Un corazón más pequeño
Reseña de Trucha panza arriba, del guatemalteco Rodrigo Fuentes, publicada por editorial El Cuervo.
María José Navia
Hay una canción de Amanda Palmer que me gusta mucho: Trout heart replica. En ella se
reflexiona sobre el amor y las cosas que duelen mientras se observa un criadero
de truchas que nadan y nadan en círculos. Mi línea favorita allí dice: “Killing things is not so hard, is hurting
that's the hardest part. And when the wizard gets me, I'm asking for a smaller
heart”. O, en español: “Matar cosas no es tan difícil, es hacer daño lo que
cuesta más. Y, cuando vea al mago, voy a pedirle un corazón más pequeño.”
Trucha panza arriba (El
Cuervo, 2017), la primera colección de cuentos del escritor guatemalteco
Rodrigo Fuentes, habla también de las cosas que duelen, de la animalidad triste
que se esconde en toda familia, de la complejidad de los sentimientos, de ese
hacer daño que, como dice la canción de Palmer, es a veces la parte más
difícil.
Se trata de siete relatos que giran -o bien, nadan en
círculos- alrededor de la figura de Henrik, un europeo, descrito como alguien
inmenso, gigante que hace distintas inversiones en algún lugar de Guatemala.
Las historias van entregando diversas perspectivas sobre él: mirado desde los
ojos de uno de sus trabajadores, de su hijastro, o bien aparece en el fondo,
allá lejos, apenas una figurita, en los cuentos centrados en su hermano (Güisqui) o en una de las vacas que vive
en sus terrenos (De repente, Perla).
También toma la palabra en Buceo,
para contar un accidente familiar.
Leer a Fuentes es, a falta de mejor palabra, refrescante. Su
prosa fluye, corre, se transforma. Es ágil, te salpica de agua la cara. Te
agarra, bien firme, desde la primera línea y es inevitable y maravilloso
seguirlo. Un libro que empieza diciendo “Esto de la familia es complicado” para
terminar con una balacera. Cuentos en los que los animales sirven de testigos
silenciosos de los errores humanos: de la falta de fuerza de voluntad de un
alcohólico, del deseo de un hombre casado, de condiciones injustas de trabajo.
Los ojos de los animales lo miran todo, desafiantes. Como en Güisqui en el que el narrador comenta
sobre un perro: “Había una chispa burlona en su mirada, como si supiera algo sobre
Mati que él mismo ignoraba”. O, en De
repente, Perla, relato en el que una vaca se lleva todo el protagonismo:
“Porque Perla los miraba como mira una persona. No como mira una persona
cualquiera: como mira una mujer, una mujer que se sabe vista por un hombre. De
esas mujeres que le agarran a uno la mirada y se la cachetean de vuelta. Así
miraba Perla”.
El relato que abre el volumen, y le da también su nombre,
cuenta la historia de uno de los trabajadores de Henrik, un hombre casado que
se encanta con una muchacha del pueblo. Todos los días trata de distraerse de
su deseo, preocupándose de las truchas de un criadero recién instalado por su
patrón. Las observa, paciente. Dice, por ejemplo: “Las truchas son animales
delicados, y no aguantan vivir a más de trece grados de temperatura”, para
luego agregar: “Así como son delicadas también son salvajes. Comen carne,
incluso la propia”.
La contemplación de los peces hace recuerdo de la fragilidad
y lo salvaje presente en toda relación humana, en toda familia. El protagonista
cuenta de una vez que una de las truchas resultó herida y todas las demás se
lanzaron contra ella: “El agua burbujeaba, hirviendo parecía, y la superficie
se llenó del brillo metálico de navajas en pleito. Al minuto todo se había
calmado. La gran familia nadaba otra vez a contrarreloj. No quedaba rastro de
la trucha panza arriba”.
Lo humano y lo natural se encuentran siempre entrelazados,
en diálogo, en estos cuentos. El protagonista no es capaz de resistir la
tentación y su vida y el paisaje que lo rodea, las truchas incluidas,
reaccionan de forma violenta: “Pero el ruido pasaba, el viento regresaba a los
árboles, y la misma selva se hacía silencio, como aguantándose la carcajada”.
En Buceo conocemos
a Mati, el hermano de Henrik, de quien se dice que “tenía un corazón enorme”.
Es este último el encargado de contar la historia del desbande de Mati (“Ya
luego todo fue empeorando, pero en esos tiempos sus disparates todavía
mostraban una especie de cariño descarrilado”.) y cómo todo termina en un
accidente que impacta a toda su familia (“Fue extraño: por primera vez en mi
vida los vi así, desde arriba, sus cuerpos torcidos por la angustia”.).
El tercer cuento trae a un animal como protagonista: Perla,
una vaca que se cree perro y que es testigo de las transformaciones de la zona,
con trabajadores que llevan el esfuerzo al límite haciendo uso de drogas para
ver luego su trabajo arrebatado por las máquinas: “Trabajaban duro macheteando
el día entero, animados con pastillas que repartía el capataz. Anfetaminas, eso
les daba. Ya a la vuelta de la jornada venían con las pupilas enormes”. La
injusticia lleva a la violencia y allí se ve también inmersa Perla, en una
situación que deja en evidencia a los hombres como las verdaderas bestias.
Güisqui sigue con
los animales y vuelve a Mati, el hermano de Henrik, quien intenta dejar atrás
su adicción al alcohol y trata de comportarse como un buen padre con su hija
que lo visita algunos fines de semana. Güisqui es el perro de Mati y su desaparición
logra que tiemble el frágil equilibrio sobre el que está construyendo su vida
cotidiana.
La isla de Ubaldo
nos lleva a un futuro cercano, a la discusión de unos matones, afectados por
las decisiones de Henrik. Un cuento que algo se desvía del tono general del
conjunto, aportando una atmósfera ominosa y de corrupción.
Por último, Terraza
y Henrik vuelven a este personaje
alrededor del cual orbitan todos los demás relatos. En el primero, somos
testigos de una conversación casual entre Henrik y su hijastro, mientras
conducen rumbo a una terraza, nuevo proyecto de Henrik. El narrador comenta
sobre su padrastro: “El amor, me dijo, el verdadero amor, solo se mira en la
enfermedad”.
La colección cierra con Henrik
otra vez en ojos de su hijastro. Solo que esta vez no hay conversación en el
auto sino que un recuento de la caída en desgracia de Henrik. Desde el suicidio
de su padre, del que nadie puede hablarle, sus malas decisiones en los
negocios, su obsesión por los troll, muñequitos que colecciona para que
protejan su hogar, o su desconfianza de las palabras. Comenta el narrador: “Y
es que Henrik no le daba mayor importancia a las palabras (que son flacas y
flojitas, decía él), sino a esas extrañas e invisibles pulsaciones que irradian
los cuerpos, a los gestos y el candor en que se cifra la amistad, como
explicaba con un destello en sus ojos, sosteniendo alguno de los cigarros que
convidaba cuando no estaba mi madre”.
Rodrigo Fuentes ha construido, en Trucha panza arriba, una constelación llena de astucia y belleza.
Con un lenguaje liviano que engaña mientras va descendiendo más y más profundo
en el odio, la obsesión o el secreto, se levanta un mundo donde la fragilidad y
lo salvaje se encuentran siempre en tensión… Y “[e]ntonces empiezan los balazos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario