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jueves, 14 de septiembre de 2017

Yuri Herrera en Bolivia

El correr de los ríos subterráneos



Sobre Señales que precederán el fin del mundo, la estupenda novela de Yuri herrera reditada ahora para Bolivia en un no menos estupendo trabajo de La Perra Gráfica y Oscar Zalles.


Mauricio Murillo

Uno de los desafíos de la literatura contemporánea tiene que ver con la manera en que se narra o se ficcionaliza algo que se ha contado muchas veces. Es difícil escapar al cliché. Son pocos los libros que reelaboran el pasado y el presente de manera no solo nueva, si no también hermosa. Esto es más difícil sobre todo si la ficción que se escribe gira en torno a un tema del que se ha dicho mucho y, además, se supone que existen las maneras correctas y acabadas de entender un suceso social. Entre muchos de sus méritos, Yuri Herrera elabora con Señales que precederán al fin del mundo una novela que no cae en la mirada trillada de la violencia del norte mexicano y, además, tampoco simplifica un conflicto tan complejo y duro como es el de la frontera entre México y Estados Unidos.
Señales que precederán al fin del mundo relata el viaje de Makina, quien parte de su pueblo en Hidalgo para recalar en EEUU, pasando por el DF y, algo ineludible, por la frontera. El término “viaje” en la novela de Herrera implica distintas maneras de entender el desplazamiento de Makina. Entonces, en la novela va a ser importante el dilema del movimiento y del estarse. La personaje va en busca de su hermano, quien emigró años antes. Una búsqueda. Como ella, muchas otras personas tienen la pulsión del movimiento hacia el norte.
En dos momentos de la novela le preguntan que cómo está Cora, su madre. “Está, nomás”, ella responde. El estarse de la madre se opone violentamente al desplazamiento de Makina que es un buscar pero también un alejarse. Así como le inquieren sobre la madre, le preguntan a ella varias veces si va a cruzar: “¿Vas a cruzar?”. Pregunta que luego se convierte en una afirmación. Cora se está y Makina cruza. Un conflicto del movimiento y de la quietud. “No podía detenerse, debía seguir caminando aunque no supiera cómo iba a regresar. Era el ritmo, era su cuerpo sin lastre, era el leve sonido de su resuello lo que la impulsaba”, dice el narrador. Es la ilusión de estar de paso, de moverse un rato para volver a la quietud, al pueblo propio. Pero es una ilusión. Un personaje, ya del lado gringo, le dice a Cora: “Yo aquí nomás estoy de paso”. Luego le cuenta que ya son 50 años. En el movimiento, el tiempo es relativo. O distinto.
El desplazamiento es esencial para cruzar la frontera. Se cruza la frontera al cruzar un río. El río que es, justo, una metáfora clásica de lo que no vuelve, de lo que no se queda quieto. Ahí esta eso que amenaza a Makina y la hace “viajar”, “el correr de los ríos subterráneos”, como se lee en el libro. Al final el movimiento ya no será horizontal, sino vertical. Un movimiento descendente, que lleva a Makina hacia lo subterráneo, hacia lo oscuro.
Yuri Herrera consigue con Señales que precederán al fin del mundo producir una escritura sobre un tema tan arduo como frecuentado. Al hacerlo, podemos entender que sobre ciertas cosas es mejor escribir ficción, que eso nos dice mucho más sobre la violencia, la desigualdad, la pena que miradas cerradas en busca de respuestas. Así, otro de los grandes picos de la novela (además de lo ya mencionado y del simbolismo y del ritmo) es el lenguaje. Como ya lo demostró con su primer libro, Trabajos del reino, Herrera es un artesano de la palabra. Su cadencia, su sintaxis, sus oraciones, sus diálogos son irrepetibles. Pocos escritores en castellano esculpen el lenguaje como él. Así se puede relatar el horror desde la belleza, sin simplificar dicho horror.

Esta escritura depurada está acompañada por las espléndidas ilustraciones de Oscar Zalles en una edición para Bolivia preparada por La Perra Gráfica. Si los lectores bolivianos no han leído a Yuri Herrera, esta es una oportunidad que deberían aprovechar. Una novela sobresaliente que ahora aparece en una edición imperdible.

sábado, 26 de agosto de 2017

Lo nuevo de Saúl Montaño

Saúl Montaño, autorreferencial

Una lectura de Autorretrato (Nuevo Milenio, 2017), la reciente “no ficción” del escritor camireño.



Martín Zelaya Sánchez

¿Honestidad brutal? ¿Ego… exhibicionismo? No importa, está muy bien escrito y es de esos pocos textos breves que, como dice el lugar común, se pueden leer de un tirón. Ahora bien, si queda claro lo que se devela al final: que este no es un todo, apenas una parte de algo mayor, habrá que ver si ese algo mayor -novela, crónica autobiográfica, texto híbrido…- mantiene el mismo gancho.
“Me parece extraño que me feliciten por alguna publicación literaria que realizo. Me planteo escribir historias que retraten las contradicciones del ser humano, sin embargo, siempre concluyo historias donde lo que prima es alcanzar un efecto poético, tal vez por eso hasta ahora considero que he fallado como narrador”.
En este párrafo de la página 27 de Autorretrato (Nuevo Milenio, 2017), Saúl Montaño se explica y se contradice. ¿O no? ¿Vale el “efecto poético” en una “no ficción (así subtitula el libro), al menos en apariencia, autobiográfica? ¿Por qué no?
De todas maneras, no porque te adviertan de entrada que no es ficción hay que tomarlo como tal; pero claro, no por eso -también- hay que dejar de tomarlo como tal.
Este pequeño libro de 54 páginas que la editorial cochabambina puso a la venta para la Feria Internacional del Libro de La Paz es, como bien lo dice Maximiliano Barrientos en la contratapa, “un potente artefacto narrativo”, pero -lo enfatizo- deja abierta la interrogante en torno al proyecto mayor.
Ya Montaño dio muestras de que es capaz de alcanzar momentos muy bien logrados de prosa fluida, en muchos de los relatos de Desvelos (La Perra Gráfica, 2016), libro en el que, sin embargo, quedó en entredicho algo que ahora está fuera de discusión: la verosimilitud. Verdad, mentira… ambas, ninguna, una más que la otra… no importa, el lenguaje lo hace todo creíble y genuino. Y esto es lo que sí importa.
Autorretrato es una suma de retazos autodescriptivos sin más aparente orden o sentido que el que dicta el momento en el que el autor se sienta a escribir. Así, las confesiones de hazañas e inseguridades sexuales se juntan con listas de autores, películas, series y libros favoritos; las técnicas exitosas y fracasadas de conquista, alternan con tomas de postura como “no soy de izquierda”, o debilidades, como emocionarse hasta las lágrimas en una ceremonia religiosa.
Casi al azar, un párrafo (párrafo es un decir, no hay puntos aparte en todo el libro) que resume la heterogeneidad total:

“Detesto los zapatos Crocs. Este libro está pensado y escrito para lectores desconocidos, pero también para algunos amigos. He defecado en vía pública. Mi madre me dio de tomar cal en vez de leche en polvo cuando yo era un bebé; no lo hizo a propósito. Una prima dice que vio sangrar los pies de una estatua de la Virgen María. De niño fui testarudo con las cosas que no podía realizar, cuando las conseguía rompía en llanto. Pocas veces tengo lapsus etílicos, usualmente recuerdo todo…”. Pág. 38.

Entre lo variopinto, original y recurrente a la vez, este ejercicio literario es no solo válido, sino ejemplificador -considero- de cómo para hallar la voz literaria (allende su calidad) solo hacen falta dos cosas, las más obvias, pero para tantos, al parecer, las menos practicadas: leer, leer, leer, leer, leer… y solo después, y entre lectura y lectura, corregir y desechar la mayoría de lo que se escribe.


viernes, 11 de agosto de 2017

Nuevo libro de Paz Soldán

Los futuros de Edmundo Paz Soldán



“Una oportunidad de adentrarse en toda la complejidad de la violencia y la miseria”… así entiende la escritora y académica chilena María José Navia a la nueva novela del cochabambino que acaba de salir con Nuevo Milenio en coedición con la española Malpaso. Así la recomienda.


María José Navia

Una cárcel y, en ella, una infección. Una mezcla, sin dudas, poderosa. Una historia para sacarle chispas al talento de Edmundo Paz Soldán, a su capacidad de descripción, de meterse en la cabeza de los personajes y en sus formas de habitar la vida y el lenguaje. Una oportunidad de adentrarse en toda la complejidad de la violencia y la miseria, tal como lo hiciera, magistralmente, en una de sus anteriores novelas: Norte.
Y, sin embargo, es tanto más que eso.
Leer Los días de la peste es una experiencia extraña. Incómoda. Se trata de una historia ambiciosa, de numerosos personajes, un coro inmenso y furioso de voces tratando de entender la vida. Más que el espacio de la cárcel, atestado y complejo, llamado La Casona, por todos, lo que más impacta en esta historia es la verdadera galaxia de afectos que construye. La forma de retratar la desesperación y la belleza.

