránsito.
Y en cuanto a las dudas, inexactitudes, contradicciones en torno a las versiones poéticas conocidas de Camargo, Mauricio Murillo, miembro del proyecto La crítica y el poeta –grupo que editó textos de ensayo en torno a Saenz, Cerruto, Jaimes Freyre y Camargo-, opina: "Si bien es cierto que el trabajo de Suárez con los poemas de Camargo se debería poner en crisis, no se libra de esto el de Mitre. En su edición faltan citas y ciertas aclaraciones. Queda un misterio bastante atrayente e interesante. Con el colectivo aventuramos la hipótesis de que el manuscrito que leyó Suárez no era el mismo que el que leyó Mitre, aunque esto no lo podemos comprobar…”.
"Más allá del rigor en las ediciones hasta ahora publicadas, sería significativo hacer crítica sobre la obra y las posibilidades que presenta. El enigma policial que se presenta alrededor de las ediciones también podría producir algún ensayo en clave ficcional”.
Al respecto, volvemos a recurrir a Cachín:
¿Es uno el Camargo que se conoció en la edición de Suárez y otro el que se lee a través del trabajo de Mitre? ¿Cuáles son las diferencias y cuán sustanciales son? (L.A.) Cada lector crea su autor y, al respecto, ni Suárez ni Mitre ni ninguno de nosotros es una excepción. Pero, en este caso, lo que sí es diferente es la cantidad de manuscritos compilados y, luego, articulados.
Materialmente, la compilación de Mitre es, sin duda, más completa que la de Suárez y Mitre nos ofrece una apropiada articulación de ese material. La edición de Suárez no abarca todos esos materiales, pero no por ello es algo radicalmente distinto. No es tan fácil compararlas.
En primer lugar, no podemos afirmar taxativamente que trabajaron con los mismos materiales;  de hecho, Suárez afirmaba que una vez publicado Del tiempo de la muerte quemó los manuscritos porque así lo había prometido.
En segundo lugar, pasó mucho tiempo entre ambas ediciones. Suárez trabajó con lo que encontró a mano;  por su parte, Mitre pudo trabajar con un material más amplio.
Como Mitre trabaja con un archivo ciertamente más extenso, completo hasta donde se han podido compilar los manuscritos existentes, podemos asumir que el orden que nos propone cubre de manera amplia todo lo que tenemos sobre Camargo y, por ello, puede ofrecer un modelo más completo, aunque no necesariamente más certero que el que Suárez armó con los (menos) materiales con que los contaba.

Opiniones

Mónica Velásquez:

- ¿Cómo definiría, describiría la poética de Camargo? ¿Cómo se puede explicar su estilo? Guillermo Bedregal, por ejemplo, empleó tres palabras para esto: hombre, ámbito y muerte, ¿coincide… cuáles emplearía usted?- Ninguna poética se agota en dos palabras, aunque la de Camargo junta muerte y erotismo de manera tan particular que sin duda son su centro. Una poética que replantea nociones muerte-deseo fusionándolas, rompiendo la idea de secuencia o de ciclo.


Mauricio Murillo

- Guillermo Bedregal identifica la poesía de Camargo con una relación de ida y vuelta: hombre-ámbito-hombre (poeta), y afirma que todo esto está signado por la presencia inefable de la muerte. ¿Qué puede decir al respecto?- Es verdad que en la poesía de Camargo todo está contaminado de muerte. Pero habría que hacer algunas precisiones. Me parece que es necesario partir de la idea de Camargo que la muerte no sólo es un destino fijo, sino que acompaña y proyecta el cuerpo del poeta todo el rato.
Es decir, el cuerpo se relaciona con la muerte constantemente. En este sentido, la tumba abierta es algo que marca un recorrido. El cuerpo es esencial para la poesía de Camargo, por esto es que la muerte se encarna en el desgaste de éste, en su dirección hacia el ataúd.

Parhelio

“La Poesía” de Camargo



Para conocer y entender a cabaliad la poética de Edmundo Camargo, señala el autor, es imprescindible tomar en cuenta no sólo las dos versiones de su breve obra, sino incluso las anotaciones y borradores aún inéditos.



