Elogio del empleado público:
Kafka, Borges y Cerruto
Dibujo de Pablo Giovany (cortesía de Chucherías Coolturales).
Entre legajos, tinteros, trámites y política, también es posible crear literatura, y de la buena.
Virginia
Ayllón
Que
el Estado es una máquina, ya se sabe; que arrolla, también. La teoría marxista
dibujó al Estado como la concentración política del capital, pero no analizó a
profundidad el índice de la burocracia en este panorama.
Fue
otro alemán, Max Weber, quien en su clásico texto La ética protestante y el espíritu del capitalismo diseccionó la
burocracia para concluir que es imposible la consigna (ingenua, diríamos) de
“desburocratizar” el Estado. Siguiendo a Weber, el burócrata se define por la
autoridad que le dota el Estado, pero también por la rutina de sus tareas.
Las
sociedades occidentales se definen, entre otros, por la cultura del papel. Y a
pesar del gran cambio tecnológico, las cuestiones más importantes, es decir las
cuestiones de Estado, tienen aún su soporte en el papel. No es concebible la
declaratoria de guerra por e-mail o Facebook. “Del papel vengo y al papel voy”
es la consigna del Estado; ergo, el
Estado es un papel.
La
omnipotencia del Estado nos alcanza a los ciudadanos, que por tal efecto
también concluimos siendo un papel, esta vez llamado currículum vitae, que nos esboza ajenos y distantes a lo que realmente
somos. En este fragmento de su poema Escribiendo el currículum, la poeta polaca
Wislawa Szymborska, lo dice con belleza… y certeza:
Sea
cual fuere el tiempo de una vida
el
currículum debe ser breve.
Se
ruega ser conciso y seleccionar los datos,
convertir
paisajes en direcciones
y
recuerdos confusos en fechas concretas.
De
todos los amores basta con el conyugal,
los
hijos: sólo los nacidos.
Importa
quién te conoce, no a quiénes conozcas.
El
CV es clave para el burócrata porque este papel debe probar que el sujeto tiene
competencias “meritocráticas”, claridad sobre las jerarquías, apego a los
estándares, etc. Se espera por tanto, y a no olvidar, que sea lo menos creativo
posible.
Entonces,
si la lengua burocrática es contraria a la de la creatividad, es valedera la
pregunta de qué o cómo le hacían los poetas que fueron o son funcionarios
públicos. La primera respuesta, desde
luego, debe ser aquella sentencia divina y que alcanza a los escritores, por
muy divina sea su obra, de “ganarás el pan con el sudor de tu frente”.
Alejados
en el tiempo y en el espacio y sólo hermanados por su quehacer en la palabra,
Kafka, Borges y Cerruto han debido presentar su currículum vitae para trabajar como funcionarios del Estado.
Kafka
trabajó en la Compañía de Seguros Contra Accidentes para Trabajadores del Reino
de Bohemia y fue un eficiente inspector de seguros. A dicha compañía, Kafka
presentó un currículum vitae
manuscrito en el que escuetamente describe sus estudios y experiencia previa, tal
como exige la ancestral norma de la “hoja de vida” (vaya eufemismo).
La
narrativa de Kafka es una parábola del angustioso peregrinaje del ser humano en
el mundo moderno. No hay obra literaria que no haya descrito y detallado, casi
al estilo enumerativo de la pintura de Brueghel el Viejo, los andurriales del
Estado que se organiza, meticulosamente, contra el individuo.
En
El proceso y El castillo, Kafka relata los acontecimientos sucedidos en la vida
del bancario Josef K. y el agrimensor K, dos funcionarios que por diferentes
vías sucumben, digámoslo de una vez, al laberinto de la burocracia.
Kafka
opone estos dos personajes a la burocracia, pero con el mismo resultado: si Josef
K quiere huir de la burocracia y K “incorporarse” a ella, ninguno logrará su
objetivo, en clara alusión a la autonomía, la vida propia de la burocracia. La
metáfora es perfecta: no importa si quieres huir o pertenecer, tus deseos son
poca cosa para la soberana máquina del Estado.
Borges
también tuvo que trabajar para ganarse la vida, fue bibliotecario público en dos
ocasiones. Su primer empleo, de segundo auxiliar de la biblioteca municipal del
barrio Almagro de Buenos Aires, seguramente más bien tranquila, fue el ambiente
perfecto para que Borges ejerciera el oficio que prefería, ese estado de
felicidad, como él la llamaba: la lectura.
Luego,
en 1955 Borges fue nombrado director de la Biblioteca Nacional -a instancias de
su amiga Victoria Ocampo- cargo que ocuparía hasta 1973.
Conjeturo
que la vivencia burocrática de Kafka, más que producir novelas, creó la
angustia y el laberinto kafkianos; en su caso, la experiencia bibliotecaria de Borges
creó el laberinto del libro en narraciones como La biblioteca de Babel, o El
libro de arena. Para Borges, el “bibliotecario valiente”, como lo califica
Roberto Bolaño, la biblioteca no fue un lugar de trabajo sino la “ciudad de
libro”, tal como afirma en su Poema de los dones.
A
nuestro Oscar Cerruto le cupo también la función pública, diplomática en su
caso, y es seguro que tuvo que presentar un currículum.
Cerruto ocupó varios cargos diplomáticos hasta 1980; fue un funcionario público
a cabalidad, de los más cercanos a los círculos del poder.
Cerruto,
a diferencia de Kafka o Borges, no deja entrever la huella de la función
pública en su obra, pero trasluce la angustia del encierro de la palabra ante
el poder omnímodo.
Si
Kafka y Borges organizan un espacio separado y foráneo de las razones de Estado
para su escritura, el de Cerruto es más cerrado, revela el miedo y la valentía,
la necesidad de huir y sitiar la palabra; el aislamiento como poética de la
resistencia. Pero, a veces, este espacio que casi no es, registra gritos que se dirigen contra el poder, tan bien
conocido por él. Tal el caso de su poema Cuya boca ardía:
Me
niego
Me
niego a entrar en el coro
a
corear
al
perpetrador con sombrero
de
probidad
el
abogado de la carcoma
el
que dicta las normas
y
sacude
en
la plaza
el
árbol del usufructo.
No
sé si estos tres escritores habrían escrito lo que escribieron sin su paso por
la vorágine burocrática; en realidad no tiene importancia. El parasitismo, la
incompetencia y el esfuerzo por aumentar y mantener el poder no fueron su fin;
en ese sentido no fueron empleados públicos (como tampoco lo fue Kavafis, 30
años funcionario de un ministerio en Egipto).
Su
ejercicio de la función pública, por muy eficiente que hubiese sido, fue lo de
menos. Y aún leyeran y escribieran en sus escritorios de oficina, lo que
construyeron fue un espacio de escritura ajeno a sus funciones estatales. Espacio
de iluminación, de resguardo, de protección. Uno ocupado por la palabra,
seguros de que es lo único que salva.
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