El uso cervantino del lenguaje
¿Lacónico y directo, elaborado y rebuscado, o un equilibrio entre ambos? ¿Cómo encarar un texto narrativo hoy?
Aldo
Medinaceli / Escritor
Uno
de los inicios de novela más contundentes pertenece a El extranjero de Albert Camus: “Hoy murió mamá”, un trío de palabras
con tanta fuerza como un hondazo directo a nuestras vísceras.
Otro
inicio no menos recordado -y siempre citado- es el de Gabriel García Márquez en
Cien años de Soledad: “Muchos años
después, frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano Buendía habría
de recordar la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Una
oración –extensa en este caso- plena de imágenes y elipsis que van marcando su
propio ritmo. Estos dos ejemplos sirven para desarrollar una reflexión acerca
del uso de algunos elementos al momento de narrar.
Mientras
el primero prefiere la brevedad acudiendo a un sentido polémico, casi
amarillista, para capturar la atención del lector, el segundo se encamina por
un inicio tradicional (érase una vez…)
para reinventarlo, haciendo un uso sofisticado de sus posibilidades, llenando
la oración con detalles plásticos en un juego barroco de preciosismo que al
mismo tiempo revela un terror al vacío.
¿Cuál
de estas opciones sería la más adecuada para una narrativa contemporánea? Se
sabe que la tradición hispana inicia con la inmensa novela Don Quijote de la Mancha. No es necesario mencionar que el lenguaje
utilizado -casi se podría decir inventado- por Miguel de Cervantes se acerca
mucho más al de Cien años de soledad
y se aleja de la afasia expresiva de Camus.
De
hecho casi toda la obra del autor de La
Galatea se desprende del auge del barroco, así que exigirle brevedad o una
sintaxis dosificada sería como pedirle “peras al olmo”.
No
está de más recordar el inicio de aquella monumental obra, que nos introduce en
una extensa e inmarcesible geografía: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre
no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en
astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”.
Está
claro que no abundan pasajes tan hermosos y memorables en la literatura
universal como éste aunque hoy se lo acuse de anacrónico o pasado de moda.
Pero
volvamos al estilo frontal de El
extranjero, a su pluma sin rodeos tan propia del siglo XX. La reciente narrativa
ha encontrado en esta brevedad a su mejor herramienta expresiva, tal vez con
mayor énfasis en la tradición norteamericana.
Autores
como Raymond Carver, Charles Bukowski o Alice Munro acuden a la precisión como
uno de los elementos básicos para crear una obra que insinúa sus sentidos a
través de acciones medidas, descripciones parcas y una sutil gestualidad, sin
caer en el mal gusto de la explicación o los ornamentos superfluos.
Frases
como: “Mi mujer y yo rara vez nos acostábamos al mismo tiempo”, o: “Recordé
haber leído en algún sitio que los ciegos no fuman porque no pueden ver el humo
que exhalan” (del cuento Catedral de
Carver) forman una historia en sí, en las que el lector construye emociones por
sí mismo, características de los personajes o aspectos de la historia que no siempre
son explícitos sino que -mediante una hábil insinuación- cobran una espectral
presencia.
Entonces
es saludable aclarar que este aparente estilo lacónico y parco encubre toda una
arquitectura invisible que dice sin decir y expresa desde el silencio.
Por
supuesto que entre las longevas frases de Cervantes y la calibrada prosa actual
median siglos y la irrupción del medio cinematográfico como formato canónico a
la hora de contar historias.
En
nuestra tradición quizás uno de los máximos exponentes en este sentido sea el
mexicano Juan Rulfo, quien en sus relatos logró una significación tan amplia
que sus frases parecieran haber sido meditadas por algún dibujante minimalista
de cómics.
Tan
solo los títulos de sus obras se podrían inscribir en la reciente práctica del
cuento hiper-breve: ¡Diles que no me
maten!, No oyes ladrar los perros
o La noche que lo dejaron solo.
En
literatura boliviana también encontramos interesantes variaciones de lo que
aquí llamamos lenguaje cervantino. Un inevitable ejemplo sería la prosa de
Jaime Sáenz, la cual mediante una sintaxis extraída en parte del idioma aymara
describe un complejo mundo de espejos, oscuridad y paradojas mediante el axioma
o el verso largo. Sin embargo la brevedad no es tan fácil de encontrar sino
hasta consolidadas obras contemporáneas.
¿Pero
a qué llamamos lenguaje cervantino? A la hábil yuxtaposición de diversos
recursos del castellano para la formación de una sola frase, la que en su
extensión ordena un mundo, describe un hecho o personaje y en su complejidad no
logra desprenderse del barroco que la engendra.
Pero
no se trata solamente de la extensión de la frase -eso sería cuando menos
ingenuo- sino de cierto ordenamiento no siempre lineal que busca lo abigarrado.
¿Adjetivos?
Siempre. ¿Puntos y comas? Abundantes. ¿Cultismos? Aunque la historia no los
exija. De ahí que uno de sus lados ingratos sea el no tomar en cuenta al lector
como cómplice, es decir no dejar demasiados espacios vacíos. Tomemos como nuevo
ejemplo la siguiente frase de La
gitanilla:
“Ni
los soles, ni los aires, ni todas las inclemencias del cielo, a quien más que
otras gentes están sujetos los gitanos, pudieron deslustrar su rostro ni curtir
las manos; y lo que es más: que la crianza tosca en que se criaba no descubría
en ella sino ser nacida de mayores prendas que de gitana, porque era en extremo
cortés y bien razonada”.
Se
trata de un laberinto de palabras con inmejorable resultado. Podríamos rastrear
las influencias de este abigarramiento en el modernismo latinoamericano e
incluso llegar hasta las obras del boom.
Sin
responder definitivamente nuestra pregunta inicial: cuál de estas dos
tendencias -la excesiva concisión o el lenguaje florido- resulta más
conveniente para una narrativa contemporánea, intentemos encontrar un justo
equilibrio.
La
frase extensa no tendría por qué ser siempre cerrada, pudiendo alcanzar niveles
altos de connotación cuando ha sido trabajada y sopesada. Así como la frase
corta con el llamado punch periodístico es útil cuando la historia así lo
requiere.
Entonces
podríamos decir que: “a la historia, la forma que ella pida”. Valga esta breve reflexión
como apunte a la hora de elegir la horma que brindará cobijo a nuestras más íntimas
historias.
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