Con el cuchillo entre los dientes
El arte de la cuchillería artesanal en Argentina. Una historia que cruza a Borges, Lou Reed, los samuráis y los bravos gauchos.
Fotografía de Eduardo Sarapura. |
Nicolás G. Recoaro
Pesada, en caída libre, la maza
golpea el acero que reposa tórrido sobre el yunque. Ante cada embestida, el
vapuleado metal dispara decenas de chispas como un volcán en erupción. Con
dosis desparejas de templanza y frenesí, los mazazos de Mariano Gugliotta
dibujan el candente acero de Damasco.
“¡Guarda con los chispazos! -advierte
el artesano y ensaya la arremetida final-. Como le comentaba hace un rato, este
va a ser un cuchillo multilaminado, con varias capas. El proceso es largo: hay
que limpiarlas, llevarlas a 1.200 grados en la fragua y luego hacer el caldeo a
puro golpe: una soldadura sin electrodos. Imagínese el trabajo para lograr el
dibujo, es como un hojaldre. Arranco con 20 capas, pero se van plegando,
después son 40, 80… Soy el segundo que lo hizo en el país. El primero fue mi
padre”.
Gugliotta lleva en los genes el
noble oficio de forjar hojas afiladas. La saga familiar arrancó hace varias
décadas, cuando su abuelo Miguel llegó de Italia a hacer la América. En el
campo comenzó a trabajar en un taller de herrería y adoptó el gusto gaucho por
los facones. Su hijo Miguel, mecánico de profesión, heredó la pasión por
trabajar el fierro. “Mi viejo fue explorando esta técnica artesanal que viene
de los romanos -recuerda Gugliotta-. Le preguntaba a mi abuelo sobre herrería,
pero también aprendía de las revistas especializadas yanquis que llegaban acá
en los 80. Pateábamos Corrientes para revolver las mesas de saldos y por ahí
aparecía alguna”.
Golpe a golpe sobre el yunque, papá
Miguel se transformó en un secreto a voces de la cuchillería. Su otra pasión
eran las artes marciales, y un día decidió forjar katanas, el sable curvo de
los samuráis. Su fama atravesó fronteras: le llegaban pedidos desde EEUU y aun
de Japón. Una tarde, Lou Reed, fan y coleccionista, visitó el taller de Villa
Soldati para asegurarse una espada.
Hace ocho años, Miguel se retiró.
Mariano es el último eslabón de esta genealogía. En su infancia, lo apasionaban
las aventuras de Tarzán, Mac Gyver y Rambo: “Cuando le pedí a mi viejo el
cuchillo de Rambo, me dijo que era una bosta. Igual me lo compré. Tenía razón,
parecía de plástico”. Cuando terminó el secundario, estudió derecho y estuvo al
filo de obtener el título, pero lo atraía el metal. “Fue como el cuento El llamado de lo salvaje, de Jack London.
Largué todo y me metí acá”. En 2003 arrancó de cero en su propio taller, en el
fondo de su casa. Empezó a buscar su sello de autor con los puñales criollos. Y
al poco tiempo, la fortuna golpeó su puerta, cuando un estadounidense le compró
uno. A los seis meses, la revista Tactical
Knives hablaba maravillas del “cuchillo gaucho” que llevaba su firma. Ese
fue el despegue. “Ese año participé en una feria en la Rural. Salí de Soldati
con 80 centavos en el bolsillo. Me volví con 1.000 dólares”. Compró
herramientas y máquinas para mejorar su producción, que hoy no supera las dos
piezas semanales. Cada cuchilla que forja es una obra de arte. Y se volvió un
“coleccionable”.
Mientras cae la tarde en el
suburbio, Mariano bebe un vaso de Coca Light y repasa la historia de la
cuchillería local: “Acá nunca se incentivó la producción de cuchillos
artesanales. Al contrario, dominó la importación. Desde la conquista española
estuvo prohibido que los nativos usaran armas. Entonces, los gauchos
recauchutaban limas, sables rotos: el reciclaje es el origen. Pese al viento en
contra, la pasión nacional por los filos se mantuvo a flote. “nadie se
sorprende si sacás tu cuchillo en un restaurante para comerte un asado. Amigos
de afuera me dicen que este debe ser el único país del mundo en donde se venden
en el aeropuerto”.