Rodolfo Ortiz

Me gusta imaginar que la poesía en Bolivia es invisible, y que sus poetas viven y mueren para alcanzar la visibilidad de la poesía, que al cabo no se alcanza nunca o acaso se atisba por su fugaz visibilidad en un poema. La línea anterior es un fragmento que apareció el 2011 junto a otros, diría, más pretenciosos porque arriesgaban nombres y apellidos, lugares y libros, que es cuando la cosa misma de toda imaginación literaria empieza a cobrar sentido. Algo más: como todo fragmento es susceptible de múltiples usos y revueltas, hoy lo acerco a la “fugaz visibilidad” de un papel con ocho frases póstumas que Camargo tituló “La Poesía”, cuyas formulaciones, sucintas y reveladoras, despliegan un circuito de acercamiento a lo que significó para él, Camargo escritor y pulverizado ya, “la poesía”.
Hace más de diez años Françoise Vervaele, esposa de Camargo, puso a disposición de Eduardo Mitre el hallazgo de este papel, no sabemos si manuscrito o mecanografiado, junto a los poemas y prosas del libro que Mitre reeditó el 2002. La obra de Camargo, se podría conjeturar ahora, tiene una peculiar historia textual que cuenta con el trabajo de dos entusiastas editores. Jorge Suárez, quien tras la muerte de Camargo, en marzo de 1964, emprendió un trabajo de restauración de los originales, también dispuestos por Vervaele, llegó a mimetizarse de tal manera con estos escritos que en cinco meses terminó reescribiendo casi una obra personal: no solo tituló el libro que compuso, sino que armó una arquitectura propia organizada en ciclos con denominaciones también de su costal, y no solamente eso, sus intervenciones rayaron en un entrampamiento poético que ahora se torna fatal para los lectores de Camargo, pues alcanzó a titular poemas, sacar versos, incluir otros y jugar a variaciones y modificaciones dentro de un proceso composicional que era ya a estas alturas el suyo propio. El gesto de Suárez es interesante por esto mismo, nos está diciendo, muy a la manera de J. E. Pacheco, que dentro de la perra infecta y sarnosa poesía todos somos nomás “poetas de transición”.
El acierto de este exceso de apropiación está en haber entendido aquello que Camargo en realidad había prefigurado en la tercera anotación de ese papel al que me referí al inicio y que la edición de Mitre incorpora casi al final, como parte de las prosas rescatadas de Camargo. Ignoro si Suárez llegó a leer este texto pero el fragmento final de esa anotación dice así: el poeta “[E]s un narciso negativo que se ama en sus debilidades”. A pesar de estas zonas de enriquecimiento expasivo que suscita el hecho de imaginar el lugar de la poesía como una conversación entre fantasmas, el trabajo de Suárez no logra una apertura hacia las contaminaciones y debilidades poéticas de Camargo, que son las que en última instancia interesarían de ese hilo textual. Lo que vemos es más bien la lucha de un “narciso positivo” que se enamora del establecimiento de un texto final que llamó Del tiempo de la muerte.
Casi cuatro décadas después Mitre logró establecer una distancia más moderada cuando le tocó revisar los papeles de Camargo. Al menos quiero entender que el criterio inicial de su edición fue el de desestabilizar aquella idea de Suárez, casi un lugar común, que sugiere que la literatura es una feria de textos definitivos.
Creo que el trabajo de Mitre al menos insinúa que puede ser un fatal error exponer las obras hacia cualquier forma de clausura temporal. Y en esto le doy la razón, pues Mitre traza sus paralelos y contrapuntos, quiero decir, señala las libres intervenciones de Suárez para ipso facto dar un giro y optar por una “transcripción fiel de los originales”, gesto que por supuesto agradecemos. Lo que nuevamente nos deja colgados en ese falso limbo de la fijeza textual, “originales” incluidos, es que en los manuscritos de Camargo el segundo editor informa que existen casos de procesos composicionales complejos que revelan manuscritos con versos “diseminados en los bordes de dos páginas y sin una secuencia muy clara”, como el poema que Mitre esta vez titula “Canción II”, o textos sencillamente “no exentos de tachaduras y de sustituciones”, como los poemas “El guerrero”, “Retablo” o “Trino”. En el caso de este último, Mitre detalla y consiente el “feliz sentido crítico” de Suárez por haber mantenido la segunda estrofa toda tachada en el original, pero nunca nos informa si él optó de la misma manera en poemas que como afirma requieren de una cuidadosa lectura para dar con su “esquiva coherencia y unidad”, es decir, presuponiendo una vez más y al igual que Suaréz que un poema debe alcanzar esos ya a estas alturas macabros epítetos de “coherencia” y “unidad”, que en suma responden más al ideario y “narcisismo positivo” de Mitre que, entiendo, al de Camargo. Y aquí vendría muy bien citar la cuarta frase de esa hoja que legó Vervaele y que, sin duda, condensa una suerte de poética indeclinable e interpeladora del antedicho ideal: “Se es poeta únicamente por el fracaso”.
Esta línea por sí misma invitaría a imaginar una vasta y sólida tradición de la entreverada poesía en Bolivia, que en manos de las lecturas recopilatorias de Mitre alcanzaría, sin duda, interesantes resultados. Sin embargo, el horizonte de este comentario es otro y quizás esté más próximo a lo que hoy significaría leer con sospecha. La obra de Edmundo Camargo, por el hecho mismo de haberse inventado como póstuma, es una invitación abierta a ver en sus textos un proceso flotante antes que la rudeza de un monumento. Hasta el momento no sabemos si sus restos son solo manuscritos o mecanuscritos, o una mezcla de ambos, las ediciones son confusas al respecto, pero sí es evidente que los retablos astillados de esta gran obra constituyen un fluido hipotético del “fracaso” y “debilidad” consustanciales al proceso de su escritura. Esto mismo que sucede en obras que están siendo salvadas de la superstición de sus primeros editores, como es el caso ejemplar de los papeles, sobres y cuadernos autocosidos de Emily Dickinson, emerge en Camargo como un gesto insoslayable que requiere el seguimiento de su impronta a partir del manojo no tan numeroso de sus papeles que esperemos una solidaria “alimaña de la fauna cartularia”, para evocar al primerísimo Isamel Sotomayor y Mogrovejo, pueda algún día poner al alcance del lector.



