viernes, 11 de agosto de 2017

Nuevo libro de Paz Soldán

Los futuros de Edmundo Paz Soldán



“Una oportunidad de adentrarse en toda la complejidad de la violencia y la miseria”… así entiende la escritora y académica chilena María José Navia a la nueva novela del cochabambino que acaba de salir con Nuevo Milenio en coedición con la española Malpaso. Así la recomienda.


María José Navia

Una cárcel y, en ella, una infección. Una mezcla, sin dudas, poderosa. Una historia para sacarle chispas al talento de Edmundo Paz Soldán, a su capacidad de descripción, de meterse en la cabeza de los personajes y en sus formas de habitar la vida y el lenguaje. Una oportunidad de adentrarse en toda la complejidad de la violencia y la miseria, tal como lo hiciera, magistralmente, en una de sus anteriores novelas: Norte.
Y, sin embargo, es tanto más que eso.
Leer Los días de la peste es una experiencia extraña. Incómoda. Se trata de una historia ambiciosa, de numerosos personajes, un coro inmenso y furioso de voces tratando de entender la vida. Más que el espacio de la cárcel, atestado y complejo, llamado La Casona, por todos, lo que más impacta en esta historia es la verdadera galaxia de afectos que construye. La forma de retratar la desesperación y la belleza.

Porque a una mujer se le muere su hija y el dolor es un aullido.
Porque los presos hacen apuestas para pasar el tiempo y sus apuestas son sobre el futuro. Los cambios por venir, los próximos en morir.
Porque hay una celda en la que estuvo atrapado un líder indígena y ya las manchas de sangre no salen más. Y, al dormir en ella, solo se escuchan susurros. Silbidos.
Porque una adolescente vive en la cárcel por opción, porque el mundo allá afuera puede ser aún peor, y filma los rincones mientras tararea una canción. O una doctora decide dormir en su oficina, mientras se acumulan los enfermos por culpa de una plaga misteriosa, porque en su casa no hay personas, ni animales ni plantas que la esperen.

Hay una soledad profunda que no se va. Y cultos religiosos que intentan darle un sentido a todo lo que pasa. Los ritos que rodean a la Innombrable, o Ma Estrella, a quien deben rendírsele sacrificios con calaveras humanas (lo que inicia un tráfico de cabezas cortadas de la prisión), o los principios que rigen a quienes siguen la Exégesis e intentan entender el mundo en una comunión con los animales, así como bacterias y virus.  Dicen ellos: “Las manos, la piel, la voz, eran parte del grupo, al igual que los bichos invisibles que anidaban en el cuerpo. Todos criaturas dentro de la criatura, un mundo de otro mundo dentro de otro mundo, así hasta el infinito. Bacterias no menos que supernovas. El desafío era la armonía, el equilibrio. Eso decía la exégesis y en eso estábamos”.
Y también: “vivir es desequilibrar el mundo”. Y de este mundo desequilibrado y desbordado se hace cargo esta novela. Saltamos de personaje en personaje, de mundo en mundo, entendiendo más o menos, y viendo ese virus que se esparce, inmisericorde. Leemos cada pequeño capítulo, al principio tranquilos y luego ya no tanto. Porque a ese personaje del que nos encariñamos de pronto le empiezan las náuseas y luego ya todo es convulsión y sangre. Porque, a medida que va avanzando la novela (y, con ella, la plaga) dan ganas de ir a buscar un termómetro para asegurarse de que todo sigue en orden, de que no nos haya llegado de golpe la fiebre.
Los días de la peste recuerda la novela de Albert Camus pero en un estado más desaforado. Si en Camus el doctor era la voz que le daba sentido (o, al menos, un orden) a ese desequilibrio de la vida, en Paz Soldán tenemos todos los ángulos de un horror sucio. Y, entre ellos, claro, la voz de la doctora es importante. Un narrador en tercera persona la sigue de cerca, la observa. Leemos: “La doctora no veía a Rigo por ninguna parte. Y comprendía que la necedad del virus no era nada ante el barullo desorbitado de los humanos. El virus era lo que era, no tenía opciones. Los humanos, en cambio, se esmeraban en el desmadre cuando asomaba el peligro, en la búsqueda de salidas que no tuvieran en cuenta a todos, en la piedad hueca, tanta religión no servía de mucho”. O, en otro momento: “Como dijo una vez su profesor en la universidad, y lo había memorizado, ¿qué son los virus sino seres fantasmales, fantasmas puros que flotan en el mundo esperando poseer una célula humana para corporizarse y hacerse vida? Ahí los ve y no los ve. Todos los días. Monstruos perfectos”.
Pero también están las voces de los condenados. Del Flaco, que pierde a su familia y trata de pensar en el dolor como una objeto: “A veces creía que el dolor era un objeto pesado en algún lugar del cuerpo, un cofre que podía dejarse en algún lugar, por ejemplo cerca de los palos borrachos en el primer patio o de los chicles en los pasillos entre el segundo y el tercer patio, y se dirigía rumbo a los palos borrachos y se sentaba junto a la fuente, esperando que esa piel anestesiada reaccionara, golpeando la fuente con el estetoscopio como si con ello pudiera obrar el milagro de trasladar de ese modo el cofre en que aguardaba su dolor a otro espacio que no era él”. O de otro, solo nombrado con un número, que también se afirma de las cosas materiales para contener la angustia de estar en una celda de aislamiento: “No quiere pensar en lo que podría ocurrirle. Debe concentrarse en el botón, como le enseñó ese maestro en las minas. Su vida es eso, enfocar todas las energías en una causa pequeña hasta lograr que esa causa estalle. No quiere que el botón estalle. Solo quiere que lo acompañe para vencer los próximos minutos”.
En el epígrafe de Los días de la peste se lee lo siguiente: “Todo, hasta lo más pequeño, muestra un orden, un sentido y un significado, todo en el mundo biológico es armonía, todo melodía”. Se trata de una frase de Jacob Von Uexküll quien, en uno de sus experimentos más famosos, descubrió que las garrapatas no beben la sangre de sus víctimas por tratarse de sangre, sino que por la temperatura a la que este líquido se encuentra.
Es difícil leer la armonía del mundo biológico, adivinar notas y acordes detrás del desequilibrio y la muerte; es difícil entender la realidad de la violencia, el sistema carcelario, la brutalidad del abuso y el aparente consuelo de la idolatría, pero, mientras hacemos el esfuerzo de sintonizar mejor la antena para distinguir esa canción, la ficción sigue avanzando como un virus capaz de hacer de la vida su huésped. O, como diría uno de los personajes de esta novela: “La vida: agarrarse de la cola de un cometa”.






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