jueves, 27 de marzo de 2014

Letra sincrónica


Los ojos y la voz de Edmundo Camargo


Camargo imaginario, Camargo generador de imágenes. Camargo, niño eterno.




Alan Castro Riveros

El sonido de la pulpa. El relámpago de lo calcáreo.
La máscara pegajosa aún del gesto humano.
Edmundo Camargo, Le Bateleur


Un medallón de musgo con tu imagen
Cuando escucho el nombre de Edmundo Camargo (1936-1964) imagino un niño. Esta imagen es una síntesis de las pocas fotografías que he visto de él, pero es algo más. No recuerdo cuál era la imagen que yo tenía del poeta antes de ver sus fotos.
Lo leí por primera vez  hace 14 años, en una percudida fotocopia de Del tiempo de la muerte y de aquella lectura sólo recuerdo la palabra anémona y haber quedado fascinado.
Sin embargo, una vez soñé con Edmundo Camargo. En el sueño vi un par de arañas naciendo en el techo de mi cuarto. Después de nacer, sacudir las patas y tender hilos, una se subió a mi cabeza y la otra bajó hasta mis pies. Cuando volví los ojos al techo vi una mancha con el perfil de un niño. Y no era ninguna mancha. Era un musgo viscoso, blanquecino y cromado que pintaba cada vez más nítidamente el rostro niño de Edmundo Camargo.
El musgo creció tanto que su peso lo hizo caer a mis manos. Tenía forma redonda y parecía una de esas plantas aéreas que cunden en los cables eléctricos, sólo que tentaculada, gomosa y compacta. No pude sostenerlo por mucho tiempo, pues comenzó a derretirse y lo dejé caer. Allí en el suelo se volvió un líquido fluorescente que desapareció tras las ranuras del parquet, dejando manchas en la madera.
Por alguna razón eso me asustó gravemente y las arañas, al sentir mi pánico, escaparon del cuarto. Yo salí detrás de ellas y vi al niño Edmundo Camargo, flaco, alargado y churco, subiendo las gradas a toda prisa. Vestía una camisa blanca de manga corta, chaleco de lana celeste, pantaloncillos de tela opaca, medias blancas y zapatos negros. El niño corrió hasta el cuarto de mis abuelos y se encerró allí.
Cuando entré a buscar al travieso, apenas abrí la puerta, lo hallé detrás de un árbol jamás visto en el cuarto de los abuelos. Edmundo, oculto tras el tronco, se alegró de buen grado, me regaló un papel en el que había escrito un poema y luego se fue saltando.
El poema tenía una sola palabra que, francamente, no recuerdo. Sin embargo, nada me impide decir que tal palabra era anémona. El poema, instantáneamente, alcanzó una resonancia terriblemente remota y cabal: allí se cifraba la sensación aterradora, en cuerpo propio, del musgo y la cal -cosa que hizo que, por muchos años, yo estuviese convencido de que anémona significaba estatua blanca.
Luego de guardar el poema vi al niño saltando por toda la casa, repartiendo poemas a mis abuelos y a mi tío. Yo me quedé mirando a Edmundo, porque a pesar de que su paso era ágil e infantil, la forma en la que entregaba sus poemas era misteriosa: hacía una leve reverencia y mantenía la mirada hasta cerciorarse de que el otro había visto el brillo de sus ojos.
Cuando lo perdí de vista fui a buscarlo para preguntarle algo, pero me dijeron que mi amigo ya se había ido. Después de ese sueño recién me animé a decir que conocía a Edmundo Camargo.

Raíz en otro cuerpo
La poesía de Camargo está tejida por una minuciosidad orgánica rara vez vista. Cuando uno sale de sus páginas después de haberse sumergido en ellas, el cuerpo chispea pequeños minerales, musgos, sales, telarañas, sangre y cantos metálicos de ancestrales fiebres.
Camargo nos conduce a través de un reino donde lo vegetal y lo mineral filtran cada fibra de la aventura humana.
Lo animal, en cambio, aparece en pájaros mecánicos, en caballos de carrocerías laceradas; es decir, en un mundo donde se cifra la forja y la agricultura -dos trabajos inseparables en la poesía camargueña. De tal manera, no sólo el hombre es cifrado en la abscóndita relación entre minerales y vegetales, sino que él mismo opera con estos elementos para concebir nuevos seres: gallos imantados, pájaros con plumaje de trigo o el ciervo fantasma que gira un rodaje oculto.
Por otra parte, el cuerpo humano en la poesía de Camargo, siempre está oculto o trastornado por una ebullición interna. Las manos son esquivas, los rostros se esconden tras la barba, los dientes sangran, los ojos son claros como horda de cuervos.
Todos son gestos que insinúan que la aventura humana, para Camargo, no es la de un cuerpo poblando el mundo, sino la de una humanidad orgánica cultivando y forjando un cuerpo animal. Es así que tal cuerpo se revela como un escenario temporal para conocer la maquinaria de una vida tan significativa como fugaz, de una obra que no para de humanizar la materia que trastoca meticulosamente –a pesar de la herrumbre y la putrefacción.
Uno de los poetas que leyó con seriedad la poesía de Edmundo Camargo fue Guillermo Bedregal (1954-1974). Su ensayo “Edmundo Camargo o la poesía de una muerte en la vida” sugiere que la dimensión humana, en el imaginario camargueño, es axialmente cósmica.
Es decir, que lo humano está más cerca de la geometría celeste que de lo animal, lo vegetal o lo mineral -a pesar de que su universo se cifre en las relaciones de estos tres. Esta consciencia infinita de lo elemental hace visibles los engranajes de la estrella y posible el cielo como reloj parado, deja sentir el peso de las constelaciones y las poleas de sol dando vueltas la tierra.

Tu pequeña palabra hoy me amanece
La palabra anémona aparece en el primer verso de Hombre (el segundo poema de Del tiempo de los muertos) y se repite poco antes del cierre del mismo poema. La anémona es una flor con tentáculos. Su ojo es la abertura por donde ella se alimenta y también el centro de donde emergen sus miembros.
Camargo sitúa al hombre justo en la garganta de la anémona, en un finísimo tejido de cristal desde donde el hombre mira y nombra el cielo para alumbrar la oscuridad de su cuerpo. Es por eso que Hombre es un poema sobre la voz, sobre cierta tensión en la garganta, siendo la voz la encarnación de lo humano y la única manera de impregnarse vitalmente en la materia.
Es así que en Camargo cantan piedras, se balancean lámparas de voces infantiles y los pájaros se atragantan en el engranaje de alguna constelación. En su poesía la antigua Babilonia se revela como un territorio de hilos telefónicos y trenes desiertos que recorren el cuerpo como una savia que ríe en nuestros nervios, hasta que un niño aprende armónica para helar el silbido de los pájaros mecánicos.
Tal el regalo que agradecemos a Edmundo Camargo.
***

Cabe recordar que aún no hay una edición pulcra de la obra poética de Camargo. La primera está desprestigiada y la segunda tiene errores de todo calibre, amén de un descuidado formato easy-read -poco atinado para la poesía.

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