Patio interior

La lectura de Edmundo Camargo

Retrato de Camargo elaborado por Pablo Giovany y cedido por Chucherías Coolturales.

Una aproximación a la breve, encriptada, escasamente difundida, pero indudablemente esencial poética de Camargo.



Juan Cristóbal Mac Lean E. / Poeta

Si en unos versos felices, dice Camargo que la luz es la feble osamenta del día, también podríamos preguntarnos cuál es la osamenta del poema, si no de la poesía misma.
Y si bien la palabra osamenta sugiere un sostén, un elemento alrededor del cual y a partir del cual se organiza el resto, no vayamos tampoco a confundirla con una estructura o la estructura.
La osamenta del poema o la poesía, en todo caso, será aquel vago elemento unitario alrededor del cual, más bien, el resto se (des)organiza, o se (des)estructura y ello en la medida, quizá también feble, en que llegue a hacerlo.
Preguntarnos por la naturaleza de tal osamenta es también e inmediatamente, preguntarnos por la suerte de la lectura del poema, lectura que no puede dejar de advertir dicha osamenta, aunque ésta pueda no ser necesariamente percibida concientemente, por lo menos en el caso de una lectura no crítica, no hermenéutica; por una lectura, digamos en un primer momento, solamente abocada al placer de la lectura -al placer del texto.
Con ello entramos de lleno, empero, al problema de la relación entre poema y comprensión. ¿Hasta qué punto es comprensible un poema, en qué sentido lo es y, todavía, qué quiere decir aquí comprensión?
¿Qué comprende el lector de poesía? Es más: ¿hay qué comprender en poesía? ¿Qué comprende la comprensión? Y en última instancia, ¿es posible algo así como la comprensión?
En el caso de la escritura de Camargo, no lo tenemos fácil. Aparte de los poemas mismos que Camargo escribió, tenemos muy poco más. No se conoce ninguna correspondencia significativa que hubiera habido, carecemos de cualesquiera apuntes que Camargo hubiera escrito y dejado, aparte de unas frases tajantes y a mansalva.
No hay, luego, muchas más pistas que dejen pista. La obra de Camargo que leemos, además de póstumamente editada, sólo tiene 51 poemas recogidos en el libro Del tiempo de la muerte, así llamado, antojadiza o apresuradamente por su editor, Jorge Suárez, mientras que la Obra completa editada por Eduardo Mitre, aumenta unos pocos poemas más y unos pocos textos en prosa.
La de Camargo es, convengamos, una obra escueta. Sin embargo, bastaron esos pocos poemas, lo suficientemente poderosos como para maravillarnos a todos, se bastaron para llegar hasta aquí y ser leídos aún hoy[1].
Si en Bolivia hay algo así como un canon poético, sin duda él ya figura en el mismo. Los poemas de Camargo, pues, insisten y resisten en el tiempo. Ante ello vuelve a preguntarse uno: ¿cómo así? ¿Qué feble osamenta hace que se sostengan en una sola página, en un solo libro, esos ejercicios de escribir poesía o vivir escribiendo poesía?
Se redobla la pregunta, se redobla la respuesta: vaya uno a saber. Haciendo una especie de collage, podemos encontrar que: unas nubes pastoras hacen la sombra necesaria en la que cabe la nada. Unos cuadernos cuadriculados anotan un cielo habitado y el mar late. Las piedras cantan y se escucha la letanía de la araña. También se le pide al amor que ya no deje su paso frente al pozo.
Por cosas así, en buen grado no “comprensibles”, atiende la osamenta al orden del desmontaje constante, fatal y disperso del poema: ese objeto verbal ahí, ese estropicio de palabras arrebatadas y rearmadas que nos hablan desde un territorio desconocido.
