Los futuros de Edmundo Paz Soldán
“Una oportunidad de adentrarse en toda la complejidad de la violencia y la miseria”… así entiende la escritora y académica chilena María José Navia a la nueva novela del cochabambino que acaba de salir con Nuevo Milenio en coedición con la española Malpaso. Así la recomienda.
María José Navia
Una cárcel y, en ella, una infección. Una mezcla, sin dudas,
poderosa. Una historia para sacarle chispas al talento de Edmundo Paz Soldán, a
su capacidad de descripción, de meterse en la cabeza de los personajes y en sus
formas de habitar la vida y el lenguaje. Una oportunidad de adentrarse en toda
la complejidad de la violencia y la miseria, tal como lo hiciera,
magistralmente, en una de sus anteriores novelas: Norte.
Y, sin embargo, es tanto más que eso.
Leer Los días de la
peste es una experiencia extraña. Incómoda. Se trata de una historia
ambiciosa, de numerosos personajes, un coro inmenso y furioso de voces tratando
de entender la vida. Más que el espacio de la cárcel, atestado y complejo,
llamado La Casona, por todos, lo que más impacta en esta historia es la
verdadera galaxia de afectos que construye. La forma de retratar la
desesperación y la belleza.
Porque a una mujer se le muere su hija y el dolor es un
aullido.
Porque los presos hacen apuestas para pasar el tiempo y sus
apuestas son sobre el futuro. Los cambios por venir, los próximos en morir.
Porque hay una celda en la que estuvo atrapado un líder
indígena y ya las manchas de sangre no salen más. Y, al dormir en ella, solo se
escuchan susurros. Silbidos.
Porque una adolescente vive en la cárcel por opción, porque
el mundo allá afuera puede ser aún peor, y filma los rincones mientras tararea
una canción. O una doctora decide dormir en su oficina, mientras se acumulan
los enfermos por culpa de una plaga misteriosa, porque en su casa no hay
personas, ni animales ni plantas que la esperen.
Hay una soledad profunda que no se va. Y cultos religiosos
que intentan darle un sentido a todo lo que pasa. Los ritos que rodean a la
Innombrable, o Ma Estrella, a quien deben rendírsele sacrificios con calaveras
humanas (lo que inicia un tráfico de cabezas cortadas de la prisión), o los
principios que rigen a quienes siguen la Exégesis e intentan entender el mundo
en una comunión con los animales, así como bacterias y virus. Dicen ellos: “Las manos, la piel, la voz,
eran parte del grupo, al igual que los bichos invisibles que anidaban en el
cuerpo. Todos criaturas dentro de la criatura, un mundo de otro mundo dentro de
otro mundo, así hasta el infinito. Bacterias no menos que supernovas. El
desafío era la armonía, el equilibrio. Eso decía la exégesis y en eso estábamos”.
Y también: “vivir es desequilibrar el mundo”. Y de este
mundo desequilibrado y desbordado se hace cargo esta novela. Saltamos de
personaje en personaje, de mundo en mundo, entendiendo más o menos, y viendo
ese virus que se esparce, inmisericorde. Leemos cada pequeño capítulo, al
principio tranquilos y luego ya no tanto. Porque a ese personaje del que nos
encariñamos de pronto le empiezan las náuseas y luego ya todo es convulsión y
sangre. Porque, a medida que va avanzando la novela (y, con ella, la plaga) dan
ganas de ir a buscar un termómetro para asegurarse de que todo sigue en orden,
de que no nos haya llegado de golpe la fiebre.
Los días de la peste
recuerda la novela de Albert Camus pero en un estado más desaforado. Si en
Camus el doctor era la voz que le daba sentido (o, al menos, un orden) a ese
desequilibrio de la vida, en Paz Soldán tenemos todos los ángulos de un horror
sucio. Y, entre ellos, claro, la voz de la doctora es importante. Un narrador
en tercera persona la sigue de cerca, la observa. Leemos: “La doctora no veía a
Rigo por ninguna parte. Y comprendía que la necedad del virus no era nada ante
el barullo desorbitado de los humanos. El virus era lo que era, no tenía
opciones. Los humanos, en cambio, se esmeraban en el desmadre cuando asomaba el
peligro, en la búsqueda de salidas que no tuvieran en cuenta a todos, en la
piedad hueca, tanta religión no servía de mucho”. O, en otro momento: “Como
dijo una vez su profesor en la universidad, y lo había memorizado, ¿qué son los
virus sino seres fantasmales, fantasmas puros que flotan en el mundo esperando
poseer una célula humana para corporizarse y hacerse vida? Ahí los ve y no los
ve. Todos los días. Monstruos perfectos”.
Pero también están las voces de los condenados. Del Flaco,
que pierde a su familia y trata de pensar en el dolor como una objeto: “A veces
creía que el dolor era un objeto pesado en algún lugar del cuerpo, un cofre que
podía dejarse en algún lugar, por ejemplo cerca de los palos borrachos en el
primer patio o de los chicles en los pasillos entre el segundo y el tercer
patio, y se dirigía rumbo a los palos borrachos y se sentaba junto a la fuente,
esperando que esa piel anestesiada reaccionara, golpeando la fuente con el
estetoscopio como si con ello pudiera obrar el milagro de trasladar de ese modo
el cofre en que aguardaba su dolor a otro espacio que no era él”. O de otro,
solo nombrado con un número, que también se afirma de las cosas materiales para
contener la angustia de estar en una celda de aislamiento: “No quiere pensar en
lo que podría ocurrirle. Debe concentrarse en el botón, como le enseñó ese
maestro en las minas. Su vida es eso, enfocar todas las energías en una causa
pequeña hasta lograr que esa causa estalle. No quiere que el botón estalle.
Solo quiere que lo acompañe para vencer los próximos minutos”.
En el epígrafe de Los
días de la peste se lee lo siguiente: “Todo, hasta lo más pequeño, muestra
un orden, un sentido y un significado, todo en el mundo biológico es armonía,
todo melodía”. Se trata de una frase de Jacob Von Uexküll quien, en uno de sus
experimentos más famosos, descubrió que las garrapatas no beben la sangre de
sus víctimas por tratarse de sangre, sino que por la temperatura a la que este
líquido se encuentra.
Es difícil leer la armonía del mundo biológico, adivinar
notas y acordes detrás del desequilibrio y la muerte; es difícil entender la
realidad de la violencia, el sistema carcelario, la brutalidad del abuso y el
aparente consuelo de la idolatría, pero, mientras hacemos el esfuerzo de
sintonizar mejor la antena para distinguir esa canción, la ficción sigue
avanzando como un virus capaz de hacer de la vida su huésped. O, como diría uno
de los personajes de esta novela: “La vida: agarrarse de la cola de un cometa”.
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