jueves, 13 de marzo de 2014

Ficción. Cuento inédito de Wilmer Urrelo

Niños corriendo en el piso de arriba


En este espacio que se estrena hoy, el autor alternará entre ficción, reseñas, comentarios, ensayos y otros textos.





Wilmer Urrelo / Escritor


Una palabra confundida y miénteme,
miénteme y con tu sonrisa quedaré…
La Banderville, A la distancia.


1
Los oímos una mañana. Oímos los ruidos en el piso de arriba. Digo los oímos porque Thayli, mi perrita, una cooker spaniel, estaba conmigo. Creímos que se trataba de una familia nueva. Qué desgracia, le dije a Thayli, ya se acabaron los días de paz. Y es que los ruidos provenientes del piso de arriba eran, sin duda, los que hacen los niños.
Esa tarde, al bajar al parque, ella a correr y yo a leer, le pregunté al portero del edificio donde vivimos: ¿Y qué con la familia del departamento de arriba? Julión nos miró sorprendido. No hay nadie allá arriba, nos dijo, el departamento está vacío. A lo mejor son ratas, dijimos y luego salimos olvidándonos del tema.
Ese día leí parte del Diario íntimo de Federic Amiel, Thayli se enamoró de un Gran Danés, el cual la despreció y por lo tanto le rompió el corazón. Al volver, Julión nos dijo: Fui a ver y ni rastros de ratas. ¿Seguro oyeron bien? A lo mejor nos equivocamos, le dijimos. Quise hacerme el gracioso: Ya sabes, la medicación…, puede ser un efecto secundario.
Subimos. Thayli enamorada y con el corazón roto, yo diciéndome la enfermedad, las pastillas. Sin embargo, esa noche los volvimos a oír. Esta vez reían. Niño y niña, eso seguro. De inmediato subimos. Tocamos la puerta. El ruido cesó. Esperamos. Se esconden, pensé. Mejor, no quiero conocer a nadie. Bajamos y esa noche los ruidos cesaron.

2
Pero al día siguiente los vimos. Aparecieron en el balcón. Tenemos un balcón y arriba nuestro hay otro. Digo que los vimos porque la niña (diez años, rubia, pecas, el cabello desordenado y con un enorme pedazo de sangre coagulada en la mejilla) y el niño (quizá cinco, cara redonda, pestañas enormes y con el cuello cortado) sacaban medio cuerpo hacia la calle. Pensé en mis pastillas. En los efectos secundarios. Intenté recordar si incluían alucinaciones.
En algún momento se descolgaron a nuestro balcón. Thayli les lamió las manos. Me ignoraron. Estuvieron así por un rato. Afuera estaba el ruido de la ciudad. La gente espeluznante. El Gran Danés rompedor de corazones. Ella pensando en todo menos en mí.
¿Qué quieren?, pregunté de forma estúpida.
La niña me miró. Traía un vestido azul colocado al revés: la espalda en el pecho y viceversa.
Me llamo Dina, dijo, y estoy muerta.
El niño se acercó. Me miró de pies a cabeza. Tocó el bastón metálico que utilizo todo el tiempo. Dijo:
Yo soy Claudio y también estoy muerto. Hace años ya.
¿Dónde están sus padres?, les dije.
No sabemos, contestaron, a lo mejor en el cielo.

3
Luego me lo contaron. No eran hermanos. Ella había desaparecido una tarde llena de sol en 1985. Alguien se la llevó de un parque. La violó. La mató de una pedrada y enterró su cadáver cerca de un río. Él, Claudio, fue víctima de un tío suyo. Un día simple y sencillamente, mientras veía Los Pitufos en la tele, lo degolló. Botó su cadáver a un barranco. Nunca lo hallaron. A ninguno de los dos. Eso fue en 1989. Ambos estaban muertos más de veinte años ya.

4
Estamos endemoniados, nos dijeron, vamos de acá para allá. De casa en casa. A veces espantamos a la gente y a veces la matamos.
Dios no nos quiso, dijo Dina, nos adoptó el Diablo.
Se dice Satanás, corrigió el niño.

5
Entonces se quedaron a vivir con nosotros. Curaron a Thayli y a su enorme corazón roto y enamorado. Me dieron excelentes ideas para mis novelas. Reímos todo el tiempo. Aunque a veces, también, tenemos peleas: Claudio mete los dedos en la herida que le atraviesa el cuello y eso me molesta. O Dina quiere ser como Shakira y eso, como el único adulto aquí, no lo permitiré.
También les leo libros. Les leo fragmentos de los diarios de Pizarnik o los de Cheever o los de Sándor Márai (y, a veces, los míos). A los dos les divierte tanto sufrimiento, tanta agonía inútil. Ambos se desternillan de risa con los padecimientos de esos autores (y de los míos también).
Es que nos gusta ver sufrir a la gente, dicen, eso nos encanta un montón.

6
Sí, están endemoniados. A veces salen del departamento y matan a alguien y me traen la cabeza de ese alguien (yo la meto en una bolsa de plástico y me deshago de ella), otras recuerdan su pasado y lloran. Otras, disfrazan a Thayli de bailarina rosa (y te recuerdo y recuerdo también que te abrí mi corazón y que la respuesta fue negativa y de pronto la tristeza me invade). En otras oportunidades queman alguno de los libros de mi biblioteca e invocan a Satanás, entre risas. Otras esconden mi bastón metálico y jugamos hasta que lo encuentro siempre en el mismo lugar.
Sí, son los niños fantasmales, los niños infernales, los que adoptamos sin pensarlo mucho. Los quiero porque son como los hijos que nunca tendré.

7
Y en otras oportunidades, cada vez con más frecuencia, me abrazan muy fuerte y me dicen: te amamos un montón, papá.


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