martes, 25 de abril de 2017

Etc.

Ahmad Páramo



Una recreación, una adaptación libre de la famosa obra de Juan Rulfo, inspirada en la diáspora de muerte que en estos días acecha la costa Europea.


Carlos Decker-Molina 

Antes del suspiro final, mi madre -muerta en Idlib en el último ataque con gas sarín- me apretó las manos y me susurró al oído: “Tu padre vive en Lavrio, anda pues a buscarlo”. Y, yo le prometí que lo haría, aunque no lo conocía. Balbuceó el nombre: “Ahmad Páramo se llama….”. Le apreté las manos en señal de que lo haría. Yo era capaz de prometerle todo porque es así como se enfrenta a la muerte, con promesas.
Luego fueron mis manos las que quedaron atrapadas entre las suyas y me costó rescatarlas. “No le pidas nada -me dijo-. Exígele amor, ese que a mí me lo dio a retacitos. Cóbraselo hijo”.
Y salí caminando por calles bombardeadas, campos sin siembra, casas sin gente. En el camino, mi cabeza se volvió un jardín de ilusiones con flores regadas por la esperanza.
Repetía el nombre de mi padre: “Ahmad Páramo, Ahmad Páramo…”, y me decía a mí mismo: “vive en Lavrio”. No quería olvidar ese nombre extraño. El solo decir su nombre me llenaba de coraje y hacía fácil la marcha.
Oculto en las sombras, pasé la frontera con Turquía y me encontré con otro que también huía. Ambos escupíamos polvo y pisábamos barro. Mi jardín de ilusiones se marchitó en tan largo viaje. Al principio nos tuvimos miedo, ese miedo al desconocido, miedo al que está huyendo, ¿por qué? ¿Habrá matado?, ¿por eso huye?... O habrán matado a su familia y si no huye lo matan a él. Me miró de reojo y me preguntó

- ¿Para dónde vas?
- A Lavrio -le dije-, en busca de mi padre que se llama Ahmad Páramo.

El viajero se detuvo y mirándome sin mirarme me dijo que él también es hijo de Ahmad Páramo y siguió caminando. Escuché que murmulló algo así como campo santo, pero en griego.

- ¿Conoces Lavrio? ¿No? los griegos le llaman Sounio y dicen que todos los que allí moran tienen mucho frío y tienen el alma seca. Otros sostienen que es la mismísima boca del infierno y por eso tendrían que sufrir de calor -dijo el extraño y adelantó rumbo a la playa.

Así, el otro hijo de Ahmad Páramo se perdió en la bruma.

- ¿A dónde vas? Me dijo otra voz. No pude ver la cara de quien hablaba. Era el balsero que nos llevaría a Lesbos y de allí a Lavrio a buscar a Ahmad Páramo, mi padre, nuestro padre. Cuando se enteró, me informó que allí todos se llaman lo mismo.
- Todos tienen el mismo padre y aunque no me creas, tienen también la misma madre. Siria se llama la doña. -Y, me señaló el bote lleno de gente.
- ¡Súbete ya!
- ¿Y, esto es un bote? ¿No ves que es una tumba flotante? -le dije despacito para no enojarlo.  
- Si quieres llegar hasta Lavrio, donde está tu padre Ahmad Páramo, arrímate a los muertos, hasta podrás escuchar la voz de tu madre, pero primero me pagas.

Para qué íbamos a naufragar si ya todos estábamos sumergidos. Después de muchas horas frías como la muerte, tragando agua salada, llegamos a la otra orilla. Una mujer parecida a mi madre me dio la mano y me ayudó a incorporarme. Tenía una voz aguosa cuando me dijo:

- Te ayudo porque soy madre y conocí a la tuya. Ella me avisó que vendrías a buscar a tu padre Ahmad Páramo, que ha sido también mi hombre.

Me llevó a una carpa anaranjada. “Espera que vendrán por ti”, me dijo y se hundió en el mar que de azul oscuro pasó a ser negro como la conciencia del que lanzó el gas para matarnos.

- Así es que usted es el hijo de Ahmad Páramo.
- Sí, pero ¿cómo lo sabe?
- Su madre me avisó con una voz muy débil, como si hubiera tenido que atravesar una distancia muy larga para llegar aquí a Lavrio
- Pero… mi madre está muerta.
- Nosotros también.
- Yo vengo a buscar a mi padre Ahmad Páramo.
- Está ahí, sigue caminando, lo encontraras oculto en la oscuridad de este lugar donde no llega el sol ni la esperanza, que es lo último que muere con el cuerpo.

Caminé y caminé. Es el oficio de este siglo… soy caminante eterno. Tardé, pero me di cuenta que se disipó el pueblo de Lavrio… que desapareció en un abrir y cerrar de ojos.
Decidí esperar el amanecer sentado en una piedra. Nunca sabré si el sueño me inundó como el agua a mis pulmones, pero cuando abrí los ojos estaba frente a Ahmad Páramo. Nunca había visto a mi padre, pero sabía que era él. Se acercó, llegó hasta mí, tan cerca, que sentí su resuello. Cuando me iba arropar con sus brazos gruesos, alcancé a decirle: “¡Nos gasificaron!” Al escuchar, cayó de bruces, dio un golpe seco contra el fondo del mar y se fue deshaciendo como si fuera un montón de arenita blanca. Me arrepiento de haber abierto la boca. No pudo enterarse que soy su hijo, uno de ellos…


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