lunes, 10 de abril de 2017

Desde la butaca

Algo más sobre Viejo calavera

Una lectura de una de las películas bolivianas mejor valoradas de los últimos años.



Lupe Cajías 

No sé si habían pasado 30 ó 60 minutos cuando sentía que la oscuridad ahogaba mis ojos, mi garganta y mi epidermis. Quería salirme del cine, abandonar la butaca en la sala de la Cinemateca Boliviana. No para que me devuelvan mi entrada, para que me den un vaso de agua, un aliento.
La sensación incómoda me recordaba antiguos ingresos a las minas en Potosí, Siglo XX, San José, Chorolque, Huanuni…; algunos como curiosa, otros para presentar el libro de Juan Lechín.
Suspiré aliviada cuando finalmente la cámara abandona el socavón, las viviendas sombrías donde el día siempre es noche, y se va de parranda a Coroico, donde la vegetación alivia la pobreza y el calor recuerda que hay un sol.
Lo más impresionante en las minas bolivianas, sobre todo las estatales, pero más aún en los recovecos de las cooperativas, es la ausencia de la luz. Muchos obreros ingresan al alba con un cielo aún ennegrecido y salen al atardecer con las tibias luces del campamento encendidas. Adentro solo las lámparas, algunas todavía mecheros para detectar el gas grisú, van trazando huellas como en las entrañas del infierno.
Las minas privadas tienen galerías mejor iluminadas y es posible caminar largos trechos con cierta idea del lugar, de las estalagmitas y de las rugosidades de las piedras, donde chorrea gota a gota el agua de copajira. En cambio, en los rincones del Cerro Rico, ahí donde se baja por un agujero, de culo, los ojos deben acostumbrarse a las sombras, a la eterna penumbra. Todos los días, la noche, como apuntó el fotógrafo suizo Jean Claude Wicky (1946-2016), otro gran retratista de la realidad minera boliviana.
Kiro Russo (La Paz, 1984), junto a un equipo de cineastas de la nueva generación - donde destaca Pablo Paniagua-, logra transportarnos al escenario minero con una capacidad extraordinaria. El trabajo es fruto de años de investigación, de pruebas, de caídas y de correcciones, hasta el logro de una historia redonda, aunque relatada con algunos altibajos. Parecería alargada para lograr un largometraje, pero más bien hay una intención de meternos en una realidad que “así nomás es”, rutinaria y tensa.
 El filme boliviano Viejo calavera es seguramente el más premiado de la historia del cine nacional y sigue impactando en festivales internacionales, tanto en América Latina como en Europa. En el país debe caminar más y llegar a los últimos rincones de la nación porque revela sutilmente lo más profundo de nuestro ser, la fraternidad.
Uno de los datos que más me impresionó es el interés entre los jóvenes por conocer el lenguaje cinematográfico de uno de sus contemporáneos. En las aulas universitarias tuve la experiencia de comprobar que casi todos los alumnos habían visto la película, algunos más de una vez pues volvieron a la sala para sesiones especiales de debate.
A veces es difícil encontrar una obra de arte para ponerla como ejemplo y que la audiencia menor a 20 años comparta ese conocimiento. No se puede citar a La Odisea, por ejemplo, porque muchos bachilleres ya no la leyeron y (oh sorpresa) ni siquiera vieron la película Troya con Brad Pitt, porque también a él lo consideran anticuado.
En cambio, puedo citar pasajes de Viejo calavera pues los chicos la entendieron y la aplaudieron y con ella aprenden herramientas de la crónica. El atractivo del filme para las nuevas generaciones abre interrogantes que apenas intentamos responder. Quizá porque es una obra de uno de sus pares, melenudo y con un aire misterioso en el caminar, sencillo y sensible, casi siempre acompañado por otros bohemios.
O porque puede decir lo que dice al dominar un diálogo sutil, unos silencios y unas formas que los añejos (léase militantes de los años 70) no comprenden. Los comentarios negativos sobre el filme son sobre todo quejas porque el director muestra a unos mineros que se emborrachan, que se ocupan de sus ocios en las asambleas al interior de la mina y que viajan al trópico. No hay marchas vociferantes, grupos en tropel bajando de los cerros con sus dinamitas ni monumentos a los dirigentes históricos. No hay lo “políticamente correcto”.

El argumento
El argumento de Russo y de Gilmar González es simple. El padre de Elder Mamani (Julio César Ticona) muere (partida) y él, que no es viejo, pero es un “calavera” hereda por una costumbre no escrita el puesto en la mina, donde vive su madre agrietada por la dureza del ambiente a cuatro mil metros de altura, cerca del Cerro Posokoni en Huanuni.
El padrino Francisco, que es una presencia casi sin palabras, se encarga de llevarlo al nuevo empleo y de intentar que el ahijado, “chupaco” y despreocupado -casi marginal- ingrese a una nueva etapa de su vida. Elder no se interesa por ninguna estabilidad ni económica ni emocional y se deja llevar por sus impulsos existenciales. ¿Acaso él y sus contemporáneos tienen un mejor futuro que sus padres? Tampoco le llama la atención la actividad sindical tan famosa en las minas bolivianas, la vanguardia proletaria; ni se anota a alguna otra iniciativa como el deporte, la música, también destacados aportes obreros.
Se apunta casi sin ganas, igual que a todo, a un viaje “al otro lado del mundo”, a una localidad tropical de ingreso a la Amazonia, Coroico, pueblo de la cabecera de selva, de los Yungas de La Paz. Ahí, algo de charla, algo de comida, la piscina pública, el sol, la luz del día. Al final, un gesto, una ternura como recordaba Líber Forty, tan esencial en la rudeza de los mineros, arremete contra el espectador que esperaba cualquier cierre menos aquel de tapar al padrino con una frazada en la helada cumbre andina. Los actores son personas entrenadas para el filme, sin experiencias previas.

Mensaje sutil
Entre escena y escena, aparentemente tristes y sin esperanza, se entretejen lo profundo del minero boliviano, de la familia boliviana, de los pobres bolivianos: la amistad, la solidaridad, la mano que se extiende y ampara, aun cuando todo lo demás dice “no”.
La experiencia en el campamento no es solo sentir la revuelta, la protesta, la marcha con dinamitazos. Russo comprende esa dimensión y la dispersa sin estridencias, sin consignas, sin arrebatos.
Ahí, donde la esperanza de vida era de 50 años pero ningún huérfano, ninguna viuda quedaba sin auxilio, sin un plato de comida, sin un techo, sin un libro. Me recordó los milagros que contemplé en 1986 en la “Marcha por la vida” donde el pan (ají de fideos) se multiplicaba y la viejita se inclinaba a lavar los pies de los caminantes, mientras una cruz iniciaba el último vía crucis de la FSTMB.
En Huanuni moderno abundan los karaokes y los prostíbulos alentados por el dinero de los buenos precios internacionales de los minerales; ahí donde hay más temor por el aumento de los casos seropositivos que por la silicosis. Ahí, en ese cotidiano sobrevive la humanidad samaritana.

Es posible que para los que esperan siempre un mensaje político explícito, la película no diga mucho. Russo declaró que no optó intencionalmente por ese camino. En cambio hay esa nueva forma que desarrollan las nuevas generaciones para acercarse al Nuevo Testamento, aún sin saberlo, con las luces, con los sonidos, con las miradas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario