Secretos del vino
Muy a
tono con la época de chaqui carnavalero, Manuel Vargas traza una ruta de
vino-palabras-vino.
Manuel Vargas / Escritor
Que otros hablen de la chicha y los
coktelitos, yo hablaré del vino. En estos días de ch’aki generalizado, tengo más de un motivo. Ocurre que un pariente
de Santa Cruz, que cultiva uva en sus valles me envió para estas fiestas unas
cuantas botellas de tinto, nada menos que con el nombre de “El último de los
Vargas”.
Vaya, pues, este homenaje a la buena
vida (que no viene gratis, muy bien lo saben los ebrios), y que el carnaval sea
servido.
A un amigo que ahora ya casi no toma
siempre se le venía a la mente, cuando estaba entre copas, en lugar de “salud”,
decir: In vino veritas. Y no es así
nomás la cosa. El vino nos puede llevar por el camino del misterio o al mundo
oculto que todos los seres humanos a veces no queremos ver. Por el vino
conocemos otras facetas de nuestro ser, o, quién sabe, al otro que habita en
nosotros.
Según la Biblia Noé fue el primer
vinatero al cultivar una vid, fabricar con sus frutos el vino, y luego emborracharse.
Ebrio y dormido lo vieron sus hijos. Se pegó un susto y sintió vergüenza de sí
mismo, tal vez por haber entrevisto el lado oscuro, el subconsciente, como
ahora se dice, del hombre.
Quien no ha probado las delicias del
vino, y después la resaca, tiene un conocimiento limitado de sí mismo. El
conocimiento no viene gratis, si no a costa de la euforia, el dolor y la
angustia.
“Si los amantes del vino y del amor van
al infierno..., vacío debe estar el paraíso”, dice Omar Khayyam, poeta,
sibarita y matemático, autor de Los
Rubaiyyats (1075).
Cien años después, Rumi, otro poeta
árabe, autor de otros Rubaiyyats, nos
habla de “otro vino”, símbolo del amor y la sabiduría, “este vino que no ha
visto nunca la tierra ni el agua”, “este vino que la religión del Amor no
prohíbe”. “Nuestra ebriedad no proviene del vino rojo, el vino con el que me
embriago es invisible”.
Para los cabalistas, el vino era un
símbolo del secreto que yace sepultado en la memoria. “Cuando el vino entra, el
secreto sale”, dicen. ¿No nos recuerda esto al in vino veritas de los romanos, o al susto que se dio Noé al
entrever lo desconocido?
No podríamos dejar pasar una aventura de
don Quijote, que le hace decir a un ventero castellano: “Que me maten si don
Quijote o don diablo no ha dado alguna cuchillada en alguno de los cueros de
vino tinto que a su cabecera estaban llenos y el vino derramado debe de ser lo
que le parece sangre a este buen hombre…”.
Como bien sabemos, no es locura ni
confusión lo que tiene don Quijote. El vino es sangre, los cueros de tinto son
los mismos enemigos de Noé y los monstruos que nos asechan para hacernos dudar
de la luz y la razón.
Una vez más, la “otra” verdad aparece
relacionada con el vino. Como buen caballero andante, don Quijote no bebía,
pero sí Sancho, su escudero, o su complemento, sabía lo que era catar: hasta
ahora lo podemos ver, caballero en su jumento y feliz de la vida, bajo los
soles de la fantasía, volcando al gaznate la bota de vino.
Acude
en mi ayuda, oh dios de los lagares. Así
comienza Virgilio, invocando a Baco, para hablarnos en sus Geórgicas, del cultivo de la vid. Este libro es un poético tratado,
en uno de cuyos capítulos se refiere al tema que aquí nos ocupa.
Luego vendrían otros escritores romanos,
entre ellos Marco Terencio Varrón, que en su libro De las cosas del campo, nos da muchos consejos agrícolas que los
buenos bebedores no deberían ignorar.
No existe otro producto de la
naturaleza, como el vino, en el que se afirme tan escrupulosamente, que a través
de él (color, aroma, cuerpo, sabor) sentimos y vemos el paisaje de la
naturaleza en su plenitud: una cierta cualidad de la tierra, ni dura ni blanda,
ni muy seca ni muy húmeda, humus, piedra y arena; un único sol que surca tal
cielo y tales nubes; un tipo de aire, el sonido de los saltos de agua, y una
exacta elevación o altura.
Luego los brazos de los campesinos y los
pechos de las campesinas, las coplas, las cestas, la sombra y la madera. ¡Y en
el vino bebemos todo eso! Pero para llegar a esta revelación, se requiere un
aprendizaje, saber catar, que es mucho más que ser un simple ebrio.
Dicen
que fue Paracelso el primero en llamar alcohol
al “espíritu del vino”, ese sutilísimo vapor exhalado por ciertas bebidas que
llena de alegría y exalta el espíritu de quien las bebe, en Mesopotamia o en China,
en La Rioja o en Tarija. De ahí el nombre de “espirituosas”, aplicado a las
bebidas alcohólicas.
Se
bebe “para honrar el buen vino”, dice
Friedrich Ruckert, también “para que haya fiesta, y para calmar la sed, y para
evitar la sed nuevamente”. Y una mujer pápago, en el desierto de América del
Norte, aconseja: “la gente debe emborracharse como lo hacen las plantas en la
lluvia y debe cantar de felicidad”.
Si la bebida es peligrosa, ciertas
personas que se las dan de sanas y rectas pueden ser aún más peligrosas, como
dice Charles W. Ferguson, a propósito de los dictadores: “...estamos hoy en
poder de una camarilla de hombres esencialmente presumidos, desastrosamente
rectos, enconadamente conscientes de su tremenda rectitud, y por ende tan
peligrosos que el mundo en general estaría mucho mejor si pudiera impulsarlos a
emborracharse bien...”.
“Ningún hombre podría ser un dictador
peligroso si le quedara el efecto matinal de una borrachera. Quedaría destruida
su sensación de ser un Dios todopoderoso. Se consideraría basto y humillado en
presencia de sus súbditos. Se habría convertido en uno más de la masa -uno de
los más bajos de todos- y la experiencia habría surtido efecto sobre su
inaguantable engreimiento”.
El vino es un camino para entender el
sueño y la callada música de las palabras. De esto nos habla, con palabras
desnudas como una cepa en otoño, el ya poco recordado poeta Roberto Echazú:
“Lo que hago en Tarija es simplemente
tomar vino y escribir poesía. De repente, tomo más vino. Y eso me gusta mucho,
porque yo elaboro mi poesía en base al vino. Eso me cuesta mucho, porque cada
versito que yo escribo es muy cortito, pero cada verso me cuesta por lo menos
cincuenta botellas de vino. Y después unas cien cajas de clonazepam para entrar en órbita, porque no puedo dormir…”.
“Pero así son las cosas, porque el
hombre que no entrega nada por lo que quiere, no es un hombre. Yo dejo de ser
hombre cuando dejo de tomar vino y tomar poesía, pero siempre estoy corrigiendo
todas las macanas que uno escribe cuando está con vino. Y eso es sumamente
difícil. Mi último poemario es muy cortito; como dicen los críticos, la próxima
voz de mi persona sería el silencio. Pero creo que el verdadero silencio es la
muerte”.
Por lo que constatamos, volviendo a Noé
y a don Quijote, a Omar Khayyam y a los místicos, que tomar vino no es así
nomás, se nos va la vida en ello. ¡Si no lo sabrá don Robertito!
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