Saúl Montaño, autorreferencial
Una lectura de Autorretrato (Nuevo Milenio, 2017), la reciente “no ficción” del escritor camireño.
Martín Zelaya Sánchez
¿Honestidad brutal? ¿Ego… exhibicionismo? No importa, está
muy bien escrito y es de esos pocos textos breves que, como dice el lugar común,
se pueden leer de un tirón. Ahora bien, si queda claro lo que se devela al
final: que este no es un todo, apenas una parte de algo mayor, habrá que ver si
ese algo mayor -novela, crónica autobiográfica, texto híbrido…- mantiene el
mismo gancho.
“Me parece extraño que me feliciten por alguna publicación
literaria que realizo. Me planteo escribir historias que retraten las
contradicciones del ser humano, sin embargo, siempre concluyo historias donde
lo que prima es alcanzar un efecto poético, tal vez por eso hasta ahora
considero que he fallado como narrador”.
En este párrafo de la página 27 de Autorretrato (Nuevo Milenio, 2017), Saúl Montaño se explica y se
contradice. ¿O no? ¿Vale el “efecto poético” en una “no ficción (así subtitula
el libro), al menos en apariencia, autobiográfica? ¿Por qué no?
De todas maneras, no porque te adviertan de entrada que no
es ficción hay que tomarlo como tal; pero claro, no por eso -también- hay que
dejar de tomarlo como tal.
Este pequeño libro de 54 páginas que la editorial
cochabambina puso a la venta para la Feria Internacional del Libro de La Paz
es, como bien lo dice Maximiliano Barrientos en la contratapa, “un potente
artefacto narrativo”, pero -lo enfatizo- deja abierta la interrogante en torno
al proyecto mayor.
Ya Montaño dio muestras de que es capaz de alcanzar momentos
muy bien logrados de prosa fluida, en muchos de los relatos de Desvelos (La Perra Gráfica, 2016), libro
en el que, sin embargo, quedó en entredicho algo que ahora está fuera de
discusión: la verosimilitud. Verdad, mentira… ambas, ninguna, una más que la
otra… no importa, el lenguaje lo hace todo creíble y genuino. Y esto es lo que
sí importa.
Autorretrato es
una suma de retazos autodescriptivos sin más aparente orden o sentido que el
que dicta el momento en el que el autor se sienta a escribir. Así, las
confesiones de hazañas e inseguridades sexuales se juntan con listas de
autores, películas, series y libros favoritos; las técnicas exitosas y
fracasadas de conquista, alternan con tomas de postura como “no soy de
izquierda”, o debilidades, como emocionarse hasta las lágrimas en una ceremonia
religiosa.
Casi al azar, un párrafo (párrafo es un decir, no hay puntos
aparte en todo el libro) que resume la heterogeneidad total:
“Detesto los zapatos Crocs. Este
libro está pensado y escrito para lectores desconocidos, pero también para
algunos amigos. He defecado en vía pública. Mi madre me dio de tomar cal en vez
de leche en polvo cuando yo era un bebé; no lo hizo a propósito. Una prima dice
que vio sangrar los pies de una estatua de la Virgen María. De niño fui testarudo
con las cosas que no podía realizar, cuando las conseguía rompía en llanto.
Pocas veces tengo lapsus etílicos, usualmente recuerdo todo…”. Pág. 38.
Entre lo variopinto, original y recurrente a la vez, este
ejercicio literario es no solo válido, sino ejemplificador -considero- de cómo para
hallar la voz literaria (allende su calidad) solo hacen falta dos cosas, las
más obvias, pero para tantos, al parecer, las menos practicadas: leer, leer,
leer, leer, leer… y solo después, y entre lectura y lectura, corregir y
desechar la mayoría de lo que se escribe.
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