Pueden hacerlo alguna vez en un lenguaje casi simple, diáfano y puro: Retoña el agua en una limpia primavera /lavando en fuentes rastros de humo. O Cuando aventando las páginas del ave /el árbol se prolonga. Pero versos de esa naturaleza otras veces, las más, ceden el paso a una gran riqueza de la imagen, bordeando lo barroco o lo hermético: Habiendo llegado el cárdeno arbitrio planetario /un increíble bullicio rompería su alcancía de pájaros /y el silencio que embalsama a los dormidos /bajaría su reino entre armaduras habitadas /por inexistentes caballeros /a espolvorear su voz entre las barbas de ceniza.
Y, si hay un tono dominante, puede ser el que aflora en la última cita antes que en las precedentes. Entre estos paisajes recargados y libres, en los que hay una estrella humeante y tigres de viento, a veces la palabra vuelve a sus fuentes más claras y es para dejarse llevar por un estremecimiento amoroso de intensa belleza: Miro tu rostro, han volado los pájaros /mis manos se hunden en ti, /lodo adherido a mi lodo.
El tema de las manos que se hunden en el otro o lo tocan, y entonces se devuelven hacia sí, vuelve a escucharse: cuando mis manos /han tocado en ti /la forma de mi alma. O se repiten esos personajes verbales (las manos, el amor) en otros órdenes: Escucha es el amor que llega /la ciudad se olvida de sus manos.
En todo caso, en el constante ir y venir de esta poesía desde un polo límpido, memorizable, cauto, a la entrega a una desaforada multiplicación de imágenes, cuando de pronto ellas reinan y se sobre ponen, los sentidos retroceden, lo cierto es que, al cabo de frecuentar las páginas, ensayar velocidades y lecturas, tenue se insinúa alguna osamenta, feble también ella.
Inaprensible, no formulable, radica en el tono, en la proliferación constante y desbordante, incluso en lo extremo y arriesgado de imágenes y construcciones que ponen lado a lado realidades o palabras muy lejanas. Se comprende, ante tales casos, que en algún verso se hable de un idioma hecho a fósforo. Un idioma que está siempre a punto de una ignición deslumbrante o ya encendido, ya quemándose en sus propias luces.
Podemos terminar esto preguntándonos nuevamente: ¿Y cómo situarse ante ese idioma hecho a fósforo, cómo leerlo, qué entender, qué comprender? ¿Hay acaso algún sentido por comprender, y que pueda ser cernido por la labor, siempre inacabada, de la lectura?
Si bien el sentido a descifrarse es siempre algo aún-no-conocido, nunca por conocerse pero tras el que anda siempre la lectura ¿hasta qué punto vale ello para la poesía en general o para la de Camargo en concreto?
“La palabra irracional de la poesía, por fidelidad a lo hallado y a lo prometido, no traza camino alguno”, dice María Zambrano. Y justamente, entonces, se trata de seguir ese camino no trazado, no hollado y que sin embargo la lectura traza, holla, a la luz de un idioma de fósforo que chisporrotea entre las claridades y las sombras del lenguaje.




[1] Ser leídos por no mucho más que cuatro gatos. Hace poco tiempo me tocó ser miembro del  jurado, en Cochabamba, del premio de poesía “Edmundo Camargo”. De las 144 obras recibidas, según recuerdo, daba la certera impresión de que los autores de siquiera unas 130 o 135, simplemente no habían leído poesía previamente, y mucho menos la Edmundo Camargo. De todos los que se presentaron para el premio, los que leyeron a Camargo no pasarían tal vez de cinco. No hay nada que permita pensar que esta situación cambie en el futuro inmediato. Este hecho, por otra parte, no puede dejar de tener sus efectos a la hora de la reflexión sobre la poesía en estos lares.

Letra sincrónica


Los ojos y la voz de Edmundo Camargo


Camargo imaginario, Camargo generador de imágenes. Camargo, niño eterno.




