jueves, 6 de marzo de 2014

Staccato



Réquiem Brevis


Una apología del silencio, o cómo el autor concibió, procesó, creó y se desprendió de una obra musical.





Pablo Mendieta Paz / músico

Hubo tiempos, a veces esporádicos, a veces prolongados, en que la audición en discos de vinilo y luego en discos compactos de los grandiosos Réquiems de Mozart, Berlioz, Verdi, Fauré, atrapaba mis horas de quietud nocturna, a fin de estudiar su arte y profundizar pura y musicalmente en las técnicas de composición que empleaban.
Al escuchar una y otra vez tales creaciones, no sólo experimentaba sensaciones de placer estético, sino que se despertó en mí la tendencia a vislumbrar la vida con plenitud, como si ésta fuera más viva, más intensa (contrariamente al sentido propio de todo réquiem).
Absorbido por esas emociones de suprema fascinación, me aventuré a concluir con que el arte resultaba ser la más fértil de entre todas las fuerzas del espíritu, y que la música en particular -como sostenía Berlioz- podía expresar absolutamente todo: ideas, sentimientos, formas y colores.
Llegado a ese punto de percepciones estéticas, de evolución musical, y hasta de elucubraciones filosóficas, cabía preguntarse lo esencial, lo que representaba todo aquello que había satisfecho mis oídos y que había sido poderosa fuente de reflexión: ¿qué es un réquiem?
Teóricamente, no resultó tarea ardua llegar a una definición precisa ya que los textos coincidían, por poco, en lo mismo: un réquiem (del latín réquies, “descansar”) es una misa de difuntos de la religión católica (también de la Iglesia Anglicana y de la Ortodoxa), o una misa por los muertos cantada el Día de los Difuntos y en los funerales y misas de aniversario.
Se llamaba así porque comenzaba con las palabras del Introito: “Requiem aeternam dona eis, Domine” (“Concédeles el descanso eterno, Señor”). Con el paso del tiempo, esa forma de interpretación fue perdiéndose para dar paso a los réquiems de concierto.
La noción que expresaba el concepto, la de la muerte (descanso eterno), me encaminó, en todo su misterio, a algo consustancial a ella: el silencio.
Siempre, musicalmente hablando -aunque esto pudiera sonar contradictorio-, me interesó el silencio. Más aún cuando en mis lecturas y audiciones hallé la existencia de música que no hacía ruido, como A One Minute Silence, del álbum Classical Graffiti (2002), de la banda The Planets; un tema en que durante todo un minuto se “escucha” el más absoluto silencio.
O registros discográficos de Maurice Lemaître, Yves Klein y Robert Wyatt en que el punto común es el perfecto silencio. O de emociones fuertes descubiertas en una grabación que sigue por dos minutos seguidos los latidos del corazón del bebé de John Lennon y de Yoko Ono, como un modo sugerentemente musical de expresar aquello que las palabras evitan decir: el dolor y la ausencia que siguen al aborto involuntario. 
Como estas experiencias de música en “silencio”, y otras más, capturaron irresistiblemente mi interés comencé a bosquejar pasajes de un réquiem que, aunque sonoro -pensado para coro mixto, órgano, cuarteto de cuerdas y solistas soprano y barítono-, necesariamente debía apelar a música que me auxiliara a entender con mayor claridad de fondo lo silente, y que a su vez conciliara su naturaleza con el expresivo fundamento de un réquiem; esto es, la manifestación de un silencio solemne, eterno.
La idea no era fácil, como tampoco era misión sencilla dar forma a una obra de estas características. Si los anteriores ejemplos de “música” en silencio eran naturalmente válidos, no gozaban del mayor sustento de inspiración que urgía hallar: la partitura.
Fue entonces que recalé en 4´33”, del compositor estadounidense John Cage, obra de música aleatoria (música conceptuada como librada al azar) de cuatro minutos y medio de silencio con diversos cambios de posición del pianista para indicar los movimientos de la composición.
Aunque esta música produjo en su momento tremenda conmoción y rechazo, la definición que de ella formuló Cage atenuó la censura: “El silencio es todo aquello hacia lo cual no prestamos atención, a lo que se sitúa por debajo del umbral de la atención. Y prestar atención en él es lo que lo hace audible; por tanto, es la escucha la que produce la dimensión sonora del silencio”.
Y así el silencio -bien entendido- cobró vida musical, si bien ya existía un antecedente: La marcha fúnebre compuesta para los funerales de un hombre sordo, de Alphonse Allais (1897), cuyos nueve compases en blanco posiblemente inspiraron tentadoramente a Cage a crear estrictamente la música del silencio.
Y afirmo esto porque acerca de la emergente música aleatoria (azar) se revela toda una referencia: en el siglo XVIII Mozart ideó un tratado para componer valses echando dos dados, con ritmo prefijado, y los resultados de los dados, mirando unas tablas, daban la sucesión de notas.
La creación de la música del silencio atrapó como tentáculos mi inquietud creadora. Tomando como base la secuencia de los números del Réquiem de Fauré (Introito, Ofertorio, Sanctus, Pie Jesu, Agnus Dei, Libérame e In Paradisum), y con todo el conjunto de músicos (40 artistas) que interpretaron mi Réquiem Brevis, me expresé a través de una música tonal que tuviera como sello imaginativo, y de sensaciones, un encantamiento mágico desde donde fluyeran variaciones de melodías, color, armonía, ritmo (hay en el Ofertorio 25 cambios de ritmo o compás), que buscaban sensibilizar y transportar al oyente a momentos de éxtasis.
Tal encantamiento mágico fue a la búsqueda, en fin, de la superposición del silencio al sonido, como una poesía en susurro consagrada a la filosofía de un réquiem; como si el cerebro de cada oyente fuera sorprendido en un estado de agradable tensión de silencio y sonoridad recogida.
La obra concluyó gradualmente en el más absoluto silencio. Cuando aquel 6 de noviembre de 2013 (día del estreno), como compositor y director de la obra me di vuelta hacia el público que colmaba la Iglesia de la Exaltación de Obrajes, y advertí lágrimas.
Recuerdo que una destacada personalidad de nuestro medio, adulto mayor, me abrazó por intensos minutos, a lágrima viva y en silencio, manifestando todo lo que a su ya avanzada edad había sentido y le urgía insinuar calladamente.

Días después, un afamado crítico de arte acuñó la siguiente frase: “Al escuchar el Réquiem, nos sentimos transportados hacia el umbral de un ‘llanto espiritual’, dada la profundidad temática…”. Sin duda un comentario que encierra un significado especial. Misión cumplida.

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