La escritura, artefacto, dispositivo
o un obstinado músculo…
o un obstinado músculo…
Una lectura de La Guerra del Papel, de Oswaldo Calatayud (3600), Premio Nacional de Novela 2017. Una reflexión, de paso, de la situación actual de escritores y lectores en el medio.
Mónica
Velásquez Guzmán
Una
caja de Pandora se presenta ante el lector o lectora. Una extensa novela en
formato sofisticado de libro-objeto, con calados, tachaduras, papeles que
peligran caer del libro, páginas en blanco, bordes. Una novela futurista cuyos
temas (un cuerpo pleno y ahora enfermo, sometido a la experimentación de la
ciencia; un amor epistolar sin respuesta; un canto al deporte, aunque ya no se
lo pueda practicar en “cuerpo presente”; la escasez del papel en medio de un desencadenado
cambio climático; la dependencia amorosa, encarnada hacia una ausente
interlocutora a quien dirige sus epístolas; la
presencia cómplice del nuncio que le ayuda a transcribir lo verbalizado a quien
ya no puede escribir de su propio puño y letra; la despersonalización,
tecnologización e incomunicación en un ficcionado y no tan hipotético momento
situado entre los próximos años 2033-2035) y cuyos rasgos formales (escritura
de cartas, en el contexto de este incierto futuro, con anacrónica manía
decimonónica pero pleno de la actualidad hipertextual) desafían y demoran la
lectura. ¿Un premio nacional claramente fuera de mercado? En palabras
marquetineras, “la primera novela del siglo XXI en Bolivia”.
Cuatro musculaturas
En
esta novela, su protagonista, K., no deja de escribir, pese a lo tullido de su
cuerpo y lo precario de su condición de conejillo de Indias para la ciencia.
Como hombre adicto al deporte, no deja de ejercitar y sobre-exigir desarrollo a
esta otra musculatura, la de la letra en la que se proyecta su cada vez más mermado
cuerpo. Se trata de escribir contra el tiempo del desgaste y la muerte; contra
las condiciones que sus médicos, investigadores y otros vigilantes le permiten
tener para sí; contra el poco papel ya casi extinto, soporte donde el personaje
se mantiene existiendo, se reafirma como alguien que, todavía, sigue
existiendo.
El
acto del dictado y la interpretación con que el nuncio recibe y transcribe son
de por sí una reflexión compleja sobre las mediaciones de la escritura entre lo
vivido y el sentido de esa vivencia, siempre dirigida hacia otro, verificada
allí, realizada y completada en otro, aunque la respuesta de este oscile entre
un “no”, sobres devueltos y un terco silencio. Escribir cartas solía ser una
forma no solo de ponerse al día o actualizar un diálogo a la distancia, fue
también un someterse a la paciencia y el retardo de la respuesta, al ansia, al
deseo de ser leído y contestado; fue, además, una clara manera de reafirmar una
auto-imagen frente a un deseado “tú”. ¿Qué pueden significar como forma
terciada y experiencial en un próximamente avanzado momento de este siglo XXI?
Tal vez una nostalgia, tal vez una profecía: se buscará el pasado cuando el futuro
no sea, definitivamente, a donde esperábamos llegar.
Otra
fuerza ejercita su corporalidad, su organismo múltiple desglosado en
burocracia, corrupción, tramitología, nuevos códigos cada vez más veloces y
menos subjetivos. La tecnología, más que una herramienta confiable, aparece en
esta escritura como un organismo vivo, cuya lógica se extiende a la vida
cotidiana, haciendo de esta un sitio de simultaneidades, prisa, yuxtaposición,
instantes irrelevantes, desencuentros. La confirmación de la distancia. En una
desigual pulseta, la maquinaria desplaza la humanidad a tiempo que potencia sus
más íntimos deseos: no dejar hacer, ni ser, ni estar. Que haya otro/a en el
sitio del sujeto; después de todo, es la época de la transferencia.
Y,
mientras tanto, el planeta también se fatiga. Las condiciones de vida son más
precarias, lo que motiva, evidentemente, a una guerra no solo por el ansiado
papel, sino por recuperar algo de las viejas costumbres: respirar aire fresco y
beber agua potable. Sin embargo, más allá del pánico tan siglo XXI, la novela
explora el cambio climático como un escenario infiltrado en lo más íntimo y
cotidiano de la vida. Así, sobre todo por medio de recortes fragmentados, se
van señalando los cambios, los intereses económicos y de poder que anhelan
usufructuar y, a la vez, administrar los recursos escasos. Lo catastrófico y lo
terrorífico no es traducido solo como “no hay árboles ni aire”, sino qué es lo
que se presenta a nuestros ojos como lo ya no comprensible, lo desbordado.
