jueves, 20 de marzo de 2014

Artículo

Elogio del empleado público: Kafka, Borges y Cerruto
Dibujo de Pablo Giovany (cortesía de Chucherías Coolturales).


Entre legajos, tinteros, trámites y política, también es posible crear literatura, y de la buena.



Virginia Ayllón

Que el Estado es una máquina, ya se sabe; que arrolla, también. La teoría marxista dibujó al Estado como la concentración política del capital, pero no analizó a profundidad el índice de la burocracia en este panorama.
Fue otro alemán, Max Weber, quien en su clásico texto La ética protestante y el espíritu del capitalismo diseccionó la burocracia para concluir que es imposible la consigna (ingenua, diríamos) de “desburocratizar” el Estado. Siguiendo a Weber, el burócrata se define por la autoridad que le dota el Estado, pero también por la rutina de sus tareas.
Las sociedades occidentales se definen, entre otros, por la cultura del papel. Y a pesar del gran cambio tecnológico, las cuestiones más importantes, es decir las cuestiones de Estado, tienen aún su soporte en el papel. No es concebible la declaratoria de guerra por e-mail o Facebook. “Del papel vengo y al papel voy” es la consigna del Estado; ergo, el Estado es un papel.
La omnipotencia del Estado nos alcanza a los ciudadanos, que por tal efecto también concluimos siendo un papel, esta vez llamado currículum vitae, que nos esboza ajenos y distantes a lo que realmente somos. En este fragmento de su poema Escribiendo el currículum, la poeta polaca Wislawa Szymborska, lo dice con belleza… y certeza: 

Sea cual fuere el tiempo de una vida
el currículum debe ser breve.
Se ruega ser conciso y seleccionar los datos,
convertir paisajes en direcciones
y recuerdos confusos en fechas concretas.
De todos los amores basta con el conyugal,
los hijos: sólo los nacidos.
Importa quién te conoce, no a quiénes conozcas.

El CV es clave para el burócrata porque este papel debe probar que el sujeto tiene competencias “meritocráticas”, claridad sobre las jerarquías, apego a los estándares, etc. Se espera por tanto, y a no olvidar, que sea lo menos creativo posible.
Entonces, si la lengua burocrática es contraria a la de la creatividad, es valedera la pregunta de qué o cómo le hacían los poetas que fueron o son funcionarios públicos.  La primera respuesta, desde luego, debe ser aquella sentencia divina y que alcanza a los escritores, por muy divina sea su obra, de “ganarás el pan con el sudor de tu frente”.
Alejados en el tiempo y en el espacio y sólo hermanados por su quehacer en la palabra, Kafka, Borges y Cerruto han debido presentar su currículum vitae para trabajar como funcionarios del Estado.
Kafka trabajó en la Compañía de Seguros Contra Accidentes para Trabajadores del Reino de Bohemia y fue un eficiente inspector de seguros. A dicha compañía, Kafka presentó un currículum vitae manuscrito en el que escuetamente describe sus estudios y experiencia previa, tal como exige la ancestral norma de la “hoja de vida” (vaya eufemismo).
La narrativa de Kafka es una parábola del angustioso peregrinaje del ser humano en el mundo moderno. No hay obra literaria que no haya descrito y detallado, casi al estilo enumerativo de la pintura de Brueghel el Viejo, los andurriales del Estado que se organiza, meticulosamente, contra el individuo.
En El proceso y El castillo, Kafka relata los acontecimientos sucedidos en la vida del bancario Josef K. y el agrimensor K, dos funcionarios que por diferentes vías sucumben, digámoslo de una vez, al laberinto de la burocracia.
Kafka opone estos dos personajes a la burocracia, pero con el mismo resultado: si Josef K quiere huir de la burocracia y K “incorporarse” a ella, ninguno logrará su objetivo, en clara alusión a la autonomía, la vida propia de la burocracia. La metáfora es perfecta: no importa si quieres huir o pertenecer, tus deseos son poca cosa para la soberana máquina del Estado.
Borges también tuvo que trabajar para ganarse la vida, fue bibliotecario público en dos ocasiones. Su primer empleo, de segundo auxiliar de la biblioteca municipal del barrio Almagro de Buenos Aires, seguramente más bien tranquila, fue el ambiente perfecto para que Borges ejerciera el oficio que prefería, ese estado de felicidad, como él la llamaba: la lectura. 
Luego, en 1955 Borges fue nombrado director de la Biblioteca Nacional -a instancias de su amiga Victoria Ocampo- cargo que ocuparía hasta 1973.
Conjeturo que la vivencia burocrática de Kafka, más que producir novelas, creó la angustia y el laberinto kafkianos; en su caso, la experiencia bibliotecaria de Borges creó el laberinto del libro en narraciones como La biblioteca de Babel, o El libro de arena. Para Borges, el “bibliotecario valiente”, como lo califica Roberto Bolaño, la biblioteca no fue un lugar de trabajo sino la “ciudad de libro”, tal como afirma en su Poema de los dones.
A nuestro Oscar Cerruto le cupo también la función pública, diplomática en su caso, y es seguro que tuvo que presentar un currículum. Cerruto ocupó varios cargos diplomáticos hasta 1980; fue un funcionario público a cabalidad, de los más cercanos a los círculos del poder.  
Cerruto, a diferencia de Kafka o Borges, no deja entrever la huella de la función pública en su obra, pero trasluce la angustia del encierro de la palabra ante el poder omnímodo.
Si Kafka y Borges organizan un espacio separado y foráneo de las razones de Estado para su escritura, el de Cerruto es más cerrado, revela el miedo y la valentía, la necesidad de huir y sitiar la palabra; el aislamiento como poética de la resistencia. Pero, a veces, este espacio que casi no es, registra gritos que se dirigen contra el poder, tan bien conocido por él. Tal el caso de su poema Cuya boca ardía:

Me niego

Me niego a entrar en el coro
a corear
al perpetrador con sombrero
de probidad
el abogado de la carcoma
el que dicta las normas
y sacude
en la plaza
el árbol del usufructo.

No sé si estos tres escritores habrían escrito lo que escribieron sin su paso por la vorágine burocrática; en realidad no tiene importancia. El parasitismo, la incompetencia y el esfuerzo por aumentar y mantener el poder no fueron su fin; en ese sentido no fueron empleados públicos (como tampoco lo fue Kavafis, 30 años funcionario de un ministerio en Egipto).

Su ejercicio de la función pública, por muy eficiente que hubiese sido, fue lo de menos. Y aún leyeran y escribieran en sus escritorios de oficina, lo que construyeron fue un espacio de escritura ajeno a sus funciones estatales. Espacio de iluminación, de resguardo, de protección. Uno ocupado por la palabra, seguros de que es lo único que salva. 

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