lunes, 17 de abril de 2017

ALTIplaneando

Políticas y poéticas del dolor


Inevitable y transversal a lo largo de toda existencia. Acercamientos y filosofías del sufrimiento, desde Valery y Vallejo, hasta Pizarnik y Shimose.

                      
        
                                                                                         
Edwin Guzmán Ortiz 

El dolor inobjetablemente es irrupción súbita o acompañante íntimo. Más que otredad, un sí mismo que termina revelando esa condición impredecible que nos habita. Infatigable, trabaja sobre la materia que nos sostiene, sobre el silencio que nos contiene. Se da modos para permanecer o para proclamar que algo anda mal, y que de no escucharlo, algo o alguien podría terminar.
Punzante, ardiente, lancinante, sordo o irradiante, galopa sobre el continente del cuerpo. Agudo o crónico, tópico o fantasmal, no deja de ser una experiencia abierta a otro estado de conciencia. Definitivamente innombrable. Suele llamárselo cáncer, neuralgia, pancreatitis, glaucoma, infarto, esguince, úlcera, pena, depre, en fin, nombres convenidos y perimetrales a su naturaleza insondable. Así, el dolor es una experiencia intransferiblemente personal. El sufrimiento musita o chilla desde un lenguaje interior,  más aquí y más allá de las palabras.    
Tradicionalmente es competencia de los médicos y sometido a la cosmovisión científica dominante de la medicina; de este modo es asumido simplemente como síntoma, como indicio de que algo sucede, de que algo no anda bien. Sin embargo, el dolor es algo más que esa contingencia amarrada a nervios y neurotransmisores. Debido a la posición privilegiada que tiene la medicina occidental, termina eclipsando las otras voces que dan cuenta de una comprensión diferente del dolor, incluso la visión que tienen sobre éste otras concepciones culturales de la sanación. De este modo se manifiesta un hiato entre la dolencia orgánica y el saber científico hegemónico.
Aunque podemos rastrear las causas, sin embargo en el cuerpo, el dolor es algo que no se ve, algo que no se escucha. Desde un lenguaje inmemorial nos dice algo que tiene el color de la sangre y el hálito del ocaso, nos arrastra por pasillos manchados de inminencia. Nos limpia o empaña los ojos y nos invita a manotear los patios secretos de la existencia. El dolor nos empuja a inventar otro yo, alternativamente luminoso y oscuro, forjado de esperanza y deseo, con frecuencia envilecido por el dedo puntiagudo de un dios autosuficiente sobre la llaga. 
Estereotipado en la dicotomía dolor físico / dolor psicológico, discurre su pathos entre el cuerpo o el espíritu. Mas, en verdad, el dolor nos toma integralmente, envolviéndonos en un hálito redondo. Ya no tenemos dolor, ahora más bien somos dolor. “Al final de la mente, el cuerpo. Pero al final del cuerpo, la mente”, decía Paul Valéry.
Y otra dicotomía más: el sufrimiento individual y el sufrimiento colectivo. Este último tiende a ser producto de la atmósfera opresiva de sistemas de creencia o formas de gobierno que, mediante aparatos represivos y conculcación de derechos atentan contra la vida. La Iglesia manifestó su poder en el medioevo a través de la santa inquisición, la penitencia y la flagelación; el martirologio constituye un testimonio elocuente de esta forma cultural de sufrimiento. El pecado que provocó la expulsión del paraíso terrenal recaló en la sentencia: “Parirás tus hijos con dolor”, más la dolorosa pasión de Cristo, constituyen componentes de una teología del dolor como fundamento salvífico que remata en el “Toma tu cruz y sígueme”. Frossard ha dicho que el origen del dolor y del mal “son la piedra en la que tropiezan todas las sabidurías y todas las religiones”.