Porque a una mujer se le muere su hija y el dolor es un aullido.
Porque los presos hacen apuestas para pasar el tiempo y sus apuestas son sobre el futuro. Los cambios por venir, los próximos en morir.
Porque hay una celda en la que estuvo atrapado un líder indígena y ya las manchas de sangre no salen más. Y, al dormir en ella, solo se escuchan susurros. Silbidos.
Porque una adolescente vive en la cárcel por opción, porque el mundo allá afuera puede ser aún peor, y filma los rincones mientras tararea una canción. O una doctora decide dormir en su oficina, mientras se acumulan los enfermos por culpa de una plaga misteriosa, porque en su casa no hay personas, ni animales ni plantas que la esperen.

Hay una soledad profunda que no se va. Y cultos religiosos que intentan darle un sentido a todo lo que pasa. Los ritos que rodean a la Innombrable, o Ma Estrella, a quien deben rendírsele sacrificios con calaveras humanas (lo que inicia un tráfico de cabezas cortadas de la prisión), o los principios que rigen a quienes siguen la Exégesis e intentan entender el mundo en una comunión con los animales, así como bacterias y virus.  Dicen ellos: “Las manos, la piel, la voz, eran parte del grupo, al igual que los bichos invisibles que anidaban en el cuerpo. Todos criaturas dentro de la criatura, un mundo de otro mundo dentro de otro mundo, así hasta el infinito. Bacterias no menos que supernovas. El desafío era la armonía, el equilibrio. Eso decía la exégesis y en eso estábamos”.
Y también: “vivir es desequilibrar el mundo”. Y de este mundo desequilibrado y desbordado se hace cargo esta novela. Saltamos de personaje en personaje, de mundo en mundo, entendiendo más o menos, y viendo ese virus que se esparce, inmisericorde. Leemos cada pequeño capítulo, al principio tranquilos y luego ya no tanto. Porque a ese personaje del que nos encariñamos de pronto le empiezan las náuseas y luego ya todo es convulsión y sangre. Porque, a medida que va avanzando la novela (y, con ella, la plaga) dan ganas de ir a buscar un termómetro para asegurarse de que todo sigue en orden, de que no nos haya llegado de golpe la fiebre.
Los días de la peste recuerda la novela de Albert Camus pero en un estado más desaforado. Si en Camus el doctor era la voz que le daba sentido (o, al menos, un orden) a ese desequilibrio de la vida, en Paz Soldán tenemos todos los ángulos de un horror sucio. Y, entre ellos, claro, la voz de la doctora es importante. Un narrador en tercera persona la sigue de cerca, la observa. Leemos: “La doctora no veía a Rigo por ninguna parte. Y comprendía que la necedad del virus no era nada ante el barullo desorbitado de los humanos. El virus era lo que era, no tenía opciones. Los humanos, en cambio, se esmeraban en el desmadre cuando asomaba el peligro, en la búsqueda de salidas que no tuvieran en cuenta a todos, en la piedad hueca, tanta religión no servía de mucho”. O, en otro momento: “Como dijo una vez su profesor en la universidad, y lo había memorizado, ¿qué son los virus sino seres fantasmales, fantasmas puros que flotan en el mundo esperando poseer una célula humana para corporizarse y hacerse vida? Ahí los ve y no los ve. Todos los días. Monstruos perfectos”.
Pero también están las voces de los condenados. Del Flaco, que pierde a su familia y trata de pensar en el dolor como una objeto: “A veces creía que el dolor era un objeto pesado en algún lugar del cuerpo, un cofre que podía dejarse en algún lugar, por ejemplo cerca de los palos borrachos en el primer patio o de los chicles en los pasillos entre el segundo y el tercer patio, y se dirigía rumbo a los palos borrachos y se sentaba junto a la fuente, esperando que esa piel anestesiada reaccionara, golpeando la fuente con el estetoscopio como si con ello pudiera obrar el milagro de trasladar de ese modo el cofre en que aguardaba su dolor a otro espacio que no era él”. O de otro, solo nombrado con un número, que también se afirma de las cosas materiales para contener la angustia de estar en una celda de aislamiento: “No quiere pensar en lo que podría ocurrirle. Debe concentrarse en el botón, como le enseñó ese maestro en las minas. Su vida es eso, enfocar todas las energías en una causa pequeña hasta lograr que esa causa estalle. No quiere que el botón estalle. Solo quiere que lo acompañe para vencer los próximos minutos”.
En el epígrafe de Los días de la peste se lee lo siguiente: “Todo, hasta lo más pequeño, muestra un orden, un sentido y un significado, todo en el mundo biológico es armonía, todo melodía”. Se trata de una frase de Jacob Von Uexküll quien, en uno de sus experimentos más famosos, descubrió que las garrapatas no beben la sangre de sus víctimas por tratarse de sangre, sino que por la temperatura a la que este líquido se encuentra.
Es difícil leer la armonía del mundo biológico, adivinar notas y acordes detrás del desequilibrio y la muerte; es difícil entender la realidad de la violencia, el sistema carcelario, la brutalidad del abuso y el aparente consuelo de la idolatría, pero, mientras hacemos el esfuerzo de sintonizar mejor la antena para distinguir esa canción, la ficción sigue avanzando como un virus capaz de hacer de la vida su huésped. O, como diría uno de los personajes de esta novela: “La vida: agarrarse de la cola de un cometa”.






sábado, 29 de julio de 2017

Novela de Mauricio Murillo

Pasado y presente, memoria y legado

Sombras de Hiroshima (3600) la nueva novela de Mauricio Murillo, una de las grandes novedades de la Feria Internacional del Libro de La Paz, es una provocadora reflexión existencialista, matizada en una trama fluida y simple -en el buen sentido de la palabra- con un sólido lenguaje y una inteligente estrategia narrativa.



Martín Zelaya Sánchez

Un escritor más bien mediocre -el narrador-protagonista- está ante la oportunidad de su vida: un canal de televisión aceptó su guion para una teleserie, y empieza a producirla. ¿Logrará este éxito laboral llenar sus vacíos, enterrar sus obsesiones y traumas?
Obsesiones y traumas, anotamos y así es, la nueva novela de Mauricio Murillo es una constante vista al pasado, o mejor aún, una muestra de la terrible convivencia de presente y pasado.

Presente 1. El protagonista, de quien nunca se sabe el nombre y a quien se intuye bordeando la treintena, encara la vida sin entusiasmo ni ambiciones, pero tampoco con desolación o culpas. Al margen de su ocasional rol de guionista, huye de la soledad con la mayor cantidad de tragos posible, y junto a Elena y David, una pareja de amigos anarquistas que coquetea con el terrorismo.
Pasado 1. Precisamente Elena y David empiezan a escarbar los fantasmas de su amigo cuando se obsesionan por la extraña manía del abuelo de éste, que coleccionaba fotos de las sombras de Hiroshima (cuando la bomba atómica cayó sobre la ciudad japonesa, se produjo una temperatura tan alta que siluetas de personas y objetos quedaron tatuadas en pisos y paredes), y de fenómenos naturales: siameses, malformaciones, etc.
Pasado 2. Y ni siquiera en el prometedor nuevo empleo puede escaparse. Uno de sus colegas -Mirko Maidana- resulta ser un conocido de su pueblo que lo atormenta con la historia de Alicia Villanueva, amiga inseparable del protagonista en la infancia, salvajemente asesinada años después.

Esta novela habla sobre el legado y la memoria, sobre las marcas indelebles: las sombras son el reflejo de una presencia, pero las sombras de Hiroshima son el reflejo eterno de una ausencia. A partir de este concepto el autor arma una historia pesimista, pero absolutamente a tono con la crisis existencial acaso más aguda –aunque desapercibida- de las generaciones del milenio.