Alan Castro Riveros

El sonido de la pulpa. El relámpago de lo calcáreo.
La máscara pegajosa aún del gesto humano.
Edmundo Camargo, Le Bateleur


Un medallón de musgo con tu imagen
Cuando escucho el nombre de Edmundo Camargo (1936-1964) imagino un niño. Esta imagen es una síntesis de las pocas fotografías que he visto de él, pero es algo más. No recuerdo cuál era la imagen que yo tenía del poeta antes de ver sus fotos.
Lo leí por primera vez  hace 14 años, en una percudida fotocopia de Del tiempo de la muerte y de aquella lectura sólo recuerdo la palabra anémona y haber quedado fascinado.
Sin embargo, una vez soñé con Edmundo Camargo. En el sueño vi un par de arañas naciendo en el techo de mi cuarto. Después de nacer, sacudir las patas y tender hilos, una se subió a mi cabeza y la otra bajó hasta mis pies. Cuando volví los ojos al techo vi una mancha con el perfil de un niño. Y no era ninguna mancha. Era un musgo viscoso, blanquecino y cromado que pintaba cada vez más nítidamente el rostro niño de Edmundo Camargo.
El musgo creció tanto que su peso lo hizo caer a mis manos. Tenía forma redonda y parecía una de esas plantas aéreas que cunden en los cables eléctricos, sólo que tentaculada, gomosa y compacta. No pude sostenerlo por mucho tiempo, pues comenzó a derretirse y lo dejé caer. Allí en el suelo se volvió un líquido fluorescente que desapareció tras las ranuras del parquet, dejando manchas en la madera.
Por alguna razón eso me asustó gravemente y las arañas, al sentir mi pánico, escaparon del cuarto. Yo salí detrás de ellas y vi al niño Edmundo Camargo, flaco, alargado y churco, subiendo las gradas a toda prisa. Vestía una camisa blanca de manga corta, chaleco de lana celeste, pantaloncillos de tela opaca, medias blancas y zapatos negros. El niño corrió hasta el cuarto de mis abuelos y se encerró allí.
Cuando entré a buscar al travieso, apenas abrí la puerta, lo hallé detrás de un árbol jamás visto en el cuarto de los abuelos. Edmundo, oculto tras el tronco, se alegró de buen grado, me regaló un papel en el que había escrito un poema y luego se fue saltando.
El poema tenía una sola palabra que, francamente, no recuerdo. Sin embargo, nada me impide decir que tal palabra era anémona. El poema, instantáneamente, alcanzó una resonancia terriblemente remota y cabal: allí se cifraba la sensación aterradora, en cuerpo propio, del musgo y la cal -cosa que hizo que, por muchos años, yo estuviese convencido de que anémona significaba estatua blanca.
Luego de guardar el poema vi al niño saltando por toda la casa, repartiendo poemas a mis abuelos y a mi tío. Yo me quedé mirando a Edmundo, porque a pesar de que su paso era ágil e infantil, la forma en la que entregaba sus poemas era misteriosa: hacía una leve reverencia y mantenía la mirada hasta cerciorarse de que el otro había visto el brillo de sus ojos.
Cuando lo perdí de vista fui a buscarlo para preguntarle algo, pero me dijeron que mi amigo ya se había ido. Después de ese sueño recién me animé a decir que conocía a Edmundo Camargo.

Raíz en otro cuerpo
La poesía de Camargo está tejida por una minuciosidad orgánica rara vez vista. Cuando uno sale de sus páginas después de haberse sumergido en ellas, el cuerpo chispea pequeños minerales, musgos, sales, telarañas, sangre y cantos metálicos de ancestrales fiebres.
Camargo nos conduce a través de un reino donde lo vegetal y lo mineral filtran cada fibra de la aventura humana.
Lo animal, en cambio, aparece en pájaros mecánicos, en caballos de carrocerías laceradas; es decir, en un mundo donde se cifra la forja y la agricultura -dos trabajos inseparables en la poesía camargueña. De tal manera, no sólo el hombre es cifrado en la abscóndita relación entre minerales y vegetales, sino que él mismo opera con estos elementos para concebir nuevos seres: gallos imantados, pájaros con plumaje de trigo o el ciervo fantasma que gira un rodaje oculto.
Por otra parte, el cuerpo humano en la poesía de Camargo, siempre está oculto o trastornado por una ebullición interna. Las manos son esquivas, los rostros se esconden tras la barba, los dientes sangran, los ojos son claros como horda de cuervos.
Todos son gestos que insinúan que la aventura humana, para Camargo, no es la de un cuerpo poblando el mundo, sino la de una humanidad orgánica cultivando y forjando un cuerpo animal. Es así que tal cuerpo se revela como un escenario temporal para conocer la maquinaria de una vida tan significativa como fugaz, de una obra que no para de humanizar la materia que trastoca meticulosamente –a pesar de la herrumbre y la putrefacción.
Uno de los poetas que leyó con seriedad la poesía de Edmundo Camargo fue Guillermo Bedregal (1954-1974). Su ensayo “Edmundo Camargo o la poesía de una muerte en la vida” sugiere que la dimensión humana, en el imaginario camargueño, es axialmente cósmica.
Es decir, que lo humano está más cerca de la geometría celeste que de lo animal, lo vegetal o lo mineral -a pesar de que su universo se cifre en las relaciones de estos tres. Esta consciencia infinita de lo elemental hace visibles los engranajes de la estrella y posible el cielo como reloj parado, deja sentir el peso de las constelaciones y las poleas de sol dando vueltas la tierra.

