Los ojos y la voz de Edmundo Camargo
Camargo imaginario, Camargo generador de imágenes. Camargo, niño eterno.
Alan
Castro Riveros
El
sonido de la pulpa. El relámpago de lo calcáreo.
La
máscara pegajosa aún del gesto humano.
Edmundo Camargo, Le Bateleur
Un
medallón de musgo con tu imagen
Cuando
escucho el nombre de Edmundo Camargo (1936-1964) imagino un niño. Esta imagen es
una síntesis de las pocas fotografías que he visto de él, pero es algo más. No
recuerdo cuál era la imagen que yo tenía del poeta antes de ver sus fotos.
Lo
leí por primera vez hace 14 años, en una
percudida fotocopia de Del tiempo de la muerte y de aquella lectura sólo
recuerdo la palabra anémona y haber
quedado fascinado.
Sin
embargo, una vez soñé con Edmundo Camargo. En el sueño vi un par de arañas naciendo
en el techo de mi cuarto. Después de nacer, sacudir las patas y tender hilos,
una se subió a mi cabeza y la otra bajó hasta mis pies. Cuando volví los ojos al
techo vi una mancha con el perfil de un niño. Y no era ninguna mancha. Era un
musgo viscoso, blanquecino y cromado que pintaba cada vez más nítidamente el
rostro niño de Edmundo Camargo.
El
musgo creció tanto que su peso lo hizo caer a mis manos. Tenía forma redonda y
parecía una de esas plantas aéreas que cunden en los cables eléctricos, sólo
que tentaculada, gomosa y compacta. No pude sostenerlo por mucho tiempo, pues comenzó
a derretirse y lo dejé caer. Allí en el suelo se volvió un líquido fluorescente
que desapareció tras las ranuras del parquet, dejando manchas en la madera.
Por
alguna razón eso me asustó gravemente y las arañas, al sentir mi pánico, escaparon
del cuarto. Yo salí detrás de ellas y vi al niño Edmundo Camargo, flaco,
alargado y churco, subiendo las gradas a toda prisa. Vestía una camisa blanca
de manga corta, chaleco de lana celeste, pantaloncillos de tela opaca, medias
blancas y zapatos negros. El niño corrió hasta el cuarto de mis abuelos y se
encerró allí.
Cuando
entré a buscar al travieso, apenas abrí la puerta, lo hallé detrás de un árbol jamás
visto en el cuarto de los abuelos. Edmundo, oculto tras el tronco, se alegró de
buen grado, me regaló un papel en el que había escrito un poema y luego se fue
saltando.
El
poema tenía una sola palabra que, francamente, no recuerdo. Sin embargo, nada
me impide decir que tal palabra era anémona.
El poema, instantáneamente, alcanzó una resonancia terriblemente remota y cabal:
allí se cifraba la sensación aterradora, en cuerpo propio, del musgo y la cal -cosa
que hizo que, por muchos años, yo estuviese convencido de que anémona significaba estatua blanca.
Luego
de guardar el poema vi al niño saltando por toda la casa, repartiendo poemas a
mis abuelos y a mi tío. Yo me quedé mirando a Edmundo, porque a pesar de que su
paso era ágil e infantil, la forma en la que entregaba sus poemas era
misteriosa: hacía una leve reverencia y mantenía la mirada hasta cerciorarse de
que el otro había visto el brillo de sus ojos.
Cuando
lo perdí de vista fui a buscarlo para preguntarle algo, pero me dijeron que mi
amigo ya se había ido. Después de ese sueño recién me animé a decir que conocía
a Edmundo Camargo.
Raíz
en otro cuerpo
La
poesía de Camargo está tejida por una minuciosidad orgánica rara vez vista.
Cuando uno sale de sus páginas después de haberse sumergido en ellas, el cuerpo
chispea pequeños minerales, musgos, sales, telarañas, sangre y cantos metálicos
de ancestrales fiebres.
Camargo
nos conduce a través de un reino donde lo vegetal y lo mineral filtran cada fibra
de la aventura humana.
Lo
animal, en cambio, aparece en pájaros
mecánicos, en caballos de carrocerías laceradas; es decir, en un
mundo donde se cifra la forja y la agricultura -dos trabajos inseparables en la
poesía camargueña. De tal manera, no sólo el hombre es cifrado en la abscóndita
relación entre minerales y vegetales, sino que él mismo opera con estos
elementos para concebir nuevos seres: gallos
imantados, pájaros con plumaje de trigo o el ciervo fantasma que gira
un rodaje oculto.
Por
otra parte, el cuerpo humano en la poesía de Camargo, siempre está oculto o
trastornado por una ebullición interna. Las manos
son esquivas, los rostros se esconden tras la barba, los dientes sangran, los ojos son claros como horda de cuervos.
Todos
son gestos que insinúan que la aventura humana, para Camargo, no es la de un
cuerpo poblando el mundo, sino la de una humanidad orgánica cultivando y
forjando un cuerpo animal. Es así que tal cuerpo se revela como un escenario
temporal para conocer la maquinaria de una vida tan significativa como fugaz,
de una obra que no para de humanizar la materia que trastoca meticulosamente –a
pesar de la herrumbre y la putrefacción.
Uno
de los poetas que leyó con seriedad la poesía de Edmundo Camargo fue Guillermo
Bedregal (1954-1974). Su ensayo “Edmundo Camargo o la poesía de una muerte en
la vida” sugiere que la dimensión humana, en el imaginario camargueño, es axialmente
cósmica.
Es
decir, que lo humano está más cerca de la geometría celeste que de lo animal,
lo vegetal o lo mineral -a pesar de que su universo se cifre en las relaciones
de estos tres. Esta consciencia infinita de lo elemental hace visibles los engranajes de la estrella y posible el cielo como reloj parado, deja sentir el
peso de las constelaciones y las
poleas de sol dando vueltas la tierra.
Tu pequeña
palabra hoy me amanece
La
palabra anémona aparece en el primer
verso de Hombre (el segundo poema de Del tiempo de los muertos) y se repite
poco antes del cierre del mismo poema. La anémona es una flor con tentáculos. Su
ojo es la abertura por donde ella se alimenta y también el centro de donde
emergen sus miembros.
Camargo
sitúa al hombre justo en la garganta de la anémona, en un finísimo tejido de
cristal desde donde el hombre mira y nombra el cielo para alumbrar la oscuridad
de su cuerpo. Es por eso que Hombre
es un poema sobre la voz, sobre cierta tensión en la garganta, siendo la voz la
encarnación de lo humano y la única manera de impregnarse vitalmente en la
materia.
Es
así que en Camargo cantan piedras, se
balancean lámparas de voces infantiles
y los pájaros se atragantan en el engranaje de alguna constelación. En su
poesía la antigua Babilonia se revela
como un territorio de hilos telefónicos y
trenes desiertos que recorren el cuerpo como una savia que ríe en nuestros nervios, hasta que un niño aprende
armónica para helar el silbido de los
pájaros mecánicos.
Tal
el regalo que agradecemos a Edmundo Camargo.
***
Cabe
recordar que aún no hay una edición pulcra de la obra poética de Camargo. La
primera está desprestigiada y la segunda tiene errores de todo calibre, amén de
un descuidado formato easy-read -poco
atinado para la poesía.
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