La lectura de Edmundo Camargo
Una aproximación a la breve, encriptada, escasamente difundida, pero indudablemente esencial poética de Camargo.
Juan Cristóbal Mac Lean E. / Poeta
Si en unos versos felices, dice Camargo que la luz es la feble osamenta del día,
también podríamos preguntarnos cuál es la osamenta
del poema, si no de la poesía misma.
Y si bien la palabra osamenta sugiere un
sostén, un elemento alrededor del cual y a partir del cual se organiza el
resto, no vayamos tampoco a confundirla con una estructura o la estructura.
La osamenta del poema o la poesía, en todo
caso, será aquel vago elemento unitario alrededor del cual, más bien, el resto
se (des)organiza, o se (des)estructura y ello en la medida, quizá también feble, en que llegue a hacerlo.
Preguntarnos por la naturaleza de tal osamenta
es también e inmediatamente, preguntarnos por la suerte de la lectura del
poema, lectura que no puede dejar de advertir dicha osamenta, aunque ésta pueda
no ser necesariamente percibida concientemente, por lo menos en el caso de una
lectura no crítica, no hermenéutica; por una lectura, digamos en un primer
momento, solamente abocada al placer de la lectura -al placer del texto.
Con ello entramos de lleno, empero, al
problema de la relación entre poema y comprensión. ¿Hasta qué punto es
comprensible un poema, en qué sentido lo es y, todavía, qué quiere decir aquí
comprensión?
¿Qué comprende el lector de poesía? Es más:
¿hay qué comprender en poesía? ¿Qué comprende la comprensión? Y en última
instancia, ¿es posible algo así como la comprensión?
En el caso de la escritura de Camargo, no lo
tenemos fácil. Aparte de los poemas mismos que Camargo escribió, tenemos muy
poco más. No se conoce ninguna correspondencia significativa que hubiera
habido, carecemos de cualesquiera apuntes que Camargo hubiera escrito y dejado,
aparte de unas frases tajantes y a mansalva.
No hay, luego, muchas más pistas que dejen
pista. La obra de Camargo que leemos, además de póstumamente editada, sólo
tiene 51 poemas recogidos en el libro Del
tiempo de la muerte, así llamado, antojadiza o apresuradamente por su
editor, Jorge Suárez, mientras que la Obra
completa editada por Eduardo Mitre, aumenta unos pocos poemas más y unos
pocos textos en prosa.
La de Camargo es, convengamos, una obra
escueta. Sin embargo, bastaron esos pocos poemas, lo suficientemente poderosos
como para maravillarnos a todos, se bastaron para llegar hasta aquí y ser
leídos aún hoy[1].
Si en Bolivia hay algo así como un canon
poético, sin duda él ya figura en el mismo. Los poemas de Camargo, pues,
insisten y resisten en el tiempo. Ante ello vuelve a preguntarse uno: ¿cómo
así? ¿Qué feble osamenta hace que se sostengan en una sola página, en un solo
libro, esos ejercicios de escribir poesía o vivir escribiendo poesía?
Se redobla la pregunta, se redobla la respuesta:
vaya uno a saber. Haciendo una especie de collage, podemos encontrar que: unas nubes pastoras hacen la sombra necesaria en la que cabe la nada.
Unos cuadernos cuadriculados anotan
un cielo habitado y el mar late. Las piedras cantan y se escucha la letanía
de la araña. También se le pide al amor que ya no deje su paso frente al pozo.
Por cosas así, en buen grado no “comprensibles”,
atiende la osamenta al orden del desmontaje constante, fatal y disperso del
poema: ese objeto verbal ahí, ese estropicio de palabras arrebatadas y
rearmadas que nos hablan desde un territorio desconocido.
Pueden hacerlo alguna vez en un lenguaje casi
simple, diáfano y puro: Retoña el agua en
una limpia primavera /lavando en
fuentes rastros de humo. O Cuando aventando las páginas del ave /el
árbol se prolonga. Pero versos de esa naturaleza otras veces, las más,
ceden el paso a una gran riqueza de la imagen, bordeando lo barroco o lo
hermético: Habiendo llegado el cárdeno
arbitrio planetario /un increíble bullicio rompería su alcancía de pájaros /y
el silencio que embalsama a los dormidos /bajaría su reino entre armaduras
habitadas /por inexistentes caballeros /a espolvorear su voz entre las barbas
de ceniza.
Y, si hay un tono dominante, puede ser el que
aflora en la última cita antes que en las precedentes. Entre estos paisajes
recargados y libres, en los que hay una estrella
humeante y tigres de viento, a
veces la palabra vuelve a sus fuentes más claras y es para dejarse llevar por
un estremecimiento amoroso de intensa belleza: Miro tu rostro, han volado los pájaros /mis manos se hunden en ti,
/lodo adherido a mi lodo.
El tema de las manos que se hunden en el otro
o lo tocan, y entonces se devuelven hacia sí, vuelve a escucharse: cuando mis manos /han tocado en ti /la forma
de mi alma. O se repiten esos personajes verbales (las manos, el amor) en
otros órdenes: Escucha es el amor que
llega /la ciudad se olvida de sus manos.
En todo caso, en el constante ir y venir de
esta poesía desde un polo límpido, memorizable, cauto, a la entrega a una
desaforada multiplicación de imágenes, cuando de pronto ellas reinan y se sobre
ponen, los sentidos retroceden, lo cierto es que, al cabo de frecuentar las
páginas, ensayar velocidades y lecturas, tenue se insinúa alguna osamenta,
feble también ella.
Inaprensible, no formulable, radica en el
tono, en la proliferación constante y desbordante, incluso en lo extremo y
arriesgado de imágenes y construcciones que ponen lado a lado realidades o
palabras muy lejanas. Se comprende, ante tales casos, que en algún verso se
hable de un idioma hecho a fósforo.
Un idioma que está siempre a punto de una ignición deslumbrante o ya encendido,
ya quemándose en sus propias luces.
Podemos terminar esto preguntándonos
nuevamente: ¿Y cómo situarse ante ese idioma hecho a fósforo, cómo leerlo, qué
entender, qué comprender? ¿Hay acaso algún sentido por comprender, y que pueda
ser cernido por la labor, siempre inacabada, de la lectura?
Si bien el sentido a descifrarse es siempre
algo aún-no-conocido, nunca por conocerse pero tras el que anda siempre la
lectura ¿hasta qué punto vale ello para la poesía en general o para la de
Camargo en concreto?
“La palabra irracional de la poesía, por
fidelidad a lo hallado y a lo prometido, no traza camino alguno”, dice María
Zambrano. Y justamente, entonces, se trata de seguir ese camino no trazado, no
hollado y que sin embargo la lectura traza, holla, a la luz de un idioma de
fósforo que chisporrotea entre las claridades y las sombras del lenguaje.
[1] Ser leídos por no mucho más que cuatro gatos. Hace poco tiempo me tocó
ser miembro del jurado, en Cochabamba, del
premio de poesía “Edmundo Camargo”. De las 144 obras recibidas, según recuerdo,
daba la certera impresión de que los autores de siquiera unas 130 o 135,
simplemente no habían leído poesía previamente, y mucho menos la Edmundo
Camargo. De todos los que se presentaron para el premio, los que leyeron a
Camargo no pasarían tal vez de cinco. No hay nada que permita pensar que esta situación
cambie en el futuro inmediato. Este hecho, por otra parte, no puede dejar de
tener sus efectos a la hora de la reflexión sobre la poesía en estos lares.
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