Tu pequeña palabra hoy me amanece
La palabra anémona aparece en el primer verso de Hombre (el segundo poema de Del tiempo de los muertos) y se repite poco antes del cierre del mismo poema. La anémona es una flor con tentáculos. Su ojo es la abertura por donde ella se alimenta y también el centro de donde emergen sus miembros.
Camargo sitúa al hombre justo en la garganta de la anémona, en un finísimo tejido de cristal desde donde el hombre mira y nombra el cielo para alumbrar la oscuridad de su cuerpo. Es por eso que Hombre es un poema sobre la voz, sobre cierta tensión en la garganta, siendo la voz la encarnación de lo humano y la única manera de impregnarse vitalmente en la materia.
Es así que en Camargo cantan piedras, se balancean lámparas de voces infantiles y los pájaros se atragantan en el engranaje de alguna constelación. En su poesía la antigua Babilonia se revela como un territorio de hilos telefónicos y trenes desiertos que recorren el cuerpo como una savia que ríe en nuestros nervios, hasta que un niño aprende armónica para helar el silbido de los pájaros mecánicos.
Tal el regalo que agradecemos a Edmundo Camargo.
***

Cabe recordar que aún no hay una edición pulcra de la obra poética de Camargo. La primera está desprestigiada y la segunda tiene errores de todo calibre, amén de un descuidado formato easy-read -poco atinado para la poesía.

Evocación

¿Cincuenta años ya?


Amigo íntimo de Camargo, el autor traza una semblanza -de primera mano- del autor, en sus últimos años de vida.




Adolfo Cáceres Romero / Escritor

                                                             “Yo sé que he de morir un día
                                                               en que no encuentre mi soledad junto a mi sombra.”

                                                                       Edmundo Camargo, Oficio


Me parece que fue ayer cuando te vi por primera vez, mi siempre recordado Edmundo. Habías llegado de París, a mediados de diciembre de 1960, ¿recuerdas? Estabas con tu esposa, Francoise, la dulce francesita que nos deleitaba con su voz, cuando tocabas la guitarra. La guitarra a la que le dedicaste un poema, que Francoise ilustró.
Cómo olvidar ese momento, tan especial para mí, igual que para Renato Prada y Eduardo Mitre. Te visitábamos casi todas las tardes. Eras nuestro regalo, leyéndonos tus versos que nos tenían absortos. Te confieso que esa primera tarde me impresionó tu cabellera encrespada, abundante y oscura en su negrura, por encima de tus grandes ojos enmarcados en unos lentes con montura de carey.
Recuerdo que con voz ronca, de acento francés, nos saludaste para luego preguntarnos qué escribíamos. Renato te dijo que cuentos; Eduardo, poemas y que tenía 60 páginas de una novela; en cuanto a mí, te llevé los primeros capítulos de mi novela La mansión de los elegidos.
Sonriendo con esos tus gruesos labios y tus pómulos salientes, me dijiste que los leerías con sumo interés. Ahí estábamos, en tu casa de la Ecuador, donde tu padre -excelente médico- tenía su consultorio.
Estábamos ansiosos por conocer tu obra; eras el poeta del que tanto nos habían hablado Jaime Canelas, Jorge Suárez, Gonzalo Vásquez, Mario Lara y Antonio Terán Cavero.
¿Recuerdas? No fue mucho lo que conversamos esa primera tarde; eso sí, nos ofreciste  café con coñac, tal como lo bebías en París; luego, sacaste tu guitarra y nos brindaste unos arpegios suaves que fueron entonados por tu esposa.
De ahí en adelante, nuestras visitas se hicieron cotidianas, día por medio, de cinco de la tarde hasta las ocho de la noche. Menos los sábados, que nos quedábamos hasta las diez; los domingos, descansabas o te visitaban tus familiares. Nos ofreciste cuatro años maravillosos, con tu amistad y sabios consejos.
Tenías algo más de 23 años, casi igual que nosotros. No sabíamos que tu tiempo era limitado: que habías vuelto para cumplir tu destino; sin embargo, nos fue suficiente para apreciar tu calidad humana y tu talento creador.
Desde el comienzo te sentimos como un ser excepcional. Nos leías tus poemas, esperando que te dijéramos algo. Siempre los escribías a mano, con un grafo de tinta negra, en hojas sueltas de papel cuché. Nos leías y… ¿Qué podíamos decirte? Todo lo que nos brindabas era nuevo para nosotros, todavía habituados a los versos de Neruda, Vallejo y Borges.
Entonces, nos hablaste de los poetas franceses que admirabas. Precisamente en 1960 había ganado el Premio Nobel de Literatura Saint-John Perse. Te hablamos del Neruda epifánico para nosotros, que antes de cumplir los 20 años, había empezado sus Veinte poemas de amor con:“Puedo escribir los versos más tristes esta noche” y tú, casi a esa misma edad habías encubado los versos de tu despedida.
Hombre era uno de tus poemas que nos conmovió. Se hallaba impregnado del sello fatal que siempre llega, si no como una sentencia, como el don del reposo absoluto, pero para ti era más que eso.
Habías aprendido a amar a la muerte. En tu voz era algo que se descubría: “Bajo el ojo demente de la anémona”, pues así: “los muertos se tiñen de la corriente roja del otoño”. ¡Ay, hermano! Por fin entiendo que definías, en el color de las hojas que caían y eran arrastradas por el viento de otoño, que ese hombre eras tú, al que: “Cantaron piedras en la voz./ Llave de fierro en la lengua”. ¡Claro! Nos hablabas de tu silencio que ya sobrellevamos 50 años.  
Recuerdo que te hablamos de Neruda, que ya no era uno de tus favoritos. El que sí estaba cerca de ti era Vallejo, sobre todo cuando en su soneto Piedra negra sobre una piedra blanca, dice (como luego tú también lo harías):

