Jardines de Tláloc, la experiencia trascendental
Una lectura del poemario que Gary Daher presentó a inicios de este año con la editorial 3600.
Benjamín Chávez
A veces, al reflexionar acerca del proceso compositivo de
un libro, surge la pregunta sobre cierta solución de continuidad entre uno y
otro poema, y se busca no solo un hilo conductor, sino un discurso hilvanado
(muchos hilos, toda una trama acaso), cuyo envés pueda hacerse visible por
encima o por debajo de lo que cada uno de los poemas -como entidades autónomas
que son- puedan decirnos. Si esa secreta urdimbre nos muestra algo nuevo,
entonces, el todo no es igual a la suma de las partes y el libro gana en
vastedad y hondura. Eso ocurre en los Jardines
de Tláloc.
Así, por ejemplo, no es para nada azaroso que contenga
siete secciones (número cabalístico de rica significación esotérica, que en la angelología
maya-azteca remite a los dioses del fuego: Tláloc). Tal condición, así como
todos los detalles de su escritura, fueron minuciosamente cuidados por su autor.
Con esa certeza, ensayo una lectura.
El momento inicial muestra el sitio en el que se
encuentra la voz que enuncia los poemas y dará los pasos a lo largo del libro.
Un libro que pretende ser camino en sí mismo, así como Tláloc no es el dios del
agua y el rayo, sino su propia encarnación. De ahí que claramente ese momento
inicial se llame “Situación en dos pasos”. Son poemas (dos, obviamente) de
conciencia frente a la escritura (la propia), la cual es vista como algo
equívoco donde, quien la ejercita, se declara culpable y dispuesto a morir por
decapitación. Condena, es el poema
inaugural que lo declara: De todo aquello
/ de todas esas manchas / soy el único culpable. Y luego dice: y que hoy se prepara / en acto de contrición
/ a morir decapitado // –Oh cabeza leve / Oh perdida– // como corresponde a su destino / de medusa parida con fuego fatuo.
El siguiente paso/poema se llama Cartas quemadas y opta por el recurso del fuego como vía de purificación.
Muerte y fuego signan su situación escritural para, desde ahí, iniciar la
marcha hacia los jardines del dios.
Quemadas en el
patio / ya no significan nada / solamente el carbón de los años / y tu fruta
alguna vez / supuesto nido de ternura / apenas una brizna de bandera de papel
negro con el viento.
Sin embargo, el desplazamiento físico-espiritual que
implica el viaje, aún no se inicia pues, luego de la muerte y destrucción de la
escritura y de ese yo que la hizo, persiste
aún la memoria que no quiere disiparse y evoca “La otra edad” (tan eufónica de otredad),
ese tiempo ya ido donde aún flotan los antepasados. Cartas del Líbano, un poema al padre, el otro que es uno mismo en Joven de 1970, la amistad en Enseñanza y la poesía como revelación o
epifanía en Efímera ave.
Los poemas son nostálgicos -maltrecha hermana de la
memoria- y el del amigo, dedicado a Álvaro Antezana, dice Ahora el viento del tiempo ha vaciado todo. No obstante, se trata
de un poema celebratorio que se conmueve ante la amistad y su potencia de manos
fuertes como de alguien que participa en el tinku.
En Efímera ave
cabe preguntarse quién es el ave. Y si fuera la poesía misma: ¿Qué tipo de viandas / puede encontrar en
este jardín / hecho apenas de un papayo joven / y una palmera india? Así, tras la observación de esa
ave, cuando A punto estoy de descifrar el
misterio, sucede algo que la violenta y presiente acaso una tierra vacía / una ficción / una
reducida mancha verde / en el patio de la casa.
La siguiente sección del libro “Mínima constancia”, es
un detenerse instantáneo ante el escenario del mundo desde el cual se iniciará
el camino, acaso una fugaz, íntima y disimulada dubitación antes de partir, o
una constatación de lo que se abandona. Una última mirada a la habitación vacía
antes de apagar la luz por última vez, sosteniendo la manivela de la puerta a
punto de cerrarse para siempre y salir hacia un ámbito de más luz, luz de otro
orden y carácter: Una estrella sería suficiente en el desierto.
“Colmena” es la ciudad, el ámbito laborioso, el hábitat
del escribiente que remarca la oposición entre el sitio desde el que se parte y
el otro al que pretende llegarse, no como una meta en línea recta, sino a
través del mismo viaje que ya se emprende, ese que hunde sus raíces en el
inicio y da sus frutos en el extremo complementario y opuesto de la floración.
Los contrastes entre lo humano y lo natural. Quizás la ciudad como algo esbozado,
algo imperfecto y el jardín, una vastedad divina.
una bandada
de loros / cruza el parque vociferando / cánticos sagrados.
Luego, ya en pleno desplazamiento, el viajero llega a
la “Selva virgen”. Holla con su paso espacios no vistos y avanza un poco ¿a
tientas? por parajes encantatorios.
pues los
unos traen dibujados en sus lomos / el signo del
desierto / acaso también clave /
atroz del
ávido tiempo // mientras estos asombrados / salen furtivos a la orilla / de la
selva /
como quien
se encuentra de repente / con el río de la vida.
“En el camino” ya plena y explícitamente atestigua el
paso, el avance hacia un destino, un propósito más que una meta. Un estado del
espíritu. Un lugar, en cuanto metáfora de la plenitud.
En ese
espacio azul / persiste el silencio / canto que decanta / la presencia de
nuestros cuerpos.
A estas alturas del libro, el lector ha sido testigo y
partícipe de una multitud de signos y señales de fuerte poder aglutinante en
torno a los propósitos de su discurso y la poesía misma, para arribar a los
umbrales de lo deseado. “Desde la puerta del jardín” (última sección del
poemario) atisba lo que allí habita y aguarda: la clave, la cifra.
Los hombres
emergieron del barro / construyeron sus casas /
sobre los vigorosos árboles / a los que luego dieron / el divino nombre
de árbol de la vida.
Jardines de Tláloc se cierra con una celebración porque La aurora ha señalado la luz (…) a la celebración de los elegidos.
En un sentido amplio, este libro es otra estación en
el largo camino que es toda existencia. Pero no puede tomarse literalmente como
la continuación o consecuencia del anterior poemario de Gary Daher (La senda de Samai. Ed. 3600, La Paz,
2013). No hay tal afán de secuencialidad, de hecho, formalmente, Jardines de Tláloc supone un retorno al
poema, variando el registro de La senda,
donde el autor se alejaba deliberadamente de esa manera del lenguaje y buscaba
una nueva dicción.
¿Es otro el camino? Más bien, es otra forma de
nombrarlo, otra manera de dar cuenta de él, de atestiguar su presencia y los
pasos que contiene en potencia. Se trata de voces y ecos audibles que se juntan y amoldan para mostrar un segmento de
lo real, una zona de la vida (acaso la misma -siempre la vida recurre a las
mismas cosas, sitios, seres, signos-) mostrada bajo otra luz.
Jardines de Tláloc cultiva la buena poesía, acertados poemas que logran su secreto
cometido manifiesto: transmitir (es decir compartir) la emoción de la
experiencia trascendental de la vida como una poética de su autor que,
desencantado de banalidad y espejismos, sabe en qué consiste nuestro paso por
el mundo.
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