Un
último cuerpo, tal vez el mejor y más explorado en la novela, estira sus fauces
y brazos para alcanzar cuanto haya a su paso: la política hospitalaria, como
extensión perversa e institucional de una ciencia delirante en sus
potencialidades. No solo cuál es su límite, su “racionalidad”, su propósito…
sino, más, ¿cuál es su inconsciente? Médicos, investigadores y experimentadores
toman los cuerpos convirtiendo la esfera pública en un laboratorio. No se trata
únicamente de ser portador de una extrañeza, malformación o enfermedad… sino de
ser algo así como el sitio donde reside todo lo humano, pero en tanto material
a disposición de la omnipotencia científica. Ante la pregunta de hasta dónde,
estos operarios responden con el cínico “¿por qué no más, si se puede?”. Sin
piedad ni disimulos, asistimos obligadamente a cuanto exceso médico pueda ser
sometido un cuerpo vulnerable. La cuestionante es ética, vital, temeraria:
logramos ver los cuerpos borrados, desechables, invisibilizados y disponibles
como carne de cañón en nuestro tan avanzado mundo… Esta problemática no deja de
insertar la obra de Calatayud en la veta de Donoso, Eltit o más recientemente
Lina Meruane, todos autores enfrentados a intentar simbolizar la presencia de
lo hospitalario.
Dos remansos
Imposible
para el autor y su afamada adhesión vital al mundo futbolero no proyectar el
espacio del juego como contrapunto a lo tremendo. Pese a todo lo que literalmente
atraviesa al cuerpo de K., este no pierde noción de que ya llegan los juegos de
temporada, de quién subió o bajó del pódium o de quién ya no transita por las
afamadas cuestas del atletismo. Este contrapeso en la balanza tiene por lo
menos una doble función: de un lado devuelve al ser humano a su posibilidad más
primaria, jugar, inventar, habitar el mundo en canchas donde el yo, el tiempo,
el espacio… se suspenden. No exento de reglas, el juego es acá una resistencia
vital, la última. Pero, además, es enternecedor y terrible que alguien que va
perdiendo a diario su corporalidad, se proyecte en unos ojos que no dejan de ir
tras musculaturas sometidas al esfuerzo, pero también al logro de vencer
obstáculos y pruebas. Es decir, terreno de una reafirmante resistencia, un
todavía-puedo, desde la zona más impotente.
Paralelamente,
dos lazos sobresalen: la amistad con el nuncio, el amor a la ausente Abril,
destinataria de las cartas. La primera es el sostén no solo literal de esta
escritura, sino que es el mudo y a veces sonriente testigo, ese que testimonia,
acompaña, el cuerpo y la vida de otro. El ser humano es ante-alguien, que lo
asiste (como quien puede recoger y dar testimonio suyo, como quien puede
tenderle su ayuda), y este lazo es el que llega, a través de 400 páginas, a dar
fe de que este hombre existió, vivió, murió, humanamente. La segunda relación
es plenamente la metáfora del amor, que dirige el ser hacia quien no está, pero
podría estar en el cuerpo del amado faltante. Aunque en un momento dado, K.
sabe que su atleta ha muerto, igual sigue dirigiéndole su escritura. Como en el
lazo anterior, no se puede renunciar ni a jugar ni a amar, dos reductos donde
la humanidad todavía logra ser.
Epílogo interpelador, un performance
Un
año después de premiada y publicada la novela, su autor sale a las calles a
poner el cuerpo mientras se pregunta por las causas o males que interrumpen el
círculo entre su obra y los lectores, compradores y críticos. Así, escribe una sátira-crónica,
La guerra del agua, en la que narra
las peripecias de los paceños sometidos a la carencia del líquido durante
meses. Acá se lee la escritura de la transparencia, la que nos cuenta clarito y
linealmente algo que todos compartimos. El autor comprueba, vendiendo él mismo
su libro en la feria de la 16 de Julio, la complicidad de sus lectores (a mí
también me pasó, así fue, dicen ellos) e inmediatez de la experiencia lectora.
En los mismos días, interrumpe el tráfico o los micros leyendo La guerra del papel. Las reacciones, opuestas:
descrédito, sorpresa, petición de silencio (no entiendo eso que lee, no sé de
qué habla, ese lenguaje es difícil, y por qué tiene hojas que pueden perderse…
dicen estos otros). La verificación del experimento, narrada por Oswaldo
Calatayud en un periódico paceño, el 29 de enero de este año, es no solo la verificación
triste de que el mercado goza de buena salud y del éxito preestablecido con que
cuenta la disposición asegurada en el gran público para leer acerca de las “cosas
que pasan”, sino también la distancia, la sospecha y hasta el silencio, a ratos
enojoso, con que los “lectores-objeto” responden así sea a la novela ganadora
del premio nacional. Performance o perforación en la im-posible presencia del
arte en nuestro medio.
Dos
obras y un gesto nos retan al último juego. El que no esté libre de enfermedad,
de cuerpo, de ausencia, de trámite y de distancia, que tire la primera piedra.
Pero, por favor, que la escriba. Como el propio K., el autor también nos dirige
estas cartas, este llamado (como la exposición paródico-critica de su doble
obra, firmada por sí mismo y comunicada en el soporte de la prensa cultural,
donde a pie de página consignaba su propia dirección telefónica…), tal vez a
existir, a asistir a otro ser humano.
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