“Lo más difícil es despertarse. Saber que no hay nada por lo que uno quiera salir de la cama. Ahí está todo ese peso inmaterial que a veces es impuesto nomás”. (Pág. 27)

Presente 2. El argumento de la teleserie: un detective llega a un pueblo en las riberas del Titicaca a investigar la muerte de un hombre. En medio de una fiesta devocional, en el pequeño poblado se identifica a un hombre que acaba de despertar amnésico (¿Memoria? ¿Olvido?), y al asesino que se niega empecinadamente a hablar.
Pasado y presente: como las de Hiroshima, medio siglo atrás, el protagonista da con su propia imagen devastadora: una foto de la escena del crimen de Alicia, en la que se podía notar la silueta de la joven grabada en un charco de sangre).
Legado y memoria, también… pero fiel a su intento –muy remarcable, por cierto- por reflejar algunos de los rasgos de estos días ya no tan de inicio de milenio, Murillo da cuenta del ineludible signo de la contradicción en que vivimos; y lo hace, bellamente, desde un personaje marginal: Norma, la esposa paralítica de su abuelo quien desolada por su postración, decidió no volver a hablar nunca más.

“Norma había elegido el silencio. No podía mover nada aparte de sus ojos, pero todos sabíamos que podía hablar. No pude comprender. Podía haber entendido que quisiera matarse (…) Lo que no pude comprender jamás es que alguien quisiera dejar de hablar para siempre”. (Pág. 60)

Inmediatamente después de este párrafo, Murillo, en la voz de su narrador-protagonista, escribe: “Habitamos el mundo, que no es un lugar lindo, a partir de lo que podemos nombrar”. Es decir, renunciar al lenguaje es despojarse de uno mismo, sacrificar, por consiguiente, cualquier legado; negarse a sí mismo la posibilidad de la memoria. A no perder de vista que el silencio no necesariamente es igual en todo o para todos. Norma lo busca y asume, el asesino de la teleserie, se ve obligado a él.
Pasado y presente. Memoria y legado. Contradicción y obsesiones. Una frase que el guionista recuerda en boca de su abuelo confirma esta cadena de ideas-temas-inquietudes y, de paso, sirve como muestra de algunos de los picos encomiables en el trabajo del lenguaje del autor:

“Cuando se acabe todo, o sea, la vida de una persona, o sea, la mía, que es la única vida, se van a parar los relojes a la misma hora. [¿Cómo en Hiroshima?] La edad del mundo, de lo que existe, es la edad de uno mismo y es en ese momento en que llega el fin. (Pág. 79)

El cuerpo es una grabadora de nuestra vida. La muerte, es el apagarse del cuerpo. El dolor, los traumas y obsesiones -no pocas veces el legado más tangible del pasado- son una cicatriz que se graba para siempre y que solo se libera con la muerte.


PD. No quiero olvidarme de la portada. No siempre se le da la importancia que tienen a las tapas de los libros: la cara, la imagen primera. Y Sombras de Hiroshima tiene una portada extraordinaria. Punto alto para el diseño de Camila Jaimes… y para la editorial 3600, por supuesto.



lunes, 26 de junio de 2017

Comentario

Eduardo Mitre tras la poética
del retorno y la nostalgia

Una lectura de Las puertas del regreso. Nostalgia y reconciliación en la poesía hispanoamericana (Plural, 2017) el nuevo libro de Eduardo Mitre, un lúcido ensayo seguido de una antología de 26 poetas cuyas obras se vieron atravesadas por la ausencia y el regreso.



Martín Zelaya Sánchez

En su libro Viajes y otros viajes, Antonio Tabucchi escribe: “posar los pies en el mismo suelo durante toda la vida puede provocar un peligroso equívoco, el de hacernos creer que esa tierra nos pertenece”.
La ausencia -voluntaria, eventual; obligada, definitiva-, el regreso y, por consiguiente, la permanencia (arraigo o fugacidad) son temas trascendentales a la poesía de todos los tiempos -junto con muy pocos otros; amor/desamor, vida/muerte, etc.- y Eduardo Mitre, versado como pocos en la reflexión en torno a la poética -más allá de su innegable valía como vate- nos presenta un precioso libro dedicado a esto: Las puertas del regreso. Nostalgia y reconciliación en la poesía hispanoamericana (Plural, 2017).
“Este libro -explica el orureño en el prólogo- es un viaje por la experiencia del retorno en las obras de poetas hispanoamericanos contemporáneos. Va de Ramón López Velarde hasta autores como Pedro Shimose, Raúl Zurita y Jorge Galán, pasando por Huidobro, Neruda, Paz y otros clásicos de la poesía hispanoamericana de vanguardia”.
Pero además del estudio riguroso de estas búsquedas e intereses (ausencia-retorno) en poemas de 26 autores, Mitre, como bien nos tiene acostumbrados en libros como Pasos y voces, ofrece además una segunda parte con una antología en la que recoge las creaciones que lo inspiraron. Por ejemplo, No vive ya nadie, del enorme César Vallejo:

“-No vive ya nadie en la casa -me dices-; todos se han ido. La sala, el dormitorio, el patio, yacen despoblados. Nadie ya queda, pues todos han partido.
Y yo te digo: Cuando alguien se va, alguien queda. El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo...”.

Vamos a trazar una breve lectura de las lecturas -valga la redundancia- de Mitre sobre los cuatro poetas bolivianos incluidos en el libro: Octavio Campero Echazú, Jaime Saenz, Pedro Shimose y Jesús Urzagasti, pero antes se hace necesario identificar rastros de ausencia y retorno en la vida y obra de este orureño de nacimiento, cochabambino de crianza y residente hace ya varias décadas en el exterior. En su artículo “La suma poética de Eduardo Mitre”, en el que Adolfo Cáceres Romero hace un sucinto recorrido por la trayectoria de su amigo, escribe:

“…Cochabamba era el vacío, la ausencia sin esperanza; pronto emprendió su primer exilio voluntario, en parte siguiendo el recorrido de [Edmundo] Camargo, sobre todo en Francia. Estuvo en Niza, hasta 1968, año en el que estalló la rebelión estudiantil; entonces, el Gobierno hostigó a los estudiantes hispanoamericanos. Mitre tuvo que abandonar ese país. Feliz retorno para nosotros. Puso en escena, en el teatro Adela Zamudio de Cochabamba, su poema escénico Pastor de una ausencia, que nunca fue publicado”.
Morada abre sus páginas con una cita de Octavio Paz: “es el centro del mundo cada cuarto”, verso muy significativo, por cierto, por cuanto el “cuarto” es la “morada” con la que Mitre anima recurrentemente varios de sus poemas, pues de algún modo le hace dueño de un espacio recobrado, a fuerza de vivir de sus añoradas experiencias, entre las cuales están: su hogar, sus libros y autores favoritos (…)”.

Los bolivianos
Después de repasar las “idas y venidas” en la vida y poesía de López Velarde, Mistral, Vallejo, Huidobro y Borges, Mitres recala en Octavio Campero Echazú. Se detiene en el poema Porque van diez años, un relato del desarraigo del migrante que parte en busca de un mejor destino (laboral, económico) y al volver a Tarija se hace patente su triple pérdida: de identidad (no se reconoce más), de reconocimiento (no lo aceptan más) y de amor (no lo esperan más).

“Porque van diez años / que dejé mi tierra, / ya nadie me quiere / conocer siquiera”.

Luego viene Jaime Saenz con su La piedra imán, “una experiencia de regreso o de varios regresos” a la eterna y única (para él) La Paz. Centrándose en especial en el capítulo XXV de esta prosa poética, Mitre identifica la imagen e idea predominante de “reincorporación”, palabra que aunque aparentemente daría cuenta de una contraposición al retorno fallido de Campero Echazú, en el fondo no. El pasado permanece, pero no existe; solo es memoria, solo es rememoración, un espectro, una irrealidad para el que vuelve, para el que intenta volver a él. A fin de cuentas, reflexiona Mitre, “el regreso al pasado es imposible, pero el pasado es decible, evocable, representable. El deseo apela a la escritura como a una piedra imán que lo atraiga al presente, y eso es lo que hace Jaime Saenz en su gran obra poética y narrativa: escribir (revivir) la ciudad y los habitantes de su infancia y juventud…”.

“Vuelvo de años. / Ya todo lo había olvidado, ya nada recordaba. / Y he aquí que ahora las cosas vuelven a ser las de antes, / y ya todo…”.

El tercer boliviano incluido en Las puertas del regreso es Pedro Shimose, a quien no duda en calificar de “poeta del exilio”. Se vale Mitre de varios poemas del beniano para destacar dos signos que marcan sendas etapas en su ars poetica: el dolor por la expulsión y la añoranza de su patria, y experiencia agridulce del retorno (momentáneo). Al contrario de Campero Echazú y Saenz, más pendientes de lo territorial-espacial, Shimose escribe siempre con el trasfondo del amor y un evidente “sentimiento de ajenidad” debido a la apropiación que en largos años hizo ya de su nuevo hogar, de su nueva patria de acogida, a la que, desde luego, también extraña-deja-retorna. “Nostalgia doble -escribe Mitre-: espacial por Madrid y temporal por la juventud, ligadas ambas a una presencia: la esposa”.