Memorias filosas
Los cuchilleros empezaron a forjar a
fuego lento su historia como arte y profesión hace más de diez siglos. Durante
la baja Edad Media y el Renacimiento, los trabajadores de los metales
comenzaron a organizarse en sindicatos. En su libro El artesano (2008), el sociólogo norteamericano Richard Sennett
cuenta que en aquellos tiempos el aprendiz de orfebre estaba sujeto a su puesto
mientras aprendía a fundir, expurgar y pesar metales preciosos, bajo la
paciente guía de un maestro que lo educaba en su taller. Una vez presentada una
obra maestra en su lugar de residencia, el novicio cerraba su período formativo
y comenzaba a ejercer su oficio en el vasto mundo.
Era una actividad de aires nómades,
plagada de aventureros. El gran orfebre “heroico” de ese período fue el
florentino Benvenuto Cellini. En su jugosa autobiografía, titulada La Vita, Cellini se jacta: “En mi obra,
he superado a muchos y he llegado al nivel del único mejor que yo”. Se refería
a Miguel Ángel.
La Ilustración, el Iluminismo, las
ideas de libertad de la Revolución Francesa, nacen con una cuchilla y terminan
en otra. Denis Diderot, a quien se debe la concepción y ejecución de la Enciclopedia francesa, la suma de las
ideas laicas, libertarias, científicas del siglo científico que fue el XVIII,
era el hijo de un cuchillero, y a veces se lo llamaba así despectivamente.
Diderot escribió, en los tomos de la Enciclopedia,
los artículos técnicos, incluyendo el de la orfebrería. La cuchilla con la que
termina esta historia es la de la guillotina, obra de monsieur Guillotin, y
perfeccionada por Luis XVI, a quien no le faltaría ocasión de experimentar el
uso de tan eficaz invento.
Cocodrilo Dundee
“Sin duda, los franceses son mis
mejores clientes. Son locos por los cuchillos. Ojo, nosotros no nos quedamos
atrás, y si se alejás un poco de la ciudad, en las afueras de Buenos Aires,
todavía siguen resolviéndose pleitos a puntazos”, cuenta Julio Argañaraz, un
artesano de San Telmo con una docena de años en el gremio. Mientras ordena
algunos criollos y damasquitos en su local de la histórica Galería de la
Defensa, a pasos de Plaza Dorrego, relata historias dignas de un cuento de
Borges: “En Madariaga, un ambiente muy gauchesco, si hay algún atrevido en un
boliche, la pelea es a facón. Pero ya no hay tantos revuelos”.
Argañaraz es oriundo de Tucumán. En
sus 47 años aprendió un sinfín de actividades: trabajó el cuero, crió exóticos
peces de estanque y se curtió en la construcción. Con su sombrero gastado,
tiene un aire a “Cocodrilo Dundee”. Se define como un artesano autodidacta. Su
pasión por la cuchillería le viene de muy joven, cuando comenzó a armar una
colección. Su tesoro era un Randall reluciente. Un día decidió exponerlos a
cielo abierto en la feria del barrio y un curioso le ofreció un dineral.
“Cuando estaba negociando, se me
ocurrió que esta podía ser una buena manera de ganarme la vida”. Se instruyó
entonces sobre las diversas aleaciones, el golpe preciso para el forjado y el
secreto del templado, el alma del cuchillo.
Argañaraz ha forjado cuchillos con
elásticos de autos, clavos de tren y hasta acero de camastros. “A veces agarro
un fierro y voy diseñando en mi mente cómo va a quedar. Por ejemplo, este va a
ser un machete japonés. Y le voy dando forma: el filo cónico, pienso un cabo,
que puede aparecer en la calle, un hueso, una madera rara. Reciclo todo el
tiempo, desde pibe. Todo sirve”.
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