jueves, 20 de marzo de 2014

Sombras nada más

Marco Antonio Campos, forastero en la tierra



Una lectura de El forastero en la Tierra (1970-2004), que reúne la obra poética del reciente Premio Nacional de las Letras de Sinaloa, en México.



Gabriel Chávez Casazola


Sombra que dibuja otras sombras al nombrarlas, la voz del forastero recorre paisajes, ciudades, moradas, siluetas, que alguna vez frecuentó cuando no eran sombras, o que ya siéndolo entonces no lo fueron antes de antes, en un tiempo por él entrevisto en ajenas presencias.
Y el forastero las hace reverberar a todas, sombras de presencias y presencias de sombras, en la neblina de la página, allí donde nos internamos de la mano de su voz, como queriendo (y logrando) recobrar (por un instante, lo que duran el poema y su estela) una luminosidad perdida.
Pasad y decid que a la tierra / fui fiel, y viví la experiencia / de la tierra. Que a la tierra ahora / vuelvo, pero que aun bajo tierra / entre polvo, cenizas y humo, / oiré a la luna, / a la luz, el sol en alto grito, / ramaje de muchachas quebrándose / como árboles, flores como frutos, / la poesía que cae en el cántaro, / y alzo y bebo, y frescura. Y vi tanto, / oh Dios, vi tanto.
Es verdad que en los poemas del forastero podemos sentir casi el peso (incómodo a momentos, pero no abrumador) de ese su haber visto tanto. Visto -dice su voz-, no vivido. O vivido –sentimos- como quien siempre está de paso o es otro o huye, desertor de la felicidad, o apenas contempla.
Y ese tanto pareciera ser la medida exacta de la resistencia de la memoria antes de vencer los resortes de la romana en que la pesamos. O de la rama en que se posa el pájaro de la voz, una rama siempre punto de quebrarse.
(…) con luz dura / como rabia azul, quemado el rostro, / destrozada el alma, desde una rama / frágil al borde del precipicio, / se escribe.
Allí, en el pináculo de la memoria, que es a la vez inminencia de su sima; en el punto (exacto e inexacto) de tan precario equilibrio, escribe su poesía Marco Antonio Campos (México, 1949), el forastero, el funámbulo, como si la memoria, de no ser escrita, pudiera inundarle e inundarnos; cual si escribir poesía fuera un impostergable desbordarse: Se escribe abriéndose las venas / hasta que el grito calla, con llanto ácido / que nace de pronto pues imposible / nos era contenerlo (…)
Hay una estética y una cadencia precisas en los poemas del forastero -árboles con frutos que se ofrecen propicios en la copa, mas hunden raíces insondables; cantos pulidos con minuciosa belleza- y podríamos detenernos a recorrerlas, pero nosotros somos también sombras de tiempo, engranajes de otro reloj de agua que se alimenta de aquello que lo desgasta.
Nos interesa más, ahora, la ética creativa de estos poemas. Menos la que está dispersa, cuyos rastros hay que enhebrar, que la explícita, cuando la voz del forastero se vuelve sobre el propio acto de escritura para afirmar y reafirmar que la poesía existe más allá de sí misma, que no es un artificio narcisista (se escribe abriéndose las venas) y no puede saciarse ni autosatisfacerse de palabras hueras: Se escribe contra toda inocencia / del clavel o el lirio, contra el aire  / inane del jardín, contra palabras / que hacen juegos vacíos (…) 
Para el forastero en la Tierra, que sin embargo habita (vive, aquí sí) en la poesía, ella está hecha (o debe estarlo) con carne y sangre y sentido, ser escrita con el grito doloroso del tigre lanceado / en el momento de fallar la red.
Y aunque sabe que la poesía no transforma el mundo material del modo en que algunos quisieran: Las páginas no sirven. / La poesía no cambia / sino la forma de una página (…); y así esté atribulado por la duda que acaso ronda o carcome a todo poeta, a todo aquel que contempla: (…) Pero en serio, es una pregunta en serio para uno mismo o para cualquier poeta / a cierta altura de su edad: ¿valió la pena el sacrificio, valió la pena abandonar / la apuesta de la acción para entregarle la vida a la inutilidad de la poesía?
El forastero conoce bien que ella ha podido transformarlo, transmutar su mirada y otorgarle sentido a su voz que es esa sombra que dibuja otras sombras, otras presencias, dándoles sentido también a ellas: (…) y sin embargo aseguro que al menos la poesía / me dio otras cosas: una manera de mirar la mirada de los pájaros migratorios, / de armar desde el sueño imágenes de la pintura y del cine, / de apreciar más a fondo la ligereza y la dulzura corporal en las mujeres, / de admirar en las tardes y las noches las hileras de los mástiles (…)
Y por si esto fuera poco, Campos sabe que la poesía puede cambiar, tocando su interior, al lector, a su lector, y que aquella que es capaz de hacerlo resistirá la prueba de la romana del olvido, de la balanza de la vida gastada, de las vidas gastadas, y podrá de alguna manera hacer al mundo ligeramente más bello / y acaso / también / menos / cruel, como he escrito alguna vez.
No en vano se pregunta y les pregunta a los lectores, acerca de la poesía que han leído: ¿(…) cuántos versos te revelaron un mundo, / cuántos versos quedaron en tu corazón, /dime, cuántos versos quedaron en tu corazón?

Yo también me lo he preguntado, y me lo pregunto muchas veces, y aunque no sé si esto sirva o importe, puedo decir que hay puñados o racimos de versos de Campos -notable poeta mexicano, pero más que eso: una voz esencial de la poesía contemporánea-, que son ya moradores (y no forasteros) de mi ajetreado corazón, y que allí quedarán mientras transite esa sombra en movimiento que aún soy. 

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