“A 10.000 kms. de ti, descubro / a un hombre / acostumbrado a otro país, / a otra ciudad, / a otras amistades. / Mi país: / humo de nostalgia, / casi un sueño…”.

Finalmente está Jesús Urzagasti. “Poeta del viaje -escribe el autor-,  Urzagasti también lo es de la permanencia, del viaje interior, de las raíces”. Como todo buen lector tanto de los versos como de la prosa del chaqueño, a Mitre le es fácil identificar una constante: el verbo “volver” como señal no ya solo del retorno, sino en esencia del desprendimiento. De Campo Pajoso al monte chaqueño, del monte chaqueño a La Paz, y de La Paz al mundo. Un periplo crucial, permanente, repetido… pero siempre con pasaje de retorno.
El trasfondo, el eje tangencial -a no olvidar- es siempre la muerte, viaje final y definitivo. El único sin retorno.

“No caminaron en vano los que un día partieron / aquí están de vuelta con todas sus palabras / y con un silencio muy antiguo en la mirada. / Pensé que nos íbamos a extraviar en el gran mundo / creí que todo se extraviaría en el gran ruido de los días / y que la noche nos esperaría con otra fachada / de modo que sufrí sin anticiparme / al milagro de las pérdidas…”.
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Epílogo
(Fragmentos)

Eduardo Mitre

(…) La figura arquetípica de Ulises propicia varios poemas de la selección, de manera más directa y recurrente en Borges y en Montejo, y va implícita en Raúl Zurita al enfrentarse al mar de desaparecidos de su patria. En los tres poetas, Ulises constituye un modelo afirmativo de la condición humana. Contrapuesta a la exultación del héroe, Olga Orozco asume una perspectiva crítica que proyecta sombras sobre el héroe, asimilándolo a la codicia, a la conquista del poder. Ulises ejemplificaría la hibris o desmesura tan reprobada por la filosofía y los trágicos griegos. (…)
En la mayoría de las experiencias del regreso predomina la decepción, el chasco derivado del choque entre la realidad añorada y la reencontrada, de tal manera que en casi todas se cumple el aserto que inspiró este libro: el mal del exilio es la nostalgia; el mal del retorno, la decepción”. La llegada comporta casi siempre un trauma por el carácter fantasmal que reviste el espacio del retorno y el consecuente desconcierto que se apodera del sujeto ante una realidad cambiada al punto de serle irreconocible. El regresado pisa un territorio minado de interrogaciones referentes tanto a su identidad como a su entorno transformado o trastornado: ¿Dónde estoy?, ¿a qué he venido?, ¿quién soy?, son preguntas recurrentes tanto en los poemas de Huidobro y Neruda como de Paz y Eugenio Montejo.

Territorialmente hablando, en varios poemas el retorno no traspasa el umbral de la casa, sino que se detiene a la puerta o en los alrededores, en el paisaje que la circunda. De ahí el suspenso o final abierto en que concluyen varios de ellos. Lo que sí hay, propiciadas por el retorno, son rememoraciones de la casa y de la infancia. En rigor, son reminiscencias: escenas y escenarios súbitamente alumbrados por la memoria en los cuales el sujeto vuelve a ser niño por un instante que se disipa ante la conciencia de la “blanca tempestad del arena”, que es el tiempo irrevocable e irreversible. Sin embargo, hay excepciones: la primera, la más clara, es la de Borges, en quien el regreso es un júbilo pausado. Otra es Regresó el caminante, de Neruda, cuyo vitalismo postula a una reconstrucción acorde con el progreso, y a una recuperación de su Temuco natal; finalmente: El estanque colmado, de José Galán, remata esa senda venturosa. La excepción más compleja y rica: la de Octavio Paz, por las múltiples perspectivas que abraza su escritura del retorno. Igualmente destacable la oscilación que distingue a los retornos en Benedetti y Pedro Shimose, en quienes al debate interior, incluso al rechazo que suscita el retorno, le sucede la reconciliación. (…)

domingo, 30 de abril de 2017

Crítica

La decantación de todas las cosas


A propósito de la reciente aparición de la Poesía completa de Roberto Echazú, la autora repasa las claves de la poética del vate tarijeño.




Mónica Velásquez Guzmán 

Debemos a la colección de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia la reedición de la Poesía completa del poeta tarijeño Roberto Echazú. La misma incluye 14 breves libros, algunos “poemas póstumos”, dos entrevistas y cuatro textos críticos, además del estudio introductorio a cargo de Vilma Tapia, también poeta. No existe en el corpus mayor novedad, salvo algún poema de los calificados como póstumos; el aporte viene dado más bien por un retrato del artista posible gracias a las entrevistas y por las lecturas e interpretaciones. Lo único lamentable es la exclusión del único texto crítico de Echazú, dedicado a Octavio Campero y que proyecta harto de su propia poética (hoy casi imposible de conseguir).
Reedición y lectura nos dan a pensar y a recordar a un valioso poeta. Se reiteran los rasgos más evidentes de su escritura: la brevedad que delata una intensidad tanto vital como verbal; su dedicación temática a la tierra, al olvido, a los motivos familiares: dedicados al padre y a los hijos (grandes ejemplos del tratamiento de la paternidad, junto con Eduardo Mitre, por ejemplo); su indagación por la condición humana; el silencio en sus versos y entre las fechas de publicación de sus libros; una mirada capaz de instaurar belleza, pureza y hasta cierta inocencia en lo mirado; una poética que, por celebratoria, no exilió de sí ni al dolor ni a la desolación, debidos sobre todo a un mundo o entorno desesperanzador. El centro de tal poética, tal vez, resida justo entre el instante de plenitud y el distenderse de su imposibilidad, su fugacidad o su “todavía no”. Se añaden filiaciones provocadoras con otros poetas bolivianos y extranjeros, se marcan sus recurrencias.

¿Un poeta temporal y contemplativo?
El hecho de que un poeta sea breve no necesariamente responde a un asunto de temporalidades. En este caso, la palabra del poeta tarijeño parece demorarse en el instante en que contempla algo. Frecuentemente se trata de un gesto, un movimiento, un rasgo donde se sugiere a todo un personaje, etc. La descripción, pero también la simbología de la escena, hacen que la naturaleza aparezca más como señal que como escenario o esencia; es decir, no es un canto a lo natural manifestado sino la puesta en escena de un oído atento a lo que dicha señal puede sugerir al sentido, tanto perceptual como de significación. Así, el registro de esos tenues signos apunta a retener algo del instante que pasa como una iluminación, un susurro apenas memorable, una nada que pasa. En esta poesía se equilibran la certeza de una fe que mira con bondad asistiendo a lo humano y la fiereza de un tiempo limitadamente histórico y humano que más bien distiende esa posibilidad, esa luz, dispersándola como latencia de ser más que como verdadera plenitud.
Si de brevedad se trata, la filiación con Ávila Jiménez, sugerida en el estudio y en la crítica, y con Fernando Rosso, añado yo, es evidente. Poetas que trabajan con la sutileza de los signos, con el parpadeo que los registra y con la secuencia del verso y de la mano que, inútilmente, intenta retener el paso del tiempo, o el paso del poema mismo.

¿Y las formas?
Llama la atención fijarse en rasgos formales de esta escritura más allá de la evidente brevedad. Por ejemplo, los versos siempre interrumpidos, casi una o un par de palabras en cada línea. ¿Qué respiración así se corta? No parece obedecer este rasgo ni a un fenómeno respiratorio y por tanto rítmico, ni a una visión del verso. Tal vez, a una fluidez de río o de brisa que obligue a demorarnos en poemas que apenas pasan y cuyo rápido vuelo nos exige un esfuerzo de atención, de morosidad, detenidos en cada palabra. Paralelamente, un vocabulario que apunta a la llaneza y un estilo que roza lo narrativo (no en su desarrollo sino en su atención a personajes y a escenas), completan la apuesta de una escritura que, creo, apunta a la poesía como nominación.
Si de poetas cuya perspectiva impregna lo poético (intenso) de prosa (lo extendido) se trata, entonces parece más que elocuente su cercanía con Urzagasti. Solo que, en este caso, el toque o la estocada verbal es más precisa y más detallista, diríase, un estilete verbal. La no abundancia, el no desarrollo y la negada abstracción parecen remitir a otras apuestas: una exaltada vitalidad, un apenas insinuado dolor.

