lunes, 17 de abril de 2017

Poesía

Jardines de Tláloc, la experiencia trascendental



Una lectura del poemario que Gary Daher presentó a inicios de este año con la editorial 3600.


Benjamín Chávez 

A veces, al reflexionar acerca del proceso compositivo de un libro, surge la pregunta sobre cierta solución de continuidad entre uno y otro poema, y se busca no solo un hilo conductor, sino un discurso hilvanado (muchos hilos, toda una trama acaso), cuyo envés pueda hacerse visible por encima o por debajo de lo que cada uno de los poemas -como entidades autónomas que son- puedan decirnos. Si esa secreta urdimbre nos muestra algo nuevo, entonces, el todo no es igual a la suma de las partes y el libro gana en vastedad y hondura. Eso ocurre en los Jardines de Tláloc.
Así, por ejemplo, no es para nada azaroso que contenga siete secciones (número cabalístico de rica significación esotérica, que en la angelología maya-azteca remite a los dioses del fuego: Tláloc). Tal condición, así como todos los detalles de su escritura, fueron minuciosamente cuidados por su autor. Con esa certeza, ensayo una lectura.
El momento inicial muestra el sitio en el que se encuentra la voz que enuncia los poemas y dará los pasos a lo largo del libro. Un libro que pretende ser camino en sí mismo, así como Tláloc no es el dios del agua y el rayo, sino su propia encarnación. De ahí que claramente ese momento inicial se llame “Situación en dos pasos”. Son poemas (dos, obviamente) de conciencia frente a la escritura (la propia), la cual es vista como algo equívoco donde, quien la ejercita, se declara culpable y dispuesto a morir por decapitación. Condena, es el poema inaugural que lo declara: De todo aquello / de todas esas manchas / soy el único culpable. Y luego dice: y que hoy se prepara / en acto de contrición / a morir decapitado // –Oh cabeza leve / Oh perdida– // como corresponde a su destino / de medusa parida con fuego fatuo.
El siguiente paso/poema se llama Cartas quemadas y opta por el recurso del fuego como vía de purificación. Muerte y fuego signan su situación escritural para, desde ahí, iniciar la marcha hacia los jardines del dios.
Quemadas en el patio / ya no significan nada / solamente el carbón de los años / y tu fruta alguna vez / supuesto nido de ternura / apenas una brizna de bandera de papel negro con el viento.
Sin embargo, el desplazamiento físico-espiritual que implica el viaje, aún no se inicia pues, luego de la muerte y destrucción de la escritura y de ese yo que la hizo, persiste aún la memoria que no quiere disiparse y evoca “La otra edad” (tan eufónica de otredad), ese tiempo ya ido donde aún flotan los antepasados. Cartas del Líbano, un poema al padre, el otro que es uno mismo en Joven de 1970, la amistad en Enseñanza y la poesía como revelación o epifanía en Efímera ave.
Los poemas son nostálgicos -maltrecha hermana de la memoria- y el del amigo, dedicado a Álvaro Antezana, dice Ahora el viento del tiempo ha vaciado todo. No obstante, se trata de un poema celebratorio que se conmueve ante la amistad y su potencia de manos fuertes como de alguien que participa en el tinku.
En Efímera ave cabe preguntarse quién es el ave. Y si fuera la poesía misma: ¿Qué tipo de viandas / puede encontrar en este jardín / hecho apenas de un papayo joven / y una palmera india? Así, tras la observación de esa ave, cuando A punto estoy de descifrar el misterio, sucede algo que la violenta y presiente acaso una tierra vacía / una ficción / una reducida mancha verde / en el patio de la casa.
La siguiente sección del libro “Mínima constancia”, es un detenerse instantáneo ante el escenario del mundo desde el cual se iniciará el camino, acaso una fugaz, íntima y disimulada dubitación antes de partir, o una constatación de lo que se abandona. Una última mirada a la habitación vacía antes de apagar la luz por última vez, sosteniendo la manivela de la puerta a punto de cerrarse para siempre y salir hacia un ámbito de más luz, luz de otro orden y carácter: Una estrella sería suficiente en el desierto.
Colmena” es la ciudad, el ámbito laborioso, el hábitat del escribiente que remarca la oposición entre el sitio desde el que se parte y el otro al que pretende llegarse, no como una meta en línea recta, sino a través del mismo viaje que ya se emprende, ese que hunde sus raíces en el inicio y da sus frutos en el extremo complementario y opuesto de la floración. Los contrastes entre lo humano y lo natural. Quizás la ciudad como algo esbozado, algo imperfecto y el jardín, una vastedad divina.

una bandada de loros / cruza el parque vociferando / cánticos sagrados.

Luego, ya en pleno desplazamiento, el viajero llega a la “Selva virgen”. Holla con su paso espacios no vistos y avanza un poco ¿a tientas? por parajes encantatorios.

pues los unos traen dibujados en sus lomos / el signo del desierto / acaso también clave /
atroz del ávido tiempo // mientras estos asombrados / salen furtivos a la orilla / de la selva /
como quien se encuentra de repente / con el río de la vida.

“En el camino” ya plena y explícitamente atestigua el paso, el avance hacia un destino, un propósito más que una meta. Un estado del espíritu. Un lugar, en cuanto metáfora de la plenitud.
En ese espacio azul / persiste el silencio / canto que decanta / la presencia de nuestros cuerpos.
A estas alturas del libro, el lector ha sido testigo y partícipe de una multitud de signos y señales de fuerte poder aglutinante en torno a los propósitos de su discurso y la poesía misma, para arribar a los umbrales de lo deseado. “Desde la puerta del jardín” (última sección del poemario) atisba lo que allí habita y aguarda: la clave, la cifra.
Los hombres emergieron del barro / construyeron sus casas /  sobre los vigorosos árboles / a los que luego dieron / el divino nombre de árbol de la vida.
Jardines de Tláloc se cierra con una celebración porque La aurora ha señalado la luz (…) a la celebración de los elegidos.
En un sentido amplio, este libro es otra estación en el largo camino que es toda existencia. Pero no puede tomarse literalmente como la continuación o consecuencia del anterior poemario de Gary Daher (La senda de Samai. Ed. 3600, La Paz, 2013). No hay tal afán de secuencialidad, de hecho, formalmente, Jardines de Tláloc supone un retorno al poema, variando el registro de La senda, donde el autor se alejaba deliberadamente de esa manera del lenguaje y buscaba una nueva dicción.
¿Es otro el camino? Más bien, es otra forma de nombrarlo, otra manera de dar cuenta de él, de atestiguar su presencia y los pasos que contiene en potencia. Se trata de voces y ecos audibles que se juntan y amoldan para mostrar un segmento de lo real, una zona de la vida (acaso la misma -siempre la vida recurre a las mismas cosas, sitios, seres, signos-) mostrada bajo otra luz.
Jardines de Tláloc cultiva la buena poesía, acertados poemas que logran su secreto cometido manifiesto: transmitir (es decir compartir) la emoción de la experiencia trascendental de la vida como una poética de su autor que, desencantado de banalidad y espejismos, sabe en qué consiste nuestro paso por el mundo.


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