“La Poesía” de Camargo
Para conocer y entender a cabaliad la poética de Edmundo Camargo, señala el autor, es imprescindible tomar en cuenta no sólo las dos versiones de su breve obra, sino incluso las anotaciones y borradores aún inéditos.
Rodolfo Ortiz
Me gusta imaginar que la poesía en Bolivia es invisible, y que sus
poetas viven y mueren para alcanzar la visibilidad de la poesía, que al cabo no
se alcanza nunca o acaso se atisba por su fugaz visibilidad en un poema. La
línea anterior es un fragmento que apareció el 2011 junto a otros, diría, más pretenciosos
porque arriesgaban nombres y apellidos, lugares y libros, que es cuando la cosa
misma de toda imaginación literaria empieza a cobrar sentido. Algo más: como
todo fragmento es susceptible de múltiples usos y revueltas, hoy lo acerco a la
“fugaz visibilidad” de un papel con ocho frases póstumas que Camargo tituló “La
Poesía”, cuyas formulaciones, sucintas y reveladoras, despliegan un circuito de
acercamiento a lo que significó para él, Camargo escritor y pulverizado ya, “la
poesía”.
Hace más de diez años Françoise Vervaele,
esposa de Camargo, puso a disposición de Eduardo Mitre el hallazgo de este
papel, no sabemos si manuscrito o mecanografiado, junto a los poemas y prosas
del libro que Mitre reeditó el 2002. La obra de Camargo, se podría conjeturar
ahora, tiene una peculiar historia textual que cuenta con el trabajo de dos
entusiastas editores. Jorge Suárez, quien tras la muerte de Camargo, en marzo
de 1964, emprendió un trabajo de restauración de los originales, también
dispuestos por Vervaele, llegó a mimetizarse de tal manera con estos escritos
que en cinco meses terminó reescribiendo casi una obra personal: no solo tituló
el libro que compuso, sino que armó una arquitectura propia organizada en
ciclos con denominaciones también de su costal, y no solamente eso, sus
intervenciones rayaron en un entrampamiento poético que ahora se torna fatal
para los lectores de Camargo, pues alcanzó a titular poemas, sacar versos,
incluir otros y jugar a variaciones y modificaciones dentro de un proceso
composicional que era ya a estas alturas el suyo propio. El gesto de Suárez es
interesante por esto mismo, nos está diciendo, muy a la manera de J. E.
Pacheco, que dentro de la perra infecta
y sarnosa poesía todos somos nomás
“poetas de transición”.
El acierto de este exceso de apropiación está
en haber entendido aquello que Camargo en realidad había prefigurado en la
tercera anotación de ese papel al que me referí al inicio y que la edición de
Mitre incorpora casi al final, como parte de las prosas rescatadas de Camargo. Ignoro
si Suárez llegó a leer este texto pero el fragmento final de esa anotación dice
así: el poeta “[E]s un narciso negativo que se ama en sus debilidades”. A pesar
de estas zonas de enriquecimiento expasivo que suscita el hecho de imaginar el
lugar de la poesía como una conversación entre fantasmas, el trabajo de Suárez
no logra una apertura hacia las contaminaciones y debilidades poéticas de
Camargo, que son las que en última instancia interesarían de ese hilo textual.
Lo que vemos es más bien la lucha de un “narciso positivo” que se enamora del
establecimiento de un texto final que llamó Del
tiempo de la muerte.
Casi cuatro décadas después Mitre logró
establecer una distancia más moderada cuando le tocó revisar los papeles de
Camargo. Al menos quiero entender que el criterio inicial de su edición fue el
de desestabilizar aquella idea de Suárez, casi un lugar común, que sugiere que
la literatura es una feria de textos definitivos.
Creo que el trabajo de Mitre al menos insinúa
que puede ser un fatal error exponer las obras hacia cualquier forma de
clausura temporal. Y en esto le doy la razón, pues Mitre traza sus paralelos y
contrapuntos, quiero decir, señala las libres intervenciones de Suárez para ipso facto dar un giro y optar por una
“transcripción fiel de los originales”, gesto que por supuesto agradecemos. Lo
que nuevamente nos deja colgados en ese falso limbo de la fijeza textual,
“originales” incluidos, es que en los manuscritos de Camargo el segundo editor
informa que existen casos de procesos composicionales complejos que revelan manuscritos
con versos “diseminados en los bordes de dos páginas y sin una secuencia muy
clara”, como el poema que Mitre esta vez titula “Canción II”, o textos
sencillamente “no exentos de tachaduras y de sustituciones”, como los poemas
“El guerrero”, “Retablo” o “Trino”. En el caso de este último, Mitre detalla y
consiente el “feliz sentido crítico” de Suárez por haber mantenido la segunda
estrofa toda tachada en el original, pero nunca nos informa si él optó de la
misma manera en poemas que como afirma requieren de una cuidadosa lectura para
dar con su “esquiva coherencia y unidad”, es decir, presuponiendo una vez más y
al igual que Suaréz que un poema debe alcanzar esos ya a estas alturas macabros
epítetos de “coherencia” y “unidad”, que en suma responden más al ideario y
“narcisismo positivo” de Mitre que, entiendo, al de Camargo. Y aquí vendría muy
bien citar la cuarta frase de esa hoja que legó Vervaele y que, sin duda,
condensa una suerte de poética indeclinable e interpeladora del antedicho
ideal: “Se es poeta únicamente por el fracaso”.
Esta línea por sí misma invitaría a imaginar
una vasta y sólida tradición de la entreverada poesía en Bolivia, que en manos
de las lecturas recopilatorias de Mitre alcanzaría, sin duda, interesantes
resultados. Sin embargo, el horizonte de este comentario es otro y quizás esté
más próximo a lo que hoy significaría leer con sospecha. La obra de Edmundo
Camargo, por el hecho mismo de haberse inventado como póstuma, es una
invitación abierta a ver en sus textos un proceso flotante antes que la rudeza
de un monumento. Hasta el momento no sabemos si sus restos son solo manuscritos
o mecanuscritos, o una mezcla de ambos, las ediciones son confusas al respecto,
pero sí es evidente que los retablos astillados de esta gran obra constituyen un
fluido hipotético del “fracaso” y “debilidad” consustanciales al proceso de su
escritura. Esto mismo que sucede en obras que están siendo salvadas de la
superstición de sus primeros editores, como es el caso ejemplar de los papeles,
sobres y cuadernos autocosidos de Emily Dickinson, emerge en Camargo como un
gesto insoslayable que requiere el seguimiento de su impronta a partir del manojo
no tan numeroso de sus papeles que esperemos una solidaria “alimaña de la fauna
cartularia”, para evocar al primerísimo Isamel Sotomayor y Mogrovejo, pueda
algún día poner al alcance del lector.
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