Salida
Si, como dice Tapia en su introducción, aquí el paisaje toma consistencia de mundo como morada otorgada para ser y para estar, el lenguaje al nominar es la apropiación temporal que se hace de un imposible permanecer existiendo. En ese sentido, esta obra acá reunida nos permite como lectores retomar algunas viejas preguntas: ¿qué relaciones establece el lenguaje con lo que nomina?, ¿pueden las palabras retener el tiempo?, ¿pueden retener la luz?, ¿dar sentido a los signos que naturaleza, historia, sociedad y dioses nos envían? Una breve afirmación puede llegar desde la obra, un extenso reconocimiento y amorosa lectura, desde esta re-edición.


lunes, 17 de abril de 2017

Crítica

Un corazón más pequeño

Reseña de Trucha panza arriba, del guatemalteco Rodrigo Fuentes, publicada por editorial El Cuervo.



María José Navia

Hay una canción de Amanda Palmer que me gusta mucho: Trout heart replica. En ella se reflexiona sobre el amor y las cosas que duelen mientras se observa un criadero de truchas que nadan y nadan en círculos. Mi línea favorita allí dice: “Killing things is not so hard, is hurting that's the hardest part. And when the wizard gets me, I'm asking for a smaller heart”. O, en español: “Matar cosas no es tan difícil, es hacer daño lo que cuesta más. Y, cuando vea al mago, voy a pedirle un corazón más pequeño.”
Trucha panza arriba (El Cuervo, 2017), la primera colección de cuentos del escritor guatemalteco Rodrigo Fuentes, habla también de las cosas que duelen, de la animalidad triste que se esconde en toda familia, de la complejidad de los sentimientos, de ese hacer daño que, como dice la canción de Palmer, es a veces la parte más difícil.
Se trata de siete relatos que giran -o bien, nadan en círculos- alrededor de la figura de Henrik, un europeo, descrito como alguien inmenso, gigante que hace distintas inversiones en algún lugar de Guatemala. Las historias van entregando diversas perspectivas sobre él: mirado desde los ojos de uno de sus trabajadores, de su hijastro, o bien aparece en el fondo, allá lejos, apenas una figurita, en los cuentos centrados en su hermano (Güisqui) o en una de las vacas que vive en sus terrenos (De repente, Perla). También toma la palabra en Buceo, para contar un accidente familiar.
Leer a Fuentes es, a falta de mejor palabra, refrescante. Su prosa fluye, corre, se transforma. Es ágil, te salpica de agua la cara. Te agarra, bien firme, desde la primera línea y es inevitable y maravilloso seguirlo. Un libro que empieza diciendo “Esto de la familia es complicado” para terminar con una balacera. Cuentos en los que los animales sirven de testigos silenciosos de los errores humanos: de la falta de fuerza de voluntad de un alcohólico, del deseo de un hombre casado, de condiciones injustas de trabajo. Los ojos de los animales lo miran todo, desafiantes. Como en Güisqui en el que el narrador comenta sobre un perro: “Había una chispa burlona en su mirada, como si supiera algo sobre Mati que él mismo ignoraba”. O, en De repente, Perla, relato en el que una vaca se lleva todo el protagonismo: “Porque Perla los miraba como mira una persona. No como mira una persona cualquiera: como mira una mujer, una mujer que se sabe vista por un hombre. De esas mujeres que le agarran a uno la mirada y se la cachetean de vuelta. Así miraba Perla”.
El relato que abre el volumen, y le da también su nombre, cuenta la historia de uno de los trabajadores de Henrik, un hombre casado que se encanta con una muchacha del pueblo. Todos los días trata de distraerse de su deseo, preocupándose de las truchas de un criadero recién instalado por su patrón. Las observa, paciente. Dice, por ejemplo: “Las truchas son animales delicados, y no aguantan vivir a más de trece grados de temperatura”, para luego agregar: “Así como son delicadas también son salvajes. Comen carne, incluso la propia”.
La contemplación de los peces hace recuerdo de la fragilidad y lo salvaje presente en toda relación humana, en toda familia. El protagonista cuenta de una vez que una de las truchas resultó herida y todas las demás se lanzaron contra ella: “El agua burbujeaba, hirviendo parecía, y la superficie se llenó del brillo metálico de navajas en pleito. Al minuto todo se había calmado. La gran familia nadaba otra vez a contrarreloj. No quedaba rastro de la trucha panza arriba”.
Lo humano y lo natural se encuentran siempre entrelazados, en diálogo, en estos cuentos. El protagonista no es capaz de resistir la tentación y su vida y el paisaje que lo rodea, las truchas incluidas, reaccionan de forma violenta: “Pero el ruido pasaba, el viento regresaba a los árboles, y la misma selva se hacía silencio, como aguantándose la carcajada”.
En Buceo conocemos a Mati, el hermano de Henrik, de quien se dice que “tenía un corazón enorme”. Es este último el encargado de contar la historia del desbande de Mati (“Ya luego todo fue empeorando, pero en esos tiempos sus disparates todavía mostraban una especie de cariño descarrilado”.) y cómo todo termina en un accidente que impacta a toda su familia (“Fue extraño: por primera vez en mi vida los vi así, desde arriba, sus cuerpos torcidos por la angustia”.).
El tercer cuento trae a un animal como protagonista: Perla, una vaca que se cree perro y que es testigo de las transformaciones de la zona, con trabajadores que llevan el esfuerzo al límite haciendo uso de drogas para ver luego su trabajo arrebatado por las máquinas: “Trabajaban duro macheteando el día entero, animados con pastillas que repartía el capataz. Anfetaminas, eso les daba. Ya a la vuelta de la jornada venían con las pupilas enormes”. La injusticia lleva a la violencia y allí se ve también inmersa Perla, en una situación que deja en evidencia a los hombres como las verdaderas bestias.
Güisqui sigue con los animales y vuelve a Mati, el hermano de Henrik, quien intenta dejar atrás su adicción al alcohol y trata de comportarse como un buen padre con su hija que lo visita algunos fines de semana. Güisqui es el perro de Mati y su desaparición logra que tiemble el frágil equilibrio sobre el que está construyendo su vida cotidiana.
La isla de Ubaldo nos lleva a un futuro cercano, a la discusión de unos matones, afectados por las decisiones de Henrik. Un cuento que algo se desvía del tono general del conjunto, aportando una atmósfera ominosa y de corrupción.
Por último, Terraza y Henrik vuelven a este personaje alrededor del cual orbitan todos los demás relatos. En el primero, somos testigos de una conversación casual entre Henrik y su hijastro, mientras conducen rumbo a una terraza, nuevo proyecto de Henrik. El narrador comenta sobre su padrastro: “El amor, me dijo, el verdadero amor, solo se mira en la enfermedad”.
La colección cierra con Henrik otra vez en ojos de su hijastro. Solo que esta vez no hay conversación en el auto sino que un recuento de la caída en desgracia de Henrik. Desde el suicidio de su padre, del que nadie puede hablarle, sus malas decisiones en los negocios, su obsesión por los troll, muñequitos que colecciona para que protejan su hogar, o su desconfianza de las palabras. Comenta el narrador: “Y es que Henrik no le daba mayor importancia a las palabras (que son flacas y flojitas, decía él), sino a esas extrañas e invisibles pulsaciones que irradian los cuerpos, a los gestos y el candor en que se cifra la amistad, como explicaba con un destello en sus ojos, sosteniendo alguno de los cigarros que convidaba cuando no estaba mi madre”.

Rodrigo Fuentes ha construido, en Trucha panza arriba, una constelación llena de astucia y belleza. Con un lenguaje liviano que engaña mientras va descendiendo más y más profundo en el odio, la obsesión o el secreto, se levanta un mundo donde la fragilidad y lo salvaje se encuentran siempre en tensión… Y “[e]ntonces empiezan los balazos”.

martes, 4 de abril de 2017

Crítica

La escritura, artefacto, dispositivo
o un obstinado músculo


Una lectura de La Guerra del Papel, de Oswaldo Calatayud (3600), Premio Nacional de Novela 2017. Una reflexión, de paso, de la situación actual de escritores y lectores en el medio.


Mónica Velásquez Guzmán 

Una caja de Pandora se presenta ante el lector o lectora. Una extensa novela en formato sofisticado de libro-objeto, con calados, tachaduras, papeles que peligran caer del libro, páginas en blanco, bordes. Una novela futurista cuyos temas (un cuerpo pleno y ahora enfermo, sometido a la experimentación de la ciencia; un amor epistolar sin respuesta; un canto al deporte, aunque ya no se lo pueda practicar en “cuerpo presente”; la escasez del papel en medio de un desencadenado cambio climático; la dependencia amorosa, encarnada hacia una ausente interlocutora a quien dirige sus epístolas; la presencia cómplice del nuncio que le ayuda a transcribir lo verbalizado a quien ya no puede escribir de su propio puño y letra; la despersonalización, tecnologización e incomunicación en un ficcionado y no tan hipotético momento situado entre los próximos años 2033-2035) y cuyos rasgos formales (escritura de cartas, en el contexto de este incierto futuro, con anacrónica manía decimonónica pero pleno de la actualidad hipertextual) desafían y demoran la lectura. ¿Un premio nacional claramente fuera de mercado? En palabras marquetineras, “la primera novela del siglo XXI en Bolivia”.

