jueves, 6 de marzo de 2014

El último mestizo

Secretos del vino


Muy a tono con la época de chaqui carnavalero, Manuel Vargas traza una ruta de vino-palabras-vino.



Manuel Vargas / Escritor

Que otros hablen de la chicha y los coktelitos, yo hablaré del vino. En estos días de ch’aki generalizado, tengo más de un motivo. Ocurre que un pariente de Santa Cruz, que cultiva uva en sus valles me envió para estas fiestas unas cuantas botellas de tinto, nada menos que con el nombre de “El último de los Vargas”.
Vaya, pues, este homenaje a la buena vida (que no viene gratis, muy bien lo saben los ebrios), y que el carnaval sea servido.
A un amigo que ahora ya casi no toma siempre se le venía a la mente, cuando estaba entre copas, en lugar de “salud”, decir: In vino veritas. Y no es así nomás la cosa. El vino nos puede llevar por el camino del misterio o al mundo oculto que todos los seres humanos a veces no queremos ver. Por el vino conocemos otras facetas de nuestro ser, o, quién sabe, al otro que habita en nosotros.
Según la Biblia Noé fue el primer vinatero al cultivar una vid, fabricar con sus frutos el vino, y luego emborracharse. Ebrio y dormido lo vieron sus hijos. Se pegó un susto y sintió vergüenza de sí mismo, tal vez por haber entrevisto el lado oscuro, el subconsciente, como ahora se dice, del hombre.
Quien no ha probado las delicias del vino, y después la resaca, tiene un conocimiento limitado de sí mismo. El conocimiento no viene gratis, si no a costa de la euforia, el dolor y la angustia.
“Si los amantes del vino y del amor van al infierno..., vacío debe estar el paraíso”, dice Omar Khayyam, poeta, sibarita y matemático, autor de Los Rubaiyyats (1075).
Cien años después, Rumi, otro poeta árabe, autor de otros Rubaiyyats, nos habla de “otro vino”, símbolo del amor y la sabiduría, “este vino que no ha visto nunca la tierra ni el agua”, “este vino que la religión del Amor no prohíbe”. “Nuestra ebriedad no proviene del vino rojo, el vino con el que me embriago es invisible”.
Para los cabalistas, el vino era un símbolo del secreto que yace sepultado en la memoria. “Cuando el vino entra, el secreto sale”, dicen. ¿No nos recuerda esto al in vino veritas de los romanos, o al susto que se dio Noé al entrever lo desconocido?
No podríamos dejar pasar una aventura de don Quijote, que le hace decir a un ventero castellano: “Que me maten si don Quijote o don diablo no ha dado alguna cuchillada en alguno de los cueros de vino tinto que a su cabecera estaban llenos y el vino derramado debe de ser lo que le parece sangre a este buen hombre…”.
Como bien sabemos, no es locura ni confusión lo que tiene don Quijote. El vino es sangre, los cueros de tinto son los mismos enemigos de Noé y los monstruos que nos asechan para hacernos dudar de la luz y la razón.
Una vez más, la “otra” verdad aparece relacionada con el vino. Como buen caballero andante, don Quijote no bebía, pero sí Sancho, su escudero, o su complemento, sabía lo que era catar: hasta ahora lo podemos ver, caballero en su jumento y feliz de la vida, bajo los soles de la fantasía, volcando al gaznate la bota de vino.
Acude en mi ayuda, oh dios de los lagares. Así comienza Virgilio, invocando a Baco, para hablarnos en sus Geórgicas, del cultivo de la vid. Este libro es un poético tratado, en uno de cuyos capítulos se refiere al tema que aquí nos ocupa.
Luego vendrían otros escritores romanos, entre ellos Marco Terencio Varrón, que en su libro De las cosas del campo, nos da muchos consejos agrícolas que los buenos bebedores no deberían ignorar.
No existe otro producto de la naturaleza, como el vino, en el que se afirme tan escrupulosamente, que a través de él (color, aroma, cuerpo, sabor) sentimos y vemos el paisaje de la naturaleza en su plenitud: una cierta cualidad de la tierra, ni dura ni blanda, ni muy seca ni muy húmeda, humus, piedra y arena; un único sol que surca tal cielo y tales nubes; un tipo de aire, el sonido de los saltos de agua, y una exacta elevación o altura.
Luego los brazos de los campesinos y los pechos de las campesinas, las coplas, las cestas, la sombra y la madera. ¡Y en el vino bebemos todo eso! Pero para llegar a esta revelación, se requiere un aprendizaje, saber catar, que es mucho más que ser un simple ebrio.
Dicen que fue Paracelso el primero en llamar alcohol al “espíritu del vino”, ese sutilísimo vapor exhalado por ciertas bebidas que llena de alegría y exalta el espíritu de quien las bebe, en Mesopotamia o en China, en La Rioja o en Tarija. De ahí el nombre de “espirituosas”, aplicado a las bebidas alcohólicas.
Se bebe “para honrar el buen vino”, dice Friedrich Ruckert, también “para que haya fiesta, y para calmar la sed, y para evitar la sed nuevamente”. Y una mujer pápago, en el desierto de América del Norte, aconseja: “la gente debe emborracharse como lo hacen las plantas en la lluvia y debe cantar de felicidad”.
Si la bebida es peligrosa, ciertas personas que se las dan de sanas y rectas pueden ser aún más peligrosas, como dice Charles W. Ferguson, a propósito de los dictadores: “...estamos hoy en poder de una camarilla de hombres esencialmente presumidos, desastrosamente rectos, enconadamente conscientes de su tremenda rectitud, y por ende tan peligrosos que el mundo en general estaría mucho mejor si pudiera impulsarlos a emborracharse bien...”.
“Ningún hombre podría ser un dictador peligroso si le quedara el efecto matinal de una borrachera. Quedaría destruida su sensación de ser un Dios todopoderoso. Se consideraría basto y humillado en presencia de sus súbditos. Se habría convertido en uno más de la masa -uno de los más bajos de todos- y la experiencia habría surtido efecto sobre su inaguantable engreimiento”.
El vino es un camino para entender el sueño y la callada música de las palabras. De esto nos habla, con palabras desnudas como una cepa en otoño, el ya poco recordado poeta Roberto Echazú:
“Lo que hago en Tarija es simplemente tomar vino y escribir poesía. De repente, tomo más vino. Y eso me gusta mucho, porque yo elaboro mi poesía en base al vino. Eso me cuesta mucho, porque cada versito que yo escribo es muy cortito, pero cada verso me cuesta por lo menos cincuenta botellas de vino. Y después unas cien cajas de clonazepam para entrar en órbita, porque no puedo dormir…”.
“Pero así son las cosas, porque el hombre que no entrega nada por lo que quiere, no es un hombre. Yo dejo de ser hombre cuando dejo de tomar vino y tomar poesía, pero siempre estoy corrigiendo todas las macanas que uno escribe cuando está con vino. Y eso es sumamente difícil. Mi último poemario es muy cortito; como dicen los críticos, la próxima voz de mi persona sería el silencio. Pero creo que el verdadero silencio es la muerte”.

Por lo que constatamos, volviendo a Noé y a don Quijote, a Omar Khayyam y a los místicos, que tomar vino no es así nomás, se nos va la vida en ello. ¡Si no lo sabrá don Robertito!

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