Pasado y presente, memoria y legado
Sombras de Hiroshima (3600) la nueva novela de Mauricio Murillo, una de las grandes novedades de la Feria Internacional del Libro de La Paz, es una provocadora reflexión existencialista, matizada en una trama fluida y simple -en el buen sentido de la palabra- con un sólido lenguaje y una inteligente estrategia narrativa.
Martín Zelaya Sánchez
Un escritor más bien mediocre -el narrador-protagonista-
está ante la oportunidad de su vida: un canal de televisión aceptó su guion
para una teleserie, y empieza a producirla. ¿Logrará este éxito laboral llenar
sus vacíos, enterrar sus obsesiones y traumas?
Obsesiones y traumas, anotamos y así es, la nueva novela de
Mauricio Murillo es una constante vista al pasado, o mejor aún, una muestra de
la terrible convivencia de presente y pasado.
Presente 1. El protagonista, de quien nunca se sabe el
nombre y a quien se intuye bordeando la treintena, encara la vida sin
entusiasmo ni ambiciones, pero tampoco con desolación o culpas. Al margen de su
ocasional rol de guionista, huye de la soledad con la mayor cantidad de tragos
posible, y junto a Elena y David, una pareja de amigos anarquistas que coquetea
con el terrorismo.
Pasado 1. Precisamente Elena y David empiezan a escarbar los
fantasmas de su amigo cuando se obsesionan por la extraña manía del abuelo de
éste, que coleccionaba fotos de las sombras de Hiroshima (cuando la bomba
atómica cayó sobre la ciudad japonesa, se produjo una temperatura tan alta que
siluetas de personas y objetos quedaron tatuadas en pisos y paredes), y de
fenómenos naturales: siameses, malformaciones, etc.
Pasado 2. Y ni siquiera en el prometedor nuevo empleo puede
escaparse. Uno de sus colegas -Mirko Maidana- resulta ser un conocido de su
pueblo que lo atormenta con la historia de Alicia Villanueva, amiga inseparable
del protagonista en la infancia, salvajemente asesinada años después.
Esta novela habla sobre el legado y la memoria, sobre las
marcas indelebles: las sombras son el reflejo de una presencia, pero las
sombras de Hiroshima son el reflejo eterno de una ausencia. A partir de este
concepto el autor arma una historia pesimista, pero absolutamente a tono con la
crisis existencial acaso más aguda –aunque desapercibida- de las generaciones
del milenio.
“Lo más difícil es despertarse. Saber que no hay nada por lo
que uno quiera salir de la cama. Ahí está todo ese peso inmaterial que a veces
es impuesto nomás”. (Pág. 27)
Presente 2. El argumento de la teleserie: un detective llega
a un pueblo en las riberas del Titicaca a investigar la muerte de un hombre. En
medio de una fiesta devocional, en el pequeño poblado se identifica a un hombre
que acaba de despertar amnésico (¿Memoria? ¿Olvido?), y al asesino que se niega
empecinadamente a hablar.
Pasado y presente: como las de Hiroshima, medio siglo atrás,
el protagonista da con su propia imagen devastadora: una foto de la escena del
crimen de Alicia, en la que se podía notar la silueta de la joven grabada en un
charco de sangre).
Legado y memoria, también… pero fiel a su intento –muy
remarcable, por cierto- por reflejar algunos de los rasgos de estos días ya no
tan de inicio de milenio, Murillo da cuenta del ineludible signo de la
contradicción en que vivimos; y lo hace, bellamente, desde un personaje
marginal: Norma, la esposa paralítica de su abuelo quien desolada por su
postración, decidió no volver a hablar nunca más.
“Norma había elegido el silencio. No podía mover nada aparte
de sus ojos, pero todos sabíamos que podía hablar. No pude comprender. Podía
haber entendido que quisiera matarse (…) Lo que no pude comprender jamás es que
alguien quisiera dejar de hablar para siempre”. (Pág. 60)
Inmediatamente después de este párrafo, Murillo, en la voz
de su narrador-protagonista, escribe: “Habitamos el mundo, que no es un lugar
lindo, a partir de lo que podemos nombrar”. Es decir, renunciar al lenguaje es
despojarse de uno mismo, sacrificar, por consiguiente, cualquier legado;
negarse a sí mismo la posibilidad de la memoria. A no perder de vista que el
silencio no necesariamente es igual en todo o para todos. Norma lo busca y
asume, el asesino de la teleserie, se ve obligado a él.
Pasado y presente. Memoria y legado. Contradicción y
obsesiones. Una frase que el guionista recuerda en boca de su abuelo confirma
esta cadena de ideas-temas-inquietudes y, de paso, sirve como muestra de
algunos de los picos encomiables en el trabajo del lenguaje del autor:
“Cuando se acabe todo, o sea, la vida de una persona, o sea,
la mía, que es la única vida, se van a parar los relojes a la misma hora.
[¿Cómo en Hiroshima?] La edad del mundo, de lo que existe, es la edad de uno
mismo y es en ese momento en que llega el fin. (Pág. 79)
El cuerpo es una grabadora de nuestra vida. La muerte, es el
apagarse del cuerpo. El dolor, los traumas y obsesiones -no pocas veces el
legado más tangible del pasado- son una cicatriz que se graba para siempre y
que solo se libera con la muerte.
PD. No quiero olvidarme de la portada. No siempre se le da
la importancia que tienen a las tapas de los libros: la cara, la imagen
primera. Y Sombras de Hiroshima tiene
una portada extraordinaria. Punto alto para el diseño de Camila Jaimes… y para
la editorial 3600, por supuesto.
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