Cuatro musculaturas
En esta novela, su protagonista, K., no deja de escribir, pese a lo tullido de su cuerpo y lo precario de su condición de conejillo de Indias para la ciencia. Como hombre adicto al deporte, no deja de ejercitar y sobre-exigir desarrollo a esta otra musculatura, la de la letra en la que se proyecta su cada vez más mermado cuerpo. Se trata de escribir contra el tiempo del desgaste y la muerte; contra las condiciones que sus médicos, investigadores y otros vigilantes le permiten tener para sí; contra el poco papel ya casi extinto, soporte donde el personaje se mantiene existiendo, se reafirma como alguien que, todavía, sigue existiendo.
El acto del dictado y la interpretación con que el nuncio recibe y transcribe son de por sí una reflexión compleja sobre las mediaciones de la escritura entre lo vivido y el sentido de esa vivencia, siempre dirigida hacia otro, verificada allí, realizada y completada en otro, aunque la respuesta de este oscile entre un “no”, sobres devueltos y un terco silencio. Escribir cartas solía ser una forma no solo de ponerse al día o actualizar un diálogo a la distancia, fue también un someterse a la paciencia y el retardo de la respuesta, al ansia, al deseo de ser leído y contestado; fue, además, una clara manera de reafirmar una auto-imagen frente a un deseado “tú”. ¿Qué pueden significar como forma terciada y experiencial en un próximamente avanzado momento de este siglo XXI? Tal vez una nostalgia, tal vez una profecía: se buscará el pasado cuando el futuro no sea, definitivamente, a donde esperábamos llegar.
Otra fuerza ejercita su corporalidad, su organismo múltiple desglosado en burocracia, corrupción, tramitología, nuevos códigos cada vez más veloces y menos subjetivos. La tecnología, más que una herramienta confiable, aparece en esta escritura como un organismo vivo, cuya lógica se extiende a la vida cotidiana, haciendo de esta un sitio de simultaneidades, prisa, yuxtaposición, instantes irrelevantes, desencuentros. La confirmación de la distancia. En una desigual pulseta, la maquinaria desplaza la humanidad a tiempo que potencia sus más íntimos deseos: no dejar hacer, ni ser, ni estar. Que haya otro/a en el sitio del sujeto; después de todo, es la época de la transferencia.
Y, mientras tanto, el planeta también se fatiga. Las condiciones de vida son más precarias, lo que motiva, evidentemente, a una guerra no solo por el ansiado papel, sino por recuperar algo de las viejas costumbres: respirar aire fresco y beber agua potable. Sin embargo, más allá del pánico tan siglo XXI, la novela explora el cambio climático como un escenario infiltrado en lo más íntimo y cotidiano de la vida. Así, sobre todo por medio de recortes fragmentados, se van señalando los cambios, los intereses económicos y de poder que anhelan usufructuar y, a la vez, administrar los recursos escasos. Lo catastrófico y lo terrorífico no es traducido solo como “no hay árboles ni aire”, sino qué es lo que se presenta a nuestros ojos como lo ya no comprensible, lo desbordado.
Un último cuerpo, tal vez el mejor y más explorado en la novela, estira sus fauces y brazos para alcanzar cuanto haya a su paso: la política hospitalaria, como extensión perversa e institucional de una ciencia delirante en sus potencialidades. No solo cuál es su límite, su “racionalidad”, su propósito… sino, más, ¿cuál es su inconsciente? Médicos, investigadores y experimentadores toman los cuerpos convirtiendo la esfera pública en un laboratorio. No se trata únicamente de ser portador de una extrañeza, malformación o enfermedad… sino de ser algo así como el sitio donde reside todo lo humano, pero en tanto material a disposición de la omnipotencia científica. Ante la pregunta de hasta dónde, estos operarios responden con el cínico “¿por qué no más, si se puede?”. Sin piedad ni disimulos, asistimos obligadamente a cuanto exceso médico pueda ser sometido un cuerpo vulnerable. La cuestionante es ética, vital, temeraria: logramos ver los cuerpos borrados, desechables, invisibilizados y disponibles como carne de cañón en nuestro tan avanzado mundo… Esta problemática no deja de insertar la obra de Calatayud en la veta de Donoso, Eltit o más recientemente Lina Meruane, todos autores enfrentados a intentar simbolizar la presencia de lo hospitalario.

Dos remansos
Imposible para el autor y su afamada adhesión vital al mundo futbolero no proyectar el espacio del juego como contrapunto a lo tremendo. Pese a todo lo que literalmente atraviesa al cuerpo de K., este no pierde noción de que ya llegan los juegos de temporada, de quién subió o bajó del pódium o de quién ya no transita por las afamadas cuestas del atletismo. Este contrapeso en la balanza tiene por lo menos una doble función: de un lado devuelve al ser humano a su posibilidad más primaria, jugar, inventar, habitar el mundo en canchas donde el yo, el tiempo, el espacio… se suspenden. No exento de reglas, el juego es acá una resistencia vital, la última. Pero, además, es enternecedor y terrible que alguien que va perdiendo a diario su corporalidad, se proyecte en unos ojos que no dejan de ir tras musculaturas sometidas al esfuerzo, pero también al logro de vencer obstáculos y pruebas. Es decir, terreno de una reafirmante resistencia, un todavía-puedo, desde la zona más impotente.
Paralelamente, dos lazos sobresalen: la amistad con el nuncio, el amor a la ausente Abril, destinataria de las cartas. La primera es el sostén no solo literal de esta escritura, sino que es el mudo y a veces sonriente testigo, ese que testimonia, acompaña, el cuerpo y la vida de otro. El ser humano es ante-alguien, que lo asiste (como quien puede recoger y dar testimonio suyo, como quien puede tenderle su ayuda), y este lazo es el que llega, a través de 400 páginas, a dar fe de que este hombre existió, vivió, murió, humanamente. La segunda relación es plenamente la metáfora del amor, que dirige el ser hacia quien no está, pero podría estar en el cuerpo del amado faltante. Aunque en un momento dado, K. sabe que su atleta ha muerto, igual sigue dirigiéndole su escritura. Como en el lazo anterior, no se puede renunciar ni a jugar ni a amar, dos reductos donde la humanidad todavía logra ser.

Epílogo interpelador, un performance
Un año después de premiada y publicada la novela, su autor sale a las calles a poner el cuerpo mientras se pregunta por las causas o males que interrumpen el círculo entre su obra y los lectores, compradores y críticos. Así, escribe una sátira-crónica, La guerra del agua, en la que narra las peripecias de los paceños sometidos a la carencia del líquido durante meses. Acá se lee la escritura de la transparencia, la que nos cuenta clarito y linealmente algo que todos compartimos. El autor comprueba, vendiendo él mismo su libro en la feria de la 16 de Julio, la complicidad de sus lectores (a mí también me pasó, así fue, dicen ellos) e inmediatez de la experiencia lectora. En los mismos días, interrumpe el tráfico o los micros leyendo La guerra del papel. Las reacciones, opuestas: descrédito, sorpresa, petición de silencio (no entiendo eso que lee, no sé de qué habla, ese lenguaje es difícil, y por qué tiene hojas que pueden perderse… dicen estos otros). La verificación del experimento, narrada por Oswaldo Calatayud en un periódico paceño, el 29 de enero de este año, es no solo la verificación triste de que el mercado goza de buena salud y del éxito preestablecido con que cuenta la disposición asegurada en el gran público para leer acerca de las “cosas que pasan”, sino también la distancia, la sospecha y hasta el silencio, a ratos enojoso, con que los “lectores-objeto” responden así sea a la novela ganadora del premio nacional. Performance o perforación en la im-posible presencia del arte en nuestro medio.
Dos obras y un gesto nos retan al último juego. El que no esté libre de enfermedad, de cuerpo, de ausencia, de trámite y de distancia, que tire la primera piedra. Pero, por favor, que la escriba. Como el propio K., el autor también nos dirige estas cartas, este llamado (como la exposición paródico-critica de su doble obra, firmada por sí mismo y comunicada en el soporte de la prensa cultural, donde a pie de página consignaba su propia dirección telefónica…), tal vez a existir, a asistir a otro ser humano.


lunes, 20 de marzo de 2017

Crítica

Los cuentos de Alfonso Murillo


A partir de un relato que le fascina y conmueve, la autora hace un análisis global de la producción cuentística del autor paceño.