            Me moriré en París con aguacero,
            un día del cual tengo ya el recuerdo.
            Me moriré en París –y no me corro—
            tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Entonces, tú nos revelaste tu otoño temprano; no en uno, sino en varios de tus poemas, porque en esa estación habías presentido el advenimiento de tu muerte, que recién ahora entendemos plenamente. No en vano en Oficio, también  decías:

            Yo sé que he de morir un día
            en que no encuentre mi soledad junto a mi sombra.
            Habrá un olor a casas barbadas por el musgo
            y un aire lleno de rostros olvidados. 
           
Nos costó entender lo que nos traías de París. Nos dijiste que no se acercaba a Claudel ni a Valery, poetas de moda entonces; ¿Bretón?, te preguntamos. No, no, nos dijiste, aunque te sentíamos cerca a su línea surrealista.
No hago surrealismo, afirmaste y nos tradujiste del francés los versos de los poetas que admirabas. Y así nos abriste el mundo mágico de Henri Michaux, Jaeques Prevert, Francis Ponge y René Char. ¡Oh, mi querido Edmundo! Ahí estaba el amplio surco por donde corría tu voz.
Habías partido de Bolivia, rumbo a España, en 1956 ó 1957, con los versos de Vallejo en tu valija. Y como él, te fuiste a París porque en España Franco había prohibido la lectura de los poetas y escritores que amabas. Nos mostraste una foto donde estabas con poncho y sombrero de mariachi, tocando una guitarra junto a otros músicos, probablemente mejicanos. Nos dijiste que cantabas rancheras en los cafés parisinos.
Qué tiempos los que vivimos, hermano. Pienso que escribía La mansión de los elegidos exclusivamente para ti. Ahora sé que cada página lleva tu aliento, tu confianza, cuando me alentabas para concluirla.
Y así terminé la primera parte. Y ahí me quedé, por mucho tiempo porque, sorpresivamente, una tarde llegamos a tu casa y no estabas. Tu madre nos dijo, desde su ventana, que te habían internado de emergencia. Fuimos a la clínica, pero no pudimos verte más.
Tuvieron que pasar 50 años para crecer con tu recuerdo. Ojalá ese 27 de marzo no hubiera llegado nunca. Duele evocar tu ausencia, como ese día, de Viernes Santo, mientras Cristo agonizaba en el sermón de las siete palabras, en la Catedral, tú también lo hacías, en tu lecho de enfermo.


Artículo

Las raíces del cuerpo: sobre la poesía de Camargo


El cuerpo como imagen, referencia, principio, fin y todo. Una aproximación a una de las búsquedas-temáticas centrales del poeta boliviano.




