jueves, 13 de marzo de 2014

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El uso cervantino del lenguaje



¿Lacónico y directo, elaborado y rebuscado, o un equilibrio entre ambos? ¿Cómo encarar un texto narrativo hoy?




Aldo Medinaceli / Escritor

Uno de los inicios de novela más contundentes pertenece a El extranjero de Albert Camus: “Hoy murió mamá”, un trío de palabras con tanta fuerza como un hondazo directo a nuestras vísceras.
Otro inicio no menos recordado -y siempre citado- es el de Gabriel García Márquez en Cien años de Soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano Buendía habría de recordar la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Una oración –extensa en este caso- plena de imágenes y elipsis que van marcando su propio ritmo. Estos dos ejemplos sirven para desarrollar una reflexión acerca del uso de algunos elementos al momento de narrar.
Mientras el primero prefiere la brevedad acudiendo a un sentido polémico, casi amarillista, para capturar la atención del lector, el segundo se encamina por un inicio tradicional (érase una vez…) para reinventarlo, haciendo un uso sofisticado de sus posibilidades, llenando la oración con detalles plásticos en un juego barroco de preciosismo que al mismo tiempo revela un terror al vacío.
¿Cuál de estas opciones sería la más adecuada para una narrativa contemporánea? Se sabe que la tradición hispana inicia con la inmensa novela Don Quijote de la Mancha. No es necesario mencionar que el lenguaje utilizado -casi se podría decir inventado- por Miguel de Cervantes se acerca mucho más al de Cien años de soledad y se aleja de la afasia expresiva de Camus.
De hecho casi toda la obra del autor de La Galatea se desprende del auge del barroco, así que exigirle brevedad o una sintaxis dosificada sería como pedirle “peras al olmo”.
No está de más recordar el inicio de aquella monumental obra, que nos introduce en una extensa e inmarcesible geografía: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”.
Está claro que no abundan pasajes tan hermosos y memorables en la literatura universal como éste aunque hoy se lo acuse de anacrónico o pasado de moda.
Pero volvamos al estilo frontal de El extranjero, a su pluma sin rodeos tan propia del siglo XX. La reciente narrativa ha encontrado en esta brevedad a su mejor herramienta expresiva, tal vez con mayor énfasis en la tradición norteamericana.
Autores como Raymond Carver, Charles Bukowski o Alice Munro acuden a la precisión como uno de los elementos básicos para crear una obra que insinúa sus sentidos a través de acciones medidas, descripciones parcas y una sutil gestualidad, sin caer en el mal gusto de la explicación o los ornamentos superfluos.
Frases como: “Mi mujer y yo rara vez nos acostábamos al mismo tiempo”, o: “Recordé haber leído en algún sitio que los ciegos no fuman porque no pueden ver el humo que exhalan” (del cuento Catedral de Carver) forman una historia en sí, en las que el lector construye emociones por sí mismo, características de los personajes o aspectos de la historia que no siempre son explícitos sino que -mediante una hábil insinuación- cobran una espectral presencia.
Entonces es saludable aclarar que este aparente estilo lacónico y parco encubre toda una arquitectura invisible que dice sin decir y expresa desde el silencio.
Por supuesto que entre las longevas frases de Cervantes y la calibrada prosa actual median siglos y la irrupción del medio cinematográfico como formato canónico a la hora de contar historias.
En nuestra tradición quizás uno de los máximos exponentes en este sentido sea el mexicano Juan Rulfo, quien en sus relatos logró una significación tan amplia que sus frases parecieran haber sido meditadas por algún dibujante minimalista de cómics.
Tan solo los títulos de sus obras se podrían inscribir en la reciente práctica del cuento hiper-breve: ¡Diles que no me maten!, No oyes ladrar los perros o La noche que lo dejaron solo.
En literatura boliviana también encontramos interesantes variaciones de lo que aquí llamamos lenguaje cervantino. Un inevitable ejemplo sería la prosa de Jaime Sáenz, la cual mediante una sintaxis extraída en parte del idioma aymara describe un complejo mundo de espejos, oscuridad y paradojas mediante el axioma o el verso largo. Sin embargo la brevedad no es tan fácil de encontrar sino hasta consolidadas obras contemporáneas.
¿Pero a qué llamamos lenguaje cervantino? A la hábil yuxtaposición de diversos recursos del castellano para la formación de una sola frase, la que en su extensión ordena un mundo, describe un hecho o personaje y en su complejidad no logra desprenderse del barroco que la engendra.
Pero no se trata solamente de la extensión de la frase -eso sería cuando menos ingenuo- sino de cierto ordenamiento no siempre lineal que busca lo abigarrado.
¿Adjetivos? Siempre. ¿Puntos y comas? Abundantes. ¿Cultismos? Aunque la historia no los exija. De ahí que uno de sus lados ingratos sea el no tomar en cuenta al lector como cómplice, es decir no dejar demasiados espacios vacíos. Tomemos como nuevo ejemplo la siguiente frase de La gitanilla:
“Ni los soles, ni los aires, ni todas las inclemencias del cielo, a quien más que otras gentes están sujetos los gitanos, pudieron deslustrar su rostro ni curtir las manos; y lo que es más: que la crianza tosca en que se criaba no descubría en ella sino ser nacida de mayores prendas que de gitana, porque era en extremo cortés y bien razonada”.
Se trata de un laberinto de palabras con inmejorable resultado. Podríamos rastrear las influencias de este abigarramiento en el modernismo latinoamericano e incluso llegar hasta las obras del boom.
Sin responder definitivamente nuestra pregunta inicial: cuál de estas dos tendencias -la excesiva concisión o el lenguaje florido- resulta más conveniente para una narrativa contemporánea, intentemos encontrar un justo equilibrio.
La frase extensa no tendría por qué ser siempre cerrada, pudiendo alcanzar niveles altos de connotación cuando ha sido trabajada y sopesada. Así como la frase corta con el llamado punch periodístico es útil cuando la historia así lo requiere.

Entonces podríamos decir que: “a la historia, la forma que ella pida”. Valga esta breve reflexión como apunte a la hora de elegir la horma que brindará cobijo a nuestras más íntimas historias. 

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