Virginia Ayllón

He releído los siete cuentos de El hombre que estudiaba los atlas (2006) a propósito de leer los ocho nuevos de  Carreteras silenciosas (2014) de Alfonso Murillo. Esta rápida declaración, sin embargo, tiene su razón en el recuerdo de la sensación que me dejó la lectura de Bella donna, como de turbación, como de fascinación.
Como parte del grupo de Correveydile, la revista de cuento, durante algunos años había repasado la cuentística boliviana con cierta profusión. Digamos que llegué a cierto criterio de las tendencias del cuento que se escribía a inicios del siglo XXI. Bella donna, escapaba a ese “criterio” y me retraía más bien a Cerruto, al de El círculo.
Con la lectura de los 15 cuentos publicados en los dos libros de Alfonso Murillo, Bella donna se ubica en las dos, tal vez tres, vertientes que este autor desarrolla en sus cuentos.
Una de ellas, es la obsesión. Los personajes de El hombre que estudiaba los atlas, Leyenda al pie, Carry samoyedo, Monarca, e incluso La mujer sin alma, se organizan a partir de ideas fijas que, insistentes, perturban la mente y dan lugar a sentimientos de ansiedad. La pregunta de ¿quién es ese otro? domina estas obsesiones en las que los personajes se pierden a la par que su conciencia. La metáfora es la del proceso de conocimiento como ruta de desquicio. Muy bien apunta Walter I. Vargas que estos cuentos parecen afirmar que “el hombre está solo, siempre”, porque el mundo de la obsesión está copado por rituales y cifras compulsivas solamente comprendidas por quien ansiosamente se pregunta ¿quién es ese otro? Y aunque la obsesión quiera asir al otro, el mundo construido está clausurado, reproduciendo la angustia al infinito. 
En la otra vertiente, en cambio, incluyo a Bella donna, El cazador de lo absoluto, Final de un oficio, Manuscrito encontrado en una chamarra y ¿Hay poca gente en su misa?. Claro que en casi todos, la obsesión también ronda a sus personajes (por ejemplo en El cazador de lo absoluto), pero la nota central está puesta en los elementos del cuento fantástico. Varios de ellos darían a pensar que se tratan de cuentos policiales por la presencia de crímenes y detectives, pero ya bien ha dicho Juan Carlos Ramiro Quiroga sobre estos cuentos: “¿cómo investigar un asesinato al cual no alcanza ninguna deducción?”. De ahí que estamos ante cuentos en que un acontecimiento extraño irrumpe en las historias e instala una ambigüedad que se mantiene hasta el final. Y ahora sé que esa ambigüedad, que con tanta destreza diseña Murillo fue la razón de mi turbación y fascinación ante Bella donna.
Ahora bien, lo dicho anteriormente es tremendamente seco para exponer lo que son los cuentos de Alfonso Murillo. Por una parte, y otra vez coincido con Walter I. Vargas quien asienta, con fuerza, que los de Murillo son cuentos “y no las desleídas anécdotas de página y media”. Es decir, son situaciones, ambientes, personajes y argumentos que conforman una historia… que se puede contar. Alguien dijo alguna vez que cualquier lector puede contar oralmente un cuento, que no una novela o una poesía, porque puede transmitir la emoción que le ha causado su lectura; que esta capacidad de “oralizar” el cuento proviene de la fuerza del relato. Y es poco probable que ello suceda con “desleídas anécdotas de página y media”.
Pero la lectura de los cuentos de Murillo, a la vez, repone la noción de que se trata de productos del lenguaje y creo que esa es su máxima virtud. Varios críticos han valorado su exquisito trabajo de limpieza en la estructura y la escritura de sus cuentos. Ese exquisito signo, en mi lectura, me ha recordado que contrariamente a lo que se piensa, la relación directa no es entre novela y cuento, sino entre cuento y poesía. Azorín decía que el cuento es a la prosa lo que el soneto al verso. La condensación, el golpe, lo súbito y otros elementos que hacen al cuento, son más cercanos a la creación poética que a la novelesca. Y es que cierta intuición poética recorre la creación pero sobre todo la lectura del cuento, género entonces semipoético y a la vez seminovelesco.
En conclusión, estos 15 cuentos muestran: un buen escritor de cuentos, sin duda. Cuentos bien logrados y exigentemente escritos. Golpes certeros, lúcidamente narrados. Hay un detective Katari (¿el de Arturo Borda?). Hay una casa que da ganas de conocer. Un perro que da miedo conocer. Un impresionante personaje que deviene en cuchillo. ¿La tercera vertiente?: El extraordinario viaje de De Quincey y La estrella del sur parecen ser dos partes de un solo cuento.

Todo eso y sin duda más hay en los cuentos de Alfonso Murillo y a medida que concluyo esto me doy cuenta de que el efecto deslumbrador y ardiente que me produjo Bella donna, se pareció mucho a la emoción que suele producirme la lectura de poesía. Cuánto agradezco encontrarme con buena escritura, como esta.  

lunes, 13 de febrero de 2017

Crítica

Que el refugio vuelva a cero


Reseña de Erótica del fracaso y Toma de nombre, dos libros de José Villanueva publicados el año pasado.




Mónica Velásquez Guzmán 

Con clara herencia de Nicanor Parra y un enojo que soslaya la desazón, los poemarios Erótica del fracaso (2016) y Toma de nombre (2016) son una muestra de que hay un poeta entre nosotros.
Solo las iniciales, y no el nombre del autor, acompañan las ediciones independientes de ambas publicaciones. Destaca, además, un consciente trabajo en la visualidad de los mismos. No se trata exactamente de matar la figura autoral pero sí su autoridad. La reducción del nombre a sus iniciales (o su puesta en código aeronáutico) tiene su contraparte en una decisión de la voz poética por aparecer insinuada y provocadora antes que presente y ordenadora de su discurso. El tratamiento gráfico enfatiza estos cuestionamientos a la autoridad, a la tradición, de formas diferentes.
En el primer libro, las imágenes de la tapa oscilan entre el comic y el decorado barroco, en blanco y negro, remontándonos en el tiempo; mientras que la contratapa parodia visualmente los logos oficiales del “Estado Plurinacional de Bolivia”, el “Fondo de fomento a la educación patriótica”, el de “Generación EVO” y el de la “Biblioteca del Bicentenario de Bolivia”, todos ellos símbolos de reconocimiento y que dotarían a las publicaciones que las porten de un halo de oficialidad y visibilización. En el segundo, la portada y varias páginas interiores están pobladas de las “figuritas” coleccionadas en álbumes durante la infancia. La estética más bien naïve de los títulos en letra estilizada y los pies de cada imagen son cuando menos una ironía que desestabiliza el sentido proponiendo una doble lectura: literal, apelando a un anhelado pasado y una unidad; figurada, el desmontaje de la primera.
En radical oposición a una “forma obligatoria de sentir/ forma obligatoria de festejar”, la voz poética de Erótica del fracaso aparece frecuentemente en plural “somos las peores personas que conocemos”, lo que remite a un tono generacional desfachatado y nostálgico a la vez, casi rozando un cierto cinismo “no es solo que no tengamos auspicio / también nos gusta leer en braille mientras miramos la tele”, habitando un recién “terminado refugio” y ya con ganas “de volverlo a cero”. Esta posición de desalojo e insolencia esquiva la soberbia por estar traspasada de banalidad, de sinsentido y de un estar condenado, aunque gozosamente, a la inmediatez. Todos estos elementos pueden leerse bajo la luz de un “cinismo”, como lo piensa Sergio Rojas, en tanto último refugio de un sujeto que aún reclama ser tal, en un mundo todo objetivado y mercantilizado. Sin embargo, esta voz un tanto alardea esa lucidez de saber que ‘esto y no el ideal es lo que hay’, por tanto juega con el evanescente refugio de un yo al que le desean “nunca cambies pero ponte más fino”, un yo que es la ejecución de una imposibilidad, total “¿qué más se supone que hace un chico con su vida?”.
¿Cómo hacer gozoso el fracaso, o la medianía, en un mundo exitista como el actual? Villanueva responde con un humor que desestabiliza el buen camino o el sentar cabeza; lleva a sus lectores más bien a un encierro que reúne dolor y placer. Si no se puede simular que “no existe este gran abandono” y que uno corre dentro de sí mismo, esto no deriva en tragedia sino en antojo (“pero no sales por puro capricho”) y en fabulación ociosa (“cuando podríamos reunirnos en mi casa un día cualquiera / ayudar a crear nuevas civilizaciones”). El regodeo del fracaso revierte signos: donde se esperaría un reconocimiento se ufana “sé todos los nombres sin que nadie me vea”, pero se lamenta “ya no hay nadie que ladre a nuestra pirotecnia”; ante la constatación de un saber incomunicado o incomunicable, se afirma gozosamente un ardor efímero.
En Toma de nombre el mismo cinismo aparece con desgano, casi infantilmente: “quiero que alguien sea mi dueño / así no pienso / así solo escribo / y estoy contigo” o también “viajar es mucho show / y estoy cansado de mí”. Al mismo tiempo, el deseo de seguir siendo un sujeto que vivencia, pero se anula como responsable de llevar al acto lo que piensa o decide acaba por enfatizar: “la retórica del fracaso sobrevuela todos los actos”. Tremenda afirmación porque evidencia el esfuerzo y la inutilidad del impulso vital, tal vez por ello se añora una incubadora, tránsito entre el vientre y el mundo, pausa entre el deseo, el acto y su caída. El “reverso del universo” no es mejor que este, las cicatrices y los apuntes no mejoran el panorama y, por tanto, un humor atestigua la ausencia o falencia del ideal.
Sin embargo, esta voz anda “relateando con la forma días enteros”, en la ridiculez de los contactos -síntoma tan propio del siglo XXI- y aunque llega “siempre un minuto tarde para las buenas conversaciones”, acude no pocas veces a la sexualidad, aunque de nuevo, aclara “nada de activismos debajo de la ropa”. Es en el espacio más íntimo de la cotidianidad donde lo nimio anida ofreciendo algún sentido a este vital; así, el soñar con haberse lavado los dientes al mismo tiempo y sin saberlo o perder los dientes de leche para que estos se reúnan en otra parte son señales de que “aunque nosotros no tengamos quién nos reemplace / creo que deberíamos seguir / exactamente el mismo camino”. Salvar la medianía y hacer gozoso el fracaso oscilan entre una retórica y una erótica del mismo; es decir, entre los signos o las formas de esa caída y los cuerpos cotidianos, materiales y terrenales que sostienen a la vez el ideal y su imposible.
“Quiero lamer hasta tener heridas en la lengua”, se lee casi al terminar el libro. Es clara la necesidad no solo de contacto sino fundamentalmente de contagio entre lo que el sujeto roza y lo rozado. Aunque esta escritura lame constantemente el lenguaje; parafraseando, hasta herirse de sin-sentido, no deja de afirmarse, así sea en un enclenque pie “bostezando frente a los mecanismos del mundo”.



