Réquiem Brevis
Una apología del silencio, o cómo el autor concibió, procesó, creó y se desprendió de una obra musical.
Pablo Mendieta Paz / músico
Hubo tiempos, a veces esporádicos, a veces prolongados, en
que la audición en discos de vinilo y luego en discos compactos de los
grandiosos Réquiems de Mozart, Berlioz, Verdi, Fauré, atrapaba mis horas de
quietud nocturna, a fin de estudiar su arte y profundizar pura y musicalmente
en las técnicas de composición que empleaban.
Al escuchar una y otra vez tales creaciones, no sólo
experimentaba sensaciones de placer estético, sino que se despertó en mí la
tendencia a vislumbrar la vida con plenitud, como si ésta fuera más viva, más
intensa (contrariamente al sentido propio de todo réquiem).
Absorbido por esas emociones de suprema fascinación, me aventuré
a concluir con que el arte resultaba ser la más fértil de entre todas las
fuerzas del espíritu, y que la música en particular -como sostenía Berlioz-
podía expresar absolutamente todo: ideas, sentimientos, formas y colores.
Llegado a ese punto de percepciones estéticas, de evolución
musical, y hasta de elucubraciones filosóficas, cabía preguntarse lo esencial,
lo que representaba todo aquello que había satisfecho mis oídos y que había
sido poderosa fuente de reflexión: ¿qué es un réquiem?
Teóricamente, no resultó tarea ardua llegar a una definición
precisa ya que los textos coincidían, por poco, en lo mismo: un réquiem (del
latín réquies, “descansar”) es una misa de difuntos de la religión católica
(también de la Iglesia Anglicana y de la Ortodoxa), o una misa por los muertos
cantada el Día de los Difuntos y en los funerales y misas de aniversario.
Se llamaba así porque comenzaba con las palabras del
Introito: “Requiem aeternam dona eis,
Domine” (“Concédeles el descanso eterno, Señor”). Con el paso del tiempo,
esa forma de interpretación fue perdiéndose para dar paso a los réquiems de
concierto.
La noción que expresaba el concepto, la de la muerte
(descanso eterno), me encaminó, en todo su misterio, a algo consustancial a
ella: el silencio.
Siempre, musicalmente hablando -aunque esto pudiera sonar
contradictorio-, me interesó el silencio. Más aún cuando en mis lecturas y
audiciones hallé la existencia de música que no hacía ruido, como A One Minute Silence, del álbum
Classical Graffiti (2002), de la banda The Planets; un tema en que durante todo
un minuto se “escucha” el más absoluto silencio.
O registros discográficos de Maurice Lemaître, Yves Klein y
Robert Wyatt en que el punto común es el perfecto silencio. O de emociones
fuertes descubiertas en una grabación que sigue por dos minutos seguidos los
latidos del corazón del bebé de John Lennon y de Yoko Ono, como un modo
sugerentemente musical de expresar aquello que las palabras evitan decir: el
dolor y la ausencia que siguen al aborto involuntario.
Como estas experiencias de música en “silencio”, y otras
más, capturaron irresistiblemente mi interés comencé a bosquejar pasajes de un
réquiem que, aunque sonoro -pensado para coro mixto, órgano, cuarteto de
cuerdas y solistas soprano y barítono-, necesariamente debía apelar a música
que me auxiliara a entender con mayor claridad de fondo lo silente, y que a su
vez conciliara su naturaleza con el expresivo fundamento de un réquiem; esto
es, la manifestación de un silencio solemne, eterno.
La idea no era fácil, como tampoco era misión sencilla dar
forma a una obra de estas características. Si los anteriores ejemplos de
“música” en silencio eran naturalmente válidos, no gozaban del mayor sustento
de inspiración que urgía hallar: la partitura.
Fue entonces que recalé en 4´33”, del compositor
estadounidense John Cage, obra de música aleatoria (música conceptuada como
librada al azar) de cuatro minutos y medio de silencio con diversos cambios de
posición del pianista para indicar los movimientos de la composición.
Aunque esta música produjo en su momento tremenda conmoción
y rechazo, la definición que de ella formuló Cage atenuó la censura: “El
silencio es todo aquello hacia lo cual no prestamos atención, a lo que se sitúa
por debajo del umbral de la atención. Y prestar atención en él es lo que lo
hace audible; por tanto, es la escucha la que produce la dimensión sonora del
silencio”.
Y así el silencio -bien entendido- cobró vida musical, si
bien ya existía un antecedente: La marcha fúnebre compuesta para los funerales
de un hombre sordo, de Alphonse Allais (1897), cuyos nueve compases en blanco
posiblemente inspiraron tentadoramente a Cage a crear estrictamente la música
del silencio.
Y afirmo esto porque acerca de la emergente música aleatoria
(azar) se revela toda una referencia: en el siglo XVIII Mozart ideó un tratado
para componer valses echando dos dados, con ritmo prefijado, y los resultados
de los dados, mirando unas tablas, daban la sucesión de notas.
La creación de la música del silencio atrapó como tentáculos
mi inquietud creadora. Tomando como base la secuencia de los números del
Réquiem de Fauré (Introito, Ofertorio, Sanctus, Pie Jesu, Agnus Dei, Libérame e
In Paradisum), y con todo el conjunto de músicos (40 artistas) que
interpretaron mi Réquiem Brevis, me expresé a través de una música tonal que
tuviera como sello imaginativo, y de sensaciones, un encantamiento mágico desde
donde fluyeran variaciones de melodías, color, armonía, ritmo (hay en el
Ofertorio 25 cambios de ritmo o compás), que buscaban sensibilizar y
transportar al oyente a momentos de éxtasis.
Tal encantamiento mágico fue a la búsqueda, en fin, de la
superposición del silencio al sonido, como una poesía en susurro consagrada a
la filosofía de un réquiem; como si el cerebro de cada oyente fuera sorprendido
en un estado de agradable tensión de silencio y sonoridad recogida.
La obra concluyó gradualmente en el más absoluto silencio.
Cuando aquel 6 de noviembre de 2013 (día del estreno), como compositor y
director de la obra me di vuelta hacia el público que colmaba la Iglesia de la
Exaltación de Obrajes, y advertí lágrimas.
Recuerdo que una destacada personalidad de nuestro medio,
adulto mayor, me abrazó por intensos minutos, a lágrima viva y en silencio,
manifestando todo lo que a su ya avanzada edad había sentido y le urgía
insinuar calladamente.
Días después, un afamado crítico de arte acuñó la siguiente
frase: “Al escuchar el Réquiem, nos sentimos transportados hacia el umbral de
un ‘llanto espiritual’, dada la profundidad temática…”. Sin duda un comentario
que encierra un significado especial. Misión cumplida.
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