Niños corriendo en el piso de arriba
En este espacio que se estrena hoy, el autor alternará entre ficción, reseñas, comentarios, ensayos y otros textos.
Wilmer Urrelo / Escritor
Una palabra confundida y miénteme,
miénteme y con tu sonrisa quedaré…
La Banderville, A
la distancia.
1
Los oímos una mañana. Oímos los ruidos en el
piso de arriba. Digo los oímos porque Thayli, mi perrita, una cooker spaniel, estaba conmigo. Creímos
que se trataba de una familia nueva. Qué desgracia, le dije a Thayli, ya se
acabaron los días de paz. Y es que los ruidos provenientes del piso de arriba eran,
sin duda, los que hacen los niños.
Esa tarde, al bajar al parque, ella a correr
y yo a leer, le pregunté al portero del edificio donde vivimos: ¿Y qué con la
familia del departamento de arriba? Julión nos miró sorprendido. No hay nadie
allá arriba, nos dijo, el departamento está vacío. A lo mejor son ratas, dijimos
y luego salimos olvidándonos del tema.
Ese día leí parte del Diario íntimo de Federic Amiel, Thayli se enamoró de un Gran Danés,
el cual la despreció y por lo tanto le rompió el corazón. Al volver, Julión nos
dijo: Fui a ver y ni rastros de ratas. ¿Seguro oyeron bien? A lo mejor nos equivocamos,
le dijimos. Quise hacerme el gracioso: Ya sabes, la medicación…, puede ser un
efecto secundario.
Subimos. Thayli enamorada y con el corazón
roto, yo diciéndome la enfermedad, las pastillas. Sin embargo, esa noche los
volvimos a oír. Esta vez reían. Niño y niña, eso seguro. De inmediato subimos. Tocamos
la puerta. El ruido cesó. Esperamos. Se esconden, pensé. Mejor, no quiero
conocer a nadie. Bajamos y esa noche los ruidos cesaron.
2
Pero al día siguiente los vimos.
Aparecieron en el balcón. Tenemos un balcón y arriba nuestro hay otro. Digo que
los vimos porque la niña (diez años, rubia, pecas, el cabello desordenado y con
un enorme pedazo de sangre coagulada en la mejilla) y el niño (quizá cinco,
cara redonda, pestañas enormes y con el cuello cortado) sacaban medio cuerpo
hacia la calle. Pensé en mis pastillas. En los efectos secundarios. Intenté
recordar si incluían alucinaciones.
En algún momento se descolgaron a nuestro
balcón. Thayli les lamió las manos. Me ignoraron. Estuvieron así por un rato.
Afuera estaba el ruido de la ciudad. La gente espeluznante. El Gran Danés
rompedor de corazones. Ella pensando en todo menos en mí.
¿Qué quieren?, pregunté de forma estúpida.
La niña me miró. Traía un vestido azul colocado
al revés: la espalda en el pecho y viceversa.
Me llamo Dina, dijo, y estoy muerta.
El niño se acercó. Me miró de pies a
cabeza. Tocó el bastón metálico que utilizo todo el tiempo. Dijo:
Yo soy Claudio y también estoy muerto. Hace
años ya.
¿Dónde están sus padres?, les dije.
No sabemos, contestaron, a lo mejor en el cielo.
3
Luego me lo contaron. No eran hermanos. Ella
había desaparecido una tarde llena de sol en 1985. Alguien se la llevó de un
parque. La violó. La mató de una pedrada y enterró su cadáver cerca de un río.
Él, Claudio, fue víctima de un tío suyo. Un día simple y sencillamente,
mientras veía Los Pitufos en la tele, lo degolló. Botó su cadáver a un barranco.
Nunca lo hallaron. A ninguno de los dos. Eso fue en 1989. Ambos estaban muertos
más de veinte años ya.
4
Estamos endemoniados, nos dijeron, vamos de
acá para allá. De casa en casa. A veces espantamos a la gente y a veces la
matamos.
Dios no nos quiso, dijo Dina, nos adoptó el
Diablo.
Se dice Satanás, corrigió el niño.
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Entonces se quedaron a vivir con nosotros. Curaron
a Thayli y a su enorme corazón roto y enamorado. Me dieron excelentes ideas
para mis novelas. Reímos todo el tiempo. Aunque a veces, también, tenemos
peleas: Claudio mete los dedos en la herida que le atraviesa el cuello y eso me
molesta. O Dina quiere ser como Shakira y eso, como el único adulto aquí, no lo
permitiré.
También les leo libros. Les leo fragmentos
de los diarios de Pizarnik o los de Cheever o los de Sándor Márai (y, a veces,
los míos). A los dos les divierte tanto sufrimiento, tanta agonía inútil. Ambos
se desternillan de risa con los padecimientos de esos autores (y de los míos
también).
Es que nos gusta ver sufrir a la gente,
dicen, eso nos encanta un montón.
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Sí, están endemoniados. A veces salen del
departamento y matan a alguien y me traen la cabeza de ese alguien (yo la meto
en una bolsa de plástico y me deshago de ella), otras recuerdan su pasado y
lloran. Otras, disfrazan a Thayli de bailarina rosa (y te recuerdo y recuerdo
también que te abrí mi corazón y que la respuesta fue negativa y de pronto la
tristeza me invade). En otras oportunidades queman alguno de los libros de mi
biblioteca e invocan a Satanás, entre risas. Otras esconden mi bastón metálico
y jugamos hasta que lo encuentro siempre en el mismo lugar.
Sí, son los niños fantasmales, los niños
infernales, los que adoptamos sin pensarlo mucho. Los quiero porque son como
los hijos que nunca tendré.
7
Y en otras oportunidades, cada vez con más frecuencia,
me abrazan muy fuerte y me dicen: te amamos un montón, papá.
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