lunes, 12 de diciembre de 2016

Crítica

Construir un mundo


Una versión de este texto fue leída durante la presentación del libro Las visiones, de Edmundo Paz Soldán, hace algunos meses en La Paz.




Aldo Medinaceli 

Entre otras cosas, la tarea de construir un mundo literario requiere de una meditada arquitectura, un hábitat reconocible y -quizás como piedra angular- de una fervorosa imagen. Una previsualización, podríamos decir.
Este atisbo al nuevo escenario no siempre sucede en el plano racional solamente, sino que suele partir de intuiciones o, más claramente, de visiones. Pero al mismo tiempo, el mundo a ser construido irá cobrando la forma de la sorpresa, en las decisiones que tome cotidianamente el constructor, cada vez que decida un ángulo o cuando dibuje una escena. Vale decir: en la lúdica práctica de la experimentación.
Iris, el mundo en donde suceden los cuentos de Las visiones, ofrece al lector ambas partes en dosis equilibradas: la vista previa, aquella irrefrenable oniria emergiendo en frases fulgurantes. Y al mismo tiempo, un tanteo de aquel nuevo lugar, todavía inexplorado, que irá naciendo ante nuestros ojos con su propia lógica, historia y lenguaje.
Describir el mundo de Las visiones con una sola imagen sería complicado, ya que este espacio literario podría funcionar como una matriz de metáforas visuales. Podría parecerse a una flor que se incendia, a un niño que camina por calles devastadas, a una suma de papeles escritos con códigos secretos. A tres mujeres que conversan acerca de la muerte. A un prohibido ritual religioso. Al delirio de un juglar, a las fatídicas aritméticas del inventor de la bomba nuclear. A los espasmos de un jugador de póker, al líquido que pareciera salir de los eclipses lunares. A un inmenso tejido con hilos metálicos, chips multicolores y briznas de hierba fresca.
Porque el mundo que nace en estos cuentos genera en el lector un efecto más profundo que el mero uso del lenguaje. Se trata de una realidad que va emergiendo entre las fisuras mismas de su narración, en cada neologismo, en cada personaje híbrido: la irrupción de una otra realidad.
Así sucede en aquellos objetos que solamente existen dentro de su marco, similares a los que usamos a diario -aunque no los mismos- o que tal vez todavía no existen. Aquí citamos algunos de ellos:

los jipus,
los újiàn
los lenslets,
el koft,
el kütt,
los swits,
los joms,
los spikes
y el electrolápiz,

los que van tejiendo una realidad diferente a la nuestra, pero con íntimas correspondencias, porque en este libro los límites de la percepción de la mente son tan complejos como las fronteras entre grupos que pelean por tierras, recursos o credos.
El personaje principal de El rey mapache podría estar ahora mismo en la frontera del norte de México, o en alguna ruta cercada que aísla a cientos de refugiados en Europa.
Iris es un mundo en donde cada imagen insinúa una realidad más allá de las palabras, un lugar que se debate entre lo natural y lo no natural, entre la guerra y la tregua. Y en donde sus habitantes viven profundos conflictos espirituales.
Este mundo aparece como si lo viéramos tras una persiana que vuela con el viento, o al otro lado de un mosquitero lleno de diminutas y coloridas plumas de aves, mientras dos seres vulnerables -mitad orgánicos, mitad artificiales- se protegen de un posible ataque. Solo para ofrecer un rápido vistazo elegimos algunas de estas imágenes:

1. “Las lunas doradas, el amarillo incendiario de las hojas de los árboles. Un espectro de matices que hacían creer nuna perpetua explosión de otoño”.
2. “Un bosque de helechos gigantescos y árboles de ramas secas y prehistóricas por las que se deslizaban gusanos venenosos, y él se estremecía al ver pájaros enormes de alas acarbonadas listos para devorarlo”.
3. “Nel cielo revoloteaban, escandalosos, felices, los pájaros arcoíris”.
4. “De las paredes solo quedaban cimientos de ladrillos tiznados por el hollín, o quizás se trataba de cenizas, las marcas de un incendio”.
5. “Su cuarto estaba poblado por serpientes enroscadas cerca de las paredes, dibujos geométricos suspendidos en el aire, puntos de colores que flotaban sobre una mesita al lado de la cama, alfombras de piel en el suelo, un carrusel que no paraba de girar”.

Imágenes que también poseen una latente oscuridad con aroma a pesadilla, porque la búsqueda de sus personajes podría estar sacada de cualquiera de las múltiples espiritualidades que habitan la Tierra, en simetría con monjes taoístas, herejes tibetanos o sacerdotes sufíes. En Iris están en diferentes funciones -tanto místicas como militares- los kreuks, los qaradjün, los laikus, los goyots o los shanz.
Este nuevo tejido de lenguaje permite detectar tanto bolivianismos como un spanglish de frontera, pero son más las palabras que parten de una memoria particular y una mitología privada (pienso ahora en la atmósfera del cuento El frío).
Las visiones es un libro que obsequia con solidez y maestría un mundo que invita y activa al lector para ingresar en su espacio para descifrar sus códigos. Este mundo creado por Edmundo Paz Soldán posee también una profunda exploración de la tierra y sus elementos, raíces y habitantes intrauterinos, que no por evitar lugares comunes se hace menos real, la visión de raíces móviles, a veces regidas por Malacosa (una renovada variación del Tío de la Mina), o por un mundo que a momentos pareciera invertir sus órdenes y ponerse de cabeza, tal como lo describe esta breve pero hermosa imagen del relato Anja, acerca de un ave extinguida:

6. “Ponía mi oído al suelo, entre la maleza, y escuchaba cómo el pajarito se convertía en raíz y se disponía a estallar a la vida”.


Se trata, en suma, de un mundo que nos habla de los desplazamientos humanos, en donde los viajeros atraviesan controles cada vez más tecnologizados, en donde los idiomas se mezclan creando nuevos lenguajes. Y los levantamientos o impredecibles ataques violentos suceden cada vez más seguido. Un mundo que, con la ayuda de los lectores, seguirá en construcción pero que, sin duda alguna, ya existe, ya está entre nosotros, en las páginas de un fantástico libro de cuentos.