¿Cincuenta años ya?
Amigo íntimo de Camargo, el autor traza una semblanza -de primera mano- del autor, en sus últimos años de vida.
Adolfo Cáceres
Romero / Escritor
“Yo sé que he de
morir un día
en
que no encuentre mi soledad junto a mi sombra.”
Edmundo Camargo,
Oficio
Me parece que fue ayer cuando te vi por primera vez,
mi siempre recordado Edmundo. Habías llegado de París, a mediados de diciembre
de 1960, ¿recuerdas? Estabas con tu esposa, Francoise, la dulce francesita que
nos deleitaba con su voz, cuando tocabas la guitarra. La guitarra a la que le
dedicaste un poema, que Francoise ilustró.
Cómo olvidar ese momento, tan especial para mí, igual
que para Renato Prada y Eduardo Mitre. Te visitábamos casi todas las tardes.
Eras nuestro regalo, leyéndonos tus versos que nos tenían absortos. Te confieso
que esa primera tarde me impresionó tu cabellera encrespada, abundante y oscura
en su negrura, por encima de tus grandes ojos enmarcados en unos lentes con
montura de carey.
Recuerdo que con voz ronca, de acento francés, nos saludaste
para luego preguntarnos qué escribíamos. Renato te dijo que cuentos; Eduardo,
poemas y que tenía 60 páginas de una novela; en cuanto a mí, te llevé los
primeros capítulos de mi novela La
mansión de los elegidos.
Sonriendo con esos tus gruesos labios y tus pómulos
salientes, me dijiste que los leerías con sumo interés. Ahí estábamos, en tu
casa de la Ecuador, donde tu padre -excelente médico- tenía su consultorio.
Estábamos ansiosos por conocer tu obra; eras el poeta
del que tanto nos habían hablado Jaime Canelas, Jorge Suárez, Gonzalo Vásquez,
Mario Lara y Antonio Terán Cavero.
¿Recuerdas? No fue mucho lo que conversamos esa primera
tarde; eso sí, nos ofreciste café con
coñac, tal como lo bebías en París; luego, sacaste tu guitarra y nos brindaste unos
arpegios suaves que fueron entonados por tu esposa.
De ahí en adelante, nuestras visitas se hicieron
cotidianas, día por medio, de cinco de la tarde hasta las ocho de la noche.
Menos los sábados, que nos quedábamos hasta las diez; los domingos, descansabas
o te visitaban tus familiares. Nos ofreciste cuatro años maravillosos, con tu
amistad y sabios consejos.
Tenías algo más
de 23 años, casi igual que nosotros. No sabíamos que tu tiempo era limitado:
que habías vuelto para cumplir tu destino; sin embargo, nos fue suficiente para
apreciar tu calidad humana y tu talento creador.
Desde el
comienzo te sentimos como un ser excepcional. Nos leías tus poemas, esperando
que te dijéramos algo. Siempre los escribías a mano, con un grafo de tinta
negra, en hojas sueltas de papel cuché. Nos leías y… ¿Qué podíamos decirte? Todo
lo que nos brindabas era nuevo para nosotros, todavía habituados a los versos
de Neruda, Vallejo y Borges.
Entonces, nos
hablaste de los poetas franceses que admirabas. Precisamente en 1960 había
ganado el Premio Nobel de Literatura Saint-John Perse. Te hablamos del Neruda
epifánico para nosotros, que antes de cumplir los 20 años, había empezado sus Veinte poemas de amor con:“Puedo escribir los versos más tristes esta
noche” y tú, casi a esa misma edad habías encubado los versos de tu
despedida.
Hombre era uno
de tus poemas que nos conmovió. Se hallaba impregnado del sello fatal que
siempre llega, si no como una sentencia, como el don del reposo absoluto, pero
para ti era más que eso.
Habías aprendido
a amar a la muerte. En tu voz era algo que se descubría: “Bajo el ojo demente de la anémona”, pues así: “los muertos se tiñen de la corriente roja del otoño”. ¡Ay,
hermano! Por fin entiendo que definías, en el color de las hojas que caían y
eran arrastradas por el viento de otoño, que ese hombre eras tú, al que: “Cantaron piedras en la voz./ Llave de
fierro en la lengua”. ¡Claro! Nos hablabas de tu silencio que ya
sobrellevamos 50 años.
Recuerdo que te
hablamos de Neruda, que ya no era uno de tus favoritos. El que sí estaba cerca
de ti era Vallejo, sobre todo cuando en su soneto Piedra negra sobre una piedra
blanca, dice (como luego tú también lo harías):
Me
moriré en París con aguacero,
un
día del cual tengo ya el recuerdo.
Me
moriré en París –y no me corro—
tal
vez un jueves, como es hoy, de otoño.
Entonces, tú nos
revelaste tu otoño temprano; no en uno, sino en varios de tus poemas, porque en
esa estación habías presentido el advenimiento de tu muerte, que recién ahora
entendemos plenamente. No en vano en Oficio, también decías:
Yo
sé que he de morir un día
en
que no encuentre mi soledad junto a mi sombra.
Habrá
un olor a casas barbadas por el musgo
y un
aire lleno de rostros olvidados.
Nos costó
entender lo que nos traías de París. Nos dijiste que no se acercaba a Claudel
ni a Valery, poetas de moda entonces; ¿Bretón?, te preguntamos. No, no, nos
dijiste, aunque te sentíamos cerca a su línea surrealista.
No hago
surrealismo, afirmaste y nos tradujiste del francés los versos de los poetas
que admirabas. Y así nos abriste el mundo mágico de Henri Michaux, Jaeques
Prevert, Francis Ponge y René Char. ¡Oh, mi querido Edmundo! Ahí estaba el
amplio surco por donde corría tu voz.
Habías partido
de Bolivia, rumbo a España, en 1956 ó 1957, con los versos de Vallejo en tu
valija. Y como él, te fuiste a París porque en España Franco había prohibido la
lectura de los poetas y escritores que amabas. Nos mostraste una foto donde
estabas con poncho y sombrero de mariachi, tocando una guitarra junto a otros
músicos, probablemente mejicanos. Nos dijiste que cantabas rancheras en los
cafés parisinos.
Qué tiempos los
que vivimos, hermano. Pienso que escribía La
mansión de los elegidos exclusivamente para ti. Ahora sé que cada página
lleva tu aliento, tu confianza, cuando me alentabas para concluirla.
Y así terminé la
primera parte. Y ahí me quedé, por mucho tiempo porque, sorpresivamente, una
tarde llegamos a tu casa y no estabas. Tu madre nos dijo, desde su ventana, que
te habían internado de emergencia. Fuimos a la clínica, pero no pudimos verte
más.
Tuvieron que
pasar 50 años para crecer con tu recuerdo. Ojalá ese 27 de marzo no hubiera
llegado nunca. Duele evocar tu ausencia, como ese día, de Viernes Santo,
mientras Cristo agonizaba en el sermón de las siete palabras, en la Catedral,
tú también lo hacías, en tu lecho de enfermo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario