Las raíces del cuerpo: sobre la poesía de Camargo
El cuerpo como imagen, referencia, principio, fin y todo. Una aproximación a una de las búsquedas-temáticas centrales del poeta boliviano.
Mary
Carmen Molina Ergueta / Crítica de literatura y cine
“Mi
cuerpo era badajo de campana / raíz en otro cuerpo”. Detrás de las cosas del
cuerpo, la cosa-cuerpo, su sustancia profunda, ahí surge la escritura de
Edmundo Camargo. Esa sustancia, la persistencia de ir tras el cuerpo como quien
ya sabe, muerde y toca la muerte, es el gesto sorprendente, sobrecogedor y
excesivo de esta poesía, impresionante e insular en la tradición boliviana.
Como
ninguna otra en nuestra literatura, esta obra postula una comprensión
particularísima del cuerpo: el aprendizaje de la contradicción que implica la
imposibilidad de poseer el cuerpo propio, la angustia de la asignabilidad de
éste, como propiedad que nos sobrepasa y, en este exceso, nos hace.
En
la poesía de Camargo, esta comprensión es un proceso, escrito como un
transcurso que se despliega en una sola obra, concentración que hace que la
complejidad de esta escritura sea fascinante.
En
la poesía de Camargo, el cuerpo se encarna desde su profundidad y, a la vez, se
vive a tientas: “Horrible es esta fuerza vidente, / de estar ciego hacia dentro
/ en este anfiteatro al que se cae al fin / con el alma sonando a rajaduras / y
donde la miseria nos arranca las pleuras, / disecciona nuestras pequeñas
páginas vitales”.
Así,
el cuerpo es una disonante entrega al desgaste, la carnalización de la letra de
la enfermedad, aquella que la escritura no salva sino que prolonga, hasta las
raíces del cuerpo imantado a una muerte ya encarnada.
El
cuerpo, que no está sólo y está lleno de otros, no hace otra cosa que
escribirse, ahí donde se pierde, ahí donde la pérdida y el desgaste son
productivos. Ésta es una de las líneas de lectura que propone Fernando Prada en
el primer libro de crítica sobre la obra del poeta cochabambino, La escritura transcursiva de Edmundo Camargo
(La Paz: Ediciones Altiplano, 1984).
El
producir de la poética camarguiana, según Prada, “busca producir el desarreglo
y la ruptura por donde huya el proceso. Y es otra vez el cuerpo, al igual que
la escritura, el que tendrá que construirse, hacerse otro y producir los
órganos que se acoplen con esta rotura y le saquen sonido” (p. 30).
“Era
mi cuerpo sobre otro cuerpo / un ágil galgo retoñado en ceniza”. El cuerpo es
otro, es aparte. Es objeto de arriendo que se cobra al hombre, es espacio de
contención y retención.
En
los poemas de Camargo, los flujos que constituyen esta verdad son intrincados:
la entrega del cuerpo a sí mismo como otro, en un tránsito prolongado más allá
de la carne, se perfila en un impulso a la tierra, a la muerte en la que se
sabría “el objeto del alma”.
Si
el cuerpo no se posee, si, como dice el poema Tránsito (citado líneas arriba),
hay una mano que cobra el arriendo del cuerpo, su restitución siempre viene
hacia/desde fuera de él: en la tierra, que circulará por las venas, en diálogo
con las sales de la tierra.
Esa
población subterránea a la que el cuerpo tiende, la imagen de la mano numeral
del pueblo de los muertos, incidirían desde otro lugar en la problemática del
cuerpo: la muerte no es una soledad que anula el cuerpo, sino que abre un roce
contra otros cuerpos en su restitución.
Esta
muerte no se construye sino en el asedio temporal corrosivo y virulento, la
prolongación del desarreglo de la producción de un producir de flujos e
insistencias: la inscripción de un cuerpo desde su profundo desarreglo, en su
herida.
La
imagen del cuerpo como badajo de campana sugiere la inscripción de la herida en
tanto vibración en otro cuerpo: la profunda y minuciosa mirada del cuerpo es,
esencialmente, la expansión de una anatomía, el desplazamiento de su
singularidad.
Si
el cuerpo contiene su desenvolvimiento, si es una envoltura que contiene lo que
luego hay que desenvolver, esta materia interminable y profunda es sustancia
otra y propia al unísono.
La
comunión del cuerpo con la tierra -vida y muerte- adquiere una forma violenta.
En el mundo del cuerpo y su sustancia, la carne, y el de los cuerpos del otro
universo que se configura en la escritura. La destrucción del cuerpo haciéndose
y deshaciéndose está en el cuerpo de la escritura misma. Ésta que en ningún
otro poeta boliviano se hace tan intensamente desde la enfermedad: no como una
agonía estática, sino como la transfiguración de ésta para la creación de un
universo particular.
La
enfermedad deviene nudo de sentido en tanto se trata de una poética que entrega
el cuerpo de su propia voz al desenvolvimiento terrible de la sustancia de la
materia, el hilo desde el que tejer la propia muerte. Presentida sí, pero ante
todo escrita, no para su elusión ni su profecía, sino desde un aprendizaje del
vértigo al que obliga mirar la tumba, ya aquí, en la vida.
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