Mary Carmen Molina Ergueta / Crítica de literatura y cine

“Mi cuerpo era badajo de campana / raíz en otro cuerpo”. Detrás de las cosas del cuerpo, la cosa-cuerpo, su sustancia profunda, ahí surge la escritura de Edmundo Camargo. Esa sustancia, la persistencia de ir tras el cuerpo como quien ya sabe, muerde y toca la muerte, es el gesto sorprendente, sobrecogedor y excesivo de esta poesía, impresionante e insular en la tradición boliviana.
Como ninguna otra en nuestra literatura, esta obra postula una comprensión particularísima del cuerpo: el aprendizaje de la contradicción que implica la imposibilidad de poseer el cuerpo propio, la angustia de la asignabilidad de éste, como propiedad que nos sobrepasa y, en este exceso, nos hace.
En la poesía de Camargo, esta comprensión es un proceso, escrito como un transcurso que se despliega en una sola obra, concentración que hace que la complejidad de esta escritura sea fascinante.
En la poesía de Camargo, el cuerpo se encarna desde su profundidad y, a la vez, se vive a tientas: “Horrible es esta fuerza vidente, / de estar ciego hacia dentro / en este anfiteatro al que se cae al fin / con el alma sonando a rajaduras / y donde la miseria nos arranca las pleuras, / disecciona nuestras pequeñas páginas vitales”.
Así, el cuerpo es una disonante entrega al desgaste, la carnalización de la letra de la enfermedad, aquella que la escritura no salva sino que prolonga, hasta las raíces del cuerpo imantado a una muerte ya encarnada.
El cuerpo, que no está sólo y está lleno de otros, no hace otra cosa que escribirse, ahí donde se pierde, ahí donde la pérdida y el desgaste son productivos. Ésta es una de las líneas de lectura que propone Fernando Prada en el primer libro de crítica sobre la obra del poeta cochabambino, La escritura transcursiva de Edmundo Camargo (La Paz: Ediciones Altiplano, 1984).
El producir de la poética camarguiana, según Prada, “busca producir el desarreglo y la ruptura por donde huya el proceso. Y es otra vez el cuerpo, al igual que la escritura, el que tendrá que construirse, hacerse otro y producir los órganos que se acoplen con esta rotura y le saquen sonido” (p. 30).
“Era mi cuerpo sobre otro cuerpo / un ágil galgo retoñado en ceniza”. El cuerpo es otro, es aparte. Es objeto de arriendo que se cobra al hombre, es espacio de contención y retención.
En los poemas de Camargo, los flujos que constituyen esta verdad son intrincados: la entrega del cuerpo a sí mismo como otro, en un tránsito prolongado más allá de la carne, se perfila en un impulso a la tierra, a la muerte en la que se sabría “el objeto del alma”.
Si el cuerpo no se posee, si, como dice el poema Tránsito (citado líneas arriba), hay una mano que cobra el arriendo del cuerpo, su restitución siempre viene hacia/desde fuera de él: en la tierra, que circulará por las venas, en diálogo con las sales de la tierra.
Esa población subterránea a la que el cuerpo tiende, la imagen de la mano numeral del pueblo de los muertos, incidirían desde otro lugar en la problemática del cuerpo: la muerte no es una soledad que anula el cuerpo, sino que abre un roce contra otros cuerpos en su restitución.
Esta muerte no se construye sino en el asedio temporal corrosivo y virulento, la prolongación del desarreglo de la producción de un producir de flujos e insistencias: la inscripción de un cuerpo desde su profundo desarreglo, en su herida.
La imagen del cuerpo como badajo de campana sugiere la inscripción de la herida en tanto vibración en otro cuerpo: la profunda y minuciosa mirada del cuerpo es, esencialmente, la expansión de una anatomía, el desplazamiento de su singularidad.
Si el cuerpo contiene su desenvolvimiento, si es una envoltura que contiene lo que luego hay que desenvolver, esta materia interminable y profunda es sustancia otra y propia al unísono.
La comunión del cuerpo con la tierra -vida y muerte- adquiere una forma violenta. En el mundo del cuerpo y su sustancia, la carne, y el de los cuerpos del otro universo que se configura en la escritura. La destrucción del cuerpo haciéndose y deshaciéndose está en el cuerpo de la escritura misma. Ésta que en ningún otro poeta boliviano se hace tan intensamente desde la enfermedad: no como una agonía estática, sino como la transfiguración de ésta para la creación de un universo particular.
La enfermedad deviene nudo de sentido en tanto se trata de una poética que entrega el cuerpo de su propia voz al desenvolvimiento terrible de la sustancia de la materia, el hilo desde el que tejer la propia muerte. Presentida sí, pero ante todo escrita, no para su elusión ni su profecía, sino desde un aprendizaje del vértigo al que obliga mirar la tumba, ya aquí, en la vida.