Si Hannah Arendt ha desmontado los mecanismos inhumanos del totalitarismo, tornando visible el horror del holocausto hoy la biopolítica, en cuanto mecanismo perfeccionado del capitalismo apunta al control de los cuerpos en el aparato de producción y de la población. Se trata de la incidencia de un poder irracional que interviene domesticando, psiquiatrizando o alienando a los comportamientos que no se ajustan al modelo del sistema, piénsese en el control de las conductas reproductivas, en la patologización del placer, en la manipulación de las mentes a través del neuromarketing o el brain washing. Se trata de condicionar al cuerpo como máquina de producción y de consumo, en suma la presión del capitalismo como generador de esquizofrenia. 
El dolor es producto de una construcción histórica y cultural. Hay por supuesto una diferencia entre tratar de comprender el dolor, inferirlo o vivirlo. La cultura, las religiones, el arte han desarrollado formas diferentes de asumirlo. La concepción del dolor en un ciudadano griego del periodo de Pericles es diferente a la de un aymara, hoy. Los cuadros de Frida Kahlo expresan el sufrimiento humano de un modo diferente a los cristos lacerados de Matthias Grunewald.
En otro plano, y desde una conciencia estoica, es posible hablar de un magisterio del dolor, puede ser un don que desemboca en la lucidez. El poeta Jaime Sabines en el poema Del dolor, dice: “Había sido escrito en el primer testamento del hombre: / no lo desprecies porque ha de enseñarte muchas cosas. / Hospédalo en tu corazón esta noche. / Al amanecer ha de irse. Pero no olvidarás / lo que te dijo desde la dura sombra.
El arte es un campo privilegiado para entender ese complejo inextricable que se teje desde el dolor. La poesía ha tenido una particular vocación para el tema. Paul Celán traduce en su obra el desgarramiento vivido en la Segunda Guerra Mundial: “Negra leche del alba la bebemos al atardecer / la bebemos a mediodía y en la mañana y en la noche / bebemos y bebemos / cavamos una tumba en el aire no se yace estrechamente en él”.
Por su parte César Vallejo, escribe sobre el dolor como algo consubstancial a la naturaleza humana, una suerte de ontología de un sino trágico. Dice “Yo no sufro este dolor como César Vallejo… Si no fuese artista también lo sufriría. Si no fuese hombre ni ser vivo siquiera, también lo sufriría… Hoy sufro desde más abajo. Hoy sufro solamente”.
En las palabras de Artaud arden paralelamente cuerpo y texto, pocos escritores han logrado prolongar la llaga en la escritura como en el poeta y dramaturgo francés. Una conciencia terriblemente dolorosa cruza un mundo de sensaciones y extravíos; en El ombligo de los limbos, desde el psiquiátrico escribe: Una exacerbación dolorosa del cráneo, una cortante presión de los nervios, la nuca empeñada en sufrir, las sienes que se cristalizan o se petrifican, una cabeza hollada por caballos”.
En el caso de Jorge Chirinos, los poemas postreros van a contrapunto del cáncer que lo aquejó los últimos años. Lamiendo los restos del mal, el poema abría el dolor y exponía su mirada lánguida: El oleaje abandona los restos del día, los deposita con cuidado al pie de mi cama. Se trata de una ofrenda, pero no deseo levantarme. Me aferro a la almohada, a los charcos de oscuridad que me protegen”.
En la poeta argentina Alejandra Pizarnik, la conciencia doliente toca una inminencia abisal, por lo mismo confiesa “Entre otras cosas, escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiera, no sea. Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En este sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos”.
Pedro Shimose, a partir de un enfoque social, en Poemas para un pueblo se duele del país, trazando los siguientes versos: “…y me vine a caminar la patria, a conocerla, a palparla y sufrirla / y me vine a soñar en carne viva esta patria sangrante y dolorosa, / y hasta aquí, por dónde voy, me persigue su herida y su silencio”.    
En cambio, el dolor en el poeta portugués Fernando Pessoa es elusivo y no deja de ser una máscara. Es y no es él, como sus heterónimos. Escribe: “El poeta es un fingidor / finge tan completamente / que llega a fingir que es dolor/ el dolor que de veras siente”. 


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