Políticas y poéticas del dolor
Inevitable y transversal a lo largo de toda existencia. Acercamientos y filosofías del sufrimiento, desde Valery y Vallejo, hasta Pizarnik y Shimose.
Edwin Guzmán Ortiz
El dolor
inobjetablemente es irrupción súbita o acompañante íntimo. Más que otredad, un
sí mismo que termina revelando esa condición impredecible que nos habita.
Infatigable, trabaja sobre la materia que nos sostiene, sobre el silencio que
nos contiene. Se da modos para permanecer o para proclamar que algo anda mal, y
que de no escucharlo, algo o alguien podría terminar.
Punzante, ardiente,
lancinante, sordo o irradiante, galopa sobre el continente del cuerpo. Agudo o
crónico, tópico o fantasmal, no deja de ser una experiencia abierta a otro
estado de conciencia. Definitivamente innombrable. Suele llamárselo cáncer,
neuralgia, pancreatitis, glaucoma, infarto, esguince, úlcera, pena, depre, en
fin, nombres convenidos y perimetrales a su naturaleza insondable. Así, el
dolor es una experiencia intransferiblemente personal. El sufrimiento musita o
chilla desde un lenguaje interior, más
aquí y más allá de las palabras.
Tradicionalmente es
competencia de los médicos y sometido a la cosmovisión científica dominante de
la medicina; de este modo es asumido simplemente como síntoma, como indicio de
que algo sucede, de que algo no anda bien. Sin embargo, el dolor es algo más
que esa contingencia amarrada a nervios y neurotransmisores. Debido a la
posición privilegiada que tiene la medicina occidental, termina eclipsando las
otras voces que dan cuenta de una comprensión diferente del dolor, incluso la
visión que tienen sobre éste otras concepciones culturales de la sanación. De
este modo se manifiesta un hiato entre la dolencia orgánica y el saber
científico hegemónico.
Aunque podemos
rastrear las causas, sin embargo en el cuerpo, el dolor es algo que no se ve,
algo que no se escucha. Desde un lenguaje inmemorial nos dice algo que tiene el
color de la sangre y el hálito del ocaso, nos arrastra por pasillos manchados
de inminencia. Nos limpia o empaña los ojos y nos invita a manotear los patios
secretos de la existencia. El dolor nos empuja a inventar otro yo,
alternativamente luminoso y oscuro, forjado de esperanza y deseo, con
frecuencia envilecido por el dedo puntiagudo de un dios autosuficiente sobre la
llaga.
Estereotipado en la
dicotomía dolor físico / dolor psicológico, discurre su pathos entre el cuerpo
o el espíritu. Mas, en verdad, el
dolor nos toma integralmente, envolviéndonos en un hálito redondo. Ya no
tenemos dolor, ahora más bien somos dolor. “Al
final de la mente, el cuerpo. Pero al final del cuerpo, la mente”, decía Paul Valéry.
Y otra dicotomía más: el sufrimiento individual y el
sufrimiento colectivo. Este último tiende a ser producto de la atmósfera
opresiva de sistemas de creencia o formas de gobierno que, mediante aparatos
represivos y conculcación de derechos atentan contra la vida. La Iglesia
manifestó su poder en el medioevo a través de la santa inquisición, la
penitencia y la flagelación; el martirologio constituye un testimonio elocuente
de esta forma cultural de sufrimiento. El pecado que provocó la expulsión del paraíso
terrenal recaló en la sentencia: “Parirás tus hijos con dolor”, más la dolorosa
pasión de Cristo, constituyen componentes de una teología del dolor como
fundamento salvífico que remata en el “Toma tu cruz y sígueme”. Frossard ha dicho que el origen del dolor y del mal “son la piedra
en la que tropiezan todas las sabidurías y todas las religiones”.
Si Hannah Arendt ha desmontado los mecanismos
inhumanos del totalitarismo, tornando visible el horror del holocausto hoy la biopolítica, en cuanto mecanismo
perfeccionado del capitalismo apunta al control de los cuerpos en el aparato de
producción y de la población. Se trata de la incidencia de un poder irracional
que interviene domesticando, psiquiatrizando o alienando a los comportamientos
que no se ajustan al modelo del sistema, piénsese en el control de las
conductas reproductivas, en la patologización del placer, en la manipulación de
las mentes a través del neuromarketing o el brain
washing. Se trata de condicionar al cuerpo como máquina de producción y de
consumo, en suma la presión del capitalismo como generador de
esquizofrenia.
El dolor es producto de una construcción histórica y
cultural. Hay por supuesto una diferencia entre tratar de comprender el dolor,
inferirlo o vivirlo. La cultura, las religiones, el arte han desarrollado
formas diferentes de asumirlo. La concepción del dolor en un ciudadano griego
del periodo de Pericles es diferente a la de un aymara, hoy. Los cuadros de
Frida Kahlo expresan el sufrimiento humano de un modo diferente a los cristos
lacerados de Matthias Grunewald.
En otro plano, y desde una
conciencia estoica, es posible hablar de un magisterio del dolor, puede ser un
don que desemboca en la lucidez. El poeta Jaime Sabines en el poema Del dolor, dice: “Había sido escrito en el primer testamento
del hombre: / no lo desprecies porque ha de enseñarte muchas cosas. / Hospédalo
en tu corazón esta noche. / Al amanecer ha de irse. Pero no olvidarás / lo que
te dijo desde la dura sombra.
El arte es un campo privilegiado para entender ese complejo
inextricable que se teje desde el dolor. La poesía ha tenido una particular
vocación para el tema. Paul Celán traduce en su obra el desgarramiento vivido
en la Segunda Guerra Mundial: “Negra leche del alba la bebemos al
atardecer / la bebemos a mediodía y en la mañana y en la noche / bebemos y
bebemos / cavamos una tumba en el aire no se yace estrechamente en él”.
Por su parte César Vallejo, escribe sobre el dolor como algo consubstancial
a la naturaleza humana, una suerte de ontología de un sino trágico. Dice “Yo no sufro este dolor
como César Vallejo… Si no fuese artista también lo sufriría. Si no fuese hombre
ni ser vivo siquiera, también lo sufriría… Hoy sufro desde más abajo. Hoy sufro
solamente”.
En las
palabras de Artaud arden paralelamente cuerpo y texto, pocos escritores han
logrado prolongar la llaga en la escritura como en el poeta y dramaturgo
francés. Una conciencia terriblemente dolorosa cruza un mundo de sensaciones y
extravíos; en El ombligo de los limbos,
desde el psiquiátrico escribe: “Una
exacerbación dolorosa del cráneo, una cortante presión de los nervios, la nuca
empeñada en sufrir, las sienes que se cristalizan o se petrifican, una cabeza
hollada por caballos”.
En el caso de Jorge
Chirinos, los poemas postreros van a contrapunto del cáncer que lo aquejó los
últimos años. Lamiendo los restos del mal, el poema abría el dolor y exponía su
mirada lánguida: “El oleaje
abandona los restos del día, los deposita con cuidado al pie de mi cama. Se
trata de una ofrenda, pero no deseo levantarme. Me aferro a la almohada, a los
charcos de oscuridad que me protegen”.
En la poeta argentina Alejandra Pizarnik, la
conciencia doliente toca una inminencia abisal, por lo mismo confiesa “Entre
otras cosas, escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiera,
no sea. Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En este sentido, el
quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un
poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos
heridos”.
Pedro Shimose, a partir de un enfoque social,
en Poemas para un pueblo se duele del
país, trazando los siguientes versos: “…y
me vine a caminar la patria, a conocerla, a palparla y sufrirla / y me vine a
soñar en carne viva esta patria sangrante y dolorosa, / y hasta aquí, por dónde
voy, me persigue su herida y su silencio”.
En cambio, el dolor en el poeta portugués
Fernando Pessoa es elusivo y no deja de ser una máscara. Es y no es él, como
sus heterónimos. Escribe: “El poeta es un
fingidor / finge tan completamente / que llega a fingir que es dolor/ el dolor
que de veras siente”.
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